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Literatura y anarquismo en Manuel González Prada
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Libro electrónico266 páginas3 horas

Literatura y anarquismo en Manuel González Prada

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Al ensayista peruano Manuel González Prada (1844-1918) se le considera uno de los pensadores más influyentes de la vida intelectual de su país, al lado de José Carlos Mariátegui. La inagotable fuente de su pensamiento radical es estudiada en esta obra en forma innovadora. Las preguntas por la característica nacional peruana, el legado de la España tradicional, contrarreformista y barroca, y, sobre todo, la impronta del movimiento anarquista de raíz hispánica en su obra, son planteadas con nuevos y renovadores conceptos literarios, históricos y sociológicos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 abr 2009
ISBN9789586653060
Literatura y anarquismo en Manuel González Prada

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    Literatura y anarquismo en Manuel González Prada - Juan Guillermo Gómez García

    (España).

    NOTA INTRODUCTORIA

    Este trabajo es el aparte correspondiente a la figura intelectual de Manuel González Prada, de una investigación realizada para la Fundación Carolina a seis manos con los colegas y amigos doctor Óscar Julián Guerrero Peralta y el profesor Rafael Rubiano Muñoz, con el título Política e intelectuales: la imagen de España en el siglo XIX. No obstante ser parte de esta investigación, las páginas ahora publicadas se pueden leer independientes. Ellas son autónomas, pese a ser el resultado de las discusiones académicas compartidas que durante tres años sostuvimos los investigadores, y cuyas conclusiones finales son el producto, en realidad mancomunado, de esa empresa investigativa. La decisión de publicar este capítulo bajo el título Literatura y anarquismo en Manuel González Prada, en forma independiente, se hace por razones fundamentalmente editoriales. Por su parte, los colegas Guerrero y Rubiano han tomado la decisión de dar a luz sus resultados de modo que ellos circulen por separado pero, en realidad, en diálogo estrecho e interdependiente.

    El informe final versa sobre tres figuras representativas de la tradición intelectual hispanoamericana del siglo XIX y principios del XX, a saber: sobre el venezolano-chileno don Andrés Bello, el colombiano don Miguel Antonio Caro y el peruano don Manuel González Prada. Su intención fue la de explorar sistemáticamente la imagen que emerge de España de las obras de estas figuras, y el papel preponderante que ésta tuvo en la definición no solo de su obra intelectual sino, sobre todo, la que le adjudicaron como modeladora de la personalidad histórica de sus respectivos conjuntos nacionales. Este seguimiento fue puntual, y dio objeto a una exploración por parte de los investigadores en la medida en que permitieron las fuentes disponibles y los problemas comúnmente definidos.

    El mérito que atribuyen, por tanto, los investigadores al estudio es el de haber realizado una indagación descriptiva y analítica del tema propuesto, y, sobre todo, el de haber podido acercar, en un haz de temas y problemas compartidos, las tres figuras intelectuales de relieve como fueron el conservador moderado y transaccional Bello, el conservador intransigente Caro, y el, en sus comienzos, radical-librepensador y luego anarquista González Prada. Antes que un elogio o vituperio a su obra y a lo que gira en torno de ella sobre el tema conflictivo de España y el legado español en Hispanoamérica, se trató de auscultar los resortes interpretativos que subyacían a un debate que cruzó y determinó las discusiones de más de un siglo en las ex colonias españolas. Los problemas de la independencia, la historia, la lengua, la literatura, la religión, las costumbres y la mentalidad hispánica, entre otros, gravitaron decididamente en la definición de la autonomía cultural de los hispanoamericanos, y se sabe muy bien que del tono prohispánico o antihispánico surgieron posiciones políticas básicas en un matizado —y no siempre nítido— espectro ideológico. Pero también es cierto que esta definición partidista o corriente de pensamiento ideológico fue un trasunto de las estructuras socioeconómicas y socio-raciales que subsistían luego de la independencia, y a cuyo mantenimiento o ruptura se aprestaron a trabajar los íconos fundacionales de las nacionalidades hispanoamericanas. Es fácil hacer el listado de los hombres que hablaron mal de España, desde el genialísimo argentino Domingo Faustino Sarmiento, seguido por el chileno Francisco Bilbao o González Prada, y de quienes la defendieron a ultranza como el mexicano Lucas Alamán o Caro. Pero han sido menos atendidos, articulada y sistemáticamente, los tópicos hispánicos o antihispánicos que definieron sus obras. Ha habido, a este respeto, sin duda, antecedentes de investigación, pero creemos hacer una contribución sugerente al presentar a González Prada, de manera sintética y comprensiva, en el tema dominante, vale decir, qué imagen o imágenes de España se perfilan en su obra, y la función o las funciones que de ella o ellas derivaron como soporte cohesivo a su argumentación.

