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Hadas de cuento: El misterioso señor complejo
Hadas de cuento: El misterioso señor complejo
Hadas de cuento: El misterioso señor complejo
Libro electrónico268 páginas4 horas

Hadas de cuento: El misterioso señor complejo

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Es el octavo onomástico de la única niña del albergue Alegría y como cada año desean que se rompa la mala racha que cubre ese día, una serie de acontecimientos extraños que parecen llegar a su fin o eso creen hasta que aparece un misterioso hombre que les pide el desalojo inmediato de su propiedad.
¿Qué destino tendrá el albergue y sus huérfanos? ¿Quién es en realidad aquel extraño propietario? ¿Por qué un haz de inquietud se cierne sobre el albergue y, principalmente, su director? Por los niños alguien susurra.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 feb 2019
ISBN9788417818661
Hadas de cuento: El misterioso señor complejo

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    Hadas de cuento - Maria Luisa Andrade

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © María Luisa Andrade

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-17818-66-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    Dedicado a mi primer sobrino.

    Mi pequeño amor, Antonio Ortega.

    1

    El frío recorría los angostos pasillos de la flemática casa de los señores Complejo, las ventanas colosales lucían con orgullo aquel siniestro color de hielo, en tanto sus marcos de madera resentían con total discreción la humedad que en ellos pasaba hacia una sala un tanto grande para su pequeña chimenea, para su pequeña alfombra circular, donde descansaba el único sillón, justo al frente de un pequeño banco en el que se hallaba sentado el doctor Beltrán.

    —Siento —dudó unos segundos al escuchar los ecos de su propia voz— siento no poder hacer nada más por usted —indicó apesadumbrado—. Lo único que puedo decirle, cuídese… así sea por este corto tiempo —bajó la mirada.

    El ambiente frío era débilmente iluminado por el fuego languidecido en la chimenea, donde unos trozos de madera luchaban por consumirse antes de que el fuego cesara, pero la habitación era demasiado grande para colmarla con su luz, por lo que en los rincones no muy lejanos todavía se presenciaba las sombras cada vez más palpables al caer la noche, en tanto el calor se consumía en nubecillas volátiles del aire expedido de los dos presentes.

    —¿Cuándo dice que viajará? —preguntó el doctor luego de un ininterrumpido silencio.

    —Antes —respondió cortando la frase para oír el vibrar de las ventanas, el sonido seco llenó la atmosfera y resonó en los muros, por un vago momento al señor Complejo le pareció ver el miedo en los ojos del doctor, pues la vibración se prolongaba como en potencia, al extremo de dar la clara impresión de que en cualquier momento los vidrios fueran a estallar.

    —Siéntese —pidió al verlo de pie.

    El doctor no había caído en cuenta de aquella respuesta instintiva de su cuerpo, se puso de pie sin mediar por un segundo su siguiente acto, asombrado de sí mismo se sentó al sentir que el viento cesaba y que el vibrar de los vidrios había cesado, por unos segundos se sintió algo incómodo ante los ojos de su cliente, un hombre de contextura delgada que parecía hundirse en el sillón, cuya actitud era tan pasiva que pudiera desfallecer en ese instante.

    —Lo siento —se disculpó.

    —No tiene —dijo el señor Complejo que hundido en su mueble miraba el rostro avergonzado del doctor—, viajaré antes de que culmine el invierno… ¿no era eso lo que quería saber? —sonrió al ver la sorpresa que le causaron sus palabras.

    —Sí —confirmó— pero, déjeme decirle que eso de viajar solo me preocupa —cesó en el momento en el que por unos segundos tuvo la clara impresión de que algo se movía en las sombras— no, no creo que debiera viajar solo y más aún en su condición —volviendo su mirada.

    —Estoy consciente de ello.

    —Yo creo que no —espetó— yo creo, creo que la idea de su muerte ha distorsionado su juicio… viajar solo, cuando en cualquier momento puede desfallecer en cualquier lugar, incluso durante el viaje —aclaró— dígame, ¿por qué este deseo de querer viajar y porque hasta allá?

    —Es la casa de mi abuelo —sonrió— el lugar donde todo comenzó —hizo una pausa para observar las llamas que ardían en la chimenea y cuya luz llegaba precariamente hacia él—, tengo que ir.

    —¿Cuál es la razón? —preguntó.

