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Breve historia de la narrativa colombiana: Siglos XVI-XX
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Breve historia de la narrativa colombiana: Siglos XVI-XX

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Este libro, escrito sin jergas ni excesivos tecnicismos, satisface las exigencias del especialista y familiariza al público general con los principales autores, obras, polémicas y movimientos literarios de la narrativa colombiana desde la Conquista hasta el presente. Trasciende lo que pudiera haber de nacionalista en su objeto de estudio al apoyarse en las modernas metodologías teóricas de la historiografía narrativa latinoamericana y situar lo colombiano como parte de una tradición mucho más amplia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 nov 2012
ISBN9789586652377
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    Breve historia de la narrativa colombiana - Sebastián Pineda Buitriago

    96-104.

    PRIMERA PARTE

    NARRATIVA COLONIAL

    LA CONQUISTA DE LA ESCRITURA

    Al principio no podemos hablar de narrativa o literatura. Los primeros conquistadores o viajeros que comenzaron a escribir sobre América estaban lejos de sentirse escritores o narradores; cuando mucho admitieron llamarse cronistas. Tal vez lo más interesante sea advertir cómo ellos, mediante un idioma configurado en otro continente, vinieron a nombrar una realidad desconocida sin llegar nunca a reflejarla desnudamente, sino a interpretarla de acuerdo con otra mentalidad, con otros elementos sociales, religiosos, políticos, psicológicos, históricos. Fondo y forma no se pueden separar, pero digamos que la forma de nuestra narrativa es hispana, europea, mientras su fondo es americano: una nueva realidad o experiencia nunca antes registrada en este idioma. La primera manifestación literaria con fondo americano es incierta.

    Cuando la flota castellana partió de los puertos de Galicia y Asturias para conquistar las islas Canarias, entre 1490 y 1492, la sensación de que algo más se adivinaba en el horizonte animó a los Reyes Católicos a apoyar el proyecto de Cristóbal Colón. Y aunque creyó hallarse en alguna región del Asia, en su tercer viaje a América en 1498 Colón divisó en la desembocadura del río Orinoco (río que en buena parte de su trecho es también colombiano) las puertas del paraíso. Y en una carta a los Reyes Católicos sostuvo la teoría de la redondez erótica de la Tierra:

    […] es de la forma de una pera que sea toda muy redonda, salvo allí donde tiene el peçon, que allí tiene más alto, o como quien tiene una pelota muy redonda, y en lugar della fuese como una teta de mujer allí puesta, y que esta parte de este peçon sea la más alta e propinca del cielo, y sea debaxo de la línea equinoccial, y en esta mar océano en fin del oriente […]. Grandes indicios son estos del paraíso terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de esos santos y sacros teólogos. Y asimismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así adentro e vezina con la salada y en ello ayuda asimismo la suavísima temperancia.¹

    La primera complejidad —desafío— del idioma castellano que conquistó a América no fue desatar imágenes poéticas, sino su afán de dominar mediante escrituras legales, mediante códigos y leyes. En su teoría de la narrativa latinoamericana, Mito y archivo, Roberto González Echevarría explica cómo, en la Edad Media y en el Renacimiento, el acto de escribir era inconcebible sin una realidad preconcebida, pues nunca partía de un fenómeno empírico ni nacía de una reacción ex nihilo [de la nada].

    En el siglo XVI, escribir estaba subordinado a la ley. Uno de los cambios más significativos en España, cuando se unificó la península y se convirtió en el centro del Imperio, fue el sistema jurídico, que redefinió la relación entre el individuo y el Estado, y mantenía un estricto control de la escritura. La narrativa, tanto novelesca como histórica, se derivó de las formas y regulaciones de la escritura jurídica. La escritura jurídica era la forma predominante del discurso en el Siglo de Oro español.²

    Antes del 12 de octubre de 1492, antes de que atracaran en el Caribe las tres carabelas españolas, los Reyes Católicos ya habían suscrito con Colón las Capitulaciones de Santa Fe. Se trataba de un documento de naturaleza jurídica que explicitaba que ellos, Isabel y Fernando, serían poseedores de cualesquiera de los territorios descubiertos. Y así, de un plumazo, las Capitulaciones de Santa Fe negaron la presencia de pueblos milenarios, mediante el poder de la palabra escrita, de la ley, de documentos jurídicos y escrituras bíblicas. Y casi por un acto mágico se hicieron poseedores de territorios que jamás habían visto. Los primeros en advertir esta contradicción injusta fueron Colón y los conquistadores, quienes se preguntaron por qué los dueños de América resultaban ser los reyes de España, que jamás habían pisado ni pisarían tierras americanas, cuando ellos, los conquistadores, eran quienes se enfrentaban con la realidad palpable de América y quienes luchaban o negociaban con los indígenas. El mestizaje se justificó como una alianza de los conquistadores con los nativos, en oposición al imperio de aquellas leyes ilusorias que concedían caprichosamente las tierras a hidalgos o nobles, quienes a menudo no habían hecho nada. Pero ni las armas de los conquistadores, ni sus alianzas matrimoniales con las hijas de los caciques, vencieron el poder avasallador de la ley, de la palabra escrita. Tarde o temprano la fundación de un nuevo pueblo o ciudad debía justificarse y legalizarse mediante la escritura y las actas de fundación, y estas solamente se volvían legales después de complejos procesos jurídicos.

