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La extraña casualidad. Tomo 1
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La extraña casualidad. Tomo 1
Libro electrónico374 páginas5 horas

La extraña casualidad. Tomo 1

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Sufriendo lo que sufrí, solamente podía ser dos cosas: asesino en serie o escritor atormentado.

Una sucesión de muertes y desapariciones tiñen de incerteza la paradisíaca isla de Mallorca. Una historia basada en el pasado isleño, en los sueños, en los acontecimientos crueles acaecidos años atrás.

Jaime Cantó, escritor prolífico y natural de Bunyola, se enfrenta a las sospechas de la Policía como presunto asesino de su expareja, Ángel Miró. La inspectora Marta Riu, quien se encargará de investigar tan misteriosos acontecimientos, se hallará ante pistas falsas y callejones sin salida. Para entenderlo, tendrá que sacrificar parte de su vida familiar y profesional para dar con un sujeto que sabe esconderse sabiamente entre las palabras y en el bosque.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 oct 2019
ISBN9788418018947
La extraña casualidad. Tomo 1
Autor

Jaume Font Cirer

Jaume Font Cirer (Bunyola, Mallorca, 1995) es lector, escritor y estudiante. La extraña casualidad es su primera novela publicada.

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    La extraña casualidad. Tomo 1 - Jaume Font Cirer

    Primera parte:

    El eterno rechazo

    A los pájaros, cuyos cantos en esta obra son reveladores

    I

    Su porte atlético y sus facciones marcadas le daban un semblante severo que no había calado en su interior. Sus pensamientos estaban dominados por la paz que le proporcionaba su trabajo y, con las horas que pasaba metido dentro de su despacho, apenas tenía tiempo para dedicárselos a sus problemas. Relegaba a un segundo plano lo que debería ser el centro de su atención y, viviendo en un límite extremo entre lo positivo y lo negativo, procuraba acostarse agotado para evitar que ningún segundo de silencio le propiciase una reflexión, evocativa esta, de una conclusión negativa.

    Desde una temprana edad, creía que su mente estaba enferma. De la misma manera que los cuerpos al cabo del tiempo se marchitaban y acababan por convertirse en polvo, creía él, por la mala experiencia del destino, que las mentes sufrían el mismo parecer. Y acompasando aquella idea con la de que había cuerpos que nacían enfermos, las mentes también podían encontrar aquella misma suerte. Desde muy joven, llevaba a cabo reflexiones que el mundo no se esperaba de él; y veía este de una manera distinta a como lo contemplaban sus semejantes. Había sufrido las inclemencias de una sociedad negada para los que avanzaban y, a aquellas alturas, lo que le había proporcionado dolor le aportaba, a su vez, dinero y disgustos a partes iguales.

    El silencio tomó sus palabras y, dado que tenía la necesidad imperativa de plasmar lo que pensaba, optó por escribirlo. Nadie había leído aún nada hasta que, un día, se armó de valor y se lo enseñó a un alma amiga. No sabría decir si había sido un acierto haber confiado en alguien que, poco después, se confirmó como uno de sus más temidos enemigos. Alguien a quien le había confiado partes de su historia y de su alma tremendamente oscuras y las había tomado y utilizado en su contra como un arma.

    —Es una de las taras de la raza humana —se había atrevido a decirle, cómplice—, la traición. Quienes se postulan como catedráticos de la bondad y la compasión acaban traicionando a aquellos que les han tenido suficiente confianza como para confiarles su secreto mejor guardado.

    Y, desgraciadamente, tenía razón.

    A aquellas alturas de la vida tenía la suerte de poder compaginar la lectura con la escritura, la música con el arte; los viajes y el estrés que estos comportaban, con la paz que le inspiraba su casa. Y aquel era su mayor tesoro, lejos de despachos con horarios desproporcionados, de jornadas intensivas tecleando información vacía de conocimientos, de ser considerado un simple número al que manipular y vapulear. Se había negado en rotundo en el pasado a formar parte del circo que se montaba a su alrededor, con demasiada frecuencia, para complacer los aires recreativos de la gente que querría verlo confinado en la estrechez de una caja y un número. No, él se encerraba durante días en su casa ultimando proyectos y dando rienda suelta a su imaginación para ver complacida la parte más creativa de su alma. No le gustaba salir; y si lo hacía, era por la noche, a oscuras y con un cuaderno bajo la axila. No podía desoír sus necesidades fisiológicas, por lo que contemplaba estampas a oscuras mientras tergiversaba más aún los mundos que había creado.

