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El cielo y otros infiernos
El cielo y otros infiernos
El cielo y otros infiernos
Libro electrónico540 páginas10 horas

El cielo y otros infiernos

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Por lo regular, los libros de cuentos son conjuntos aleatorios de piezas desvinculadas; otros son series de relatos que, como las ramas de un árbol, se desprenden de un cuento principal, como Las mil y una noches. Este libro parte de este último modelo, pero lo modifica de modo que la Sheherezada omnisciente es desplazada de su papel de personaje cohesionador por el lector, que, sin saber cómo, acaba viéndose comprometido en la estructuración de la trama general de un libro orgánico de relatos que aquí y allá se abren para conducirlo a nuevos y extraños universos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 ene 2016
ISBN9789586653633
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    El cielo y otros infiernos - Edgar Ordóñez

    El cielo y otros infiernos

    Colección

    Espacios/Literatura

    La presente edición, 2015

    © Edgar Ordóñez

    © Siglo del Hombre Editores

    Cra 32 n.º 25-46, Bogotá, D. C.

    PBX: 3377700. Fax: 3377665

    www.siglodelhombre.com

    Diseño de carátula

    Yessica Acosta

    Diseño de la colección

    Ángel David Reyes Durán

    ISBN: 9789586653633

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

    ÍNDICE

    EL DÍA INSULAR DE LOS ESPEJOS

    UNA VIDA DE SACRIFICIOS

    MEGARIO Y EL ÁNGEL

    AVATARES DE UN NUEVO JUDAS

    INSTINTOS DE MANADA

    CAMBALACHE

    EL PUGILATO DEL PONTÍFICE

    ENTRE LA GUILLOTINA Y LA LLUVIA

    PUERTO GLABRO

    ENCUENTRO

    DIVERTIMENTO PARA UNA NINFA

    DE QUÉ SIRVE EL AMOR SI NO ALIMENTA

    GUÍAS PARA LA SALVACIÓN

    CRUCE ENTRE DOS SOMBRAS

    EL BANQUETE

    AH, ESA MUJER CON NOMBRE DE TANGO

    EL DÍA INSULAR DE LOS ESPEJOS

    A Julio Maltés, in memoriam

    Hay lluvias que simplemente mojan. Otras pueden unir —o separar: al cabo, en ocasiones es lo mismo— a dos personas para siempre.

    El trece de abril de 1984, Ayleen Toledo, calada hasta los huesos por la lluvia, marchaba presurosa a reunirse con su padre, que ese día cumplía cincuenta y tres años. Hacía algo más de tres meses que no se veían, desde que él y su madre se habían separado. Habían acordado encontrarse en Molino Cienfuegos, un restaurante donde almorzarían. En la esquina de esa calle vio un bache en el tráfico que, según calculó, le daría tiempo suficiente para llegar al otro lado. No atendió la advertencia del semáforo peatonal, que con su rojo le anunciaba que debía esperar. No había dado cinco pasos sobre la calzada cuando sintió que un vacío explotaba silencioso en su corazón atónito y desperdigaba su metralla en ecos por todo su cuerpo. La acera de enfrente, su meta, la vio más distante. Tuvo la sensación de que el espacio se extendía con la elasticidad de un chicle. Sus pasos, aunque les imprimió creciente velocidad, hasta llegar a correr, no podían tragarse ese espacio que no paraba de dilatarse. Sus pies competían con una banda giratoria que se deslizaba en dirección contraria. El tiempo que había calculado para llegar al otro lado se agotaba. Giró la cabeza para confirmar la distancia de los vehículos que corrían en pos del lugar que ella ocupaba. Un chillido de neumáticos hendió la atmósfera con su horror de tragedia. A través de un aire diáfano claveteado por alfileres líquidos vio cómo un Citroën rojo la embestía.

    La que para la familia sería la verdadera desgracia del día había pasado también justo en ese momento, pero para todos sus miembros estaba por pasar.

    Ricardo, el propietario del Citröen, esperó alrededor de una hora en casa de Ayleen. Él mismo había insistido en que se llamara a un médico para que la auscultara.

    A pesar de que no había podido evitar el golpe, el frenazo había sido oportuno:

    —Falsa alarma. Solo fueron unos golpes menores y raspones sin importancia —dijo el médico, que tras entregar su jeroglífico con el nombre de un antinflamatorio, se marchó.

    Ricardo se disponía a despedirse para siempre cuando entró una llamada telefónica. Hacía cosa de una hora el padre de la muchacha había muerto de un paro cardiaco, comunicó una voz.

    Padre e hija habían incumplido la misma cita.

    —Fue eso —dijo Ayleen, sorprendida por una revelación para ella indudable—. Yo lo sentí. Lo sentí justo en el corazón. Fue como una explosión que me creó una especie de vacío en todo el cuerpo. En ese momento intentaba cruzar la calle y no sé qué me pasó. Creí que corría hacia la acera, porque me había pasado un semáforo, pero sentía que el andén se alejaba, como en una pesadilla, y yo no podía alcanzarlo. Entonces vino ese auto…