    —Quiero morir ahí —respondió. Y antes de que el doctor llegara a decir algo se vio callado por el retumbar del primer rayo que bañó de una luz enceguecedora la habitación, seguido de otros dos no muy distantes que los sumieron en la oscuridad, al extinguirse la llama de la chimenea ahora humeante.

    Aún era invierno, no podía imaginar una estación más acorde al pueblo de su infancia que el frío invierno, había pasado casi ocho años de su vida en aquel lugar, pero sus recuerdos siempre lo vestían entre nieve y escarcha, como si las demás estaciones fueran solo una brisa efímera que solo acontecía en sueños que al despertar ya no recordaba, estaban ausentes de su memoria que no evocaba el calor de la primavera.

    Había nacido un invierno en aquel pueblo que solía dibujar en su mente, era un pueblo pequeño que se perdía en medio del bosque, un bosque de pinos y abetos que crecían silvestres sobre colinas que se abrían a una planicie, una planicie amplia donde se alojaba el pueblo, al margen de una cadena de montañas que lo limitaba y que solían alzarse a una altitud temerosa cuando la blanca nieve rompía sus límites con el cielo.

    Su mirada se aclaraba en el camino que lo llevaba a la casa de su infancia, acobijado en el asiento trasero del coche, observaba una fila de árboles que estiraban sus ramas hacia él, por un momento sintió el deseo de enderezarse y estirar su mano fuera de la ventana para poder tocarlos, pero su deseo solo lo limitaba a acercar las manos de su mirada, en tanto el chófer observaba con cierto asombro aquel bosque blanco que se abría como un túnel hacia la planicie. El pueblo de pinos y abetos había crecido desde su partida solo un quince por ciento y, aunque habían pasado casi veintiséis años, aún se mantenía tal como lo recordaba; de casas angostas y calles anchas, de techos inclinados y ventanas largas, de pórticos abiertos y veredas comidas por la hierba escarchada, de vecinos taciturnos y niños risueños, de colores tibios y chimeneas humeantes, de…

    —Disculpe señor —interrumpió el chófer—, ¿podría guiarme a la mansión?

    —Espera —respondió mientras se enderezaba en el asiento— le debo una visita al alcalde.

    —Sí, señor.

    En la alcaldía del pueblo el aire frío viajaba apaciblemente en todos los espacios que se hallaban abiertos, ni una ventana impedía el paso de sus brazos que se alargaban en los pasillos angostos y anchos, y se encontraban de cuando en cuando atajadas por cerrados muros que se abrían a numerosas puertas abiertas, en los cuales había tanta actividad que podría decirse sería casi imposible que pasara una persona desapercibida; pero pasó.

    La figura delgada de un joven hombre que no destacaba físicamente con nadie en la estancia, pasaba sin ser siquiera vista hasta por los ojos más perceptibles del pasillo, sus pasos livianos se perdían en el bullicioso lamentar de las hojas que se acomodaban en los archiveros, su respiración acompasada pasaba ligera como la brisa, la fricción de su traje se disfrazaba en el sonido mudo de un cerrar y abrir de puertas hasta la meta trazada, la oficina del alcalde Blas.

    —Lamento, es una pena —se corrigió, no sabía exactamente qué palabras le podían servir de consuelo, qué podría decir ante la figura de una niña que espera atemorizada el incierto futuro de la orfandad, cómo calmar la marea de dudas y el alcance de unos acontecimientos todavía por revelar, su padre yacería muerto y él, como su feje, le corresponde dar algunas palabras ante la sepultura.

    El alcalde Blas está perdido en sus pensamientos, no percibe que se encuentra acompañado por una figura que lo observa desde el punto vivo de la oficina. En tanto, la secretaria, una mujer atrincherada por documentos que va ordenando de manera mecánica, va tomando sorbos de café tan inconsciente que a vista de cualquiera pudiera temer se le volteara la taza, algo que, hasta la fecha y que tengo de conocimiento, no ha pasado.

    —Lamento, no —se decía— Joanna —llamó antes de ahogar un grito al voltear— usted.

    —Dígame, señor alcalde —contestó ahogando un grito— ¿cómo, cómo ingreso usted aquí?

    —Me disculpo si ingresé sin avisar. —A pesar de que su voz era grave se sentía suave—. Es una mala costumbre.

