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El pueblo de las brujas
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Libro electrónico234 páginas3 horas

El pueblo de las brujas

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Sobre la superficie de la viga carcomida, alguien había tallado el siguiente mensaje: SE NOS HA ACABADO EL TIEMPO, LO QUE TANTO TEMÍA SE HA HECHO REALIDAD. Así da comienzo esta historia de terror y misterio protagonizada por Albert Plettenberg, un abogado que un día recibe una carta procedente del extraño pueblo en el que se crio y del que se marchó a los dieciocho años: Heksendorp, el pueblo de las brujas. Le comunican que sus padres han muerto pero no le dan más detalles al respecto, así que Albert acude al pueblo para despedirse de ellos y, de paso, investigar el motivo de su fallecimiento. Pronto descubrirá que en Heksendorp los árboles parecen moverse solos, hay personajes peculiares que querrán hacerle la vida imposible y que hay un viejo parque de atracciones abandonado plagado de fantasmas... y algo todavía peor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 oct 2022
ISBN9788412601169
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    El pueblo de las brujas - Adrián García Cholbi

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    EL PUEBLO DE LAS BRUJAS

    El pueblo

    de las brujas

    Adrián García Cholbi

    Primera edición, septiembre 2022

    © Adrián García Cholbi

    © Editorial Esqueleto Negro

    www.esqueletonegro.es

    info@esqueletonegro.es

    ISBN Digital 978-84-126011-6-9

    Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

    La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

    A mi madre, por enseñarme a disfrutar del terror de calidad cuando era pequeño.

    Y a Sofía, porque para ti son y serán siempre todas mis historias.

    ÍNDICE

    1. La llegada

    2. Un viejo parque de atracciones

    3. El diario

    4. Bloementalia (el ritual de las flores)

    5. Los secretos de Heksendorp

    6. El horror resucitado

    7. Sangre de monstruo

    8. El invernadero

    9. La muerte siempre tiene hambre

    EPÍLOGO

    1. La llegada

    Corría el mes de febrero del año 2017. El viento parecía pedir auxilio con sus estremecedores lamentos, creando remolinos de nieve entre las calles invadidas por un ejército de árboles. Sobre la superficie de la viga carcomida, alguien había tallado el siguiente mensaje:

    SE NOS HA ACABADO EL TIEMPO, LO QUE TANTO TEMÍA SE HA HECHO REALIDAD ― D. H.

    Albert Plettenberg acababa de despertar después de una merecida noche de descanso y, apenas leyó estas palabras desde la cama de la habitación donde se hospedaba, volvió a cerrar los ojos. Tenía la intención de esperar un par de minutos más para ponerse en marcha, pero al final acabó siendo casi media hora. Para cuando se animó a enfrentarse al frío matinal, el sol ya se colaba por la ventana, aunque con la misma pereza con la que él había decidido empezar su aventura en el extraño pueblo de Heksendorp.

    Había llegado a aquel lugar perdido entre los bosques de Pensilvania la noche anterior. A pesar de que aquel pueblo no aparecía en los mapas, Albert lo conocía muy bien, pues se había criado en él hasta que se mudó a Harrisburg para estudiar la carrera de derecho. Ahora tenía treinta y tres años y ejercía de abogado para un humilde bufete de la ciudad.

    Tener que marcharse de Heksendorp para no volver había supuesto para él una auténtica liberación, ya que no soportaba el ambiente que allí se respiraba. Nunca supo explicarlo, pero siempre tuvo la sensación de que el aire estaba impregnado de un ambiente siniestro. Además, la gente que vivía allí era tosca y, por regla general, todos poseían un carácter cerrado por el que resultaba desalentador tratar de iniciar una amistad —o siquiera una charla trivial— con alguno de ellos. También trataban mal a los forasteros, a los que rara vez recibían, por eso, la posada en la que ahora estaba se encontraba en un estado que distaba mucho de ser el de un lugar confortable, con los muebles llenos de polvo y las paredes de madera carcomidas con innumerables manchas de humedad; si algún turista decidía pasar allí la noche, nunca se llevaba un grato recuerdo.

