Obras
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Sus primeros libros, como Confidencias de Psiquis (Caracas, 1896), Sensaciones de viaje(París, 1896) donde se incluye el artículo «Alrededor de Nápoles», publicado anteriormente en El Cojo Ilustrado, en el cual se manifiesta su distanciamiento modernista, De mis romerías (Caracas, 1898), Cuentos de color (Caracas, 1899), son libros esencialmente literarios. Sin más tentativa de mensaje que el del deslumbramiento del artista ante Europa, principalmente ante París y el paisaje italiano.
Los libros que publica después corresponden a la época de su vida en que este empieza a participar activamente en la vida política de su país.
Sus libros de viajes, el conflicto del desarrollo plasmado en sus novelas, su marcado preciosismo y estilismo, el hondo psicologismo de su narrativa, inyectan a la literatura venezolana de su época un aire de vigencia y universalidad en momentos en que esta se encontraba todavía circunscrita al movimiento costumbrista.
Este volumen de las Obras de Manuel Díaz Rodríguez contiene textos vivaces. En ellos el escritor venezolano, figura central del modernismo hispanoamericano, participa en numerosas polémicas. Defiende el modernismo y debate con los tradicionalistas y los científicos deterministas de su época.
A continuación incluimos el índice de este volumen que, acaso, ayuden al lector a hacerse una idea de su contenido:
- Tic
- Las ovejas y las rosas del padre Serafín
- Música bárbara
- Ensayos
- Sobre el modernismo
- Alrededor de Nápoles
- Alma de viajero
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Obras - Manuel Díaz Rodríguez
Manuel Díaz Rodríguez
Obras
Edición de Orlando Araujo
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: Obras.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-038-3.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-017-6.
ISBN ebook: 978-84-9007-430-5.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
Tic 9
Las ovejas y las rosas del padre Serafín 23
Música bárbara 41
Ensayos 63
Sobre el modernismo 65
Alrededor de Nápoles 77
I 77
II 82
Alma de viajero 91
Libros a la carta 99
Brevísima presentación
La vida
Manuel Díaz Rodríguez nació en Chacao (Miranda, Venezuela) el 28 de febrero de 1871 y murió en Nueva York el 23 de agosto de 1927.
Escritor, médico, periodista y político. Es considerado por muchos estudiosos como uno de los mayores representantes de la prosa modernista hispanoamericana.
En 1902 publicó Sangre patricia, un retrato del desarraigo. Tras publicar esta novela y a raíz de la muerte de su padre, Díaz se hace cargo de la hacienda heredada, situada en los alrededores de Chacao. Entre 1903 y 1908 comparte su tiempo entre las labores agrícolas y literarias. Finalmente pone fin a su retiro rural con la publicación de Camino de perfección, libro donde expone la realización de su ideal literario: el ajuste perfecto entre la idea y la palabra. En 1909 dirige el Diario El Progresista y es nombrado vicerrector de la Universidad Central de Venezuela. Director de Educación Superior y de Bellas Artes en el Ministerio de Instrucción Pública (1911), ministro de Relaciones Exteriores (1914), Senador por el Estado Bolívar (1915) ministro de Fomento (1916), y ministro plenipotenciario de Venezuela en Italia (1919-1923). En 1921, publica su última novela, Peregrina o el pozo encantado. Presidente del estado Nueva Esparta (1925) y presidente del estado Sucre (1926), viajó a Nueva York en 1927 para tratarse una afección en la garganta y murió en dicha ciudad.