    Entre la oscuridad y el soslayo de las noches en vela, había encontrado un tema; aquel que le había motivado para satisfacer la imperiosa necesidad de plasmar sobre una hoja en blanco todos los males que lo azoraban, los miedos que lo dominaban y los sentimientos que lo enloquecían. Fue entonces cuando desconfió de todo el mundo. En las noches en silencio y los rincones faltos de vida, encontró la desgracia. Y aquello que lo estaba consumiendo y torturando cruelmente, le proporcionaba a su vez una paz que no era comparable con otra que hubiera vivido en el pasado. Lo que lo estaba matando le daba, a su vez, aquello que lo haría famoso. Hasta que una mañana, lo encontraron. Nunca supo cómo ni quién había vuelto a abusar de su confianza. Lo único que conseguía recordar eran las sombras danzando a su alrededor y un fuerte golpe que lo había dejado anonadado, recluyéndolo sin su permiso en un mundo de oscuridad, desesperación y tortuosa sed de venganza.

    II

    Lunes,

    23 de octubre de 2017

    El viento mecía las copas de los árboles al mismo tiempo que profería un lúgubre sonido al ambiente de la ciudad, sacado de ultratumba. Se cernía sobre el cielo de aquella imperativa isla una tonalidad grisácea, portadora de malas noticias y reproches del pasado. Nada más que dudó un segundo; y se dio cuenta de que algo malo estaba a punto de llegar. Vaticinó un futuro inexacto, plagado de temores que acabarían por cumplirse. En su fuero interno, deseó profundamente que fuera una de las tantas equivocaciones que había cometido a lo largo de su corta vida. Al salir del calor de su casa, una repentina ráfaga de aire gélido lo vapuleó y le obligó, sin él quererlo, a tapar bien todas sus facciones, ocultándolas debajo de una gorra y una bufanda de lana que conservaba el aroma de un hogar roto. Le gustaban los días como aquel, en los que pasearse por las calles y sentir el frío calando en su piel, como si estuviera a punto de perecer. Pero cuando el viento llegaba de las montañas, lo obligaba a redimirse de sus costumbres y procedía a guarecerse bajo capas y capas de innecesaria ropa de abrigo, algo que le provocaba dificultades para moverse con la libertad que tanto anhelaba. Aquella duda, instantánea y fugaz, había durado apenas un segundo, pero lo había sumido en una profunda angustia, pues no era buena para su toma diaria de decisiones. Durante los pasados años había adquirido la mala costumbre de actuar sin pensar; y luego ya se paraba a reflexionar sobre las consecuencias negativas y positivas que podían acarrearle sus actos. Dudar, por un segundo, lo devolvía a cuando era más joven, cuando todos los pasos que tomaba debían verse sometidos a un previo estudio para no ser objeto de burla por los que deberían haber sido sus semejantes. Formaba parte de su instinto, una manía que le aportaba siempre consecuencias inesperadas. Cuando algo era diferente un día, fuera cual fuese el motivo, se sumía en una congoja perenne.

    Cerca de su casa, nada más cruzar Las Avenidas de Palma, acababa de abrir una cafetería en la que se servían dulces típicos de la isla. Se dirigió hacia allí en un arrebato, para arrancarse una reflexión. «Más que una reflexión —pensó—, una explicación para mí mismo». Al adentrarse en el gentío, llegó a pensar que aquel desayuno, que se había ganado después de una noche en vela, debería verse prorrogado, pero cuál fue su suerte, que la gente que taponaba la entrada eran simples escolares que hacían una parada antes de entrar en clase para comprar la merienda el primer día de una semana que se advertía larga y tediosa. Mientras bordeaba a la gente, se atrevió a escuchar la conversación de un corrillo, en el cual, por mucho que intentasen disimular, hablaban en un tono suficientemente alto como para entenderlos sin apenas prestarles atención.

