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La anomia en la novela de crímenes en Colombia
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Libro electrónico664 páginas11 horas

La anomia en la novela de crímenes en Colombia

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El autor ofrece un panorama de la literatura negra occidental desde sus orígenes en el siglo XIX con Poe y Doyle y la obra de los autores norteamericanos (Hammett y Chandler) hasta la literatura latinoamericana del siglo XX, para inscribir, en esta larga tradición, a la literatura colombiana contemporánea. De este modo, Forero Quintero expone cinco perspectivas de análisis de la obra de algunos escritores colombianos emblemáticos con sus propias representaciones literarias de la anomia: el monstruo en "El capítulo de Ferneli", de Hugo Chaparro Valderrama; el mito en "Leopardo al sol", de Laura Restrepo; la impunidad y la inducción al crimen en "La Virgen de los sicarios", de Fernando Vallejo; la confesión del personaje y la complicidad del lector en "Memorias de un hombre feliz", de Darío Jaramillo Agudelo, y la ley del narcotráfico en "Comandante Paraíso", de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Libro en coedición con la Universidad de Antioquia (Colombia).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 sept 2012
ISBN9789586652988
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    La anomia en la novela de crímenes en Colombia - Gustavo Forero Quintero

    tema.

    Primera parte

    LA ANOMIA Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS

    LA TEORÍA DE LA ANOMIA: DEL OPTIMISMO AL PESIMISMO SOCIOLÓGICO

    El anarquista, el esteta, el místico, el socialista, el revolucionario, si no desesperan del porvenir, coinciden al menos con el pesimista en un mismo sentimiento de odio y de hastío por todo lo que existe, en una misma necesidad de destruir lo real y escapar de él (Durkheim, El suicidio 414)

    Aunque Heródoto de Halicarnaso (484-406 a. C.) habló de anomia desde los puntos de vista colectivo e individual,¹ Jenofonte (399 a. C.) mencionó el concepto ανοµια (anomia) al hablar de situaciones de ilegalidad, de evasión o de desprecio de la ley (Gallino 33), y en la Edad Media se aludió a quienes no tenían ni Dios ni ley como aquellos que no viven bajo la ley de Moisés,² solo en el siglo XIX, con el surgimiento de la sociología como ciencia, se constituyó una forma de explicar hechos sociales y, en particular, el crimen a partir de la anomia. En Francia y Estados Unidos, Jean Marie Guyau (1854-1888), Émile Durkheim (1858-1917) y Robert K. Merton (1919-2003) plantearon las bases modernas para entender este concepto como modelo analítico, con variaciones sustanciales aún sensibles en la actualidad. Los primeros hacen una crítica al imperativo moral del kantismo y a conceptos como poder y deber del utilitarismo de John Stuart Mill o Jean-Gustave Courcelle-Seneuil, mientras el tercero se propone redefinir la anomia desde un punto de vista funcional, en el que la tensión entre la estructura normativa y los diferentes grupos sociales explica el concepto (especialmente desde su teoría de las funciones manifiestas y latentes, derivada, entre otros, de los postulados de Sorokin y Lazarsfeld).

    Esta metodología de la anomia se ha expandido y proliferado en la bibliografía occidental, sobre todo durante los años 1950 y 1975, con la referencia epistemológica de un orden establecido con base en la ley positiva y la sanción.³ Desde autores consolidados, como Ralf Dahrendorf (1929-2009), uno de los fundadores de la teoría del conflicto social; Robert Dubin (¿1923?), que desarrolla la teoría de Merton en torno a los diferentes modos de adaptación del individuo; Talcott Parsons (1902-1979), que indaga en los correlatos psicológicos que sugiere Durkheim en su tesis de la confusión moral; Richard Cloward (1926-2001), que investiga los medios ilegítimos y las estructuras de oportunidad en la sociedad contemporánea; Albert K. Cohen (1918), que profundiza su estudio en torno a los procesos sociales interactivos; Antony Giddens (1938), precursor de la teoría de la estructuración, que establece la relación interdependiente entre el agente y la sociedad; Jean Ziegler (1934), estudioso del comportamiento mafioso ligado al narcotráfico (específicamente en la sociedad rusa contemporánea, que se puede asimilar al caso colombiano); Bernard Lacroix, Philippe Besnard y Hans Peter Müller, que han analizado la relación entre las pautas de Durkheim y la política, entre otros puntos esenciales; hasta autores más recientes como Irene Martínez Sahuquillo, que estudia la anomia en relación con el extrañamiento y desarraigo en la literatura, incluido el del escritor; Jordi Riba, que recobra la tesis de Guyau en torno a la concepción individualista de la moral, Juan Carlos Castillo Montenegro y David Sulmont, que estudian la anomia en Latinoamérica como fruto de la debilidad del Estado; Lidia Girola, que habla de la anomia como un sinónimo de libertad individual o como producto de la depresión, el vacío o el estrés inherente a la vida en las grandes ciudades; Carlos S. Nino, que habla de la relación existente entre la anomia, la conducta criminal, la justicia y la moral social desde el supuesto mismo de la moralidad; Eduardo Fidanza, que sugiere un tipo de anomia que se contagia desde la clase dirigente de un país; y, en particular, en Colombia, Édison Neira Palacio, que analiza el concepto en función del desarrollo de la ciudad colombiana; Rodrigo Parra Sandoval, que analiza la anomia del campesinado en el Valle del Cauca; Orlando Fals Borda, que hasta cierto punto presenta una visión optimista de la anomia derivada del narcotráfico;⁴ Jaime Eduardo Jaramillo, con sus estudios sobre la violencia en Colombia;⁵ Diego Younes Morano, que estudia la anomia en una población carcelaria de la Penitenciaría Central de Colombia (La Picota); Víctor Reyes Morris, que analiza la evolución de la perspectiva de Merton; pero principalmente Dixon Moya Acosta, que estudia la relación entre la anomia y el narcotráfico (aplicando el concepto al caso antioqueño), y Juan Camilo Rave Pareja, que establece la relación entre la anomia y la obra de Kafka (como se señala a menudo en este trabajo).⁶ Este panorama permea el presente estudio, que toma como bases algunas consideraciones generales de la teoría y, esporádicamente, atiende a otras peculiares en los apartes que se consideran

    pertinentes.