    —Al alcalde —dijo dudosa— yo, yo no lo vi entrar, es imposible. —Y era en verdad imposible, Joanna Verde había sido hasta aquella fecha una mujer muy perceptiva, que aunque se le viera ataviada de tareas, siempre estaba atenta a todo cuanto ocurría a su alrededor, se podía decir que casi nada se le escapaba, bueno, casi nada… hasta ahora— imposible —sentenció.

    —Posible —respondió el alcalde— señorita Verde, ¿podría traernos un poco de café? —Ante la mirada incrédula de la mujer que no dejaba de repasar mentalmente todas las actividades que había estado realizando en el día como para dejar pasar a tan extraño hombre— señorita Verde.

    —Como usted mande —terminó por decir ante su insistencia— enseguida.

    Poco a poco la tensión ocasionada por la sorpresiva visita se iba disipando, cuando los pasos de tacón de la secretaría se detuvieran en el pequeño estar de su oficina abierta y el alcalde Blas recobrara la calma y las pulsaciones de su pecho, al tintinear de las tazas sobre la bandeja, la cafetera humeante y un platito con galletas que rompió aquel silencio incómodo.

    —Déjelo sobre la mesa —se anticipó el alcalde al ver que se disponía a servir, a lo que solo asintió con la cabeza y se retiró, no sin antes voltear y echar una última mirada— discúlpeme, yo… había olvidado que iba a visitarme hoy —trató de sonreír— es un gusto conocerlo, señor Complejo —tendiéndole la mano.

    —Me disculpará usted —respondió para su sorpresa— pero yo no soy el señor Complejo, soy su abogado —y sacando una tarjeta del bolsillo superior de su saco dijo— el abogado Nelson Fe Olarte, para servirle. —Extendiéndole una tarjeta negra con letras doradas.

    —Ah, pero…

    —No se preocupe, la verdad es que me anticipé, pero estoy seguro de que el señor Complejo ya debe encontrarse en camino —agregó al ver que recibía la tarjeta y la revisaba con cautela antes de volver su mirada hacia él.

    Era sorprendente verlo; un hombre de contextura delgada le hablaba suavemente, aunque su voz era claramente grave, la tonalidad de su piel era casi transparente y sus párpados tenían la extraña impresión de alzar unos ojos profundos como fosas, parecía un hombre realmente delicado, pero irradiaba una tensión casi asesina.

    —Entiendo —terminó por decir el alcalde Blas.

    Era el octavo onomástico de la única niña del albergue Alegría, por lo que tal acontecimiento no podía pasar desapercibido por sus compañeros que madrugaron para salir a comprar el regalo más bonito y el que estuviera dentro de sus posibilidades económicas, en tanto la cumpleañera no se molestaba en levantarse temprano, era su día y tenía como todos la licencia de poder levantarse tarde, si ese era su deseo.

    La tranquilidad se respiraba en el albergue que hacía cinco años atrás había sido la mansión abandonada de la familia Complejo. La propiedad estaba constituida por dos plantas y un sótano, un patio delantero donde se apreciaba una hermosa pileta de color negro —donde se representaba a un querubín sosteniendo una copa por donde fluía el agua— en oposición del color blanco del portón que se abrazaba a los arbustos que se alzaban cual gruesos muros verdes que bordeaban todo el perímetro del terreno, el patio trasero era una clase de campo fino donde crecía césped y dientes de león silvestres.

    Pero, a pesar de contar con una propiedad tan amplia, sus huéspedes no gozaban de todo su espacio porque se encontraban cerrados, el más amplio era el segundo nivel, que se encontraba bloqueado por muros de cedro grueso que tapaban el contorno del balcón interior de la mansión y se cerraba en una pesada puerta —del mismo material a solo medio metro del término de la escalera caracol que parecía nacer del piso como una gruesa columna vertebral— que era resguardada por un grueso candado que no lograron abrir a pesar de todos los esfuerzos.

    Esta misma odisea de poder tener acceso al segundo nivel se vio reflejada en varias habitaciones del primero que se encontraban cerradas con llave, atrancadas con una fuerza que ni el más robusto cerrajero pudo con ellas, ni siquiera pudieron romper las ventanas que se hallaban cegadas por cortinas blancas o hacer alguna perforación en sus muros porque eran demasiado pétreos, por lo que el albergue se constituía de los espacios a los cuales tenían acceso.