    Solo había un motivo por el que Heksendorp pudiera atraer las miradas de gente de fuera: Cottonland, un parque de atracciones que había sido fundado por sus abuelos en la década de los 80 y del que después se encargaron los padres de Albert. Lo cierto es que nunca estuvo interesado en heredar el negocio familiar, pero los funestos acontecimientos ocurridos hacía poco le habían obligado a volver a su pueblo natal con tal premura que tuvo que aplazar ciertos compromisos profesionales.

    Una semana antes, le había llegado una carta del mismísimo Ayuntamiento de Heksendorp que se había llevado consigo. Era breve y decía lo siguiente:

    Estimado señor Plettenberg:

    Lamentamos tener que informarle de que los restos mortales de sus padres, Andrew y Peony Plettenberg, han sido hallados cerca de los límites del pueblo.

    Nuestras más sinceras condolencias,

    Excmo. Ayuntamiento de Heksendorp.

    El matasellos venía con fecha del uno de febrero, dos días antes de que él la recibiera. No le había sido posible viajar hasta el día nueve, por lo que estaba seguro de que el funeral de sus padres ya se habría celebrado. No obstante, necesitaba despedirse de ellos, de manera que tenía pensado ir al cementerio. Pero eso no era todo, necesitaba conocer más detalles acerca de la causa de sus muertes, que parecían haber sido demasiado repentinas. Albert mantenía contacto telefónico con ellos, los llamaba una vez por semana y no recordaba que le hubieran mencionado problema de salud alguno.

    Nada más abrir el grifo de la ducha, gritó y se estremeció de dolor. No había agua caliente. Se dio toda la prisa que pudo, algo que no le resultó fácil, ya que odiaba el agua fría y más aún en invierno. Para cuando hubo terminado, estaba deseando regresar a su confortable apartamento. Para colmo, las tripas le rugían, pero no estaba seguro de querer arriesgarse a comer lo que la posada pudiera ofrecerle, así que decidió ir en busca de un restaurante.

    Mientras se vestía de luto, volvió a fijarse en la inscripción de la viga, pero esta vez con más detenimiento. «¿Quién será D. H.? Algún turista al que se le congeló el cerebro después de darse una ducha», pensó mientras salía de la habitación.

    Una vez había llegado a la planta baja vio un reloj de cuco que marcaba la hora en la pared tras la barra del bar. Pasaban cuatro minutos de las ocho. No había nadie allí, al contrario que la noche anterior, cuando le había recibido un individuo antipático a quien apenas logró arrancarle un «102», el número de la habitación que le había asignado.

    Había llegado a Heksendorp en coche, pero no pudo conducir entre las calles estrechas que se acababan volviendo intransitables; quedaba claro que no habían sido diseñadas para el paso de vehículos. Había tenido que dejar su sedán gris enfrente de la posada que, de hecho, estaba en el límite del pueblo y era el único lugar que ofrecía alojamiento a quien tuviera el valor de solicitarlo.

    Nada más abandonar el edificio de madera (una cabaña, con una planta superior y no más de seis habitaciones), recibió el saludo del frío invernal. El viento, que desde el amanecer no había hecho otra cosa que enfurecerse cada vez más, le llenó la ropa y la cara de copos de nieve. Mientras caminaba, tuvo que protegerse con ambos brazos para que las ramas de los fresnos no le despedazaran como una criatura salvaje lo haría con su presa. Y es que los árboles de todo el pueblo estaban muy juntos, daba la sensación de que formaran un solo ser, como si jamás se hubiese talado uno desde que Heksendorp fuera fundado. No era que hubiese árboles entre las casas, sino que había casas entre los árboles, algo que Albert había olvidado después de tantos años viviendo fuera, en la ciudad.