    —Tú te encargas de las bebidas. Que tu hermano te acompañe.

    Al oír aquello, aventuró su vista hacia el emisor de tal orden y, mientras se dirigía a una mesa del fondo, pensó en el efecto que tenían aquellas palabras en unos chicos que no rozaban ni por asomo la mayoría de edad. Eran niños pequeños jugando a ser chicos grandes y maduros, de los que hacen lo que quieren sin importarles las consecuencias. «Si todo fuera tan fácil —pensó para sí mismo—, todos lo tendríamos todo».

    Bajo su punto de vista, ser un hombre o un chico grande —lo que fuera a lo que aspirasen aquellos jóvenes— acarreaba consecuencias que uno debía asumir cuando rozaba la edad fijada. Sin apenas darse cuenta, se había centrado en la vida de los demás en vez de en la suya propia. Le gustaba llevar a cabo reflexiones que debían hacer unos terceros, mientras que las suyas propias debían verse apartadas siempre a un segundo plano.

    —Señor, ¿quiere algo?

    Aquella voz, dulce y animada, lo había despertado de sus pensamientos. Cuando hubo canalizado lo poco que tenía, contestó:

    —Un café con leche.

    Entre sus raras y atípicas costumbres se encontraba la de sentarse en la mesa más apartada de todas; por norma, al fondo y alejada de las cristaleras, desde donde podía controlar todo lo que pasaba en el local. Amén de parecer extraño, aquello solamente podía hacerlo cuando iba solo, pues sus miradas quedaban disimuladas entre otros tantos suspiros. En el ambiente imperaban tonalidades dulzonas producidas por la bollería que allí dentro se vendía, el pan horneado en leña, receta típica del lugar, y también pudo precisar toques amargos producidos por el frío que sentía la gente cuando entraba en el lugar. Y, de pronto, un esporádico pero efectivo olor ácido, fruto del miedo. Aquello llamó su atención. ¿Sería su propio miedo, que le había llegado de forma externa?, ¿o había alguien allí dentro que también temía por su vida? Y mientras combinaba los sorbos a su café y la capa de vaho producida por la temperatura de este, procuró divisar a todas las personas, por si alguna le llamaba la atención.

    Los días fríos como aquel —además de lluviosos— eran típicos en los meses de otoño. Era una época del año en la que la gente procuraba armarse de paciencia cuando tenía que entrar en el centro de Palma con sus coches. Las vías de acceso se colapsaban a primera hora de la mañana y eran habituales los retrasos. Aunque él no trabajase en ninguna oficina, se había mudado al centro para evitarse ese tipo de situaciones. No le gustaba verse confinado en una caja de metal mientras todo el mundo a su alrededor se exasperaba, como tampoco le gustaba verse convertido en parte de un tumulto maldito. Simplemente, no le gustaba ser considerado uno más entre tantos.

    Cuando la taza estaba a punto de vaciarse, sintió un escalofrío. Otro, en menos de un día. El último había sido la noche anterior en su piso de reducidas dimensiones, mientras trabajaba. Se había asomado por la ventana del tercer piso para ver la calma de las calles durante la madrugada. Había sentido como si unos ojos lo escrutasen desde la oscuridad, sin poder verlos; y del pánico que había sentido, había cerrado la persiana y se había refugiado en la otra punta de su piso, notando como su corazón latía de manera arrítmica. Y en aquellos momentos, ya de día, la sensación había sido la misma. Miró directamente hacia la calle, pero el aparente orden que en ella imperaba parecía intacto; y allí dentro, la gente seguía con sus quehaceres mientras consumían sus últimos momentos de libertad con desdén. Decidió acabar con aquello cuanto antes. Pagó el café y salió para que el viento volviera a abatirle todas sus prendas, como si intentara que volasen alto. Necesitaba tomar aire puro, aclarar sus ideas e intentar identificar qué era aquello que le hacía sentir incómodo.

