La vida que cuenta
Por Daniel Waisbrot
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En la literatura no abundan obras que traten el holocausto desde la mirada de un niño. Pero Lutek no es sólo un niño. A lo largo de la novela lo vemos crecer y sufrir, tornarse adolescente, hombre maduro que forma una familia y viejo sabio, profundo y dulce, que da al universo una lección final y sabe que ha vencido. Cuando creía que había llegado la paz, Silvia lo lleva, sin proponérselo, a conocer otra forma del dolor que le hace revivir todo: la tragedia de los desaparecidos.
Borges decía que un escritor trasciende cuando logra crear un gran personaje. Lutek lo es y está construido de una manera tan vívida y perfecta, que el lector siente tristeza por no haberlo tratado y, a su vez, orgullo de que haya existido. Theodor Adorno, que conoció el horror de cerca, pronunció la polémica frase: "No se puede escribir poéticamente después de Auschwitz". Daniel Waisbrot (y Lutek), desde Buenos Aires, demuestra que no es cierto.
Eduardo Álvarez Tuñón
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La vida que cuenta - Daniel Waisbrot
Daniel Waisbrot
La vida que cuenta
Diseño de tapa: Juan Pablo Cambariere
©Libros del Zorzal, 2016
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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Índice
Primera Parte | 7
1
Frío | 8
2
Tren | 16
3
Chupado | 22
4
Búnker | 28
5
Blancanieves | 36
6
Esculapio | 43
7
Princesa | 50
8
Block 28 | 60
9
Invierno | 67
10
Viaje | 74
11
Raúl | 84
12
Hospital | 91
13
Cadáveres | 101
14
Despedida | 109
15
Incrustado | 117
16
Callar | 120
Segunda Parte | 129
1
Marcha | 130
2
Campo | 137
3
Kinder | 146
4
Reencuentro | 152
5
Volver | 156
6
Partuza | 163
7
Andrés | 170
8
Pesadillas | 176
9
Padre | 183
10
Búsqueda | 189
11
Violadas | 196
Epílogo | 205
A mi suegro, Salomón Feldberg,
por haberse animado a vivir y a contarlo.
A mi prima, Mónica Rozen.
Ahora que te fuiste, mi infancia ya no será como antes.
Primera Parte
1
Frío
Veinte años después de la huida, había llegado la hora de volver. Silvia sentía los cincuenta en la piel, pero lo que la conmovía, aún más, era darse cuenta de lo larga que se había hecho su ausencia. Hacía muchísimo frío en Madrid. La lluvia ligera armaba una especie de bruma que oscurecía aún más la tarde. Silvia observaba desde el ventanal del Aeropuerto de Barajas ese gris neblinoso que cubría la profundidad del paisaje. Apenas se veían los aviones en las cercanías. Venía de un lugar tan helado que sus vecinas de las afueras de Helsinki se reirían a carcajadas si les contara que en Madrid hacía frío. Iba a estar unas cinco horas en tránsito a la espera del avión que la llevaría finalmente a Buenos Aires. La decisión la había encontrado de golpe, después de haberse negado y negado, una y otra vez, ante los pedidos de todos. Silvia no había querido volver. No había podido. Pero la visita a Berlín, al Museo del campo de concentración de Sachsenhausen al que tantas veces había querido conocer, y que también había evitado, esa visita la obligó a llamar sin dudarlo, casi sobresaltada, como despertando de un largo letargo, descubriendo de golpe que ya no había tanto tiempo, es más, ya no había casi tiempo y tenía que volver. Por primera vez, allí, en Berlín, llorando y casi trastabillando, se sentó al borde de un cantero sobre la vereda, tomó el celular y llamó a Lutek, su padre, a Buenos Aires y le dijo eso que él venía esperando desde hacía tanto tiempo: preparame un tecito, viejo, que voy para allá.
Madrid era un lugar conocido para Silvia. Durante muchos años solían encontrarse allí con sus padres y su hermano Edy para festejar la llegada del Año Nuevo. Sin embargo, estar allí sola, en ese lugar que tantas veces había albergado los encuentros familiares, la hizo sentirse extraña. Vaya a saber cómo se fue instalando aquella costumbre de esperar todos juntos las doce campanadas del Reloj de Correos. A Silvia le costaba mucho pasar diciembre en Helsinki. El hielo, la noche eterna por momentos la agobiaban. Entonces, durante el invierno finés, cuando podía viajaba. A Lutek tampoco le encantaba ir desde Buenos Aires a Finlandia por las mismas razones, y uno de los primeros años después de la huida de Silvia, decidieron pasar las fiestas juntos en Madrid. También a Katy la ponía feliz ir a encontrarse con los abuelos y así se fue instalando la costumbre. Una semana entre Navidad y Año Nuevo que disfrutaban en familia. La pequeña Katy, hija de Silvia, esperaba ansiosamente ese momento en que empezaban a sonar las campanadas para jugar con su abuelo Lutek el juego que más le gustaba: comerse las doce uvas, una en cada campanada. No hacía a tiempo de tragar una uva cuando ya sonaba nuevamente la campana y el abuelo le ponía la otra en la boca y todos reían y festejaban con ese clásico de Lutek que decía el año que viene lo festejamos en casa
y todos repitiendo al unísono la misma frase. Todos menos Silvia que sabía que no podía volver.