    Los primeros conquistadores propiciaron la fundación de la Audiencia de Santo Domingo en 1512, en la isla La Española, hoy República Dominicana, para negociar con la Corona la posesión de tierras y definir los límites de sus posesiones. Desde la Audiencia de Santo Domingo comenzaron a definirse los límites de Tierra Firme, del continente, conforme lo iban registrando los exploradores que iban y volvían cartografiando sus costas. También allí se experimentó una suerte de laboratorio lingüístico. Empezaron a utilizarse por primera vez, según el ensayista dominicano Pedro Henríquez Ureña, palabras nítidamente aborígenes, como cacique, hamaca, barbacoa; también se renovaron palabras arcaicas del castellano hablado por los primeros pobladores (conocencia, catar, aína); se mezclaron voces de los antiguos dialectos peninsulares aplicadas a las nuevas realidades americanas y que perduran todavía por su uso (plátano, níspero, ciruela). Y de acuerdo con nuestro lingüista Rufino José Cuervo:

    Puede decirse que la Española fue en América el campo de aclimatación donde empezó la lengua castellana a acomodarse a las nuevas necesidades. Como en esta isla ordinariamente hacían escala y se formaban o reforzaban las expediciones sucesivas, iban éstas llevando a cada parte el caudal lingüístico acopiado que después seguían aumentando o acomodando en los nuevos países conquistados. Así se llamó estancia a la granja o cortijo, estanciero, al que en ella hacía trabajar a los indios (voz que luego ha pasado a significar el que tiene o guarda una estancia); allí quebrada se hizo sinónimo de arroyo; se generalizó el sentido de ramada; y se aplicó a las puchas o gachas que de maíz hacían los indios el nombre de mazamorra con que la gente de mar llamaba al potaje hecho de pedazos de bizcocho hervido en agua; allí empezó a decirse que los indios o animales se alzaban y a hablarse de culebras o tigres cebados.³

    Uno de aquellos expedicionarios que iba y volvía de las costas de Tierra Firme a La Española trayendo mapas y palabras nuevas fue Martín Fernández de Enciso (Sevilla, España, ¿1469-1530?). Había llegado a La Española entre 1509 o 1510, y desde allí, al mando de Alonso de Ojeda, capitaneó un barco hasta el Golfo de Urabá. Presenció la fundación de San Sebastián o Santa María la Antigua del Darién, el primer poblado europeo en continente americano, puesto de avanzada para la conquista del océano Pacífico. El poblado, que no se sabe si quedaba en el istmo de Panamá o en el golfo de Urabá, desapareció por las inclemencias del clima, la hostilidad de los indígenas y los malentendidos entre Núñez de Balboa y Francisco Pizarro por liderar la expedición que terminaría en la conquista del Perú. Como jugó un papel secundario en los preparativos de aquella expedición, Fernández de Enciso quiso quedarse con la gobernación de Castilla de Oro, que comprendía buena parte de Centroamérica (desde la actual Nicaragua, pasando por Costa Rica y Panamá hasta las costas colombianas en el golfo de Urabá), y se devolvió a España para pelear su posesión en el ambiente jurídico de la Corona. Nada se le concedió. Lo suyo no era lo jurídico sino la experiencia y el conocimiento náutico, a juzgar por la crónica que publicó en Sevilla en 1519 para ganar favores en la corte. La tituló Suma de geografía, y es, a grandes rasgos, la primera descripción geográfica o mapa en palabras (cartas gráficas como tal no se permitían publicar, por temor a los espías portugueses) de las costas del Caribe colombiano. Enciso se extasió en la descripción de una tranquila bahía situada en las caídas de las Sierras Nevadas, y habló de un puerto indígena llamado Yaharo o Yabaro, que en 1525 Rodrigo de Bastidas rebautizaría con el nombre de Santa Marta.

    […] Yabaro es buen puerto y buena tierra y aquí ay heredades de árboles de muchas frutas de comer y entre otras ay una que parece naranja, y cuando está sazonada para comer vuelvese amarilla: lo que tiene de dentro es como manteca y es de maravilloso sabor y deja el gusto tan bueno y tan blando que es cosa maravillosa. Las sierras nevadas en par de Yaharo es lo mas alto y lo que parece encima blanco como nieve y de allí van […] hacia la tierra adentro no se sabe á donde porque no es ganada la tierra ni los individuos dan de ello mas rasos de que van muy lejos. Esta sierra es en lo alto llana y ay muchas poblaciones de Indios encima de ella y muchas lagunas […] se coge mucho algodón y labran los Indios muchos paños dello que es cosa de ver, y hacenlos de muchos colores.

    La codicia por el oro se sobrepuso a su cultura y a su interés geográfico y, aun después de su fracaso en el Darién, se internó por el río Sinú en busca del tesoro de Dabeiba, sin mostrar piedad por los indígenas, a quienes consideraba seres idólatras mientras no se acogieran a la cristiandad del Papa.

    Cartagena de Indias, el principal puerto de Tierra Firme, fue fundada en 1533 por Pedro de Heredia. En 1535 o 1536 desembarcó allí otro soldado-escritor, Pedro Cieza de León (nacido en Extremadura, España, alrededor de 1518 y muerto allí mismo en 1560). En la primera parte de su Crónica del Perú (publicada en España en 1553) Cieza de León dejó los primeros testimonios sobre la conquista del occidente de Colombia. Conviene aclarar que en ese momento —1535-1536— ni siquiera se había bautizado el territorio como Nueva Granada, y lo que Cieza recorrió se consideraba la frontera norte del Imperio inca. Cieza no se internó por el río Magdalena. Esa ruta ya estaba en miras de la compañía de Rodrigo de Bastidas, el fundador de Santa Marta, y sería encabezada por Gonzalo Jiménez de Quesada. Cieza se encaminó por otra ruta. Cruzó a pie y a ratos a caballo las estribaciones de la serranía de Abibé y Ayapel hasta dar con el río Cauca. Al superar el Nudo de los Pastos y llegar a Quito, cabalgó por todo el lomo de los Andes hasta el Perú. De vuelta, navegó la costa del océano Pacífico desde El Callao, en Lima, hasta Panamá, precisando la desembocadura de los principales ríos del Chocó y la existencia de la isla Gorgona. En sus andanzas por las riberas del río Cauca, de camino al Perú, alcanzó a relatar la fundación que Sebastián de Belalcázar hizo de Cali (1536) y Popayán (1536). También la fundación de Cartago (1540) y de Santa Fe de Antioquia (1541) por parte del mariscal Jorge Robledo. Él mismo acompañó a Robledo en las exploraciones de aquellos territorios de la cordillera Central. Y uno de sus testimonios más impresionantes es aquel que describe cómo, junto con Robledo y sus hombres, se asomaron al valle de Aburrá, en donde mucho más tarde se levantaría Medellín.