    La plaza de España era el punto neurálgico de toda aquella maraña de casas señoriales, de siglos de antigüedad, fusionadas con la modernidad de los nuevos barrios. El camino desde su casa hasta allí era irrisorio. En menos de cinco minutos contemplaba, de lejos, como se alzaba gloriosa la estatua de Jaime I encima de su corcel de bronce; y a esta, sobre un pedestal de piedras de la antigua muralla que había rodeado durante siglos el centro histórico de aquella mágica ciudad. Tomó un atajo hasta llegar a la calle de San Miguel, la cuna del comercio local de la ciudad, donde se fusionaban marcas de incipiente moda con colmados de reputación atemporal. Abandonándola nada más pasar por la iglesia de San Miguel y bajando por un callejón inmundo, llegó hasta el final de La Rambla, una burda copia de su homóloga barcelonesa en un intento de imitar el flujo de turistas desprevenidos que contemplaban asombrados unas fachadas en ruinas. Pasó al lado del teatro principal y, varios pasos más allá, cuando giró hacia Borne, pasando por la plaza de las Tortugas, lo sobrecogió aquel paseo como cuando era pequeño. Los árboles altos le daban la bienvenida a ambos lados del paseo central, invitando a las mentes como la suya a sumirse en sus propias ensoñaciones. Poca gente se aventuraba a andar por allí con aquel tiempo, cosa que agradeció, pues dejó de prestar atención al entorno que lo rodeaba para centrarse en sus propios problemas; pero otra sensación, otra vez fruto de su instinto, le obligó a girarse. Pocas almas deambulaban detrás suyo: un hombre con una chaqueta negra, tapándose sus facciones como hacía él; un matrimonio de ancianos andando, con sus cuerpos pegados para darse calor; y un grupo de niños que jugaban, mientras sus madres tomaban café y charlaban despreocupadamente en una terraza cercana.

    Al acabar el paseo de Borne se abrió delante de él un imponente y revuelto mar Mediterráneo que bañaba el puerto de Palma. A mano izquierda, la majestuosa catedral daba la bienvenida a cualquier alma desventurada que quisiera verse sometida al yugo de su paz. Dejando pasar la idea de entrar y observar la magnificencia de aquel monumento, encaminó sus pasos hacia el paseo marítimo, dejando que a su derecha el mar rugiese cual bestia parda. Volvió a girarse e, inseguro, comprobó lo que temía: el hombre al que no había podido identificar lo seguía a una distancia prudencial. Dudando, quiso tentarle, prepararle una prueba para adivinar si, en efecto, lo estaba siguiendo. Subió una escalinata y, adentrándose en las entrañas de aquella ciudad maldita en forma de laberinto, empezó a recorrer los callejones, como cuando era joven, en los que quería perderse para, irremediablemente, encontrarse con el rugido del mar, o bien con el rugido del hombre. Deambuló un largo rato sin rumbo fijo por calles de las que desconocía el nombre, hasta que se sorprendió a sí mismo en medio de la plaza Mayor, escrutando entre el gentío por si aquella sombra aún lo perseguía. Cuál fue su sorpresa, cuando vio a su cazador a escasos dos metros, observándolo detrás de unas espesas gafas de sol. Corriendo y falto de aliento, se adentró en la calle Sindicato hasta llegar a la puerta de San Antonio, que guardaba una extraña y anticuada relación con la calle de las Muñecas. Y de allí, sin aminorar su paso, se encaminó hacia unos grandes almacenes, los cuales dejó atrás nada más ver de lejos el portal de su piso. Se giró una sola vez más para comprobar lo que ya sabía y, sacando antes de tiempo las llaves de su bolsillo, rezó para que le sirviesen como única arma si fuera necesario. Cerró la puerta del portal a tiempo y entró en el ascensor, que estaba a punto de cerrar sus puertas. Antes de que estas se sellasen, habría jurado que aquel ser que había llegado hasta allí lo había mirado con una cara que le era conocida. Dudó un segundo —cosa que no sirvió—, cuando sonó su teléfono: la llamada entrante, con la fotografía de su remitente. «¿Será posible?», pensó, antes de contestar. Y toda la historia que se había montado, en poco tiempo acabó teniendo un sentido distinto al inicial.