    Ricardo tenía luz verde. A pesar de la lluvia, el tráfico era un río de pensamientos sin escollos. Las gotas reventaban como pequeños huevos transparentes sobre el parabrisas y el capó, y antes de que alcanzaran a freírse en frío, chorreaban en busca de viejas hermandades anónimas para salir locas, todas, en busca de su único y universal destino: un intuido océano de nirvana. Iba tranquilo, confiado, entregado a la escucha de ese múltiple y anónimo holocausto de explosiones acuáticas que inútilmente intentaban limpiar un rastro con otro, con otro, con otro… O quizá procuraban que el presente inaprehensible no esfumara cada gota en una memoria efímera que se hunde en un perfecto olvido que se desvanece en una absoluta nada, y por ello se reponían incesantemente. Frente a él, a unos cincuenta metros, se deslizaba, casi aéreo, un pequeño Fiat verde. La lluvia había barrido con su rastrillo toda escoria (almas, cuerpos, fantasmas, sombras) de los andenes. O eso era, al menos, lo que él pensaba: casi bajo el semáforo, un cuerpo apareció de la nada en medio de la calzada, a unos tres metros. Sin que mediara una orden, su pie se lanzó sobre el freno. Un corrientazo negro, ensordecedor, filoso, le desprendió con limpieza los músculos de los huesos. Sintió que moría. Por unos segundos eternos permaneció allí, inmóvil, con la pierna transubstanciada en férula de sílice y de sal. En el instante siguiente estaba acuclillado junto al cuerpo, que giraba hacia él, sin odio, con una expresión de asombro y duda y ruego su cabeza empapada, enlodada, para regalarle su primera mirada de ángel, para rendírsele sin dubitaciones en futuro matrimonio, algo para él, en ese momento, imposible de imaginar.

    De vuelta del cementerio lo invitaron a tomar algo. Por mínima cortesía, la madre de la muchacha había lanzado desde todos los puntos del puente múltiples anzuelos para sondear las insignificancias (¡tan significativas!) de su vida…

    —… Sí, creo que no nos hemos presentado debidamente. Mi nombre es Ricardo Ibáñez.

    —Y la muchachita a la que usted atropelló…, bueno, es solo un decir, claro, o mejor dicho, no sé cómo decirlo… Mi bebecita preciosa, el rubí de mi corazón, se llama Ayleen. —Ayleen había enrojecido y había puesto una cara de trágame, tierra. Él había pensado que en todos los colores, con la cara seca o empapada, limpia o enlodada, era igualmente hermosa—. Somos la familia Toledo Fuentes —había extendido la señora, con tres días de retraso, su mano y la primera de una serie de preguntas personales…

    —… No, soy profesor de literatura en una universidad —respondió con incomodidad a la primera.

    —Ah, qué interesante, qué bonito. La literatura siempre me ha parecido tan… tan… ¿no es cierto? —comentaba la madre—. Ayleen estudia último semestre de química farmacéutica. Yo toda la vida he dicho que esas dos carreras son para soñar…

    —… No, un año más: treinta y un años —había aclarado él, sonriendo incómodo, como si le hubieran pedido que mostrara su ropa interior.

    —Ay, qué casualidad: el próximo año Ayleencita cumplirá veintitrés años, y usted treintaidós. Es como si las edades de los dos se miraran a los ojos en un espejo, ¿no le parece? ¡Qué emoción!…

    —… No, no me he casado ni tengo hijos. Hasta ahora ese me ha parecido un proyecto demasiado serio —había respondido a otra pregunta, ruborizándose, y mientras tomaba un sorbito de café y lamentaba no poder zambullirse en esa tacita para nadar hasta el otro extremo del lago, recordaba a su última exnovia, que había quedado embarazada y había abortado a la semana de enterarse. De eso no hacía ni cinco meses—. Quizá algún día lo considere.

    —Sí, no hay necesidad de pensar en eso. El matrimonio no se planea ni se busca: de pronto se nos viene encima como un tren que nos embiste en medio de un campo sembrado de remolachas donde nadie siquiera ha tenido la cortesía de tender los rieles… ¿No es extraño? —había dicho ella con expresión confundida, con la mirada perdida en un más allá inalcanzable, quizá sembrado de remolachas, espinos y habichuelas.

    Se casaron diez meses después.

    Como nunca, él se sentía perdidamente enamorado. Ayleen tenía esa misma aura de fatalidad y tristeza que a él lo empujaba a leer y releer las tragedias griegas. Lo atraía del mismo modo que lo perdía la única música que toleraba: la de tonalidad menor, esa que solo sabe transitar y quemar su propia alma entre los zaguanes y las antorchas de la tristeza.

    Los dos primeros años intentaron con denuedo tener descendencia. Cuando los exámenes demostraron que Ricardo era estéril, continuaron haciendo el amor, pero Ayleen lo hacía cada vez con más desapego, como si sintiera que era inútil seguir llamando a una puerta tras la cual no había nadie que respondiera. Por su parte, Ricardo no podía dejar de pensar en su exnovia mientras se preguntaba quién habrá sido el padre del bebé abortado.

    El siguiente trece de abril, dormido, Ricardo se giró y entre sueños intentó abrazar el cuerpo amado. No lo encontró. Despertó confundido. Todavía habitaba su mente la imagen del sueño: un papa trenzado a puños con un cura también viejo en la capilla Sixtina. Encendió la lámpara. La luz perdía su calidez sin Ayleen. La visión del sueño se replegó ante el atentado luminoso, y él casi no fue consciente de cómo la trama onírica fue recogiendo con cuidado todos sus velos para ocultarse en las sombras del inconsciente. Tres y diecisiete de la madrugada. Estará en el baño, se dijo. Esperó.

    Media hora más tarde la encontró en el comedor. Sentada a la mesa, miraba un retrato de trazos inseguros. Era la cara de un joven de mirada perdida y pelo lacio. Las puntas del cuello subido de una chaqueta que parecía del siglo XIX le daban un aire de joven antiguo.

    —No sabía que dibujaras tan bien.

    —No sé dibujar. No sé cómo me salió algo así.

    —¿Quién es?

    —No lo sé. Desperté y tenía ese rostro en mi mente. No podía dormir, así que vine por un vaso de leche tibia. Mientras se calentaba, fue saliendo.

    —¿Te sientes bien?

    —Sí. Solo estoy un poco triste. Siento como si algo me faltara.