    UNA MORAL SIN SANCIÓN NI OBLIGACIÓN SEGÚN GUYAU

    … toda justicia propiamente penal es injusta (Guyau, Esquisse d’un morale sans obligation ni sanction 182)

    Para Jean-Marie Guyau, precursor del concepto moderno, la anomia es un estado ideal, producto de la libertad y de la moral individual. Así, en Esquisse d’un morale sans obligation ni sanction (Esbozo de una moral sin sanción ni obligación) (1885), Guyau propone la anomia como la moralidad del futuro, en reemplazo de la ley universal, obligatoria y categórica, como la que pretendía Kant como fundamento de los Estados modernos. De tal modo,

    Nos proponemos, pues, investigar lo que sería y hasta dónde podría llegar una moral en la que no figurase prejuicio alguno, en la que todo fuese razonado y apreciado en su verdadero valor, ya sea respecto a certidumbres, o a opiniones e hipótesis simplemente probables. Si la mayoría de los filósofos, hasta los de las escuelas utilitaria, evolucionista y positivista, no han tenido pleno éxito en su tarea, es porque han querido presentar su moral racional poco menos que adecuada a la moral ordinaria, como teniendo la misma extensión, y siendo casi tan "imperativa" en sus preceptos. Esto no es posible. Cuando la ciencia derribó los dogmas de las diversas religiones, no pretendió reemplazarlos por completo, ni proporcionar inmediatamente un objeto preciso, un alimento definido para la necesidad religiosa; su situación respecto a la moral, es la misma que ante la religión. Nada indica que una moral puramente científica, es decir, fundada únicamente en lo que se sabe, deba coincidir con la moral ordinaria, compuesta en gran parte por cosas que se sienten o que se prejuzgan (Esquisse 3-4).

    Guyau parte de este modo de una crítica de los ensayos que han tratado de justificar metafísicamente la obligación, por oposición a la teoría del móvil moral desde el punto de vista científico, es decir la moral racional (libro primero). En tal sentido, analiza lo que denomina Últimos equivalentes posibles del deber para el sostenimiento de la moralidad (libro segundo) y llega a Una idea de sanción (libro tercero), que sintetiza su tesis, que excede la moral racional para acceder a la moral compuesta por cosas que se sienten o que se prejuzgan. La crítica al carácter racional de la ley es lo que más llama la atención en este trabajo, pues —como se verá— esta perspectiva hace parte de toda una corriente de pensamiento que lo identifica con Kracauer, Brecht, Marcuse, Bataille o Derrida, del mismo modo que con el espíritu de cierta novela de crímenes en Colombia.

    Desde tal perspectiva, como corolario fundamental, en el Prefacio del autor de Esquisse d’un morale sans obligation ni sanction, Guyau afirma: la variabilidad moral que por tal motivo se produce, la consideramos, por el contrario, como la característica de la moral futura; esta, en gran cantidad de puntos, no será solamente αυτονομος (autónoma), sino ανομος (anómica) (6).

    Así, en el desarrollo de su ensayo el sociólogo francés enfrenta ante todo la moral del dogmatismo metafísico (con el cuestionamiento de las hipótesis optimista —correspondiente a Providencia e inmortalidad— y pesimista, y de la hipótesis de la indiferencia de la naturaleza), para sustentar a continuación lo que concibe como la moral de la certidumbre práctica (que fundamenta en torno a la moral de la fe y la moral de la duda). Sobre estas bases, Guyau establece lo que es el sustrato de su argumentación filosófica en El móvil moral desde el punto de vista científico (libro primero), donde estudia los primeros equivalentes del deber para discutir la tesis de Herbert Spencer⁹ sobre la intensidad de la vida como móvil de la acción (con un análisis de su grado de obligatoriedad como el deber obtenido de los placeres del riesgo y de la lucha o del riesgo metafísico). Finalmente, en el capítulo La idea de sanción el autor expone la crítica de la sanción natural y de la sanción moral (con un análisis de la justicia distributiva), de los principios de la justicia penal o defensiva en la sociedad (que desarrollará luego Durkheim) y de la sanción interior y del remordimiento, y de la sanción religiosa y metafísica (donde estudia la sanción de amor y de fraternidad). De este modo, en una visión positiva de la libre acción humana, Guyau concluye que la anomia es la base moral a la que deben tender las sociedades modernas. El ideal moral consiste en la anomia moral,¹⁰ y no deben existir, por tanto, reglas universales, porque cada uno tiene la convicción de su propio cumplimiento. "Es la ausencia de ley fija, lo que se puede designar con el nombre de anomia, para oponerla a la autonomía de los kantianos. Por la supresión del imperativo categórico, el desinterés, la abnegación, no quedan suprimidos; pero su objeto variará; uno se sacrificará por una causa, otro por otra" (Esquisse 165).¹¹ Esta moral —anarquista desde el punto de vista político— carece entonces de sanción u obligación, pues cada uno debe conocer los límites morales de su conducta:

    Quisiéramos demostrar hasta qué punto es moralmente condenable la idea que se forman de la sanción la moral y la religión vulgares. Desde el punto de vista social, la sanción verdaderamente racional de una ley no podría ser más que una defensa de esta ley, y a esta defensa, inútil con respecto a todo acto pasado, la veremos alcanzar solamente a lo futuro. Desde el punto de vista moral, sanción parece significar simplemente, de acuerdo a la misma etimología, consagración, santificación; ahora bien, si para los que admiten una ley moral, es verdaderamente el carácter santo y sagrado de la ley lo que le da fuerza de ley, este carácter debe implicar, de acuerdo con la idea que nos hacemos hoy de la santidad y la divinidad ideal, una especie de renunciamiento, de desinterés supremo; cuanto más sagrada es una ley, más desarmada debe estar, de tal manera que, en lo absoluto y fuera de las conveniencias sociales, la verdadera sanción parece deber ser la completa impunidad de la cosa realizada. También veremos que toda justicia propiamente penal es injusta; mucho más: toda justicia distributiva tiene un carácter exclusivamente social y sólo puede ser justificada desde el punto de vista de la sociedad en general, lo que llamamos justicia es una noción completamente humana y relativa; la caridad sola o la piedad (sin la significación pesimista que le da Schopenhauer) es una idea verdaderamente universal, que no puede ser limitada o restringida por nada (Esquisse 181-182).¹²

    En tal sentido, como para Kracauer en su estudio filosófico de la novela detectivesca, Guyau denuncia una tautología: la sanción racional de una ley se torna en una defensa de esta ley (aspecto anarquista que se ajustaría a buena parte de la literatura colombiana, incluida la novela de crímenes que, en general, carece de sanción para el criminal como resolución épica del conflicto). De este modo, la sanción real es la impunidad (como se verá, particularmente, en la novela La Virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo) y el derecho penal es rotundamente injusto (lo que refutará Durkheim y, en general, la teoría de la anomia posterior, con Waldmann, para el caso colombiano).

    Esta resolución moral permite advertir, entonces, el carácter optimista de la moral en Guyau, que va a ser abandonado por la mayoría de los autores posteriores. La idea de que la anomia sea la situación moral deseable en los individuos de un contexto social determina, ni más ni menos, la base del anarquismo político que pone en entredicho supuestos de organización social como el Estado, la ley y la democracia moderna. Tal resolución teórica del problema de la anomia debe relacionarse con la resolución épica de cada una de las novelas de crímenes colombianas en las que, a falta de sanción efectiva por parte del Estado, se recrea un mundo social en que la libertad individual se encauza de las más variadas maneras, incluido el camino del crimen, y el control social, difuso siempre, tiende a conformar métodos inusitados de piedad o solidaridad.

    En este orden de ideas, un poco más tarde, en L’irreligion de l’avenir (1887), Guyau —como Max Weber—¹³ estudia las religiones desde la perspectiva sociológica de la anomia. De este modo define la moral del hombre futuro como desaparición de dogmatismo religioso, pues "el ideal de toda religión debe ser la tendencia hacia la anomia religiosa" (323), es decir, la emancipación del individuo, […] en la eliminación de toda fe dogmática (323).¹⁴ En esta nueva perspectiva todo debe ser razonado, idea que también desarrollará en L’art au point de vue sociologique (1887), ensayo en el que Guyau vincula el poder creativo del hombre libre, y desde su punto de vista del hombre anómico, con la creación artística en un mundo sin sanciones.

    En este último tratado, El arte desde el punto de vista sociológico, en el capítulo II de la primera parte estudia El genio, como el poder de la sociabilidad y la creación de un nuevo entorno social,¹⁵ y en el capítulo I de la segunda parte analiza La novela psicológica y sociológica de hoy,¹⁶ con estudios de escritores como Stendhal, Hugo, Flaubert, Zola, Balzac… (división bastante pertinente para el objeto de estudio de la anomia en este trabajo); el primero, con Werther, por ejemplo; el segundo, con Indiana y Valentine (1832) y Jacques (1834), de George Sand —textos en que justamente los personajes se enfrentan a la ley y el Estado—, y La cousine Bette (1846), de Balzac, que hace parte del tratado del autor sobre la llamada comedia humana. De tal modo, a diferencia de los demás sociólogos reseñados en este trabajo, Guyau realiza la conexión entre la anomia y la novela para demostrar los singulares caminos de la libertad, como sucede en el Lukács de Teoría de la novela, que afirma la luz interior por encima de la oscuridad de la modernidad sin dioses. En particular, en el capítulo La literatura de los decadentes y desequilibrados,¹⁷ con Baudelaire a la cabeza,¹⁸ Guyau desarrolla el vínculo entre la literatura y el crimen, y desde tal punto de vista, respecto de los desequilibrados, advierte:

    Los rasgos característicos de la literatura se encuentran en los criminales dementes y locos, que recientemente hemos conocido en la obra de Lombroso, los criminalistas italianos y Lacassagne (Thompson y Mandsley estaban absolutamente equivocados al negar el sentido estético de criminales, agrega aquí Guyau en nota a pie de página).¹⁹ Se trata principalmente de la sensación amarga de la anomalía interior y del destino truncado. Este sentimiento se expresa incluso en las inscripciones del tatuaje; un convicto había grabado en su pecho: La vida no es más que decepción, y otro: El presente me atormenta, el futuro me asusta, y otro, un veneciano, ladrón reincidente: ¡Ay de mí! ¿Cuál será mi fin?. Muchos tienen estas consignas: nacido bajo una mala estrella —hijo de la desgracia, hijo del infortunio, etc., etc.— Un Cimmino, de Nápoles, se había inscrito en el pecho palabras más simples, pero con el color de la sinceridad: Sólo soy un pobre infeliz (L’art 345).²⁰