    La escogencia de González Prada, no por indiscutiblemente representativa, ha dado lugar a una más fácil justificación de su interés. Hasta el presente, apenas insinúo o vislumbro un horizonte global del tema, pero la inspección monográfica ha arrojado de sí elementos que permiten abrir campos más vastos e integrados de discusión. González Prada no aparece aislado, sino más bien revela puntos de encuentro, temáticos y problemáticos, que invitan a indagaciones complementarias hasta, digámoslo así, agotar la veta de investigación. Esta invitación a futuras investigaciones se puede entender en un doble sentido, a saber, explorar nuevos autores, como Sarmiento, José María Samper o José Martí, etc., pero también —lo que resulta más sugerente—, ahondar en los ya estudiados para dar respuestas al problema anotado al final de la investigación: cómo actúan y se mueven los intelectuales hispanoamericanos del siglo XIX en medio de los condicionantes institucionales —sociológicos y socio-culturales— que los determinan, como la prensa, el libro, la universidad y la burocracia estatal. Los estrechos límites sociales en que se movían los intelectuales hispanoamericanos jugaron un papel decisivo tanto en los motivos y asuntos tratados en sus obras como en los medios —prensa, principalmente—, ante un público por construir. El acento polémico no era entonces una simple forma de ser del intelectual, un problema de definición de estilo, sino el resultado de los condicionantes de una opinión pública precaria, de la que caben, con todo, estudios complementarios. Mientras no haya un inventario sociológico de instituciones como la universidad, la industria del libro, la prensa, las asociaciones y los clubes literarios o la burocracia estatal, resulta aventurado caracterizar la opinión pública luego de la Independencia, y sólo queda por plantear hipótesis sobre el valor en juego de estas instituciones y el lugar que le cupo a la intelectualidad más representativa para configurarla en sus rasgos esenciales.

    Lo más representativo —no tanto lo mejor o peor, en un vago y difuso juicio estético— de la producción intelectual hispanoamericana en el siglo XIX se encuentra en las millares de páginas escritas para la prensa. Bello, Caro, González Prada fueron periodistas. Lo fueron también Sarmiento, Martí, Baldomero Sanín Cano y cientos de hombres más que empuñaron la pluma como un arma de combate, que hicieron del polemos una virtud expresiva, pero también una forma de pedagogía civil. La obra del polígrafo venezolano Bello fue didáctica y a la vez política.¹ La misma consideración de que el Código Civil fue explicado en El Araucano, es la clara señal de una doble deficiencia en el mundo cultural hispanoamericano: la carencia o precariedad constitutiva de la institución libro y de la institución universidad. Esto pone de presente la importancia atribuida a este medio de divulgación de ideas, entendido como medio constructor de la nacionalidad naciente. El periodismo didáctico-civilizador, que se inaugura con la Biblioteca Americana de Bello y Juan García del Río, conservó su fuerza originaria durante todo el siglo XIX, y solo muy tardíamente modificó su misión y sus funciones.