    Cuando entramos en este valle de Aburrá, fue tanto el aborrecimiento que nos tomaron los naturales de él, que ellos y sus mujeres se ahorcaban de sus cabellos o de los maures de los árboles, y aullando con gemidos lastimeros dejaban allí los cuerpos, y bajaban las ánimas a los infiernos.

    Cieza comprendió que mientras para los europeos como él la invasión de un territorio hacía parte de su propia forma de vida, para los nativos americanos la conquista no tenía lógica dentro de su aislamiento, y muchos, como los del valle de Aburrá, la asumieron como el fin del mundo. La crónica de Cieza, desde el punto de vista literario, resulta entrañable: Muchas veces cuando los otros soldados descansaban cansaba yo escribiendo.⁶ A menudo asume el tono del diario, como si escribiera para sí mismo. Otras veces el tono íntimo de Cieza se aproxima a la picaresca, que florecía por entonces en España con el Lazarillo de Tormes, pero no en un sentido literario —Cieza no alcanzó a leerlo— sino en un sentido social. La figura del pícaro anulaba las falsas jerarquías sociales; los títulos jerárquicos se borraban en la marcha de las expediciones, pues el general y el soldado enfrentaban las mismas necesidades básicas.

    Enciso y Cieza de León solamente dejaron noticias parciales acerca de algunas zonas de Colombia porque estuvieron de paso y porque, viéndolo bien, el territorio de Colombia sirvió al principio de paso entre el mar Caribe y el virreinato del Perú. Además los fundadores de las primeras ciudades colombianas, Gonzalo Jiménez de Quesada o el mariscal Jorge Robledo, no relataron con precisión los hechos de su conquista. A lo mejor no tuvieron tiempo. En menos de un siglo, desde 1492 hasta la década de 1590, los conquistadores españoles y portugueses fundaron sobre las ruinas indígenas miles de ciudades y pueblos a lo largo y ancho de un territorio cinco veces más grande que Europa. Fue el proyecto de urbanismo más grande y coherente del mundo.⁷ Por cada fundación se levantaba una iglesia y se impartían escrituras legales, como si todo fuera un acto simbólico, literario, tanto más cuando en el Imperio español lo escrito llegó a ser más importante que la realidad material. Esto lo podemos comprobar a través de la conquista de los muiscas en el altiplano cundiboyacense, es decir, con la fundación de Bogotá, en 1538, cuando desde distintas rutas irrumpieron tres expediciones: la de Jiménez de Quesada, la de Sebastián de Belalcázar y la del alemán Nicolás de Federmann, que llegaron buscando lo mismo: el Dorado. Decepcionados, cuando vieron aquel altiplano salpicado de lagunas y de pequeñas aldeas, sin ninguna ciudad dorada ni pirámide como en México, y sin un gran templo como en Perú, aquellos conquistadores levantaron doce chozas (símbolo de los doce apóstoles o de las doce tribus de Israel) en el antiguo sitio de Teusaquillo, lugar de recreo del zipa, y se devolvieron a España para definir en las cortes de Valladolid quién se quedaba con el título de fundador.

    Todo dependía de la verdad escritural más que de los hechos materiales. El triunfo fue para Gonzalo Jiménez de Quesada (Granada, España, 1499-Mariquita, Colombia, 1579), por sus habilidades retóricas, y por haberse ganado la simpatía de Carlos V al redactar El Antijovio (¿1540?), un tratado político en contra del obispo italiano Paulo Jovio, en cuyo libro, Historias de su tiempo, el italiano criticaba al emperador debido a la influencia que empezó a tener España en los destinos políticos de Italia. De suerte que en adelante Jiménez de Quesada contó con el poder de Adán para bautizar el noroeste de Suramérica con el nombre de su provincia natal: Granada, Nueva Granada. Jiménez de Quesada no debería ser ponderado como el primer escritor de la literatura colombiana. El Antijovio nada tiene que ver con su conquista sino con el ambiente que se respiraba en las cortes españolas —con la inmensa pretensión jurídica y legalista del Imperio español: controlar otro continente, al otro lado del océano, mediante leyes y decretos, sin preocuparse si aplicaban a su realidad intrínseca. De su pluma nada salió sobre los hechos de su conquista. Se habla del Gran cuaderno, del Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada y de unos escritos de importancia secundaria, sin que se tenga plena certeza de su autenticidad.