    Esta relación entre literatura y crimen verificada por Guyau en su reseña de los tatuajes de algunos delincuentes no es circunstancial: se inscribe en su perspectiva sociológica del arte.²¹ Para sustentar estas ideas, Guyau estudia la novela de Flaubert, Zola (Nana y Germinal) o Balzac, y agrega:

    Los autores modernos no sólo se inclinaron por el estudio de los defectos o las pasiones fuertes, sino también por el estudio de monstruosidades, y esto por varias razones: la primera es el interés científico; sentimos una mayor curiosidad respecto de todo lo que es una anomalía, un fenómeno; además, la ciencia moderna —la fisiología o la psicología— concede gran importancia al estudio de los estados mórbidos,²² porque estos estados permiten verificar la degradación de nuestras diversas facultades, constatar aquellas que tienen el mayor poder de resistencia, establecer así leyes de la vida física o psicológica, válidas incluso para las personas sanas (L’art 381-382).²³

    Este interés por las denominadas monstruosidades y, sobre todo, por las anomalías, la degradación y los estados mórbidos que se consideran excepcionales en el organismo humano, se conservará también en la teoría de la anomia posterior, sobre todo en el momento de explicar el crimen como evento excepcional en la sociedad ordenada (equivalente a la enfermedad individual), y en las novelas de crímenes contemporáneas. La atención en el origen mismo (la causa) de la conducta humana llevará a Guyau, como a los demás sociólogos de la llamada Modernidad, y a los escritores, a la indagación en lo que se consideraba, desde los orígenes de la filosofía, la naturaleza humana más o menos cercana a lo que el pensamiento científico consideró normalidad o disfunción, y el derecho animalidad (Hobbes) o humanidad (Rousseau). Para el caso —como sugiere Guyau—, la literatura ayuda, más que otras expresiones culturales, a discernir los límites difusos entre estos campos de análisis: el monstruo, que apasionó luego a los artistas del expresionismo alemán (y que en El capítulo de Ferneli tiene su recreación contemporánea en la novela de crímenes en Colombia), o el estudio del mundo interior de la enfermedad, que determinó la novela de Thomas Mann (y que está significativamente ausente en la novela colombiana, a no ser por honrosas excepciones, como El criminal, de Osorio Lizarazo), así pueden constatarlo. En tal sentido, Guyau concluye:

    Por último, el arte es eminentemente un fenómeno de la sociabilidad —que se basa enteramente en las leyes de la solidaridad y la transmisión de emociones—, sin duda tiene en sí mismo un valor social: de hecho, hace avanzar o retroceder a la sociedad real donde ejerce su acción, busca solidaridad con la imaginación de una sociedad mejor o peor, idealmente representada. En este sentido, para el sociólogo la moral del arte, moral intrínseca e inmanente, no es el resultado de un cálculo, sino que se produce fuera de todo cálculo y de toda búsqueda de fines. La verdadera belleza artística es por sí misma moral, y es una expresión de verdadera sociabilidad. Se puede reconocer más o menos la salud intelectual y la moral de aquel que ha escrito una obra con el espíritu de sociabilidad verdadero en el que esta obra está enmarcada; y, si el arte es otra cosa que la moral, es, no obstante, un excelente testimonio para una obra de arte cuando, después de haberla leído, uno se siente no sólo sufriente o más elevado, sino mejor y por encima de sí; más dispuesto no a regodearse con sus propios dolores, sino sintiendo la vanidad en sí misma. La obra de arte más alta no está hecha sólo para provocar en nosotros sensaciones más agudas y más intensas, sino sentimientos más generosos y más sociales. La estética no es sino una justicia superior, dijo Flaubert. De hecho, la estética es un esfuerzo para crear la vida —cualquier vida— siempre que ella pueda despertar la solidaridad del lector; y esta vida puede ser la reproducción potente de nuestra vida propia con todas sus injusticias, sus miserias, sus dolores, sus locuras, su propia vergüenza. Hay un cierto peligro moral y social que no se puede desconocer; todo lo que es bueno, otra vez, es contagioso en cierta medida, porque la misma solidaridad no es sino una forma refinada de contagio: la miseria moral puede entonces comunicarse a una sociedad entera a través de su literatura. Los desequilibrados son, en el dominio estético, amigos peligrosos por la fuerza de la solidaridad que despiertan en nosotros sus gritos de dolor. En cualquier caso, la literatura de desequilibrados no debe ser para nosotros un tema de predilección: una época que se deleita con ella como la nuestra no puede, por esta preferencia, exagerar sus defectos. Y, entre los más graves defectos de nuestra literatura moderna, hay que contar aquel de llenar cada día ese círculo del infierno donde se encuentran, según Dante, aquellos que, durante su vida, lloraron cuando podían ser felices (L’art 383-384).²⁴