    —Es comprensible. Hoy se cumplen cuatro años de la muerte de tu padre.

    —Sí, lo sé.

    —Vamos a la cama. Aquí hace frío. Y mejor trata de pensar que hoy hace cuatro años nos conocimos.

    —Sí. Fecha agridulce.

    —Mejor festejar que llorar. La vida debe imponerse sobre la muerte.

    —Sí… Quisiera que hoy almorzáramos fuera.

    —Me parece bien. Y después de almorzar podríamos ir a ver una película. En un cineclub están presentando una que me estoy debiendo desde el año en que nos conocimos.

    —¿Cuál?

    Broadway Danny Rose. Seguro te gustará.

    —¿Cómo lo sabes si no la has visto todavía?

    —Hasta ahora nada me ha decepcionado de Woody Allen.

    Volvieron al cuarto abrazados.

    Ricardo nunca supo que el restaurante al que ella lo llevó era el mismo donde ella se había citado por última vez con su padre. Durante el almuerzo, Ayleen parecía ausente, como si no hubiera dormido en toda la noche y a esa hora, con los ojos abiertos, navegara sin esperanza entre sueños ajenos. Estaban en mitad de los platos cuando entró un cuarteto de músicos viejos. Parecían un gráfico de torres muy diferenciadas que anunciara el estado calamitoso de la economía. Tras unas palabras de presentación del acordeonista, acometieron una canción con enorme patetismo.

    —Les sale del alma —dijo Ayleen, como si despertara.

    Ricardo los detalló: uno de bigote estaliniano tocaba el acordeón con alguna dignidad. A pesar de su semblante vencido, un brillo de inteligencia se desprendía de su mirada. Mirada de doble fondo, pensó. Otro, gigantesco y de aspecto un poco bobalicón, tocaba un banjo roto que había parchado con un pedazo de pellejo de algún animal peludo. El de la guitarra tenía la mirada extraviada, como si habitara en ese momento en un mundo supralunar. El último disonaba con todos: era muy pequeño, de mirada vivaz y maligna, y tocaba sin ningún sentido del ritmo unas maracas. Ricardo se preguntó si más bien las maracas no lo estarían tocando a él. Cuando terminaron, Ayleen rompió a aplaudir con gran entusiasmo. Los demás comensales se quedaron mirándola, algunos con expresión de condena. Sacó de su cartera un billete de veinte mil pesos. Lo recibió el acordeonista con una inclinación de caballero épico. El hombre bajo se desvivía por que le entregaran el billete.

    —Muchas gracias, señorita. ¿Cuánto debemos devolverle?

    —No, quédenselo.

    —Es usted muy generosa. ¿Hay alguna canción de su predilección con que podamos complacerla?

    —¿Cómo se llama eso que cantaron?

    La cama vacía.

    —Esa, repítanla, por favor, pero sin las maracas.

    El hombre pequeño, visiblemente disgustado, hizo el amago de abandonar el local, pero mientras los otros cantaban, se devolvió y pasó por las mesas haciendo su propio recaudo.

    Cuando terminaron, Ayleen volvió a pedir la misma canción.

    —Ayleen —le llamó la atención Ricardo—. Creo que es suficiente. Las demás personas pueden no sentirse a gusto.

    —El caballero tiene razón —dijo el portavoz con un tono profundo. Un amor herido sangra en su interior, pensó Ayleen—. Si gusta otra canción, con muchísimo gusto.

    —No, está bien así. Gracias —dijo Ayleen y se concentró en su plato. Ricardo sintió como si estuviera frente a una niña a la que hubieran regañado. Solo le faltaba hacer pucheros. Los tres hombres se retiraron haciendo venias; el pequeño había desaparecido antes de que sus compañeros terminaran de cantar.

    —¿No estás disgustada?

    —No.

    Después de una pausa, Ricardo opinó:

    —Me pareció excesiva la propina que les diste. Solo son unos músicos callejeros.

    —Sí, me di cuenta de que la gente solo les dio monedas. Si se presentaran en el escenario de un gran teatro, antecedidos por un despliegue de publicidad televisiva y entrevistas, así cantaran exactamente como lo hicieron aquí, todos darían con gusto mucho más que veinte mil pesos por oírlos. Tú pagas tres o cuatro veces más por un libro que esperas que te conmueva, pero puede ser que lo abandones antes de terminarlo; sin embargo, lo conservarás en la biblioteca como si fuera un tesoro. Yo me sentí profundamente conmovida, creo que más de lo que tú eres capaz cuando ves una obra de teatro o lees una novela. ¿Por qué mis sentimientos tienen que valer menos que los tuyos? Si alguien sabe despertarlos de la manera como lo han hecho esos musiquillos callejeros, sé agradecerlo. —Y después de una pausa, cuando Ricardo pensaba que su humillación había terminado, agregó—: ¿Sabes?, en la calle todos somos callejeros… Y pensé que los literatos de nuestro tiempo se interesaban por las tragedias anónimas. Pero por lo visto, la realidad, si no está escrita, nada vale. ¿Qué tipo de ceguera oculta ese juicio?

    Siguieron comiendo en silencio, como si a cada uno le incomodara la presencia del otro. Ricardo sintió que ella tenía razón. ¿Acaso no estaría dispuesto a pagar más que veinte mil pesos por ver la película de Woody Allen, que trata precisamente de comediantes callejeros o que actúan en los bares? Ahora daría el doble por no ver esa película con Ayleen: de ser un objeto del deseo había pasado a convertirse en una amenaza contra la paz conyugal.