    Es débil la objeción de que en el conjunto de países hispanoamericanos circulaban libros, se editaban y se leían; la precaria producción del libro era un legado colonial —pese a las comprobaciones empíricas aportadas por José Torre Revello que revelan lo contrario: la lánguida historia del libro en la vida colonial, y las penosas condiciones en que sometía una legislación mezquina a sus autores—, y no lo fue menos la existencia de las instituciones universitarias. Al reclamarles a estas últimas un puesto en la vida intelectual de la Colonia —no resulta sino un ejercicio de investigación fatigoso corroborar que nuestros estudiantes se sometían a una disciplina de sorites y ritos de argumentación cuasi-estéril, y que los catedráticos no eran árbitros de presentar al público materias ni facultades que sean de su elección:² es decir, que no eran ni estudiantes ni profesores universitarios, en sentido moderno— , pero sobre todo al tratar de comprobar su papel en el siglo XIX, se llega a la forzosa conclusión de que ni Bello, ni Caro, ni González Prada son hijos de la universidad —aunque influyen en ella— ni tampoco de que sus obras nacen al calor del mercado literario del libro. Así mismo, ni Sarmiento, Martí o Sanín Cano, y lo más selecto de la intelectualidad hispanoamericana decimonónica, fueron hijos de la universidad y sus producciones no se orientaron, en principio, a la publicación de libros. Éstos, más bien, fueron el corolario espasmódico de su actividad publicística. Ejemplo de ello son Sarmiento con Facundo³ que se publica en El Progreso de Santiago (empezó a publicarse el 2 de mayo de 1845 y siguió apareciendo durante tres meses casi diariamente), o Martí que no publica libro alguno, aparte de sus libros de poemas. En el cubano casi toda su obra son las contribuciones dispersas en su titánica tarea periodística en los Estados Unidos, de 1881-1892, para La Opinión Nacional de Caracas, La Nación de Buenos Aires, El Partido Liberal de México, La República de Guatemala, El Economista de Nueva York. También España Contemporánea o La vida de mis libros de Rubén Darío son hijos de La Nación, de los Mitre. Comparativa tarea puede seguirse en Rafael Núñez o Juan Montalvo. Por su parte, no es de pensar a Karl Marx, Friedrich Nietzsche, Leopold von Ranke, J. Gustav Droysen, Max Weber, Sigmund Freud, Edmund Husserl o Martin Heidegger sin la faústica universidad nacida de las reformas prusianas de Wilhelm von Humboldt, y sin la vigorosa industria o mercado editorial que alcanza su madurez con la publicación de las obras completas de J. W. Goethe por el librero de Leipzig J. F. von Cotta. Allí, a diferencia del mundo hispanoamericano, la prensa es complemento o parte, no sustituto, de la opinión pública. En otras palabras, la valoración de las instituciones que intervienen en la modelación de la opinión pública corresponde sopesarla en un horizonte comparativo, más detallado. Pero la simple observación de que en nuestros países el peso institucional de la prensa fue de una considerable importancia, deja al descubierto la precariedad de un medio que difícilmente se sacudía el negativo legado colonial. En otras palabras, son múltiples las quejas en España e Hispanoamérica finisecular —por parte de los hombres de letras— de la carencia de lectores y, por tanto, de un mercado librero sólido en las Españas.⁴

    La lucha por la formación de la nación en nuestros intelectuales se presenta en un horizonte comprensivo, diferenciado del europeo. La sociedad y la nación, en nuestros países, había que construirla sobre los impulsos de una modernidad impuesta. El sustrato colonial, que había sido captado con una agudeza intuitiva insuperable por Sarmiento en su Facundo —obra que contribuyó tanto a su desprestigio como pobre exiliado—, había que removerlo de base. La provincia argentina —como modelo o escarnio hispanoamericano— yacía en escombros y el puerto capital, Buenos Aires, obraba a favor de la desintegración. El caudillismo asolaba la república, y si algo había de agradecer a los esfuerzos de los independentistas era el no habernos echado de nuevo a los brazos de Fernando VII, sin prejuicio de que los rancios lazos culturales con la Metrópoli no sobrevivieran vigorosamente. Bastaba dar una ojeada a la conventual Córdoba:Córdoba no sabe que existe en la tierra otra cosa que Córdoba, asegura Sarmiento.⁵ Bastaba apenas salir a la campiña, y comprobar la digna y decorosa condición en que habitaban ingleses e irlandeses recién emigrados, mientras los nacionales estaban cubiertos de lodo y vegetando en la indolencia de raíz peninsular. ¡Guerra a España y su legado! era la consigna sarmentiana. No era un caso único. A su modo, Flora Tristán había corroborado una similar imagen deprimente de Arequipa en sus penetrantes memorias Peregrinación de una paria.