    Desde el punto de vista de este trabajo, justamente esta perspectiva de la moral, sin sanción ni obligación, esta visión de la literatura y del escritor como agentes capaces de lograr un cambio social gracias a la solidaridad humana, surge, pues, como punto de referencia fundamental de este estudio, sobre todo por oposición a las pautas posteriores, de Durkheim y sus discípulos, o de Merton y los suyos, que dentro de la razón científica determinarán su lectura de las contradicciones sociales. La evolución histórica que suponía Guyau hacia la anomia como ideal moral sobre la base de la solidaridad y la generosidad parece lejos de consolidarse en Occidente, y la función de un Estado de derecho conformado con base en la ley y la obligación ha llegado a consagrarse o santificarse —como lo señalaba Guyau— en la sanción como tautología de un orden. Justamente la novela de crímenes colombiana se desenvuelve dentro de estas coordenadas. Esto sobre la base pesimista de que, si la idea de moral de Guyau sería la deseable en una cultura que trasciende la talanquera de la norma y en la que sus ciudadanos han internalizado una moral de conducta solidaria, por lo visto ni siquiera las llamadas en su época sociedades civilizadas, u hoy desarrolladas, parecen haber llegado a ese nivel cultural que suponía el sociólogo francés para prescindir del orden normativo y de la obligación. Creemos que la anomia es la negación de toda moral (La división 32), afirmará Durkheim muy pronto contra las tesis de Guyau, confirmando de esta manera la línea de la discusión de ahí en adelante en virtud de la cual no puede haber moral sin sanción ni obligación, línea que seguirán los estudios sociológicos posteriores que le dan especial preeminencia a tal sanción. Por su parte, la literatura y los escritores colombianos, unos más que otros, darán sus propias respuestas a una situación parcial o general de anomia: unos, de forma optimista (El capítulo de Ferneli, por ejemplo); otros, rotundamente pesimista (La Virgen de los sicarios), pero todos tratando de encontrar esa respuesta en medio de lo que Guyau llamaría miseria moral.

    En lo que atañe a la controversia en torno al uso inicial del concepto de anomia, para Marco Orrù (1983), Duvignaud (1990) y Girola (2005), justamente Durkheim se interesa por el término a partir de su reseña de L’irreligion de l’avenir en la Revue Philosophique, y allí —conforme a la perspectiva griega que suponía cierto pesimismo moral respecto de las conductas individuales— se aparta de Guyau para elaborar sus tratados sobre el tema.²⁵ Así, en tal reseña Durkheim afirma categóricamente:

    Pero la religión no está del todo en la aspiración metafísica; como hemos visto, de hecho, ella era en su origen esencialmente sociológica. Al lado de perspectivas especulativas, una idea práctica que se encuentra en todas las religiones es la idea de la asociación. Esa idea les sobrevivirá. Cada vez más la humanidad se convencerá de que el ideal supremo consiste en el establecimiento de relaciones sociales cada vez más estrechas entre las personas. Solamente las asociaciones del futuro no se parecerán a aquellas del pasado. El individuo entrará en ellas libremente y allí conservará toda su libertad. Ahora, los asegurados son asociaciones de este género (De l’irréligion de l’avenir párr. 15).²⁶

    A partir de esa fe en las relaciones sociales estrechas entre los hombres, con esta perspectiva del tema de la religión, que se puede extrapolar a las demás expresiones culturales, se confirma la pretensión de Durkheim de apartarse de las teorías anarquistas. Su objetivo es dotar de bases científicas el tema de la anomia. De acuerdo con el ambiente intelectual de la época, busca consolidar la moral en una base secular como la razón, y a partir de ahí comprender la organización social en pleno. En reemplazo de la religión, la idea de asociación responderá entonces a las inquietudes de sistemas determinados por el desarrollo industrial que necesitan estas formas de transmitir, por ejemplo, obligaciones laborales o individuales conforme a fines económicos establecidos como sociales, lo mismo que puede advertirse en relación con los niveles más íntimos del hombre: los sentimientos o la sexualidad. Los nuevos principios morales deben corresponder en buena medida a la lógica misma del capitalismo moderno, que exige cambios en la moralidad general. De tal manera, de la definición optimista de Guyau se llega definitivamente a la noción pesimista de anomia, que estará presente tanto en la crítica de la división social del trabajo como del suicidio en los trabajos posteriores de Émile Durkheim, como se verá a continuación.

    EL ESTADO DE DESREGLAMENTACIÓN DE DURKHEIM

    Todo aflojamiento anormal del sistema represivo tiene por efecto el de estimular la criminalidad y darle un grado de intensidad anormal (Durkheim, El suicidio 405)

    Para Durkheim la anomia supone un état d’anarchie, un état de dérèglement,²⁷ lo que implica un campo semántico tan amplio de desorganización social que incluye desde el anarquismo como ideología hasta la ausencia de reglas, la ausencia de poder público (DRAE), el desarreglo o el desgobierno. En todo caso, ese estado de desreglamentación conlleva el hecho de que cuando una sociedad sufre la pérdida de los valores compartidos, cae en ese estado —de anomia— y los individuos que la componen experimentan un creciente grado de ansiedad e insatisfacción. Esta ambivalencia del concepto —que incluye los puntos de vista social e individual— va a impregnar la teoría posterior de la anomia y resultará de gran pertinencia para el estudio en la literatura, que indaga en ambos campos de la experiencia humana.