    Cuando se habla de la invención antes que del descubrimiento de América es porque la imaginación —o cierta ficción literaria— intentó configurar una realidad que por no parecerse a ninguna conocida se consideró amorfa. Lo que al principio España imaginó en América fue una red de ciudades sin un desarrollo autónomo y espontáneo.⁹ Esa red de ciudades se configuró en Nueva Granada en tres niveles distintos: Bogotá y Tunja en el altiplano, sede del poder central; seguidas de Honda y Mompox en el tránsito del río Magdalena al mar (en menor grado, Popayán y Cali configuraron, al suroccidente, una ruta hacia Quito y el virreinato del Perú, así como Pamplona, en el nororiente, una ruta hacia Venezuela). Casi todo confluía en Cartagena de Indias, cuya bahía amurallada y fortificada llegó a ser el principal puerto del Imperio español en el Caribe. Para no correr el riesgo de que los piratas invadieran Cartagena y se tomaran el poder, la institución de la Real Audiencia prefirió guarecerse en el altiplano, entre Tunja y Bogotá, ciudades alejadísimas del mar y de la metrópoli. Naturalmente, allí se acentuó el formalismo de la ley y la escritura, y bajo aquella atmósfera mestiza encontramos los primeros textos narrativos.

    PRIMERAS CRÓNICAS DE FICCIÓN

    Frente a la laguna documental dejada por Jiménez de Quesada sobre la fundación del Nuevo Reino de Granada, el rey Felipe II tomó cartas en el asunto y despachó una cédula real en 1571, con destino a Santa Fe de Bogotá, con la orden de poner a escribir a quien supiera un informe de todo lo visto y sucedido hasta ese momento.

    Presidente y oidores de nuestra Audiencia Real, que residen en la ciudad de Santa Fe del nuevo reino de Granada, sabed: que deseando que la memoria de los hechos y cosas acaecidas en estas partes se conserven; y que en nuestro Consejo de las Indias haya la noticia que debe haber de ellas, y de las otras cosas de esas partes que son dignas de saberse; habemos proveído persona, a cuyo cargo sea recopilarles y hacer historia de ellas; por lo cual os encargamos, que con diligencia os hagáis luego informar de cualesquiera persona, así legas como religiosas, que en el distrito de esa audiencia hubiere escrito o recopilado, o tuviere en su poder alguna historia, comentarios, relaciones de algunos de los descubrimientos, conquistas, entradas, guerras o facciones de paz que en esas provincias o en parte de ellas hubiere habido desde su descubrimiento hasta los tiempos presentes. Y asimismo de la religión, gobierno, ritos y costumbres que los indios han tenido y tienen; y de la descripción de la tierra, naturaleza y calidades de las cosas de ella, haciendo asimismo buscar lo susodicho, o algo de ello en los archivos, oficios y escritorios de los escribanos de gobernación y otras partes a donde pueda estar; y lo que se hallare originalmente si ser pudiere, y si no la copia de ellos, daréis orden como se nos envíe en la primera ocasión de flota o navíos que para estos reinos vengan (Real Cédula, dada en San Lorenzo el Real el 5 de agosto de 1572).¹⁰

    El mismo año del Descubrimiento, 1492, Nebrija sentenció en la dedicatoria de su Gramática a Isabel la Católica: Cuando bien conmigo pienso, mui esclarecida Reina, i pongo delante de los ojos el antigüedad de todas las cosas que para nuestra recordación y memoria quedaron escriptas, una cosa halló & sacó por conclusión mui cierta: que siempre la lengua fue compañera del imperio.¹¹ A esa creencia se debe el hecho de que en Tunja, Bogotá y Cartagena comenzaran a establecerse una legión de escribanos, notarios y otros funcionarios de la burocracia imperial o eclesiástica, dedicados a redactar, copiar y archivar todo tipo de documentos que cartografiaran o legalizaran fundaciones, encomiendas, parroquias, negocios. Muy pocos de esos escribientes se animaron a escribir crónicas históricas sobre Nueva Granada y Venezuela; a lo mejor porque sus escritos resultarían archivados por mucho tiempo, en vista de que allí no había imprentas, y el proceso de enviarlos a España tardaba años. Fray Pedro de Aguado (España, ¿1538-1589?), por ejemplo, llegó a Bogotá en 1561, es decir, más de veinte años después de su fundación, con el objeto de evangelizar a los muiscas; se alojó en el primer convento franciscano y se dedicó diez años a observar y anotar todo lo que veía o le contaban los viejos conquistadores. En 1575 tenía su crónica lista para imprimirla en España. La tituló Recopilación historial, y así la envió. Pero fue en vano: nunca pudo verla publicada. Sus manuscritos estuvieron archivados durante siglos. El Inca Garcilaso de la Vega confesó haberlos visto en alguna biblioteca de Córdoba, comidos por la polilla. Al parecer la censura española encontró muchos inconvenientes para publicarla. No sabemos exactamente cuáles. De suerte que la Recopilación historial solo vio la luz a principios del siglo XX, en dos partes: 1) Historia de Santa Marta y el Nuevo Reino de Granada; y 2) Historia de Venezuela. Literariamente hablando, la obra no goza de facultades estilísticas y su prosa es oscura, pesada.¹²

    La crónica más famosa es la de Juan de Castellanos, Elegías de Varones Ilustres de Indias, por ser una suerte de crónica-poema al estilo de La Araucana de Alonso de Ercilla. Castellanos narró en versos de once sílabas, ordenados en octavas reales, una historia tan extensa que, por su número de páginas, resulta ser la obra en verso más larga de la literatura de la lengua. Logró publicar la primera parte en España en 1598, pero las siguientes solo vieron la luz a partir de 1847. Su heroico esfuerzo no se entiende sin la participación de otros escribientes cercanos al obispado de Tunja. Tampoco sin la intención política de llamar la atención en España sobre la importancia de la conquista de la zona equinoccial de América, de Nueva Granada y Venezuela, desprestigiada por no tener el esplendor indígena de México o Perú. El hecho de que se publicara solamente la primera parte evidencia que no consiguió su cometido político: Nueva Granada nunca fue un virreinato sino entrado el siglo XVIII; antes dependía del virreinato de Lima; además, Venezuela se apartó como una capitanía, de perfil casi militar. En sus Elegías de Varones Ilustres de Indias Castellanos sí consiguió a plenitud otro de sus propósitos: asimilar toda la maquinaria retórica y poética del Renacimiento para pintar con tintes heroicos a los conquistadores de la zona equinoccial como héroes de la Ilíada o la Odisea, como varones ilustres que se aventuraban por un territorio selvático, con ríos y montañas enormes, que se enfrentaban a comunidades indígenas que no se caracterizaban por su civilidad o pasividad. Puso en ellos la faz más valiente, pero también la más despótica y cruel. Por mucho tiempo este texto se ha visto a medio camino entre la historia y la literatura, y recientemente el ensayista William Ospina ha querido volverlo seductor para un lector de poesía, con el argumento de que es uno de los primeros textos de nuestra historia literaria:

    Canta y cuenta los viajes de Colón y la conquista de las islas del Caribe, de Venezuela y de la Nueva Granada hasta las primeras tierras del Inca, el reconocimiento de las regiones amazónicas y los primeros asaltos de piratas franceses e ingleses. Es por su antigüedad la segunda gran crónica general de la Conquista después de la de Fernández de Oviedo, pero es además el primer poema verdaderamente americano de la historia escrito en lengua castellana, mucho más que una crónica en verso y mucho más que un relato histórico, un esfuerzo desmedido y afortunado por aprehender a América en el lenguaje y nombrarla por primera vez, no con el tono seco de un informe oficial, ni con el lenguaje fantasioso de un cazador de endriagos, ni con el tono probo pero incoloro de un acumulador de datos, sino con la voluntad de introducir todos esos hechos en el ritmo nuevo de la lengua, en la fluidez de una música, en un orden de belleza y de verdad.¹³

    Solo que William Ospina parece desconocer que el aparato retórico-poético de las Elegías a menudo ahoga el aliento narrativo, la fluidez de los acontecimientos. Hay todavía en las Elegías una idealización de los conquistadores, cuando ya el Nuevo Mundo había dejado der ser una utopía y se había convertido en albacea de las frustraciones del Viejo, en reflejo delirante de sus pesadillas y sus vicios. La visión mágica de América con todos los elementos de la imaginería medieval y la retórica del Renacimiento, paradójicamente, interfirió la destreza narrativa en el caso de Castellanos. Los primeros cronistas no retrataban tanto la realidad como la mentalidad que ya traían forjada desde España. Y esa mentalidad impidió que hubiera una auténtica ficción literaria.

    Aun el fraile Pedro Simón (España, 1574-1630), que salió de España casi a los cuarenta años, llegó a Nueva Granada con toda la imaginería de los bestiarios. Y es el discurso cultural europeo, y no la realidad palpable de América, lo que se refleja en sus Noticias historiales de las conquistas en las Indias Occidentales (publicadas en España, en 1624). Su crónica, escrita con una redacción fatigante, nos habla de gigantes con cara de perro hallados en una comarca de la que no se atrevió a dar mayores referencias, o de provincias remotas donde los habitantes variaban de los demás humanos, pues tienen las orejas tan largas que las arrastran hasta el suelo y que debajo de una de ellas caben cinco o seis hombres.¹⁴ Fray Pedro Simón tenía la ventaja de saber cómo contar las cosas sin que parecieran ficción, y comprendió que en Europa nadie podría determinar hasta qué punto eran reales o fidedignos los datos de su crónica. Pero en España ya se estaban dando cuenta que la aplastante realidad americana se salía por todos lados de las manos, anulando esa imaginería medieval. Además, el Imperio español se arruinaba tras la derrota de la Armada Invencible (1588) y de la independencia de sus dominios en Bélgica y Holanda (1648). Y su población arruinada, si se aventuraba a las Indias en busca de hacienda y fortuna, pronto advertía, al tocar las costas del Caribe y ascender a las principales ciudades, que El Dorado no se hallaba sino en la imaginación o en las novelas de caballería. Entonces comenzaron las grandes desilusiones, materia para la auténtica narrativa.

    EL CARNERO (1638), O EL DESENCANTO DE LAS INDIAS

    Cervantes, al regresar desempleado a Madrid tras su secuestro en las costas de Argel, solicitó un puesto de contador en las galeras de Cartagena de Indias, de acuerdo con una carta de su puño y letra del 21 de mayo de 1590. La Corona nunca se lo concedió. Lejos de amargarse, Cervantes sospechó que tal vez no hubiera sido una buena idea marcharse al Caribe. En una de sus novelas ejemplares, El celoso extremeño (1613), pareció imaginarse a sí mismo en la figura de Felipo de Carrizales, un hidalgo nacido de padres nobles pero que despilfarró su dinero en Italia y Flandes, y que, al regresar a Sevilla y verse arruinado:

    […] se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos. [...] así, le fue forzoso a Carrizales dejar sus imaginaciones, y dejarse llevar de solo los cuidados que el viaje le ofrecía; el cual viaje fue tan próspero que, sin recebir algún revés ni contraste, llegaron al puerto de Cartagena. Y, por concluir con todo lo que no hace a nuestro propósito, digo que la edad que tenía Felipo cuando pasó a las Indias sería de cuarenta y ocho años; y en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su industria y diligencia, alcanzó a tener más de ciento y cincuenta mil pesos ensayados.¹⁵

    De haberse ido a Cartagena de Indias a lo mejor Cervantes hubiera regresado a España enriquecido en dinero, pero no en conocimiento: el principal puerto del Imperio español en Tierra Firme no lucía por ningún rasgo de vida intelectual (no había universidades ni altos centros de estudios) sino comercial y esclavista. Allí se acopiaba el oro que llegaba del interior del continente a través de Panamá o del río Magdalena para cargarlo en los galeones, y atracaban barcos procedentes del África que comerciaban con seres humanos: esclavos de raza negra que se vendían entre colonos hacendados —como el personaje Felipo de Carrizales— para pesadas faenas manuales. Cuando el personaje de Cervantes regresó a España, sexagenario, soltero y sin hijos, con ganas de casarse y armar un hogar, se convirtió en un tirano. Su dinero lo había adquirido mediante la esclavitud. No podía pensar en otra cosa cuando construyó su hogar en Sevilla; de allí que encerrara a su joven esposa en una mansión, que más bien parecía una cárcel, sin ningún acceso al mundo exterior para evitar que pudiera serle infiel.