Tic
Era la segunda o tercera vez que volvía muy nerviosa de la calle:
—De algún modo necesito acabar con esta situación que me hace la más desgraciada de las mujeres. Debe de existir un medio capaz de libertarme de esa pesadilla que a todas partes me persigue, y he de encontrar ese medio. Ya no me puedo dominar. Cada vez se me va haciendo insufrible la presencia de ese amigote serio de mi marido. Si supiera lo antipático y odioso que me es, sobre todo cuando me mira, así como lo ha hecho hoy, dándose aires y tomando actitudes de moralista: parece como si quisiera decirme: «Señora, no sea usted coqueta». En todo caso, ¿a usted qué le importa, señor palurdo? ¿Le disgusto?: pues no ha debido salir nunca de su provincia, de su tierruca de salvajes o, a lo menos, ha debido dejar por allá todo el pelo de la dehesa, y así no turbaría usted la paz y el reposo de quien no ha hecho mal ninguno. Usted podrá ser muy bueno, sí señor, y hasta muy inteligente, como dice mi marido, pero no por eso deja de hacerme el efecto de una mosca importuna que, revolando a mi alrededor se me posara de tiempo en tiempo en la punta de la nariz, y continuase en el mismo revolar, y produciéndome el mismo cosquilleo impertinente, de una manera indefinida, por los siglos de los siglos. Con esas palabras y con ese tono debiera yo hablarle, franca y abiertamente, pero no me atrevo. Mientras tanto, él sigue siendo nuestro visitante más asiduo, nuestro compañero indispensable de las noches de teatro, de las partidas de campo, y mi suplicio continúa sin esperanzas de un término próximo. ¿Decírselo a mi marido? ¡Ni pensarlo! Ya una vez traté de participarle todo lo que su amigo me repugna, e hizo como que no me comprendía. Ahora me parece inútil insistir: de antemano sé lo que puede responderme. Achacará mi aversión a caprichos míos, y me dirá, seguramente, que sería muy cruel, de parte suya, cerrar las puertas de su casa a su amigo más íntimo, a su mejor camarada de colegio, sobre todo cuando este su amigo vive solo, sin más conocidos ni parientes, en toda la ciudad, que nosotros, ni más compañía que la nuestra. ¡Como si no fuese más cruel abandonarme al suplicio en que vivo hace ya algún tiempo! ¡Como si su amigote le fuera necesario y su mujercita indiferente! Pero ... ya veremos, señor palurdo, ya veremos ...
Y mientras Margarita hablaba así, ora consigo misma, ora como dirigiéndose a un interlocutor invisible y odiado, iba cambiando incesantemente de postura, como si en vez de estar sentada en un sofá blando y mullido lo estuviese, en realidad, sobre mil puntas de alfileres. En su inquietud creciente, cerraba los puños, golpeaba el suelo con los pies inquietos, y más y más encapotaba el entrecejo, donde una preocupación furiosa luchaba, se resistía, forcejeaba, destrozándose las alas de mariposa negra.
El —ya veremos, señor palurdo, ya veremos—, dicho en alta voz, había salido como involuntariamente de sus labios, traduciendo la amenaza que los nervios acababan de formular en un lenguaje oscuro formado de vibraciones muy finas. Luego, repitiendo la amenaza, Margarita se levantó del sofá, y se detuvo delante de un espejo a verse y remirarse con la expresión de un deseo que no admite espera, con la expresión de una voluntad inquebrantable y segura de la victoria.
¿Qué podía traer tan exaltados y locos a los nervios de aquella rubia indolente que, por su apariencia risueña y bondadosa, más que de huesos y carne parecía compuesta de una pasta suavísima y tierna, mezcla de rayos de Luna y harina de trigo candeal y leche muy blanca? Quizá un grano de polvo, una brizna de paja, ¿quién iba a adivinarlo?: nervios holgazanes, el ocio los vuelve antojadizos y exigentes, de modo que el menor contacto desagradable, por muy ligero y fugaz que sea, los irrita y los lleva al dolor más agudo. Margarita misma no hubiera podido decir claramente los motivos de aquello que le andaba por dentro; ni a satisfacción explicarse el origen de aquel odio que experimentaba por un hombre, el cual debía serie, cuando más, indiferente; ni cómo de ese odio pudo venir el deseo, todavía confuso pero irresistible que la empujaba hacia el mismo hombre, objeto y blanco de sus furias, con la tenacidad irreflexiva y ciega de la obsesión.
Lo que sí hubiera podido decir Margarita era que sentía un malestar semejante al malestar que siempre acompañaba a sus «pequeñas supersticiones», como llamaba ella ciertos desbordamientos y arranques súbitos de la voluntad, arranques y desbordamientos a los que Margarita solía bautizar también con los nombres de humoradas, pequeñeces, cosas de los nervios, y de los cuales hacía burlas, aunque no alcanzara a dominarlos. A veces, paseando en un jardín público, se le ocurría, de repente, que necesitaba llegar a cierto banco, a sentarse a la sombra de cierto árbol determinado, y de la llegada a ese lugar preciso, sin hallar obstáculo ninguno, sin tropezar, por ejemplo, en el camino, con personas que se aproximaran a saludarla, hacía depender ella la realización de un deseo, un capricho o una esperanza cualquiera, por muy noble