    —¿Por qué huyes de mí? —dijo una voz cálida que aún jadeaba por el esfuerzo.

    —¿Estás loco? —le dijo inquisitivo, mientras se llevaba la mano al corazón, el cual estaba a punto de salírsele del pecho—. Casi me matas del susto.

    —Déjame entrar, estoy helado aquí fuera.

    Nada más abrir la puerta de su casa, pulsó el interruptor del portero automático y, mientras oía a su extraña visita subir en el ascensor, le surgieron miles de preguntas que no había sido capaz de formularse en su debido momento.

    Dejó entrar a aquel hombre y cerró la puerta, no sin antes comprobar, mirando a ambos lados del pasillo, que nadie podría interrumpirlos. Lo vio quitarse la chaqueta y otras tres capas de ropa hasta quedarse con apenas una camisa, algo que despertó sus instintos. Allí dentro hacía el calor suficiente como para que ya hubiese empezado a sudar. Él también empezó a quitarse prendas y prendas, cual ritual, hasta sentirse ligero, firme y confiado para enfrentarse a su adversario. Álvaro se acercó a él e intentó besarle.

    —Cariño… —Sus pomposos labios se encontraron con una mano firme impidiendo aquel acto no permitido.

    —No, cariño no. Jaime, a secas. —Sus ojos pasaron de amistosos a tensos en escasos segundos—. Te hacía en Nueva York o en Bangladés —y entonces se sirvió una copa de brandy para entrar en calor—, nunca tan cerca de mí. —Y aquel líquido ardiente lo devolvió a la vida a media mañana.

    —Las cosas cambian —dijo Álvaro, intentando encandilarlo y sirviéndose otra copa.

    —Sí, pero las personas tardan más de dos meses en cambiar.

    —Vamos —abrió sus brazos, intentando separarlos lo máximo posible de su tronco—, ¿hasta cuándo vas a seguir con eso?

    —¿Que hasta cuándo? —Se giró de manera súbita—. ¿Hasta cuándo? —Se acercó lo máximo posible a su cara para que fuese consciente de todo lo que tenía que decirle, intentando contener, a su vez, la ira que afloraba en él—. Te piensas que soy gilipollas como todas las personas con las que has estado. Que voy a caer, que voy a arrastrarme a tus pies, a implorarte que me acompañes durante las frías noches de octubre. Que voy a dejar que me manipules a tu encanto y placer. Para conquistarme —dijo mientras una cínica sonrisa poblaba sus labios— hace falta algo más que una bonita cara y una —dirigió su vista hacia su cuerpo— interesante figura.

    Aquel chico, que intentaba ocultar burdamente su nerviosismo detrás de una paz fingida, lo escrutó en su totalidad.

    —Veo que sigues igual.

    —Y no pienso cambiar —dijo Jaime, mientras ambos tomaban un largo trago—. ¿Qué quieres? —preguntó, abatido.

    —Ha pasado algo. —Y los matices intensos de sus palabras le llamaron verdaderamente la atención. Se giró hacia él, recordando aquel presentimiento que le había perseguido durante aquella mañana.

    —¿Y qué te ha llevado hasta mí? —preguntó, irónico.

    —Ángel. —Y aquel nombre, proveniente de las catacumbas de su corazón, anhelado en mil suspiros, hizo que se estremeciera, que reprimiese una repentina necesidad de echarse a llorar mientras recordaba los golpes del pasado.

    —Ángel… —Su voz salió cual susurro, casi imperceptible para su acompañante, mientras miraba el horizonte.

    —Ha muerto.