    Ella tardaba en terminar. Para distraerse, Ricardo se dedicó a contemplar los movimientos en el restaurante. Le resultaba especialmente desagradable el administrador, un gordito vestido de ridículo frac que no cesaba de pavonearse entre las mesas. Hay gente que parece haber nacido para sobrar, se dijo. Luego fijó su atención en un cliente joven, ataviado con prendas finas. Lo atendió una mesera mucho mayor, de semblante un poco agrio. Antes de hablarle, él le entregó un cofrecito rojo que semejaba un corazón. En el rostro del hombre bullía la vida bajo la forma de un orgullo invicto y en sus ojos se podía leer la expectación del amor todavía no defraudado. A todas luces resultaba raro que la beneficiaria de sus pretensiones amorosas fuera una mujer que parecía de condición inferior, cuya expresión daba fe de ser una habitual visitante de campos de batalla donde solo se puede conocer la derrota. Pero lo más extraño fue que ella tomó el regalo, se lo embolsilló sin abrirlo, y sin siquiera decir gracias procedió a tomar el pedido con frialdad, como si no hubiera recibido aquel detalle —Ricardo imaginó un anillo de compromiso—. Dos almas que juntas solo producen discordancias, cortocircuitos, se dijo, y se preguntó cómo los verían a Ayleen y a él los demás. ¿Como a una pareja que contemplaba impotente cómo el amor moría poco a poco entre sus manos?

    Se levantó para dirigirse al baño. Debió esperar un rato a que otros hombres y unos niños pasaran. Cuando salió, ella lo esperaba parada junto a la puerta. Concentraba su mirada en algún punto de la calle. Al pasar cerca de la mesa, Ricardo reconoció en una servilleta abandonada la letra de su esposa. La tomó al vuelo y la metió en un bolsillo (siempre depositamos gotas de los mejores vinos de nuestra alma en los mensajes que dirigimos a ese nadie que en vano los espera en ultramar).

    —¿Vamos? —le dijo acercando el rostro al perfume de su cabellera larga y lacia.

    —Espera.

    Pero en lugar de quedarse quieta, lo tomó de la mano y lo condujo hacia el oriente.

    —El carro está en dirección opuesta —le advirtió él.

    —La vida no está dentro de una caja de latón. Déjame oír esto —respondió al tiempo que lo conducía hacia la esquina. En la acera de enfrente, una hilera de músicos recostados contra un muro miraba fijamente a un anciano que se había sentado en el andén para tocar un serrucho con un arco de violín. El ruido y la furia despertó en la mente de Ricardo. Cuando la leyó ya sabía que de un serrucho se puede sacar música. Había leído la referencia a esa música, pero no la había oído. El papel nos habla, pero sigue siendo mudo, pensó. Ahora la literatura, escapándose en vuelo de las páginas que la aherrojaban, tendía un insospechado puente con la vida para fundirse en esa extraña melodía. Era una tristeza insondable vestida con un traje de feria barata. Una comicidad que no hacía reír. ¿En qué radicaba esa desdicha risible? Tal vez en el insólito instrumento, quizá en la fila de músicos apostados contra el muro que como un coro de tragedia griega acompañaban al viejo. Hieráticos, empuñaban como un inútil testimonio los estuches fúnebres de sus instrumentos. Llevaban pañoletas colorinches atadas al cuello y unos banderines infantiles que unos sostenían en la mano y otros dejaban asomar de algún bolsillo. ¿Estaré vibrando en el mismo tono que un día vibró Faulkner?, se preguntó Ricardo. El escritor no habría desaprovechado la escena para idear algo con ella, estaba seguro. El espectáculo era tan penoso que un indigente se acercó y depositó en el suelo, junto al viejo, una moneda. Si hay indigencia, por lo visto también puede haber subindigencia, y curiosamente puede tener una apariencia más solvente que la indigencia. Su insolvencia no es económica. ¿Será moral, de un rango metafísico? —se dijo calando al desharrapado—. Podría ser un magnate vestido de pordiosero, y nadie lo percibiría. Hay casos en que el absurdo se cruza con otro absurdo, se miran silenciosamente a los ojos y siguen su camino, casi inconscientes de que entre una mirada y otra se ha abierto un abismo. En ese momento se erige el fantasma de una silenciosa solidaridad para quienes también, igual que uno, han rozado la misma desgracia, un gesto que se disuelve en la nada en un segundo, como el brillo dudoso de una mirada desconocida que parece tener la intención de decirnos algo.

    Cuando el viejo se hubo marchado, los otros músicos procedieron a hacer una demostración de su talento, a veces solos, a veces en grupos instrumentales que parecían improvisados por el viento, que a manotazos los unía o los disgregaba según el azar de sus vaivenes. Tocaban y enseguida se marchaban. No esperaban a oír a los que quedaban. Solemnes, rendían su examen ante ningún jurado. Un concurso de miserias, o quizá una reconstrucción en otra dimensión del Revelge de Mahler, pero en un lenguaje tercermundista, y en el que las pilas de esqueletos arrumados son de cuerpos que aún están vivos y tocan anticipadamente una marcha fúnebre para su propia muerte, se dijo Ricardo. ¿Cómo podría armarse una trama literaria a partir de ese espectáculo? Tendría que conocer los detalles que habían juntado a esos hombres allí. De otro modo sería imposible. Las primeras gotas de lluvia lo volvieron a la realidad en la que normalmente transitaban sus pies y recordó el momento en que auxiliaba a Ayleen, empapada, caída, con el barro mordiéndola por todas partes. ¿Ese instante habrá sido para algún testigo una tragedia que ocultaba un doble fondo de una naturaleza inconciliable?

    —Vamos o nos mojaremos —dijo cuando se imaginó empapado en la sala de cine.

    Por las mejillas de Ayleen rodaban lágrimas. La estrechó contra sí sin saber cómo auxiliarla. Ella se dejó conducir con docilidad hacia el occidente. Dentro de la cabina, Ricardo preguntó:

    —¿Te sientes mal?