    Dejando la complicada tarea de asignar un nuevo uso a las piezas que tenían disponibles; una de ellas fue la de habilitar la oficina a recámara, el comedor por su extenso tamaño en una recámara comunal que dividieron de la sala con una cortina pesada, la sala de té se convirtió en el cuarto de aprendizaje y juegos, la cocina ya contaba con un pequeño comedor que les cayó a bien, lo mismo con el baño de visita que incluía una regadera muy aparte del baño del cuarto de servicio, que fue tomado por el director, de la sala solo se removieron algunos muebles que fueron depositados junto con otros al sótano, este último era un espacio bastante amplio, pero muy oscuro, solo contaba con una pequeña bombilla que a pesar de ser cambiada periódicamente siempre se quemaba.

    Si hasta este punto se preguntan si la mansión solo tenía una escalera de acceso al segundo nivel, es claro que no, la mansión contaba con cuatro escaleras aparte de la principal, todas selladas a excepción de la escalera que llevaba al sótano, pero este era un espacio demasiado oscuro y, aunque amplio y con numerosas habitaciones, no contaba con red eléctrica, solo la entrada exhibía una bombilla, además de que en su interior siempre parecía filtrarse el aire por una abertura muy estrecha que daba la sensación de un silbido lánguido y frío que recorría la estancia haciéndola bastante temible.

    El director se sobresaltó de solo recordarlo, hasta que el olor dulce del bizcocho comenzara a expandirse por toda la cocina, despertándolo. «El pastel», se dijo y tomando sus guantes abrió con cuidado el horno para contemplar el maravilloso color que había tomado, no había necesidad de cerciorarse si estaba listo, solo el olor y el color ya lo pronosticaba, así que manos a la obra lo sacó del horno y esperando un par de minutos lo comenzó a desmoldar con mucho cuidado. «Se ve exquisito», se dijo complacido.

    Al terminar de desmoldar el bizcocho comenzó a pensar en los ingredientes para hacer la crema, cuando escuchó la campanilla, algo que lo tomó por sorpresa, pues aún era temprano para que los niños regresarán de hacer las compras, por lo que dejando su actividad en la cocina salió dubitativo, «quizás se olvidaron de llevar el dinero», pensaba antes de abrir la puerta.

    —Chicos, ¿qué ocurrió?

    Parada bajo el pórtico se hallaba una joven de cabellos enredados cuyo rostro afilado se había quedado perplejo ante el recibimiento.

    —Discúlpeme, señorita Blas —dijo avergonzado.

    —No se disculpe —sonrió— por lo que veo esperaba a los niños.

    —Ah… no, es decir, sí… pero todavía es temprano, no es que no… —Pero al notar que se perdía en sus palabras— usted me entiende, ¿no? —terminó por decir.

    —Por supuesto —respondió— pero ¿podría dejarme pasar? pesa un poco. —Bajando la mirada ante una apetitosa tarta que llevaba en su regazo— es para Mariel, tarta de mango, su favorita.

    —Se ve exquisita —señaló dándole paso— la tarta —se corrigió—, a Mariel le va encantar.

    La señorita Blas que, como ya lo habrán notado, es pariente del alcalde, para ser más exactos es su hija.

    —Creo haberle dicho que no me hable con formalidad —decía mientras depositaba la tarta de mango sobre la mesa de la cocina y observaba el aromático bizcocho— dígame solo Anna o me obligará a llamarlo director Bueno, ¿qué piensas de ello? —preguntó.

    —Lo sé —respondió avergonzado— pero todavía no me acostumbro.

    —Anael, ¿es acaso que no somos amigos? —sonrió—. Voy a saludar a Mariel, quiero ser la primera en darle los buenos días —prosiguió al notarlo nervioso.

    —Somos amigos —respondió algo acalorado antes de que la señorita Blas llegara a retirarse de la cocina— Anna. —Pronunciando estas últimas palabras con clara dificultad y para placer de los ojos brillantes de la joven, que giró sobre sus pies por unos segundos para dedicarle una sonrisa antes de volver sus pasos hasta la oficina o la alcoba de Mariel.

    La alcoba de la pequeña Mariel no era sino la que había sido por años la oficina, que aunque remodelada seguía manteniendo ese aire serio y un tanto lúgubre de su antigua actividad, manteniendo algunos muebles como el librero, el escritorio y el sillón —donde jugaba y realizaba sus tareas— agregando solo una cama de plaza y, al pie de esta, un pesado baúl, sin contar un par de muñecas que sorteaba entre los libros como pequeñas hadas que juguetean en una antigua y reducida biblioteca.