    Aquellas palabras lo derribaron, lo ningunearon, lo convirtieron en una simple hoja a merced del viento, tambaleándose indefenso. Dejó caer el vaso medio vacío al suelo e imitó el movimiento del cristal rompiéndose en mil pedazos al rozar la alfombra. Le flaquearon las fuerzas, un profundo agujero se había abierto en su pecho como si le hubieran disparado y empezó a mecerse, incapaz de contener aquella mueca inexorable de desesperación que se postraba sobre la vida de aquellos que recibían una noticia desgarradora. Balbuceaba palabras inconexas y, tragándose su propia saliva, notó que Álvaro intentaba levantarlo y sentarlo al borde del sofá. Lo arropó con una manta de pelo artificial e intentó calmar el extenso temblor que hacía que se volviera miserable.

    Ángel, el primer y único hombre al que había amado de corazón, el mismo que lo había abandonado a su merced, el mismo que le había enseñado todo en la vida. El primero y único que le enseñó a creer y desconfiar del mundo, a ser crítico con uno mismo y quien le malcrió haciéndole creer que si los problemas se escondían, acabarían por evaporase. Ángel, eterna y blanca sonrisa escondida detrás de una imponente fachada y un carisma repelente. Contagioso, amable, cariñoso y pasional. ¿Que había muerto? ¿Cómo podía ser? Aquello debía de ser una broma, uno de esos juegos que a Álvaro le gustaba jugar, como revancha por no tener su amor. Dudaba entre si creerle o echarle de su casa y de su vida para siempre, pero sus ojos decían mucho más de lo que creía: disfrutaba de aquello. Disfrutaba con su sufrimiento, con la dependencia que había forjado a lo largo de los últimos años en torno a la figura de Ángel. Este le había enseñado que el mañana no era más que un hoy oscuro, con las sombras que le persiguen a uno cuando ya lo ha perdido todo. Se volvió insignificante debajo de la manta y vio que Álvaro, cual perfecto desconocido, intentaba mimarlo y consolarlo. Lloró mucho rato, sin apenas dirigirle la palabra, hasta que por fin sus pensamientos se ordenaron y consiguió formular aquella pregunta que llevaba tanto tiempo escondiéndose a sí mismo y a su desorientada mente.

    —Y ahora, ¿qué?

    Se sentía desolado, abandonado, abatido. Como aquellas inmensas rocas que intentan parar la voracidad de un mar revuelto y que sufren las inclemencias de un tiempo que no tiene piedad con ellas. Debían mantener el tipo y la envergadura, que era para lo que habían sido concebidas; y si se debilitaban, dejarían profanar la costa con la espuma blanca y el agua maldita. Se fundió en mil abrazos y caricias hasta que empezó a dormitar, cayendo en un profundo pozo sin fondo.

    —Estoy solo —sentenció, sin saber el significado de la palabra «soledad», cuyo valor era inconmensurable.

    —Me tienes a mí —sonrió Álvaro, intentando calmarlo.

    —A ti te perdí hace tiempo. —Y se soltó de la prisión de la pena y la manta que lo habían cautivado durante una hora.

    Era valiente, pero no tanto como esperaban de él. Tenía flaquezas, momentos de eterna debilidad. Desde su juventud, había creído que no debía guardar lazos ni dependencias con nada ni nadie. Si lo hacía, se vería expuesto innecesariamente a los vaivenes emocionales por partida doble: los suyos, los cuales ya le costaba entender y controlar; y los del segundo ser. Pero ser duro, fuerte como una roca y fiero como el mar bravo era un simple punto de vista para él. El cual, aunque sonase disparatado, demostraba que era más débil de lo que el mundo creía. Se fijó en sus manos, que aún temblaban, e intentó canalizar sus sentimientos en un hilo de voz que salió casi imperceptible de entre la comisura de sus labios.

    —¿Cómo te has enterado?

    —Tengo contactos; y me confirmaron que había fallecido. —Se levantó y se acercó lo máximo posible a Jaime—. Estos días han sido muy convulsos para mí y tenía… —Se ahorró la última palabra, como si pronunciarla lo convirtiese en un lunático.

    —… un presentimiento —sentenció Jaime—. Yo también he sentido y… visto cosas, pero jamás pude imaginar que fuera algo como esto.

    Tenía otra pregunta que ardía en su interior; y Álvaro la intuyó de lejos.