    —Creo que estoy deprimida.

    —Demasiados espectáculos tristes en un día que te trae malos recuerdos. La película te subirá el ánimo —dijo sin convicción.

    —No. Quiero ir a casa.

    Él se sintió aliviado. Nunca como ese día había querido no ver una película que tanto deseaba ver.

    Horas más tarde Ricardo leería a solas la servilleta: Un día puede cobrar sentido solo por haber visto unos cuerpos arrojados a las orillas del río de la vida con sus sentimientos expuestos en carne viva. Cuatro vidas inútiles juntadas por un simulacro de destino pueden tejer en conjunto un naufragio grotesco y común que, no obstante, es lo único que justifica esas vidas. ¿Qué justifica la mía?. Ricardo entendió que él no colmaba la vida de Ayleen del mismo modo como ella colmaba la suya.

    Minutos más tarde le preguntaba:

    —De aquella canción de los músicos del restaurante, ¿qué te conmocionó tanto: la música o la historia que refería la letra?

    —De una persona no te preguntas qué te gusta más, si los huesos o los músculos y la piel… Eran una misma cosa… —Y tras un instante agregó, seguramente recordando la canción—: Quisiera saber a cuántos abandonamos para siempre sin darnos cuenta.

    Ricardo se preguntó si ella sentía que lo estaba abandonando, o si esa frase aludía al fallido último encuentro con su padre. Y, en ese caso, ¿pensaba que él la había abandonado, o que ella lo había abandonado? ¿O en esa relación de abandonos participaba alguien más que él no alcanzaba a ver?

    Ese año Ayleen se inscribió en un curso de dibujo. En nueve meses hizo progresos admirables. Solo le interesaban los retratos. Durante el aprendizaje, sus modelos fueron una niña que vivía en el mismo piso, Ricardo, el hermano de Ayleen, su madre, su padre, que posó desde diversas fotos, y casualmente cualquier desconocido que se sentaba a descansar en un parque y que, sin saberlo, oficiaba de modelo de la dibujante que, desde un rincón, observaba con detenimiento sus facciones. Terminado el curso, olvidó sus modelos y dejó de presumir de sus obras.

    Se dedicó a repetir, obsesiva, el retrato del joven del sueño. Buscaba perfeccionar la percepción de su fisonomía escrutándolo desde todos los ángulos. Sus cuadernos de dibujo se fueron llenando de carboncillos de ese rostro repetido como las gotas de una llovizna que se desgajara avara a lo largo de meses. Para Ricardo, que solo tenía acceso furtivo a los cuadernos, el personaje comenzó a volverse omnipresente. Por ratos creía reconocerlo en estudiantes con los que se cruzaba en el campus.

    Terminados ocho cuadernos con la obsesiva figura, Ayleen abandonó el rostro y en otros tres se dedicó a explorar y agotar los detalles: ojos, boca, nariz, orejas, la cabeza sin demasiados detalles del rostro, vista desde diversos ángulos… Es la mirada de alguien encerrado en una torre de tristeza, pensó Ricardo cuando se abismó en esos ojos sin rostro que de algún modo delataban sensibilidad y una personalidad perfectamente definida. No le pasó inadvertido que por lo general los artistas, en sus estudios de ojos, los dibujan sin mirada, o con la mirada muerta de un maniquí.

    En dos cuadernos más se desplegarían en diversas posturas las manos de dedos largos, inteligentes —pensó Ricardo, sin detenerse a preguntarse cómo unos dedos podían revelar inteligencia—, a veces aisladas, por ratos próximas, buscándose. Como un satélite extraviado, la atención de Ayleen por momentos giraba y giraba en torno a un dedo, indagando por una razón profunda que a él se le escapaba, pero que alcanzaba a comprender que existía.

    Finalmente dedicó unos cuantos bocetos a los pies y al falo, tanto en posición de sosiego como de excitación. Ricardo se sentía incó­modo. Tenía en casa a un indeseado visitante descarnado que le robaba la atención de su mujer. La serie y el interés por el dibujo culminaron con un pliego en que el joven aparecía de cuerpo entero, tendido desnudo en una cama de apariencia metálica, con el rostro inexpresivo y los ojos cerrados. Ricardo se preguntó si ese joven era un hombre abandonado por Ayleen.

    En un intento de sustraerla de la atmósfera melancólica que la rodeaba, Ricardo le sugirió que pusiera en práctica lo que había estudiado en la universidad. Estaba convencido de que ella no era una mujer hecha para quemar su vida en la hoguera de las actividades domésticas. Dijo eso, pero le preocupaba la obsesión con el rostro del desconocido.

    —¿Qué soñabas cuando estudiabas? ¿Qué te imaginabas que harías cuando terminaras la carrera? —le preguntó un día.

    —Drogar a todo el mundo —respondió ella con una sonrisa nostálgica, como cuando se recuerda una travesura de infancia. A la mente de Ricardo volvieron sus paseos infantiles a las lomas del acueducto, en su pequeña ciudad natal. Recordó la vez en que arrojó una araña a los gigantescos estanques con la seria intención de envenenar a toda la ciudad. Luego pasaría el resto del día sumamente preocupado porque sus padres y hermanos también morirían, y él no podría volver a beber agua sin envenenarse. ¿De qué viviría después? Se imaginaba solo, caminando por calles atestadas de cadáveres. Se veía muriendo lentamente de hambre y de sed, rodeado de cuerpos muertos.

    —¿Qué clase de deseo es ese?

    —Pensaba cumplir dos de los sueños más comunes de la gente: lograr la mayor longevidad posible, hablo como mínimo de mil años, y de paso la eterna juventud.

    —Creo que la investigación farmacéutica está lejos de lograr eso.

