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La Media Naranja
La Media Naranja
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Libro electrónico497 páginas7 horas

La Media Naranja

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¿Existe el amor verdadero? ¿Vive, en algún punto del globo, en alguna coordenada, en alguna apartada población, tu “media naranja”, tu alma gemela, tu complemento perfecto? ¿Es verdad que, perdida, entre más de siete mil millones de personas, espera la cerradura para tu llave; la combinación exacta; el ensamblaje perfecto? ¿Puede ser verdad que el amor es una fuerza trascendental que toma posesión de nosotros para siempre; capaz de soportar el tiempo y la distancia?

La Media Naranja cuenta la historia de un hombre y una mujer que nunca debieron haberse separado: dos enamorados que se reencuentran después de veintidós años.

Claudia, divorciada, de cuarenta años, escritora de telenovelas; y, por tanto susceptible a creer, justamente, en el mito del alma gemela, se enfrenta un buen día a la serendipia; a un hallazgo inesperado, cuando ve pasar a Vicente, un antiguo novio al que, veintidós años antes, había rechazado por miedo. A partir de este momento; de este roce del ala de una mariposa, la vida de ambos personajes cambia por completo: la ruta del destino se desvía; el universo se transforma.

¿Podrán Claudia y Vicente consumar su amor, como se consuma el de los héroes de las telenovelas que ella escribe? ¿Vencerán, pues, los obstáculos que se empeñan en anular el amor verdadero; que se obstinan en derrumbar la teoría de que cada uno de nosotros tiene una… Media Naranja?
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento29 sept 2018
ISBN9781506526461
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    La Media Naranja - Alejandro Pohlenz S.

    1.

    ¿P or qué aceptaba esa situación? Una mujer atractiva de cuarenta años. A los treinta y dos, había decidido celebrar el ritual pequeñoburgués de la mamoplastía, que no había dejado cicatrices considerables y sí le había generado un eufórico aumento de la autoestima y la posibilidad de revertir los efectos de tres embarazos y sus consabidas lactancias, que habían dejado sus senos patéticamente desinflados, como globos sin vida. Ahora, sus pechos eran turgentes. Sí: desafiaban a la gravedad, pero eran simétricos, armoniosos y excitantes para todos los hombres a los que les había autorizado manipular esas prótesis de cristalinas bolsas de agua destilada con valor de mil dólares cada una.

    La nalga. Debajo de la nalga: ahí, donde empieza la pierna. Esa no muy graciosa curva donde se acumula curiosamente la piel de naranja (el paisaje de la luna apelotonado ahí), era, para ella, una preocupación. Por eso, las cremas, los desplantes en el gimnasio y, claro, los estratégicos pareos cuando iba a la playa.

    Pero no estoy nada mal para mis cuarenta, se dijo, viéndose al espejo de cuerpo completo, desnuda. Por lo menos no estoy gorda, como mis amigas de la universidad. Más bien… quizá… ¿demasiado flaca?

    No había hecho falta, hasta ahora, liposucción, porque Claudia era disciplinada con la alimentación e iba al gimnasio frecuentemente –cuando no surgía alguno de esos angustiantes bomberazos de la empresa–.

    Claudia se volvió para ver a Rubén, dormido, en su cama. Iluminado con la luz de la calle se veía aún mejor. Los músculos de su pecho, marcados, contrastados, quebrados. Sus brazos tersos; la piel como de cerámica. Su sexo dormido, de lado, deformado, pacífico, inofensivo. La total ausencia de vello en pecho arrojaba una visión como de una superficie de látex: diáfana y perfecta. Miró a Rubén largamente, como se mira a un extraño en la calle. Nunca pudo entender por qué no había un solo pelo-en-pecho. Hombres que se depilan. ¡Vaya!

    ¿Por qué acepto esta relación? ¿Es una relación? ¿No debería de buscar algo más profundo? ¿No debería de buscar el amor? ¿El amor? ¿Existe? ¿Existió? ¿Escapó en un éxodo sin regreso? ¿Huyó hacia la eternidad? ¿Fue engullido por un hoyo negro?

    –Ay, amiga, no tiene nada de malo –le decía frecuentemente Alicia, su compinche y confidente. –No pienses tanto. Gózalo. Rubén es un bombón. Ya quisiera cualquiera de nosotras tener un gorila de esos en la cama. ¡Papito!

    Claudia caminó hacia el baño. En la pared, vio las fotografías de sus hijos. Lo hizo fugazmente, como un trámite veloz. Pensó en el capítulo de la telenovela Almas Gemelas que tenía que entregar al día siguiente; vio el reloj de pulso y sintió un calambre en las manos. Eran las dos de la mañana. Había tiempo. Quería aprovechar el fin de semana, que los muchachos estaban con su papá, para trabajar; pero Rubén había llegado inesperadamente y, como siempre, sin decir palabra, la había desvestido con esa apasionada sutileza y habían hecho el amor, de pie, sin pasar del recibidor –solo cuidándose de La Paca que estaba en el cuarto de servicio, viendo la comedia de la señora–.

    Claudia abrió la llave de la regadera y concedió unos segundos de sus reflexiones a Ernesto. Si supiera ... ¡Ay, no! ¡Pobre!