    Cervantes, gran psicólogo, observó que las Indias se habían convertido en celosos virreinatos y capitanías, cada uno apartado de los demás, herméticos, como si la única estrategia posible fuera la posesión total. La imagen del colono que regresa enriquecido de América a España, si sedujo a Cervantes en El celoso extremeño y a Lope en La Dorotea, desató una gran ofuscación en el pueblo español. Y a un pensador de la época, Cristóbal Suárez de Figueroa, le pareció que quien regresaba de América volvía culturalmente empobrecido por la falta de universidades y bibliotecas. El que regresaba ya no era español sino mestizo, un indiano, un colono manchado por la tierra. En El pasajero (1617) juzgó con crueldad la imagen del emigrante que vuelve:

    Las Indias, para mí, no sé qué se tienen de malo, que hasta su nombre aborrezco. Todo cuanto viene de allá es muy diferente, y aun opuesto, iba a decir, de lo que en España poseemos y gozamos. Pues los hombres (queden siempre reservados los buenos) ¡qué redundantes, qué abundosos de palabras, qué estrechos de ánimo, qué inciertos de crédito y fe; cuán rendidos al interés, al ahorro! ¡Qué mal se avienen con los de acá, observando diversas acciones, profesando diferentes costumbres; siempre sospechosos, siempre retirados y montaraces! ¡Pues la presunción es como quiera! Todos, si no ellos, ignoran, todos yerran, todos son inexpertos; fundando la verdadera sabiduría y la más fina agudeza sólo en estar siempre en la malicia, en el engaño y doblez. No he visto hacienda adquirida en aquellas partes lograda bien en las nuestras. ¡Qué deslucidos casi todos, qué míseros, qué faltos de amistad, qué sobrados de odio, qué inútiles, qué despegados, qué malquistos! ¡Notables sabandijas crían los límites antárticos y occidentales! Desde que nací aguardo venga de allá algún varón no menos rico que espléndido en quien tenga albergue la virtud, amparo la ciencia, socorro la necesidad. ¿Es posible no haya producido en más de un siglo aquella tierra algún sujeto heroico en armas, insigne en letras, o singular por cualquier camino? Mas ¿qué puede haber en parte donde tanto triunfan los vicios, donde tanto campea el interés? Todo es destruir, todo es aniquilar las vidas y haciendas de los que tienen entre manos.¹⁶

    Quien en Nueva Granada simpatizó más con esta visión de los indianos fue un escribiente asociado al obispado de Tunja, Juan Rodríguez Freyle (1566-1640), de padres españoles pero nacido en Bogotá. Al parecer había viajado a España y a lo mejor había padecido aquella visión del indiano. Lejos de negarla, vio que había mucho de razón en juzgar mal a los colonos radicados en el trópico americano, a los indianos, al igual que a las instituciones coloniales. Solo reparó en que nadie podía hacerlo mejor que un americano. En 1638 empezó a escribir una crónica histórica que sus lectores posteriores decidieron titular El Carnero.¹⁷ En ella, Rodríguez Freyle narró los primeros cien años de existencia del Nuevo Reino de Granada. Quizás Rodríguez Freyle se animó a escribir su crónica después de leer las Elegías de varones ilustres de Indias; quizás le pareció que Castellanos había endiosado a los conquistadores, oidores y encomenderos, y se propuso echar abajo todo ese artilugio retórico-poético. El Carnero está escrito en el típico lenguaje de la retórica jurídica que se filtraba, según González Echevarría, en la escritura de la historia, sostenía la idea del imperio y fue instrumental en la creación de la picaresca.¹⁸ No hay ninguna pretensión de escribir poesía ni prosa poética en la medida en que tampoco hay ninguna idealización. Al contrario: Rodríguez Freyle comenzó por desmitificar a Gonzalo Jiménez de Quesada, a quien conoció personalmente. El fundador de Bogotá, según él, fue padrino de una hermana mía de pila, y compadre de mis padres, y más valiera que no,¹⁹ porque pidió prestado demasiado dinero para su loca empresa de buscar El Dorado, sin regresarlo jamás. Pero lo que más le reprochó Rodríguez Freyle a Jiménez de Quesada fue el descuido de que, siendo letrado, no escribiera nada sobre los hechos de su conquista cuando él era, entre sus compañeros, acaso el único que no firmaba solo con el hierro de herrar las vacas, es decir, el único de aquellos soldados que no era analfabeta. Lo cierto es que cuando Jiménez de Quesada regresó a España acusó toda la petulancia de los indianos que retrató Cervantes y de la que tanto se quejó Cristóbal Suárez de Figueroa. Y con acierto lo registró Rodríguez Freyle:

    Dijeron en este Reino [Granada] que el Adelantado había entrado con un vestido de grana que se usaba en aquellos tiempos, con mucho franjón de oro, y que yendo por la plaza lo vio el secretario Cobos desde las ventanas de palacio, y que dijo a voces: ¿Qué loco es ese?, echen a ese loco de la plaza; y con esto salió de ella.²⁰