    Lo que sí recordaba era la existencia de una pequeña cafetería situada cerca del centro, aunque no existiera un centro ni una calle principal, de hecho, no existía calle alguna; Heksendorp era una agrupación desordenada de casas que parecían haber salido de la nada, como si formaran parte de la naturaleza. Por suerte, después de tantos años, la cafetería seguía estando en el mismo sitio. Lo cierto es que, al ver el cartel de madera con la palabra «Café» colgado junto a la puerta, se le escapó una ligera sonrisa de triunfo entre los jadeos de cansancio. Durante el trayecto, de no más de medio kilómetro, no había visto una sola alma que le diese una pizca de calidez a los inhóspitos rincones del pueblo. En el interior del local, sin embargo, se respiraba un ambiente acogedor, al menos, todo lo acogedor que un sitio de Heksendorp pudiera llegar a ser.

    Se trataba de un establecimiento humilde de pequeñas proporciones con cinco mesas cuadradas, una barra al fondo y una chimenea con aspecto de no haber sido encendida en muchos años. La única forma de saber que había mundo más allá de las paredes de madera era mirando a través de dos ventanas cubiertas por la nieve, una a la izquierda y la otra a la derecha. Solo dos de las mesas estaban ocupadas: en una de ellas, un señor mayor, tembloroso y muy delgado estaba tomando café. Rodeaba su taza con ambas manos mientras soplaba y sorbía cada pocos segundos. En la otra, junto a la ventana de la derecha, una pareja de no más de veinticinco años intercambiaba un largo silencio que se veía empañado por el bramido incesante del viento. Albert les dedicó una mirada fugaz y vio que entrechocaban los cubiertos mientras devoraban unos huevos revueltos y un trozo de tarta de cereza. No parecía que hubieran probado aún los zumos de naranja ni los cafés con leche.

    Se aproximó a la barra. Allí le esperaba el dueño, que pasaba un paño húmedo por la superficie del cristal. A pesar de que llevaba década y media sin verlo y de lo envejecido que estaba a sus más de cincuenta años, lo reconoció.

    ―Buenos días, señor Boxman. ¿Cómo se encuentra?

    Pronunció el saludo con algo de timidez y el señor Boxman tardó unos segundos en dar muestras de haberle escuchado. Al final, alzó la mirada. En sus ojos cansados no apareció brillo alguno, tan solo cierto atisbo de desconfianza; le había tomado por un forastero.

    ―¿Quién es usted y cómo sabe mi nombre? ―Albert dejó escapar una risa nerviosa.

    ―Lo siento, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. Me marché a Harrisburg con dieciocho años. Mi nombre es Albert Plettenberg. ―La expresión del señor Boxman se llenó de sorpresa, pero no tardó en transformarse en una máscara lúgubre.

    ―¡Santo cielo, Al! ¡Eres tú! Has cambiado tanto que… ―no terminó la frase.

    ―Lo mismo puede decirse de usted. ¿Cómo se encuentra su esposa? ¿Todo bien?

    ―¡Erica! ¡Sal un momento! ¡No creerás quién ha venido!

    Desde el fondo del local, lo que Albert supuso que sería la cocina, se escuchó la voz de una mujer:

    ―¡Ahora no puedo! ¡Se nos ha terminado el pastel de manzana y tengo que hacer más!

    El señor Boxman soltó un bufido.

    ―¡Deja eso para más tarde! ¡Hay alguien que ha venido desde el extranjero solo para vernos!

    Albert pensó que estaba exagerando un poco. Harrisburg y Heksendorp se encontraban en el mismo Estado, y tampoco es que hubiese ido hasta aquel paraje infernal solo para verlos, pero no tardó en recordar que, para los habitantes de ese pueblo, todo el que no perteneciese a sus tierras era un extranjero. Al mismo tiempo, pensó que estaría bien no contradecir al señor Boxman con respecto a los motivos de su visita.

    Enseguida se escucharon los pasos acelerados de la señora Boxman recorriendo el corto trayecto hasta la barra, mientras lanzaba todo tipo de maldiciones sobre aquellos que no le dejaban hacer su trabajo. No obstante, al ver a Albert, su actitud cambió del mismo modo que el rostro de su marido lo hizo segundos antes. Sin decir nada más, rodeó la barra y estrechó a Albert entre sus brazos con fuerza.