Así que ella solía ir a Madrid a eso, a encontrarse con su familia en un lugar equidistante entre Buenos Aires y Helsinki. Pero últimamente su padre ya no iba. Los últimos años Lutek ya estaba muy grande y no le resultaba tan fácil viajar. Encima, su corazón cada tanto se negaba a seguir latiendo. Pero era apenas una protesta, un paro, una huelga. Después volvía a hacerlo, y todo seguía su curso, ayudado por pastillas y tecnologías avanzadas. Pero la última vez que iban a encontrarse hubo paro
y Lutek no pudo subirse al avión.
Edy le venía advirtiendo a Silvia que la cosa se estaba poniendo difícil, que aquel viejo bypass que le habían hecho a su padre a los cuarenta y pico, ahora, cercano a los setenta años, ya no le funcionaba tan bien. Que por más que estuviera muy bien controlado por sus médicos, eso de subirse a un avión así nomás no sería tan sencillo, …y por qué no pensás en serio en venirte vos hermanita, venirte de una vez por todas, ya pasaron tantos años de aquello. Y por primera vez en mucho tiempo, por primera vez desde la huida, seriamente, apareció en Silvia la pregunta de si no había llegado la hora. Se dio cuenta, con cierto horror, cuántos años habían pasado desde su partida y reconoció que su padre, esa luz que había iluminado su vida, se podía morir. Aun siendo optimista, si esa posibilidad quedara negada y postergada, lo cierto es que su hermano tenía razón, que no podría viajar como antes, y que si ella quería verlo, (y claro que quería), tendría que volver. Y ahora, en la mitad del retorno, esta espera en Madrid le venía muy bien. Ese tiempo entre aviones le hacía como de colchón para el regreso, le permitía una pausa para acomodar un poco más las cosas. Casi veinticuatro horas entre los vuelos y la escala. Un día en el aire. Así se sentía: un día entero flotando entre irse y volver.
Si aquel día en Berlín, cuando visitó el Museo, había sentido la imperiosa necesidad de hablar con su padre para anunciarle el regreso, ahora Silvia sentía la misma urgencia de hablar con Andrés. Se habían visto por última vez veinte años atrás en Buenos Aires y aquella noche lejana iba a ser la última, aun cuando ellos mismos no lo sabían. Habían salido de la parrilla Negro el Once, en plena Costanera porteña. Silvia y Andrés caminaron hacia el Aeroparque. Una brisa suave y fresca que provenía del río contrastaba con el calor del abrazo, apoyados en el murallón costero que cada tanto ofrecía una pequeña torre que permitía sentarse. Ambos cobijándose juntos pero con sensaciones distintas.
–Prometeme que me vas a llamar algún día, dentro de muchos años –dijo Silvia anticipando una despedida que en ese momento ni imaginaba que estaba tan cerca.
–...Shhhhhh, no digas boludeces –interrumpió Andrés.
–Por qué boludeces
–insistió Silvia–. ¿Acaso no sabemos que esto no tiene futuro, que es un disparate?
–¡Otra vez con lo mismo! No, la verdad es que no sabemos.
Silvia había recordado muchas veces esa noche, ese diálogo, pero ya hacía muchas, muchísimas noches que había dejado de recordarlo. Siempre supo que si algún día decidía volver, iba a ser inevitable hablar con Andrés. Y en esos días, desde que llamó a su padre en Berlín anunciándole el regreso, en todos esos días mientras preparaba la partida, pensó en llamarlo pero no lo hizo. Ya habrá tiempo, se decía a sí misma. Pero hoy, de pronto, sola en Madrid y en tránsito, en la inmensidad del Aeropuerto de Barajas, volviendo después de tantos años, volviendo por primera vez sin saber muy bien a dónde, la sorprendió un impulso inesperado, urgente: se metió en internet, buscó, encontró y lo llamó.
–Hola Andrés, soy Silvia. Te estoy llamando desde Madrid.