    El duro dictamen sarmentiano lo atemperó Bello con tono didáctico; lo combatió denodadamente Caro en su magisterio sabanero; lo retomó con vivacidad inusitada —cuando todos creían que el antiespañolismo moría bajo las jugadas conciliatorias del canovismo— González Prada: se había cumplido el ciclo natural de una confrontación de ideas en que la nación futura —no el Estado-nación— se tenía como el fundamento de la nueva sociabilidad. El siglo de debates se cerraba, sorprendentemente, no solo con una remoción de los escombros, sino con la apertura de caminos divergentes que llevaron a unos —Ricardo Rojas, por ejemplo— a remozar el culto a los ascendientes peninsulares a propósito de la emigración en masa al Río de la Plata, y a otros a practicar una variante del indigenismo —José de Vasconcelos, por ejemplo—, a propósito de la revolución mexicana.⁶ Pero que llevaron también a los españoles, a un Miguel de Unamuno en el cambio de siglo, a subrayar la ambivalente imagen del antihispanismo de Sarmiento como producto de un sano espíritu español.

    En realidad, la distancia temporal que separa a Bello de Caro y de González Prada no afecta el fondo de la argumentación. Se vivía en un trasfondo sociológico o socio-cultural similar, y el énfasis con que Caro defiende la herencia peninsular en América (y aplaude a la España posibilista de Cánovas del Castillo), o González Prada denigra de una tradición perversa (y celebra el pistoletazo propinado al mismo Cánovas), son caras del mismo medallón de la impaciencia, vale decir, son las respuestas aparentemente atemporales o anacrónicas de un síntoma cultural que percibió ya Bello con agudeza maestra. Colombia y Perú no habían salido de un desorden institucional agravado por el paso de las décadas (no habían hecho su Caseros, para decirlo con Pedro Henríquez Ureña), y lo que en Chile había llegado a ser un logro, la paz portaliana, era en Perú y Colombia un anhelo o, al menos, una búsqueda por emprender: la independencia como coronación de la estabilidad institucional, del progreso material efectivo, de la paz civil. El periodo de organización, que Henríquez Ureña señaló para Hispanoamérica entre 1860-1890,⁷ no llegó para Colombia y Perú correspondientemente. Así que Caro, con las armas del conservador decidido, y González Prada, con las del anarquista sin concesiones, martillan sobre una conciencia nacional adormilada o sonámbula. Martillan duro, con denuedo, sin pausa. Son francotiradores en una opinión pública que juzgan negativamente, pues una cosa era, como insistía Bello, la independencia política, y otra la construcción civil de la república. Son también Caro y González Prada los constructores de una nueva marcha hacia la civilización; uno, postulando los rasgos de estabilidad cultural amenazada por los liberales, que es la España tradicional de Caro, y el otro, negando las bases culturales tradicionales que se levantan como una muralla ante la tierra prometida, la España nueva de González Prada. En otras palabras, Bello, Caro y González resultan comparables, con pertinencia y provecho; pues si el primero se movía en un marco político en vías de estabilización, los otros dos, en paisajes políticos turbulentos y poco halagüeños. El desengaño acumulado desde la Independencia, acaso, explica la réplica irritada y el polemos agudizado del colombiano y del peruano. Los problemas a que se enfrentan son, con todo, similares, con los acentos propios de las décadas que separan a Bello de Caro y de González Prada, así como los medios y recursos resultan también similares, pero los tonos y las posturas de pensamiento varían, se enfatizan decididamente.