    ―¡Madre mía, muchacho, ha pasado mucho tiempo! ¡Deja que yo te vea! ―Se separó de él, pero sin apartar las manos de sus hombros y recorriéndolo de arriba abajo con la mirada―. ¡Menudo hombre estás hecho! ¿Dónde está tu mujer? ¿Por qué no ha venido contigo?

    ―Está usted corriendo mucho, señora Boxman. Estoy soltero.

    ―¡No puedes hablar en serio! Muchacho, aquí hay muchas jóvenes que se alegrarán de saberlo. Luego te presento a las hijas de algunas amigas mías que… A propósito, ¿dónde duermes? No habrás tenido el valor de hospedarte en la posada, ¿verdad? ¡Ese hervidero de pulgas! Podrías descansar en nuestra casa mientras te buscamos un hogar en el que instalarte y…

    Detrás de ella, el señor Boxman se aclaró la garganta con tanta fuerza que más tarde tendría que tomar una infusión para suavizarla un poco. Albert se alegró de la interrupción. Empezaba a sentirse mareado por la avalancha de preguntas que Erica le había dedicado en un momento, como quien no quiere la cosa.

    ―Querida, creo que no es el momento.

    Más que estas palabras, lo que convenció a la señora Boxman de que debía permitir respirar al recién llegado fue el tono sosegado y triste con el que le habló su marido.

    ―Lo siento. Me imagino que estás aquí por lo de tus padres. ―Parecía que hubiese perdido toda la energía de repente.

    ―Así es ―admitió Albert―, recibí una carta de parte del Ayuntamiento. Me gustaría ir al cementerio para despedirme de ellos.

    Al decirlo en voz alta, sintió que le temblaban las piernas. Recordar la pérdida de sus padres le agotó más que el extenuante paseo por la nieve, pero se obligó a mantener el control.

    ―Para el pueblo ha sido una catástrofe ―dijo el señor Boxman―, todo el mundo quería a tus padres, creo que lo sabes bien.

    ―Doy fe de ello ―confirmó Erica―, Heksendorp no volverá a ser lo mismo sin Andrew y Peony.

    ―Muchas gracias a los dos, de verdad. ―Albert se obligó a sonreír, aunque le pareció que resultaba más convincente su semblante natural, serio, el de alguien que acaba de perder a sus padres.

    La señora Boxman posó su mano derecha sobre la mejilla de Albert.

    ―Estás helado. Creo que será mejor que te prepare el desayuno. Ya tendremos tiempo de charlar. Porque me imagino que vas a quedarte, ¿no es así?

    ―En realidad preferiría regresar a Harrisburg lo antes posible. Soy abogado, tengo mucho trabajo.

    ―Así que te has convertido en uno de esos ―bromeó el señor Boxman, guiñándole un ojo.

    ―Bueno, en todo caso después puedes contarnos cómo te va. Podrías cenar esta noche con nosotros, ¿qué te parece, Ben?

    ―Me parece una idea estupenda. Abriremos esa botella de vino que nos regalaron los Dimmendaal en Navidad.

    ―No nos obligues a ir a buscarte a la posada. Somos capaces de traerte a rastras a través de la ventisca ―amenazó la señora Boxman con una sonrisa cómplice. Albert volvió a sonreír, pero esta vez de verdad. Casi llegó a sentirse como en casa, y no era para menos. Estar junto a los señores Boxman, que habían sido amigos íntimos de sus padres desde antes de que él naciera, era un gran consuelo.

    ―Será un placer cenar con ustedes.

    ―¿Recuerdas dónde vivimos? Porque si no es así, podemos quedar a las ocho en algún sitio. Tal vez delante de la capilla, frente a la posada, o… ―de repente, había recuperado el ímpetu del principio.

    ―Lo recuerdo, no se preocupe.

    ―Está bien.

    Y, tras dejar escapar un suspiro, Erica regresó al trasiego de los fogones.

    ―Tiene tanta energía como hace quince años, ¿verdad? ―le preguntó el señor Boxman bajando el tono de voz e inclinándose sobre la barra.