    —No, no se trata de lo que piensas. Soy consciente de que la pretensión de la medicina de alargar nuestra longevidad no es la correcta, entre otras cosas porque choca con el problema de que a mayor longevidad conquistada, más tiempo permaneceremos en la edad que más deploramos: la vejez. Mi propósito era acelerar, o ampliar, la percepción del tiempo, para tener la sensación de que vivimos muchísimo más sin modificar nuestra edad biológica, sin consumir más energía y recursos, y sin tener que prolongarnos en un periodo indeseable del ciclo vital —dijo con un destello de emoción en la mirada, como si un viejo sueño ya olvidado renaciera con su viejo brío—. La conquista de la eterna juventud debe realizarse a escala subjetiva, mediante drogas que alteren la conciencia. Estoy convencida de que con psicotrópicos podría hacerse. La investigación farmacológica debe centrarse en eliminar los efectos nocivos de esas drogas sobre el organismo. Con esas sustancias, la percepción de las visiones es tan real como la realidad que percibimos, o quizá incluso más, porque las sensaciones se intensifican. La idea era desarrollar una droga que modificara la percepción del tiempo, de modo que en ocho horas se viviera el equivalente de mil años, por ejemplo. —En ese momento Ayleen recordó cómo cinco años atrás había sentido que el espacio se expandía cuando cruzaba la calle el día en que Ricardo la arrolló. ¿Aquella impresión no era similar al efecto que se había propuesto? Solo que ella no había especulado con el espacio, sino con el tiempo. ¿Estirar el espacio es lo mismo que elongar el tiempo?, se preguntó.

    —Sí, De Quincey, un escritor adicto al opio, ya dio testimonio de algo parecido en el siglo XVIII o en el XIX —acotó él.

    —Sin duda eso muchos ya lo han experimentado —dijo ella. Por la mente de Ricardo pasó en efímero fogonazo el rostro de Jean Cocteau y de los escritores de la generación beat—, pero de lo que se trataba era de buscar la manera de controlar los sueños, dirigirlos, para evitar malos viajes, para que todo lo que se alucinara fuera grato, estuviera previsto. Así, en esos mil años virtuales, quien viajara podría hacer realidad todo lo que deseara. Vivir un día sería mejor que vivir toda una vida que al final solo nos depara decrepitud —redondeó su idea.

    —¿Y alguna vez probaste drogas psicoactivas?

    —No, ni la marihuana siquiera —confesó entre risas—. Era demasiado niña bien para atreverme.

    —¿Cómo pensabas realizar tu investigación, entonces?

    —Ese es el obstáculo que nunca pude superar. Por algo dicen que los sueños, sueños son.

    A solas, Ricardo pensaría que tras ese proyecto asomaba la intuición de todo lector de que la ficción es mejor que la realidad, o que esta necesita ser complementada por aquella. El hombre busca la literatura porque su deseo más antiguo es vivir dentro de los sueños. La literatura es otra droga, igual que la música o que el amor, concluyó.

    Pero vio más lejos que Ayleen: Dios no es más que un ser que controla sus sueños. Se estremeció cuando pensó que si Dios no existe, como aseguraba Ayleen, nosotros no somos más que el producto de una nada que sueña. En todo caso, un humano que pueda repetir esa hazaña hará realidad todo lo que desee. El sueño es el único lugar donde la ficción no tropieza con la negación que le impone la realidad, porque la realidad ha sido expulsada de ese paraíso no terreno. Libres del influjo del aparato intelectivo que incansable e insobornable cataloga y clasifica nuestras imágenes mentales para que no confundamos ficción con realidad, la imaginada sería la única y absoluta realidad por tres mil años cada día, si la droga soñada por Ayleen se sintetizara. Esa poderosa realidad haría saltar en pedazos toda lógica sometida a la necesidad y a las limitaciones de las leyes físicas. El sueño controlado: he ahí nuestro verdadero paraíso perdido, se dijo.

    ¿Qué pediría alguien que pudiera realizar todos sus deseos? En ese mundo de expectativas cumplidas, las posibilidades serían infinitas: no alcanzarían a ser colmadas en una vida de más de setenta millones de años, que es lo que viviría alguien drogado las veinticuatro horas de todos sus días. Con esa opción a mano, la gente perdería todo interés por volver a habitar la precaria normalidad. El mundo social, lleno de insatisfacciones, se esfumaría. ¿Alguien sería capaz de rechazar semejante paraíso?

    Si su mujer hubiera logrado sintetizar esa droga, así su descubrimiento hubiera sido para bien o para mal, habría pasado con toda justicia a la historia. Se conmocionó cuando pensó que él no había dado con una sola idea que contuviera, así fuera solo en potencia, esa posibilidad embriagadora. Pero ese merecimiento sobrevendría en el momento en que la historia y la objetividad habrían dejado de interesarle a la gente. Ricardo se estremeció. La idea era de unos alcances gigantescos, pero tenía un lado oscuro. Los resultados no diferirían en absoluto de la locura. Nuestro paraíso perdido es la locura, corrigió, y dando un paso más, concluyó: Dios no es más que un ser extraviado en su propia locura. Y como una secuela sombría, algo sugirió una idea que él de inmediato rechazó: Ayleen busca y desea la locura.

    Por semanas le dio vueltas al tema, tratando de convertirlo en un argumento literario. Lo sentía enorme, portentoso. Exigía una disposición temeraria, peor aún —terminaba por reconocerlo—, demencial. Por todas partes asomaban las inmanejables babas del infinito. Terminó por desistir. Nadie puede domar un caballo infinito; jamás nadie podrá escribir una novela que narre una historia de más de setenta millones de años, terminó por reconocer. Apenas si alcanzaba a intuir la sombra del aroma de los esqueletos que podían subyacer a una trama, pero comprendía que era imposible revestir esos huesos con la carne viva de una historia. Lo único que sacó en claro es que su mujer no lo había defraudado. Percibía en ella una intuición profunda y fecunda de la que él carecía.