    —¿Quieres saber cómo…?

    —No. —Aquella negación amparaba todo lo que podía llegar a abarcar. Un silencio se cernió durante un eterno segundo—. Ya ha acabado todo. No puedo hacer nada para remediarlo ni para cambiar el parecer del destino.

    —Pero sí que puedes despedirte de él. —Álvaro estaba ahora demasiado cerca y lo sujetó por los hombros—. Dale el último adiós como se merece. Despídete. No dejes ningún lazo con los muertos si no quieres que te persigan en vida. Cierra esa puerta.

    Acto seguido, un tintineo los sacó a ambos de aquel ambiente tenso. El móvil de Jaime sonaba avisando de la llegada de un mensaje: el hermano de Ángel le confirmaba el trágico suceso y lo invitaba a participar del entierro, que se llevaría a cabo en la más estricta intimidad aquella misma mañana. Se lo enseñó a Álvaro, el cual le respondió con un abrazo firme e intenso, de esos que intentan calmar el miedo en cuerpo ajeno.

    Aunque le hubiese gustado no creerle y negarlo hasta la saciedad, sabía que era imposible. Las palabras de Álvaro guardaban una verdad irrefutable.

    —Por los viejos tiempos —sentenció Álvaro, quien procuraba sujetarlo en el mundo de los vivos.

    —Por el «ángel» que ha vuelto a su casa.

    Y una riada de lágrimas volvió a inundar sus ojos y sus mejillas, volviéndose pequeño, insignificante, alguien que buscaba en el mundo el calor que acababa de desaparecer dentro de él.

    III

    Quien haya visitado Mallorca en todo su esplendor, quien haya conocido sus parajes lúgubres con tormentas acechando su cielo y haya contemplado el mar desde su costa, con el imponente sol presidiendo el cielo, sabrá que algo esconden sus paisajes. Eterna lucha entre el cielo y la tierra, la tierra y el mar, el día y la noche, lo antiguo y lo moderno, la tradición y el progreso. Esconden más sus picos, los bosques inexplorados que los rodean y su perpetua mar con cada vaivén que los miles de historias que están por descubrir debajo de sus tejados. Si, entre aquella maraña enredada de hilos y traiciones, debiera destacarse una ubicación donde se concentrase el bien y el mal en cantidades disparatadas, esta sería el pueblo de Bunyola. Como si hubiese sobrevivido a un vestigio en forma de brecha entre el pasado y el futuro, enclavado entre montañas y abandonado de la mano de Dios, sus gentes luchaban a contracorriente para que su historia no se viese mitigada por el asedio de la evolución, contra la que juraron una guerra que jamás terminaría. La bienvenida de este pueblo sigue sometida, hoy en día, al encuentro con el cementerio, pegado a la carretera. Una metáfora, tétrica y maldita, que avisa a los navegantes de lo que les puede ocurrir a quienes quieran recorrer sus calles o dormitar bajo sus tejados centenarios.

    El camposanto estaba divido en dos partes que, curiosamente, también presentaban una absurda enemistad: la parta antigua, con piedras ennegrecidas y lápidas sin nombre, donde se enterraban aquellos cuerpos que se habían convertido en polvo; y la parte moderna, de igual estructura, pero en la que brillaba una luz mortecina, como las fauces de una parca sedienta de sangre fresca. El velatorio se llevó a cabo en un pequeño caserón anexo a aquel lugar, donde los apenas diez asistentes velaron desde la distancia un féretro cerrado. Antes de enterrarlo, lo abrieron y se mostró ante ellos el cuerpo pálido del fallecido. Poco a poco, las personas que se acordaban de él se acercaron, hasta quedar distanciados un metro, para despedirse. Pero Jaime borró todas aquellas barreras que les separaban y se acercó lo máximo posible. Su estrecha figura estaba cubierta por un velo negro que imposibilitaba saber el motivo de su muerte ni saber si de verdad era él, pero notó como si todo el peso del mundo se concentrase en sus piernas. Aguantó la estabilidad, agarrado con fuerza al brazo de

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