Así de simple. Apenas una enunciación que anulaba veinte años de ausencia. Hablaron y callaron. Más momentos de silencios que de palabras, silencios de quienes no se atreven del todo a decir, de quienes no saben exactamente qué hay para decir. Él, sorprendido por el llamado. Ella, temblorosa de haberse animado, tanto tiempo después, sin mediar siquiera una noticia, un saber, aunque más no fuera, un dato. Fue apenas googlear su nombre y aguardar. Una página enviaba a un roster, con más información que la que necesitaba. Un domicilio, una dirección de correo electrónico, dos teléfonos, uno particular, otro del consultorio. Calculó la diferencia horaria, intuyó su presencia en la casa, temió por quién la atendería.
Al principio, palabras sueltas, entre alegres y conmovidas, alguna pregunta, algún silencio, un intervalo. Llevaban ya unos cuantos minutos cuando sonó la frase, un poco pregunta, un poco afirmación, tenue reproche:
–Te fuiste sin explicarme nada, yo me fui enterando mientras esperaba, pero no volviste.
–No, no volví. Primero quise, pero no se podía. Después, cuando ya sí se podía, no sabía si quería. Estuve a punto, muchas veces estuve a punto, pero me detuve. No quería volver, no quiero… pero estoy volviendo.
Silvia se quedó en silencio. No sabía muy bien qué sentido tenía intentar explicarle a Andrés que volver era deshilacharse, rasguñarle la piel al pasado. No sabía muy bien si seguir diciéndole cosas a quien no sabía nada de ella desde hacía tanto tiempo, a quien se le apareció de pronto, sin haberle explicado nunca que se había ido huyendo. Cómo seguir diciendo, entonces, a quien seguramente habría pensado que ella había huido de él, que en realidad no había sido así. Silvia no huyó de esa historia de amor tan rara que habían construido, sino que se fue huyendo de verdad, huyendo sin metáfora, huyendo para que no la mataran también a ella.
–Pero me llamaste –dijo Andrés como pidiendo alguna explicación, intentando que esa mujer que estaba al otro lado del teléfono le diera cuenta de algo más, le explicara algo, por lo menos sobre esta aparición imprevista, hasta se podría decir, intrusiva.
Ahí fue cuando Silvia le contó que estaba volviendo. Andrés la interrumpió.
–¿Estás viviendo en Madrid?
–No, no, no vivo en Madrid, ahora estoy acá en escala hacia Buenos Aires, aunque es como mi segundo hogar. Viajo seguido a encontrarme con mi familia que sigue viviendo en Buenos Aires y como yo no quiero volver, cada tanto nos juntamos aquí, casi siempre para Año Nuevo y estamos juntos unos días.
–Es raro escucharte –dijo él–. Me costó mucho dejar de pensar en vos en aquellos días, intenté ubicarte…pero nunca supe nada, no se te hallaba por ningún lado, nadie sabía…Hasta que me empecé a enterar y esperé en vano algún llamado tuyo.
–Es larga la historia, no me reproches, por favor, sé que debo explicaciones, sé que no puedo aparecerme así como así y no darlas después de haberme ido como me fui, pero bueno, ya vendrá eso. Supongo que en algún momento podremos vernos en Buenos Aires. ¿Y vos? ¿Cómo estás?
Formuló su pregunta con miedo, con ese miedo de escuchar lo que no sabía si quería escuchar. Es que Andrés fue un amor intenso. Y aunque hubieran pasado tantas cosas en estos años, escucharlo, saber de él, la conmovía. Cuando se conocieron, Silvia ya estaba casada y su hija Katy estaba cumpliendo tres años. Tanto el embarazo como el nacimiento estuvieron atravesados por dificultades muy serias que marcaron para siempre el destino de la pareja. Ella y Raúl, su marido, eran médicos psiquiatras y trabajaban en el hospital de Turdera. Él militaba y Silvia no, pero de eso se hablaba muy poco. A ella esa vida la abrumaba. La casa, el trabajo, las urgencias económicas, la ausencia silenciosa de Raúl, sus desencuentros, el país difícil. Para Raúl, en cambio, la militancia era el centro alrededor del cual giraba su vida, y Silvia no se atrevía a preguntar mucho sobre eso. Y así se olvidaron de la pareja. La alegría de ser padres por primera vez no alcanzó para reencontrarse. La vida de todos los días les había tragado la relación casi desde el vamos. Entre Raúl y Silvia todo lo amoroso estaba muy empequeñecido, era un amor al que no podían hacer crecer, y a los treinta, un amor chiquito no resiste. Cuando Silvia conoció a Andrés, él andaba por los veinte y monedas y era un vendaval que la arrastró a una aventura de final incierto. Después, la vida fue haciendo que todo se precipitara inesperadamente. Y así, aquella noche última en la Costanera los encontró en un desencuentro. Para Andrés, esa pareja tenía futuro. Para Silvia, en cambio, tenía un presente escaso y un pasado adorable. Acumulaba vivencias que habría de recordar para siempre, pero no veía nada hacia adelante. Andrés estaba por recibirse de psicólogo y era casi un adolescente que aún vivía con sus padres. Ella, en cambio, era una médica psiquiatra de casi treinta años con hija y marido, con miedo a lo que vendría y que había hallado en él un manantial en el camino.