    Aunque desde el punto de vista del sociólogo francés la anomia está actualmente en estado crónico en el mundo económico (272), puede presentarse particularmente la división del trabajo anómica,²⁸ que alude a la ausencia de un normal contacto o de un contacto suficientemente prolongado de los órganos solidarios de una sociedad en el medio laboral (entendiéndose el trabajador como parte del organismo vivo de todo un cuerpo que es la metáfora armónica de la sociedad) (Durkheim, De la división 306-307), y el suicidio anómico,²⁹ que se refiere al fenómeno social cada vez más preocupante que hace que —por ese estado de desarreglo social— algunos hombres insatisfechos de su condición lleguen a suprimirse a sí mismos y con esto a poner en peligro la existencia misma de la sociedad (por ello el autor habla de un fenómeno colectivo derivado de conductas singulares [El suicidio 8]).³⁰ La relación planteada entre el mundo social y el mundo psicológico tendrá así efectos interesantes en el caso de la novela, y más aún en la novela de crímenes aquí analizada, pues en ella ambos planos se imbrican para constituir el signo literario del que hablaba Mukařovský. Respecto del primer tipo de anomia —la derivada del medio laboral—, la función de la división del trabajo es suscitar los grupos que, sin ella, no existirían, pues dicha división es la principal fuente de su cohesión (De la división 53), lo que Durkheim denomina solidaridad orgánica (retomando el concepto de solidaridad de Guyau) que debe existir entre los individuos de un conglomerado social. Esta solidaridad se asegura gracias a un sistema de normas jurídicas que el autor clasifica en normas con sanción represiva —cuya ruptura constituye el crimen—, por oposición a las normas con sanción restitutiva (que aseguran aquella solidaridad orgánica de la sociedad civil).³¹ Desde este punto de vista, las primeras, esto es, las normas con sanción represiva, aseguran una solidaridad mecánica, pues Los caracteres esenciales del crimen son aquellos que se repiten en todas partes, cualquiera que sea el tipo social (elemento profundamente humano que explicaría así a todas las sociedades). Al respecto, Durkheim explica de antemano estos caracteres: 1) el crimen hiere los sentimientos que se hallan en todos los individuos normales de la sociedad considerada; 2) estos sentimientos son fuertes;

    y 3) son definidos. Por lo tanto, el crimen es el acto que ofende los estados fuertes y definidos de la conciencia colectiva" (De la división 67). En este sentido, la pena (el derecho penal), 1) es una reacción pasional, de intensidad graduada; 2) emana de la sociedad; y 3) se ejerce por intermedio de un cuerpo constituido (De la división 79). Esta pauta que alude a sentimientos colectivos y sanciones adecuadas a las conductas criminales será la que, en efecto, determine la resolución de la novela policiaca clásica, pues en ella la investigación del crimen inicial llevará al reconocimiento del criminal y, como consecuencia de eso, a su sanción. El crimen hiere los sentimientos comunes, que son fuertes y definidos, y la pena responde de manera mecánica a su causa, conforme a la proporción del crimen. Esta pauta estará presente en todas las sociedades y, para el objeto de estudio que ocupa este libro, se repetirá una y otra vez en cada una de las experiencias literarias: en el mundo de la novela se sabe de la presencia de una conducta criminal y, en segundo lugar, de la necesidad de una sanción para el responsable. Esta teoría se adecúa, conforme a la división de Durkheim, entre individuos normales y criminales, lo que distingue este trabajo del de Guyau.