    El Carnero no es literatura explícita en el sentido de un cuento o una novela; tampoco pretende reflejar la realidad al desnudo; hace, según la teoría de González Echevarría, una mímesis, una parodia o transgresión del abrumador lenguaje notarial en el que estaban escritas las reglas para denunciar diversas situaciones. Varias de estas reglas parecen sugerir el modelo que sostiene los episodios del Decamerón. Y González Echevarría sospecha que ese tipo de manual podría haber sido el modelo usado por Rodríguez ­Freyle en la planificación de El Carnero, que contiene exactamente esa serie de casos: La retórica notarial ofrecía un método para incorporar a la escritura los sucesos de la vida cotidiana; en realidad, aquellos que escapaban a la ley: adulterio, ilegitimidad, delincuencia en general; todos los casos individuales que se desviaban de la Ley Natural.²¹ En El Carnero están las esquirlas, las repercusiones de la narrativa picaresca española que había surgido precisamente como crítica al totalitarismo de las leyes imperiales. Si vemos bien, los personajes de La Celestina (1499), El Lazarillo de Tormes (1554), Guzmán de Alfarache (1559), Fuenteovejuna (1612), El licenciado vidriera (1613), o El Buscón (1626) son jóvenes que intentan dar cuenta de sí mismos con la propia sustancia de la vida, no con los prerrequisitos formales del Estado. Sus autores, Fernando de Rojas, Mateo Alemán, Lope de Vega, Cervantes y Quevedo, tuvieron líos con la ley y algunos incluso estuvieron encarcelados. Sus novelas son búsquedas tenaces de libertad individual en contra de una inmensa burocracia, la del Imperio español. De este modo, tanto la novela picaresca de España, como la historia del Nuevo Mundo narrada en crónicas transgresoras como El Carnero, comparten un intento común por dotar al individuo de su propia expresión, más allá de ese lenguaje seco de la ley. Se entiende así cómo el concepto de literatura tuvo en sus inicios este carácter de acusación y de confianza en el poder público de la escritura.

    Rodríguez Freyle escribe su texto en el momento en que en España se supo que El Dorado no aparecía por ninguna parte, cuando cesaron las grandes migraciones y el Nuevo Reino de Granada se encerró sobre sí mismo a la manera de Macondo en Cien años de soledad. Lo único dinámico era la danza burocrática de funcionarios yendo y viniendo para ocupar la presidencia de la Real Audiencia. Rodríguez Freyle mostró en El Carnero cómo el Nuevo Mundo, especialmente en Nueva Granada, había dejado de ser un campo de conquistadores como Jiménez de Quesada (Quesada o Quijada, dice Cervantes que era el nombre original de don Quijote), para convertirse en un triste campo de notarios y tinterillos, de criollos pretenciosos peleando por encomiendas amañadas o influencias. La crónica de Rodríguez Freyle actuó como una suerte de Romancero en prosa, como la voz de una conciencia popular capaz de pregonar el poder sexual de la mujer y la debilidad del Imperio español por tratar de controlarlo. Por obvias razones permaneció inédita por más de dos siglos, y la historia de su publicación, en 1859, arroja varias luces sobre su valor transgresor. Su primer editor fue Felipe Pérez, el novelista más prolífico del siglo XIX en Colombia, autor de más de treinta libros sobre todo tipo de temas, redactor de la geografía de Agustín Codazzi, militar en varias guerras civiles y gobernador de Boyacá por el partido liberal en tiempos del olimpo radical; es también el escritor más olvidado por el régimen conservador al entrar el siglo XX. Felipe Pérez escribió el primer prólogo a El Carnero, donde se preguntaba cómo una obra así podía estar por encima de la sociedad y de la época en que se escribió, pues nada de lo que allí se decía tenía que ver con la historia oficial; lanzaba una crítica profunda contra la burocracia colonial, cuyas leyes y normas dictadas desde España pretendían regular seres humanos que vivían al otro lado del océano y casi en otra dimensión histórica. De ahí, sugería, su tono pícaro, ambiguo y hasta cínico, porque las pasiones humanas superan por todos lados cualquier autoridad exterior, y todo lenguaje que pretenda regularlas resulta irrisorio: roza con la ficción y la fábula.