    Cuando hubo ingresado a la alcoba, encontró a la cumpleañera todavía en la cama, envuelta en las sábanas blancas como una oruga de seda que parecía no moverse, ya que sus movimientos eran muy descansados, podría decirse estaba aún dormida, pero antes de acercarse y despertarla con todo el esmero que podría prodigar una madre a su hija —pues la pequeña despertaba en la joven Blas esa sensación—.

    Se asomó hacia la ventana para abrir las cortinas y bañarse con la tenue luz de la mañana, luego con esfuerzo aflojo el cerrojo de la ventana y la abrió haciendo paso a la frescura que solo puede crear la nieve y los vagos rayos del sol, sintiéndose segura de sí misma, capaz de enfrentar cualquier inconveniente que pudiera pasar ese día, sí, ese día.

    Desde la llegada del director Bueno y los siete niños del albergue Alegría, cada onomástico de su única niña era memorable en un tono un poco sarcástico, no porque no fuera un día alegre o especial, ya que lo era, pero desde que tenía conocimiento siempre una serie de acontecimientos extraños o lamentables tendían a ocurrir en esos días, especialmente en ese día, tanto que había conseguido talar un cierto rechazo por parte de la niña, acto por el cual ella, conjunto al director, habían intentado cambiar, siendo lo más optimistas posibles, aunque también les desconcertaban ciertos hechos.

    Uno de ellos habría sido el extraño robo de los regalos de la pequeña, lo habían asumido así porque de un momento a otro habían desaparecido y nadie había visto nada y, a pesar de que se hizo toda la investigación debida, nunca se halló al culpable. Otro, había sido la humareda en la cocina, se estaba cociendo el pastel de la festejada hasta que se trabo la puerta, nadie podía entrar y la exasperación se multiplicó cuando empezó a salir humo seguido de un pequeño estallido, temieron lo peor, fueron los bomberos y solo hallaron en el horno el pastel quemado, mejor dicho carbonizado y la cocina irrespirable, aunque nada se quemó, nadie podía entrar en la cocina hasta que se apaciguara el olor a carbón asado.

    Seguido a ello, un día antes de su esperado onomástico, se había preparado una excursión al bosque que tuvo que ser cancelada de manera inmediata porque sin previo aviso una fuerte nevada había asolado al pequeño pueblo casi enterrándolo, por lo que ese día la mayoría de los pobladores se lo pasaron lampeando las calles después de haber invernado toda la mañana y parte de la tarde. Lo que más había espantado a los niños sin duda había sido la caída que tuvo la cumpleañera un día que salieron a comer fuera, estaba tan feliz que salió corriendo y resbaló con el hielo quedando inconsciente dos días.

    Pero uno de los más extraños, aparte de la desaparición de los regalos, había sido el día en que todos pasaron desapercibido su cumpleaños, hasta la misma festejada lo había olvidado, a pesar de que habían alistado todo con anticipación, nadie había notado que el día en especial había transcurrido sin pena y sin gloria, solo al día siguiente notaron lo ocurrido, intentando realizar sí o sí la fiesta el día posterior, pero con el extraño sabor de haber pasado un día especial como un día de amnesia, ese fue el término que decidieron darle al extraño hecho.

    Pero, ahora, qué podía pasar ese día, era la incógnita que se dibujaba en la mente de Anna, que mirando como el pequeño gusano de seda empezaba a girarse y a mostrar su cándido rostro infantil que delineaba una sonrisa tímida y a la vez temerosa, quizás temiendo por el evento que podría ocurrir ese día, era muy posible que sus pensamientos temieran lo mismo, pero decidió responderle con una sonrisa amigable para no abrigar más aquellos temores.

    Los nervios delataban al alcalde Blas que no dejaba de caminar de un lado al otro de su oficina mientras observaba a cada minuto su reloj pulsera, miraba los minutos transcurridos para luego comenzar un extraño conteo mental hacia una hora incierta, dudaba a veces de su operación, por lo que volvía a mirar la hora tratando de sacar la cuenta de manera correcta, aunque no tenía la mínima idea de ello, solo lo hacía para calmar su ansiedad, esperando el momento, era el cumpleaños de la única niña del albergue y eso le molestaba, tenía que ser justo ese día, de todos, bueno, ya no podía hacer nada, solo esperar

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