    Guiada por la iniciativa de Ricardo, Ayleen entró a trabajar en una fábrica farmacéutica. Hacía rato había abandonado el dibujo, pero el ensimismamiento, no, aunque este tomó un aspecto distinto, la apariencia de un vulgar cansancio, de un elemental marasmo. Ricardo sintió que ella se acoplaba con resignación a una rutina desgastante y ano­dina. Percibió que ese trabajo mataba algo en su mujer. Ese vacío debía herirla como un puñal invisible que se sabe clavado en la espalda, pero que no se puede retirar, porque es inalcanzable. Ella tenía conciencia de ese puñal, pero callaba. Ricardo creyó preferible esa herida a que las intuiciones de Ayleen se convirtieran en desvaríos obsesivos e incontrolables. Con la intención de proteger a alguien podemos matarlo, reconoció. Sin embargo, aunque somos conscientes de que lo estamos matando, no podemos renunciar a protegerlo. Todo acto de bondad es una demostración de poderío, recordó a John Cage, y todo poderío se expresa con algún tipo de violencia y crueldad, remató él. Imposible no sentirse culpable.

    Un día, cuando en la cartera de su mujer encontró doblado uno de los mejores retratos del rostro del joven imaginario, comprendió cuál era la forma y materia del puñal que su mujer llevaba clavado en la espalda. Ricardo reconoció que su vida conyugal íntima había languidecido hasta un punto en que casi podía darse por muerta. Él yacía con el cuerpo de su mujer, pero el alma de ella estaba en otro lado, en un desierto interior para él inconquistable, entregada al deseo y la espera de otro hombre que, estaba ya prácticamente seguro de ello, ni siquiera tenía un cuerpo.

    Las preocupaciones de Ricardo por los problemas inaprehensibles de su esposa no eran su único motivo de disgusto. Él mismo arrastraba una frustración que no acababa de asimilar, o que, como las aguas estancadas que a medida que pasa el tiempo pierden su transparencia y van cobrando una consistencia viscosa, iba formando poco a poco en su espíritu una nata verdosa bajo la cual intuía la putrefacción de los deseos que no hallan salida y se quedan allí, estancados, pudriéndose en su agonía sin remedio: su incapacidad para escribir. Si había estudiado literatura era porque había creído que en la universidad aprendería todo lo que necesitaba para formarse como escritor. Ahora que cumplía las funciones del profesor que tenía a su cargo la tarea de de­sengañar a otros tantos alumnos tan equivocados como él hace unos años, se negaba a aceptar que disponiendo de todo el arsenal necesario para enfrentar el reto y dar la batalla con dignidad, allí, plantado con sus arneses y ceñida su cota de malla, no supiera siquiera cómo entrar en el campo de batalla.

    —No te preocupes por las dificultades que encuentras para escribir. Quizá tu obra la realices de modo inconsciente —le había dicho un día Ayleen.

    —¿Cómo podría ser eso?

    —Igual que cuando soñamos. ¿No es cada sueño una historia, una ficción literaria escrita y actuada en el mismo instante, como una película que se filma, actúa y escribe simultáneamente? Tú eres inteligente y piensas en términos literarios. Un sueño tuyo muy posiblemente tenga una estructura y una esencia más literarias que los sueños de la gente corriente. Quizá sueñes una novela completa en una noche y al día siguiente no recuerdes nada de ella. —Si bien no había pensado en tal posibilidad, le había parecido estúpido pretender darse por satisfecho con ella.

    —Ese consuelo no me sirve de nada —le había respondido con tono indignado. Se había sentido como cuando planteamos a alguien en quien confiamos un serio problema que no nos deja dormir por años, y nos responde tratándonos como si hubiéramos expresado un capricho infantil—. ¡Yo necesito recordar: quiero estar seguro de que he creado! Una creación sin memoria es lo mismo que nada. Una obra literaria solo vale como tal si es comunicable.

    Pero Ayleen parecía no haber enunciado una tontería cualquiera con la intención de salir del paso de modo facilista. Ella sugería algo profundo en su propuesta.

    —No —había dicho—. Si así piensas, lo que quieres no es ser un escritor, como uno de tus admirados autores; no estás deseando su capacidad creadora, sino simplemente envidiando su fama. Lo que llamas memoria solo es un ropaje que mal oculta el reconocimiento social que ansías. Si te dan a elegir entre el reconocimiento mundial y perpetuo por una obra que te atribuyen, pero que tú sabes que no escribiste, o morir absolutamente desconocido y olvidado, pero con la conciencia de haber creado una obra que, según tu conocimiento teórico y crítico, vale muchísimo y merecería la gloria, pero que sabes que a nadie interesará nunca, ¿qué elegirías?

    —Si la obra es tan buena como dices, interesará —había respondido sin percatarse de que estaba evadiendo el dilema—. Tarde o temprano interesará. Si no interesa a nadie, es que no es buena.

    —Lo pondré en otros términos, ligándolo con el destino o la mala suerte, como prefieras entenderlo. ¿De qué obra te habría gustado ser autor? —Él había dudado. Una lista de obras maestras había comenzado a desfilar por su memoria—. No importa —había seguido ella al cabo de tres segundos—. Supongamos que del siglo XX hay una que la mayoría de críticos y estudiosos coinciden en calificar como la mejor. ¿Qué preferirías: que te la atribuyeran inmerecidamente, o haberla escrito realmente, pero, en ese caso, que nadie se interesara nunca por ese libro, o que, si lo tomaran en cuenta, fuera solo para condenarlo por siempre como algo que no vale nada?