    Aún se duda que El Carnero pertenezca a la narrativa en el sentido que le damos hoy. Pero, ¿a qué otro género pertenecería si tampoco es ensayo ni tratado, y aparece allí la ficción, la fantasía del yo? En su respuesta a ¿Qué es la novela picaresca? (1970), Alonso Zamora Vicente explica cómo antes de 1554 tres géneros dominaban la narrativa en lengua española: el sentimental, el caballeresco y el pastoril, es decir, tres formas de evadirse hacia escenografías fabulescas. Cuando apareció El Lazarillo de Tormes (1554), los lectores se sorprendieron al no hallar el idealismo de las novelas de caballerías o el candor de un escenario pastoril, sino la aplastante realidad de la ciudad con un protagonista que remitía al hombre desgraciado del relato bíblico. Algo parecido ocurrió con lo que se estaba escribiendo y leyendo sobre América cuando apareció El Carnero en 1638. ¿Por qué en medio de una crónica histórica quiere contarnos algunos casos para el ejemplo y no para imitarlos por el daño de conciencia? ¿Acaso es un escritor-historiador moralista? Desde el comienzo el aparente cronista toma partido, se mete en el cuadro que pinta. Un amigo suyo, don Juan de Guatavita, sobrino del antiguo cacique del altiplano, lo ilustra de primera fuente sobre las costumbres, la mitología y las luchas intestinas entre los zaques de Tunja y los zipas de Bacatá, sin olvidar los continuos ataques de los panches y los pijaos del valle del Magdalena, ni el desespero de Lázaro Fonte, soldado de Jiménez de Quesada, por querer desaguar la laguna de Guatavita. El Carnero, en conjunto, no resulta una novela, pero si lo miramos por fragmentos descubrimos que ciertos episodios encajan en el género del cuento a la manera de los relatos del Decamerón. A la altura del capítulo IX aparece la bruja Juana García, la primera habitante de raza negra de Bogotá. Humillada por la esclavitud, la brujería fue en ella una especie de trampolín para tener voz dentro de la sociedad. Voz que se manifestaba, por lo demás, en oposición a la autoridad. Un día atendió a cierta dama santafereña de alta alcurnia, que pretendía practicarse un aborto, si era del caso, atemorizada de que su marido llegara pronto y la encontrara embarazada de su amante. La bruja Juana García le pidió paciencia antes de someterla al aborto. Esa noche celebró una suerte de rito mágico lleno de cantos y de bailes. Parecía un aquelarre, pero fue algo más simple. La bruja iluminó con una vela la superficie de un balde lleno de agua, e invitó a acercarse a la señora encinta. Mirad si veis algo en el agua, le dijo. Comadre —le dijo la señora— aquí veo una tierra que no conozco, y aquí está fulano, mi marido, sentado en una silla, y una mujer está junto a una mesa, y un sastre con las tijeras en las manos, que quiere cortar un vestido de grana.²² Es decir, el marido cometía también infidelidad, muy lejos, en la isla española de Santo Domingo: Ya habéis visto cuán despacio está vuestro marido; bien podéis despedir esta barriga, y aun hacer otra, le dijo la bruja.

    Hay otras escenas de El Carnero con atmósfera detectivesca o policial. Un encomendero amaneció asesinado al salir de una cantina en Barquisimeto y, más tarde, un profesor de baile en Tunja había sido arrojado en el fondo de una cañada. Esos crímenes los urdía la bella e irresistible Inés de Hinojosa, una mestiza venezolana que alteró la tranquilidad del Imperio español en Nueva Granada. Todo comenzó en la ciudad de Carora, gobernación de Venezuela, cuando el bailarín Jorge Voto penetró en casa de Inés de Hinojosa con la excusa de enseñarle a bailar a su pequeña sobrina. Al menor descuido de su esposo, un viejo infiel y jugador, Inés no tardó en revolverse con Jorge en torpes amores, y entre los dos planearon el asesinato de su marido. Un año tardó Inés en heredar legalmente toda su fortuna, para volverse a encontrar con el bailarín en Pamplona y seguir hacia Tunja, donde contrajeron nupcias. Jorge abrió su escuela de baile y muy a menudo debía ausentarse para dar lecciones en Bogotá, ocasiones en las que un vecino de Inés, don Pedro Bravo de Rivera, aprovechaba para cortejarla. El vecino se ganó la confianza del bailarín y hasta pidió la mano de la sobrina solo para disimular sus amores con Inés. Se amaban con tanta frecuencia que don Pedro hasta se atrevió a abrir un pasadizo hasta su dormitorio, con que se juntaban a todas horas. Era tanto el amancebamiento que en cualquier momento podían ser descubiertos. Inés le ultimó que si querían seguir viéndose debían asesinar a su marido Jorge. Y acá aprovechó otra vez Rodríguez Freyle para sermonear en contra de la infidelidad femenina:

    En esto acabó esta mujer de echar el sello de su perversidad; y Dios nos libre, señores, cuando una mujer se determina y pierde la vergüenza y el temor a Dios, porque no habrá maldad que no cometa, ni habrá crueldad que no ejecute; porque a trueque de gozar sus gustos, perderá el cielo y gustará de penar en el infierno para siempre.²³

    El thriller se completó con el asesinato de Jorge y el posterior apresamiento de los culpables, a quienes condenaron a pena de muerte. Aunque la historia de esta mujer transgresora del orden colonial tan solo ocupó el capítulo X de El Carnero, la influencia que ha tenido en los escritores de la literatura colombiana sigue siendo enorme.²⁴ El Carnero, en síntesis, transgredió el lenguaje jurídico para mostrar que sus pretensiones totalitaristas reprimen la autorrealización del individuo.

    A lo largo del periodo colonial se intentaron otra suerte de obras parecidas que siguieron las coordenadas del discurso legal y religioso, pero carecieron de valor literario. Hacia 1797 el escribiente José Antonio Benítez El Cojo (Medellín, 1769-1841) consultó en los archivos coloniales de su ciudad un manuscrito de El Carnero —recordemos que este solo fue publicado corrido ya el siglo XIX—, e intentó escribir a su turno una crónica similar sobre la historia de Medellín, pero sin suerte: sus anécdotas no llaman la atención por lo descoloridas y su redacción es fatigante y poco literaria. Lectores posteriores titularon su libro, sin poca razón, El Carnero de Medellín.²⁵ Mejor resultó la crónica de Francisco Javier Caro (España, 1750-Colombia, 1822), otro funcionario de la casi infinita burocracia colonial. Redactó el Diario de la Secretaría del Virreinato de Santa Fe de Bogotá (escrito en 1783), una suerte de informe personal sobre la aburrida vida de un funcionario público. En el subtítulo utilizó refranes que indicaban su menosprecio por ese oficio inútil: no comprende más de doce días, pero no importa, que por la uña se conoce al león, por la jaula al pájaro y por la hebra se saca el ovillo. Aprovechó, según cuenta, que su jefe se había ausentado a una diligencia en Tunja, y comenzó a lanzar sus críticas más descarnadas contra el ambiente laboral de la Secretaría de Santa Fe. A su colega Zabaraín lo acusa de ruin, de paparrabias, de hipócrita o camaleón de noticias; pone apodos: a

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