    ―Creo que tiene más energía aún.

    El señor Boxman lanzó una carcajada.

    ―Esa sí que es buena. ¡Pero que muy buena!

    ―Señor Boxman, antes les he dicho que estoy aquí para despedirme de mis padres, pero también me gustaría saber algo más sobre sus muertes.

    ―¿No decía nada en la carta que te enviaron?

    ―Lo único que decía era que sus restos fueron hallados en los límites del bosque. No daba más detalles.

    Tras haberla leído docenas de veces, Albert había memorizado el texto; no era difícil, puesto que era corto y estaba desesperado por encontrar un esclarecedor haz de luz entre sus palabras.

    ―Siento decirte esto, pero nadie lo sabe con certeza. Sin embargo ―cogió aire―, no fue mucho lo que encontraron de ellos.

    ―¿Qué quiere decir?

    ―No me gusta ser el que te hable de esto, Al, no es fácil.

    ―Lo sé. Tampoco lo es para mí.

    ―De acuerdo. Lo único que encontraron en el bosque fueron sus calaveras. Parecía que alguien las hubiese escupido, como el hueso de una aceituna, en ellas no quedaba rastro alguno de carne. Tuvieron que utilizar sus dentaduras para identificarlos. Vino el FBI. Malditos extranjeros… Lo siento ―añadió enseguida ante la evidente turbación de Albert, que había experimentado una especie de aguijonazo en el pecho al escuchar la comparación del señor Boxman acerca de las aceitunas.

    ―No se preocupe.

    ―¿Irás a visitar a tu abuela?

    ―En cuanto salga del cementerio. ¿Sabe si se encuentra bien?

    ―Lo que yo sé es que hace meses que se pasa el día tirada en la cama. ―Se encogió de hombros―. Pero tiene noventa y un años, bastante mérito es que haya vivido tanto tiempo. Desde que murieron tus padres, no tiene a nadie que la cuide. Nosotros vamos a verla todas las noches nada más cerrar, pero necesita que haya alguien cerca todo el tiempo.

    ―Pasaré el fin de semana con ella, aunque lo más probable es que el lunes me vaya.

    ―Aquí estamos aislados del mundo, Albert, no resulta fácil contratar los servicios de una enfermera. Cuando alguien llega a viejo en Heksendorp, se va como en los viejos tiempos; enfrentándose a la muerte conforme le venga, sin ayudas de ningún tipo.

    Albert asintió sin responder, abatido. Hablar con el señor Boxman empezaba a parecerle agotador por las cosas que decía, así que decidió cambiar de tema.

    ―¿En qué zona del cementerio puedo encontrar las tumbas de mis padres?

    ―Te resultará fácil. A unos veinte metros a la derecha de la entrada, verás un árbol partido por la mitad; lo quemó un rayo el año pasado. Es el único que verás por allí, no tiene pérdida. Enterraron a Andrew y Peony justo al pie del árbol.

    ―Genial. Oiga, ¿nunca encienden la chimenea?

    ―Hay que ahorrar leña. Nunca se sabe cuándo puede hacer falta de verdad.

    Ante estas misteriosas palabras no supo qué decir. ¿Quién en su sano juicio escatimaría en el uso de la leña en pleno invierno y rodeado de árboles? Sin embargo, Albert prefirió no comentar nada.

    ―Creo que me sentaré. Ayer llegué a medianoche después de conducir durante horas, ni siquiera pude cenar y estoy agotado.

    ―Estupendo. Mi Erica no tardará en servirte el desayuno. ―Ben le guiñó un ojo.

    Se sentó cerca de la chimenea. «Quizá, si me imagino que hay fuego, llegue a entrar en calor», pensó mientras observaba, a través de la ventana de la pared opuesta, los remolinos de viento y las ramas agitándose con violencia.

    La señora Boxman apareció al cabo de cinco minutos con una bandeja repleta de comida: tres huevos revueltos con jamón, cuatro salchichas, media docena de tiras de beicon muy hecho, como a él le gustaba; un pedazo de tarta de

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