    El segundo tipo de anomia —que permite el acercamiento psicológico al hecho—, el suicidio anómico, se presenta como producto de la desregulación moral y una falta de definición de las aspiraciones legítimas por medio de una ética de restricción social, que podría imponer el significado y el orden en la conciencia individual. Este ambiente se hace problemático, según Durkheim, cuando no se ha alcanzado cierto nivel de desarrollo económico y de división del trabajo, pues entonces —en la misma lógica que Durkheim plantea— tampoco puede haber la solidaridad que espera el individuo de la sociedad. De este modo, Durkheim concluye que el entorpecimiento de la estabilidad del grupo y la consecuente pérdida de las restricciones sociales aumentan la probabilidad de autodestrucción. Esto es provocado ante todo por las crisis de una sociedad o, paradójicamente, por los éxitos económicos de sus temporadas de bonanza, que no satisfacen las expectativas individuales.³² Además, al lado de la causa económica de la anomia, el suicidio puede responder a lo que Durkheim llama anomia conyugal, derivada de una crisis personal como la viudez y el divorcio (lo que vincula esta teoría con la de Egon Ernest Bergel, que da especial importancia al hogar como representación de los conflictos individuales). Desde esta perspectiva, aunque el autor solo habla del crimen de homicidio al compararlo con el suicidio como consecuencia de la anomia, afirma que la sociedad puede impedir uno y otro si le impone al ser humano una clara visión del límite de sus deseos en la satisfacción de sus necesidades económicas y sus necesidades sexuales (El suicidio 424). Sobre las primeras (que son las que le interesan por identificarse con el campo sociológico en que indaga), el autor analiza minuciosamente las causas, en tanto que sobre las segundas dirime la cuestión con el tema del matrimonio (que solucionaría la anomia derivada de los casos mencionados de viudez o separación). Desde ese primer punto de vista, el suicidio obedece entonces a factores extrasociales (Durkheim, El suicidio, libro I) y a causas sociales y tipos sociales (libro II) de la conducta que, con base en el paralelo mismo de Durkheim, pueden extenderse al análisis de las causas, o aun fuerza o fuerzas colectivas (El suicidio 327) circundantes que pueden explicar un crimen. Los primeros, los factores extrasociales, aluden a las tendencias, la locura, la raza, la herencia, el sexo, el clima, etc. (que en estricto sentido no le interesan), mientras que las segundas, las causas y tipos sociales, apuntan a la raíz puramente social de la conducta de un individuo (los grupos sociales, la religión, el trabajo, la edad, el estado civil, etc.), que sí puede analizar la sociología. Respecto de la imitación —que hace parte de los primeros, es decir, de los factores extrasociales—, en una analogía significativa con los crímenes y la literatura, el autor llega a la siguiente consecuencia práctica de sus asertos: la discusión lleva a que no hay lugar a prohibir la publicidad judicial (El suicidio 120) con el propósito de prevenir el suicidio (lo que aplicaría también al crimen), y, en la misma línea causal, frente al interrogante ¿crece el suicidio con el número de lectores de periódicos?, propone algunas razones que inclinan a la opinión contraria (El suicidio 117). De este modo, siguiendo el paralelo mencionado (de suicidio con crimen), se podría decir que si el suicidio no se produce por la publicidad judicial, tampoco podría establecerse la relación fatal entre el crimen y lo que bien podría ser actualmente el periodismo, la crónica amarillista y, más aún, el cine o la televisión, que serían formas modernas vinculadas con la publicidad o el periodismo judicial.³³ Desde el punto de vista de los estudios del autor francés, no se podría establecer la relación causal entre ese tipo de expresiones culturales y el suicidio (o, desde nuestra interpretación extendida, el crimen). La lectura de novelas, por sí misma, no llevaría tampoco a la conducta criminal (aserto que debe retomarse al analizar, por ejemplo, La Virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo). Por el contrario, pueden plantearse relaciones entre el suicidio con otras formas de inmoralidad (curioso factor común de inmoralidad para ambos) como los atentados contra la propiedad y los homicidios (que en algunas oportunidades consisten ambos en un mismo estado orgánico-psíquico, pero dependiendo de condiciones sociales antagónicas [El suicidio 378-384]), que determinarían su condición penal (es decir, su llegada al campo de la punibilidad). Para identificar la influencia de los grupos sociales, entonces —lo que hace parte de las segundas causas y tipos sociales—, Durkheim estudia el grado mismo de la integración social, esto es, la capacidad del individuo de asimilarse al grupo (El suicidio 213) (que en principio favorecería tanto el orden económico como el conyugal previniendo la anomia [El suicidio 272- 279]). Desde esta segunda perspectiva, el suicidio se puede remediar, según Durkheim, haciendo más consistentes los grupos (principalmente el grupo profesional) que enmarcan al individuo y aumentando el grado de integración de los grupos sociales, cualesquiera que sean (donde incluye la religión, por ejemplo) (El suicidio 213), lo que procuraría el retorno a la normalidad y, por lo tanto, a la solidaridad social (El suicidio 424). En todo caso, la solución del problema práctico que entraña el suicidio varía según se le atribuya un carácter normal o anormal (división que responde a la época de confrontaciones bélicas en Europa³⁴ y se puede aplicar al conflicto actual de Colombia o al de Europa misma generado por la crisis económica), y los medios para conjurar el mal (El suicidio 403) pueden ser represivos o educativos (línea esta última que seguirá Peter Waldmann al hablar de confusión lingüística como causa de la anomia). Así, en el caso del suicidio egoísta (por oposición al altruista obligatorio, al altruista facultativo o al altruista agudo), el grupo profesional del individuo puede ser un remedio, lo mismo que la densidad de la familia, es decir, […] su grado de integración (El suicidio 199). Al final, para estos casos de suicidio el autor plantea la necesidad de reconstituir los grupos sociales intermedios entre el individuo y el Estado, y fortalecer la descentralización profesional opuesta a la descentralización territorial, como base necesaria de la organización social (El suicidio 434). Estas respuestas al problema individual y social permiten ver el alcance empírico del estudio de Durkheim, pues, como en Guyau, buscan un impacto social a la hora de prevenir un fenómeno como el suicidio (y por extensión el crimen), que le parece ya patológico en Europa.

    Sin duda, esta metódica exposición de Durkheim y la solución que propone están determinadas, en primer lugar, por las ideas de autores como Thomas Hobbes (1588-1679), precursor de la filosofía política occidental que con su metáfora homo homini lupus ha llegado a influir también en buena parte de la literatura negra (que recrea la condición de competencia y satisfacción de deseos individuales de un hombre por encima de sus semejantes, como lo desarrollará Robert Merton); Herbert Spencer (1820-1903), filósofo inglés del evolucionismo filosófico que sustentó parte de las teorías segregacionistas de Europa

    (y que, para el caso, serviría de apoyo a las nociones de civilización o normalidad que sirven de base para Durkheim y que criticará Jürgen Link, por ejemplo); o Auguste Comte (1798-1857), padre del positivismo, que sirve de trasfondo para el predominio del análisis científico sobre otras formas de pensamiento —que criticaba Guyau—, como se expone en los primeros cuentos del género negro (con Edgar Allan Poe, por ejemplo) y en la literatura norteamericana posterior (Hammett y Chandler). Todo este campo de reflexión —que desde el punto de vista de este análisis tiene una actualidad inusitada— se encuentra en el trasfondo de los planteamientos críticos del individualismo que, según Durkheim, aqueja a las sociedades industrializadas, hecho que puede impedir en un momento dado la cohesión social que se busca proteger (como lo denuncian también Lidia Girola, Carlos S. Nino y Eduardo Fidanza, como se verá más adelante).