Cuando Silvia le preguntó cómo estaba, Andrés, veinte años después de haber dejado de verla, mientras su esposa lo miraba y gesticulaba inquisidora, le respondió como pudo.
–Bien, bien… sorprendido… en fin… mis cosas bien, no sé qué contarte… vivo de mi profesión, trabajo mucho en muchos lados, como todo argentino que se precie, estoy casado, tengo tres hijos… pero tengo ganas de saber más de vos… si volvés podemos vernos... Entonces no es en Madrid, ¿dónde estás viviendo?
–En Helsinki, Finlandia.
–¡Finlandia! ¿Qué haces en Finlandia? ¡Ahí sí que debe hacer frío!
2
Tren
Frío que no se detenía, frío que penetraba por las innumerables hendijas entre las deterioradas maderas de los vagones del tren de carga, frío de la amargura por lo que sabían que sobrevendría. Años después, recordando los episodios, el mismo Lutek se preguntó sobre el porqué del frío, dado el hacinamiento que había en ese ferrocarril. Como si no hubiera quedado entre los cuerpos ni el mínimo calor humano.
Lutek era un niño en aquel entonces y sólo sus manos conservaban algo de ese calor. Szaindla, su madre, sostenía una de ellas. La apretaba lo suficiente como para que no se soltara. Él hacía lo propio con su primita, la pequeña Regina. Le tomaba la mano, la apretaba, la sostenía para que tampoco se soltara. En una maniobra extraña y sin desarmar ese nudo que los ataba a los tres, Lutek pudo en un momento acercarse hacia una de las hendijas por donde penetraba ese frío desgarrador y mirar hacia afuera. El tren pasaba por un paisaje conocido para él. Lo había visitado hacía poco tiempo, cuando su padre era el que le sostenía la mano. Se trataba de la hermosa campiña preserrana de la Alta Silesia y así fue como se dio cuenta de que viajaban rumbo a Cracovia. Entonces, se sentó nuevamente y se fue durmiendo junto a Regina y su madre, acurrucados los tres sin saber quién cobijaba a quién, en bloque, como una sola carne. Se fue durmiendo en el medio del traqueteo de esas horas interminables. Lo despertó el ruido del tren que iba frenando, chillando entre las ruedas y las vías, hasta que se detuvo totalmente. No sabían adónde, pero habían llegado.
Ahora sí, despegado de los cuerpos de su madre y su prima, Lutek espió nuevamente por esa hendija que quedaba casi a la altura de los ojos. Esforzándose un poco y casi en puntas de pie, ya veía bastante mejor. No se trataba de una estación de trenes sino apenas de un apeadero de una sola vía, un lugar intermedio entre las estaciones. No era un lugar donde bajara o subiera gente. No era un lugar. Sólo se veía una vía desmalezada. Antes de que pudiera amarrarse nuevamente al trenzado de manos, la puerta se abrió. Los oficiales de las SS entraron a los gritos. Saltaron hacia adentro con una destreza inimaginable y empezaron a tirar a todos hacia afuera, a arrojarlos como trastos y que cayeran como pudieran, a los empujones y moliéndolos a palazos. Lutek rodó como por un tobogán de tierra seca y polvorienta luego de aterrizar ese metro y medio desde el vagón hasta el piso. En la caída intempestiva vio, con los ojos desorbitados, cómo la pequeña bolsita con ropa que traía colgada de uno de sus hombros voló por el aire. Observó como en cámara lenta el arco que describió entre el vagón y el cielo para terminar cayendo unos cuantos metros hacia adelante y quedar escondida entre la maleza. Era su única pertenencia y ya no estaba. ¡Todos de pie!, gritó uno de los oficiales de las SS al mismo tiempo que lo levantaba por el aire agarrándolo del mismo hombro del que hasta hace un rato colgaba la bolsita. El oficial estaba vestido con un uniforme de color gris verdoso. Para la mirada de ese jovencito que era Lutek, tenía una altura extrema, un enorme cuerpo de bravucón y un birrete que asustaba. En el centro de la gorra, una calavera amenazante distinguía a las SS de las otras fuerzas de la ocupación.
El aire caluroso mezclado con la tierra del viento seco hacía aún más irrespirable esa mañana. Lutek miró a los costados y sus ojos se cruzaron con la mirada rota de su madre. Al lado de ella, la pequeña Regina lo miraba a él, temblando por lo que también ella había visto en los ojos