    ***

    En su ensayo El intelectual y la historia, Rafael Gutiérrez Girardot volvió a plantear las bases conceptuales de una investigación provechosa en este campo de la historia de las ideas. La Revolución Francesa había creado las condiciones de la modernidad literaria —como lo anota Walter Benjamin: Napoleón había creado el público europeo del Fausto de Goethe— y la nueva figura del intelectual que emergía de este conflicto histórico universal era, en su esencia, ambigua. Se caracterizó por su condición de inteligencia libremente oscilante, en el aserto de Karl Mannheim. En otros términos, así como la cultura empezaba a ser, al menos desde la Ilustración o quizá desde la Reforma, un bien no adscrito a una institución específica —a la Iglesia o a la universidad o al mundo burocrático estatal y diplomático—, el intelectual, que no es una categoría sociológicamente determinada por su origen o su postura política (es transversal a la sociedad), se encuentra desvinculado de esas instituciones. Su nexo con otros miembros de la sociedad se realiza sobre esa desvinculación. Son intelectuales, vale decir, se trata de una categoría de individuos que se ocupan de lo que otros no se ocupan —pensar y elaborar ideas por oficio—, y se define por la endopatía, vale decir, por la pugnacidad constitutiva de su acción permanente del pensar. La compulsión no solo a pensar, sino a pensar y escribir en contravía, a polemizar, a discutir, a poner en tela de juicio los presupuestos sociales y políticos; su marginalidad, su sospecha por la rutina, no son notas sociológicas atemporales, sino están enmarcadas en determinaciones epocales. Expresión de ello son, por ejemplo, los románticos alemanes que, de Herder a Novalis o Adam Müller, definen una categoría especial, el anti-capitalismo romántico, con las ambigüedades que lo caracterizan: se valen, con fines opuestos, de las mismas armas discursivas de sus contradictores ilustrados y no son los usufructuarios de hecho —socio-materialmente— de los valores pasados que defienden con denuedo. Pero también son éstas las notas constitutivas, al fin del siglo XIX europeo, de figuras de combate como Emile Zola, autor del Yo acuso, o de las respuestas agresivas de los miembros de la Acción francesa —los antiintelectuales que son los intelectuales de derecha—, cuya postura ambigua y confusa está en los orígenes del totalitarismo que encarnaron Charles Maurras o Maurice Barres.

    La comprobación de que el mundo posrevolucionario se escindía entre el Estado, como instancia moral universal, y la sociedad civil, como el ámbito de la lucha de todos contra todos, y donde todos se hacen instrumento necesario de todos, la comprobación, pues, hegeliana de La filosofía del derecho y el Estado, es el horizonte desde el que se construye la relación entre el intelectual moderno y la sociedad. Lo que en cada ámbito nacional, social, político o cultural interviene son variables diferenciales; pero solo variables de un esquema implícito. El "asinamiento problemático universal" de La fenomenología de Hegel es, para Gutiérrez Girardot, la palanca motriz de la inteligencia contemporánea, que es a la vez el motivo del fin del arte, la pérdida de la fe y la marginación del artista. El sistema de la asistematicidad que corroboró en el aparentemente anti-hegeliano Friedrich Schlegel es la otra cara del sistema filosófico de Hegel al que cupo el comentario irónico de Marx: su admiración de que después de la filosofía total como la de Hegel aún pudieran existir seres humanos. El fragmento como analogía microscópica del macrocosmos, en el que se había renunciado al sistema, vale decir, al enciclopedismo ilustrado —del que Hegel fue su ulterior resultado—, es la clave de la bóveda del artista contemporáneo y del papel de la inteligencia en la sociedad contemporánea. El fragmento schlegeliano, que fue no una forma de expresión desarticulada, sino un programa filosófico, es una forma de pensar antiilustrada en la que los límites o géneros preestablecidos se derrumban. Lucinde (1799), una novela de formación en una tradición ambivalentemente goetheana, era a la vez ficción, poema, crítica literaria, arte total desconfigurado; era —es— una expresión indiscutible de ese complejo proceso. La posibilidad histórico-universal de la ironía como postulado epistemológico y la fantasía como consecuencia estética. El artista que se piensa en el pensar del pensar, abre el horizonte de la fantasía literaria como reflejo, como espejo, como infinito juego de relaciones y conexiones intelectuales.

    La asunción de estos complejos filosófico-estéticos, en los autores hispanoamericanos en el siglo XIX, pasa por vías alternas y propias. Este tránsito debería pasar por la puesta en orden de un mundo ignorado, el suyo propio, proceso que culminó con el Modernismo. En la Biblioteca Americana de Bello y de García del Río se delata esa intención que también era polémica: superar los oscuros condicionamientos a que el régimen colonial español

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