    En segundo lugar, la teoría de Durkheim está sustentada por su propio ensayo Las reglas del método sociológico (1895), texto en el que ya había planteado la relación entre las reglas de la sociedad y el funcionamiento del organismo humano (que, como Spencer, los unifica en una condición natural). Este supuesto de la sociedad como un organismo vivo tenía sus antecedentes en la filosofía de la historia natural del siglo XIX (con Charles Darwin [1809-1882] a la cabeza). Asimismo, el sociólogo francés contaba con el difundido estudio de Henry Morselli (1852-1929) Suicide: An Essay on Comparative Moral Statistics (1881), que al hablar del suicidio se refería al tema de la raza (sobre todo cuando alude a la superioridad de unas naciones sobre otras, que repite Durkheim y que podría asemejarse a la valoración coetánea de ciertas culturas o incluso literaturas sobre otras), además de los estudios sobre antropometría de Alphonse Bertillon (1853-1914),³⁵ la teoría del hombre medio de Adolphe Quetelet (1796-1874),³⁶ y de las causas físicas y biológicas del crimen del positivismo criminológico de Cesare Lombroso (1835-1909), que dominaba la criminología de la época (y se impartía en las universidades europeas o americanas hasta bien avanzado el siglo XX) y contaba con sus seguidores en el campo de la literatura.³⁷ Estos autores y tesis que Durkheim recoge, y solo en ocasiones refuta, permiten establecer todo un campo de conocimiento decimonónico que, a pesar de cierto carácter conservador, trascenderá a la sociología moderna sin mayores reflexiones ideológicas, sobre todo, en torno a prejuicios como la normalidad (campo que desarrollará mucho después Jürgen Link [1940] en torno al significado contemporáneo de la normalidad), las diferencias raciales, la superioridad cultural —civilización— de algunos pueblos sobre otros o la existencia de distintos estadios históricos en función del desarrollo moderno e industrial.³⁸ Desde tales campos, se puede advertir hoy que en su origen la teoría de la anomia parte del reconocimiento de un momento social determinado, con características de desreglamentación excepcional, que provoca luego un nuevo orden —la solidaridad orgánica de las sociedades industrializadas— y, por ende, el retorno a una normalidad —lo mismo que en el cuerpo humano la curación de la enfermedad supone la vuelta al equilibrio normal—. Esta resolución efectivamente conservadora del problema es conseguida gracias a lo que en la época se denominaba civilización, pues el hombre requiere de la sociedad para poder vivir y, desde este punto de vista, es necesario el límite de los deseos, lo que apunta a la necesidad de ponerles talanqueras a las ambiciones económicas o sexuales del individuo con el fin de garantizar ese orden que parece lógico y natural (elemento que desarrollarán más tarde Robert K. Merton o Talcott Parsons, y criticarán, entre otros, Herbert Marcuse, Georges Bataille o Jacques Derrida). La referencia a las causas sociales y tipos sociales por encima de factores extrasociales, y, por ejemplo, el marginamiento del tema de la sexualidad humana al campo del concepto de matrimonio que se desprende de estos análisis (El suicidio 279), así como la anomia conyugal o el antagonismo de los sexos, demuestran el predominio conceptual del estudio de las causas externas (laborales o profesionales) de esta clase de sociología, inmersa en medio de relaciones industriales y progreso económico, por encima de cuestiones intimistas como la sexualidad o la psicología. En este sentido, esta sociología se muestra lejana del campo del psicoanálisis que le es contemporáneo (La interpretación de los sueños, de Sigmund Freud, es de 1900), de la antropología (la de James George Frazer [1854-1941], por ejemplo [Totemismo es de 1887]) o de la criminología derivada de los hallazgos del croata-argentino Juan Vucetich (1854-1928), que desarrolló el método de las huellas digitales que permitían individualizar a los hombres al punto de hacerlos verdaderos individuos, singulares e irrepetibles. La reflexión del sociólogo francés —que permeará la sociología contemporánea en todo Occidente— se desarrolla en el campo difuso de la moral y la libertad (que son los campos en los que a la vez interviene la ley) bajo la óptica de mundos determinados y limitables ontológicamente (no en la interioridad humana, como lo demostrarán Marcuse o Bataille). Así, como conclusión trascendental para la contemporaneidad y para la novela moderna, dice Durkheim: El ideal de la fraternidad humana solo puede realizarse si la división del trabajo progresa al mismo tiempo. Por lo tanto, ella está ligada a toda nuestra vida moral (La división del trabajo 341); Pero, la división del trabajo solo origina la solidaridad si al mismo tiempo se produce un derecho y una moral…, una moral más humana, menos trascendente (343).³⁹ De esta manera, volviendo a la teoría de la solidaridad de Guyau, pero adecuada a la moralidad del desarrollo industrial que requiere del trabajo como motor, ideas de progreso, fraternidad, vida moral, división del trabajo, solidaridad y derecho (todos, campos inmanentes, es decir, seculares —por oposición al pensamiento religioso contra el cual se ha opuesto el estudio de Durkheim—) permearán los análisis posteriores y determinarán la concepción posterior de la anomia y su uso potencial para el estudio literario, como se propone en este caso, en detrimento de aproximaciones que lo vinculen con el erotismo y la sexualidad, por ejemplo, tal como lo exponen tratadistas de la posguerra europea, el posmodernismo o el multiculturalismo de fines del siglo XX y principios del XXI. En tal sentido, solo para mencionar algunos de estos autores, el trabajo de Herbert Marcuse evocado antes (Eros y civilización, de 1953) o, mucho después, el de Georges Bataille (El erotismo, 1992), van sin duda por la vía de las relaciones íntimas que evade Durkheim. Con base en las teorías de Freud, y sobre todo, atacando la moral del trabajo que sustenta esta sociología como base de la armonía social, el primero

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