    —¿O sea que solo si fuera de mi autoría sería condenada?

    —Ajá.

    Ricardo bajó la cabeza.

    —Es un buen dilema. Realmente es difícil responder. Me parece que ambas situaciones tocan desde diferentes extremos la misma desventura. Lo peor de todo es que me haces caer en la cuenta de que la segunda proposición quizá sea una historia cotidiana, de tan repetida. Tal vez los académicos, editores y críticos hemos sepultado cientos de obras y autores que deberían figurar entre lo mejor de la producción literaria de toda la historia. Es lo que estuvo a punto de pasarle a Proust con el rechazo de André Gide, desastre que pudo haberse consumado si Proust no hubiera pagado él mismo la edición del primer volumen y si su hermano, después de la muerte del escritor, no se hubiera empeñado en publicar los restantes tomos. No nos duele, es más, nos complace lambonear a quienes ya están encumbrados, porque paradójicamente entendemos que esa humillación nos eleva a los ojos de los demás, pero nos sangra el alma cuando tenemos que reconocer que alguien que todavía está entre el fango merece surgir y ser encumbrado. Estamos programados para adorar dioses, pero no para endiosar a quienes creemos nuestros pares, y menos si estamos convencidos de que esos otros están por debajo de nosotros. Porque una gran parte de los escritores de valía ni siquiera tienen estudios universitarios completos, y eso, para muchos académicos, es un crimen imperdonable, si el escritor no tiene fama. Publicar a alguien así y, más aún, reconocerle públicamente méritos o genio, es como dejar libre a un asesino en serie y hacer campaña para que reciba el Premio Nobel de la Paz. Paradójicamente, a los que no somos capaces de crear se nos ha asignado la tarea de juzgar la obra de quienes crean.

    Ricardo no había respondido al dilema de Ayleen, pero este lo había hecho meditar seriamente en su problema y, más allá de eso, lo había movido a juzgar las razones por las que ansiaba escribir. En ese momento se le develó el sentido oculto de El milagro secreto, de Borges. El tema del cuento, le pareció, va mucho más allá de proponer la posibilidad de ensanchar el efímero punto temporal de un segundo hasta hacerle alcanzar el torrencial caudal de un año completo, solo para brindarle a un condenado a muerte la oportunidad de que escriba el libro que lo justificará: la divinidad ponía a prueba al escritor verdadero, aquel que escribe al margen de la tentación de publicar y de recibir reconoci­miento. Allí tronaba la voz inmisericorde de la deidad: Tienes la posibilidad de escribir la obra que crees estar en capacidad de escribir, pero lo harás a conciencia de que ese, tu más denodado esfuerzo, se hundirá en el más absoluto fracaso: el silencio y anonimato que con toda justicia merecen los libros nunca escritos. ¿Para él habría tenido sentido escribir en tales condiciones? ¿Quién, conocedor de los pormenores del futuro, dedicaría veinte años de su vida a erigir una obra perfecta que jamás se mostraría en público y que, una vez terminada, se entregaría al hambre insaciable del fuego? Le pareció que allí radicaba la diferencia entre el verdadero artista y aquel que simula serlo solo por interés de alcanzar las preseas que se supone deben merecer los auténticos.

    ¿Y por qué ese sufrimiento por decir algo si no se tiene nada que decir? La respuesta, según señalaba Ayleen, era evidente: porque lo que interesa no es decir, sino figurar. En ese panorama, una novela soñada cada noche podía ser un cotidiano milagro secreto con el que bastaba para darse por satisfecho. Llegado a ese punto, se preguntaba si debía sentirse agradecido con Ayleen por motivarlo a mirar en dirección a sitios hacia los cuales su vista por sí misma nunca se habría dirigido, u odiarla por ponerle los más diáfanos espejos frente a los ojos, esos que no le mostraban las facciones aceptables, y aún apetecibles, de su rostro, sino las deformidades veladas de su alma.

    Por último, un destello fugaz le sugirió que esa idea podría constituir la base de un argumento, pero era inútil tratar de seguirle la pista si de antemano sabía que jamás lo podría concretar. ¿Qué le faltaba? ¿Por qué no bastaba con dominar la teoría, con tener las herramientas, los conocimientos, la inteligencia? Sentado ante la hoja en blanco, era presa de ese viejo y mítico terror del que muchos se han quejado por siglos: ¿qué decir, por dónde empezar? Las ideas estaban allí, revoloteaban en el aire, podía percibirlas, pero esas libélulas fantasmales eran demasiado salvajes para dejarse apresar por su red cariada por agujeros enormes.

    No lo había reconocido taxativamente ante Ayleen, pero sí, había sentido envidia del muchacho aquel, un estudiante de primer semestre que, aburrido mientras lo escuchaba en clase, sacaba un cuaderno y comenzaba a escribir sin parar. Lo había sorprendido varias veces. Al principio pensaba que estaba tomando apuntes, pero un día en que le hizo una pregunta sobre lo que él acababa de decir, no había sido capaz de responder. Definitivamente no estaba atendiendo. Otro día, mientras paseaba entre los pupitres, se había parado un poco detrás de su puesto y había alcanzado a ver unas entradas de diálogo. Estaba haciendo intentos literarios. Eso le dolía, tanto porque sin palabras le estaba diciendo que su clase carecía de interés o que su modo de dictarla era aburrido, como porque él, un muchachito que seguramente lo desconocía todo, no tenía problemas para escribir. Eso lo había motivado a abordarlo un día, al final de la clase.

    —Julián —le había dicho, tratando de recordar, como otras veces, dónde había visto un rostro muy parecido a aquel. Le parecía que en una película o en algún

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