    Claudia no sintió nada cuando imaginó el momento en el que Ernesto se enterara de sus encuentros con Charles Atlas, versión Sport City. El hombre del cuerpo de hule, los esteroides anabólicos, la calva en el pecho y los bíceps imposibles.

    Mientras el agua caliente pintaba su cuerpo, lo llenaba de un bálsamo transparente y vaporoso, volvió a pensar en el amor. Siempre se refrenaba de usar –en su diálogo interno– las palabras de sus telenovelas: amor verdadero, primer amor, amor único; media naranja ... alma gemela… Pero, finalmente, eso es lo que había estado buscando. Sentir lo mismo que veintitrés años atrás, en el camellón de eucaliptos, cuando él la tomó de la mano. El momento más feliz de su vida. Ay, no, pensó, otro cliché insufrible.

    Reflexionó en lo estúpida que fue al alejarlo. Se estremeció con la palabra indecisión: villana que la había perseguido desde entonces. Recordó que, justamente, para conjurar a ese demonio es que se había casado. Fue fundamental lo que le dijo su madre:

    –No puedes pasar la vida sin saber qué es lo que quieres. ¡Tienes que decidir algo, lo que sea! Y, cuando lo hagas, tienes que ser consistente con tu decisión.

    –Pero, y, ¿si me equivoco, mamá? –argumentaba ella.

    –No puedes saber si te vas a equivocar sino decides algo. Entiéndelo, Claudia: tu vida no ha sido más que una consecución de pasmos, de parálisis. ¡Haz algo, niña, por el amor de Dios!

    Con el papá de los muchachos, Claudia, se equivocó tanto que, aún siete años después del divorcio, sentía un doloroso resquemor; una insidiosa voz interior que le decía: ¡qué manera tan imbécil de perder el tiempo, Claudia! Y, el tiempo, es irrecuperable.

    Con el champú, repitió su frase de cartabón; también, tan simple como un parlamento de sus telenovelas: "me casé sin amarlo verdaderamente. Y, de nuevo, la duda, la vacilación, la irresolución: ¿existe el amor verdadero? ¡Qué cursi, que estúpido, qué escalofriante lugar común!" Y, sin embargo, naive, kitsch, cursi o como fuera, todos deseamos desesperadamente amar y ser amados; todos ansiamos esa sensación milagrosa que, por un momento, le da una razón a la vacía existencia.

    Con el estropajo asesinando salvajemente bacterias en la piel de Claudia, ella trataba de matar, por su parte, esos tan odiados lugares comunes; esas palabras y conceptos tan manoseados, como, la razón de la existencia. Pero ahí estaba la más elemental ambigüedad de su propia existencia.

    La escena de los eucaliptos, la más bella de su vida –sin contar el nacimiento de sus tres hijos–, era un recordatorio de que se podía ser feliz (la felicidad: otro concepto hueco y deshilachado), aunque fuera por solo una pequeña molécula de tiempo.

    Pasó un buen rato sintiendo el agua del Sistema Cutzamala¹ embarrando suavemente su rostro afilado; las patas de gallo, las hendiduras al lado de la boca, el cuello que empezaba a parecerse a un pergamino encontrado por los saqueadores de una vieja cueva en Irak.

    Al cerrar las llaves pensó en Álex, como siempre. Se lo encomendó a Dios; le pidió que el alma de su hijo tuviera un adecuado reposo. Pero, al pensar realmente en Dios, Claudia siempre terminaba agotándose y guardando sus reflexiones en algún cajón oscuro, en la más lejana bodega de su cansada cabeza.

    Rubén seguía durmiendo inmóvil como bebé en su cuna. Claudia trató de no incomodarlo, mientras sacó sus jeans y su roída sudadera del cajón de la cómoda. "Capítulo 134… ¿Cómo terminó el 133?… Juan Antonio amenaza de muerte al villano. No me encanta ese final. La gente sabe que el héroe es incapaz de matar a sangre fría, aunque se trate del malo. Necesito un suspenso menos convencional."

    Regresó al baño a secarse el cabello: corto, lacio. Tengo que hacerme otro corte, pensó, al quitar el vaho del espejo. Hay que poner el café.

    2.

    H abía comprado ese departamento frente al bosque de Tlalpan, más por la vista que por la comodidad y la amplitud. En mayo, la ciudad de México era como un Temazcal ² –gracias a la siempre generosa contribución del calentamiento global–. Un Temazcal con olor a diésel, monóxido de carbono y aguas negras. Claudia abrió la ventana y puso la taza humeante de café en el escritorio. Prendió la computadora. La angustia empezó a invadirla como si fuera un suero intravenoso, hasta que llegó a todos los rincones de su cuerpo. Escribir duele. Aunque sea solo telenovelas.

    Llegó el momento del día al que ella siempre le tenía miedo: cuando aparece la hoja en blanco, el cursor parpadea, como marcando los segundos. Es el instante en el que Claudia se enfrentaba a sí misma, a los límites de su capacidad, de su creatividad y de su inteligencia. Y, no es nada grato verse al espejo de una manera tan cruda. Eso es escribir: verse con lupa, ponerse a prueba, llegar al borde de la competencia.

    La telenovela iba relativamente bien. Claudia inició su ritual, accediendo a su correo electrónico. Ernesto había mandado un artículo del Cientific American sobre cómo influyen, en una madre, las células del feto. Eliminó el correo chatarra –eterno parásito–. No le iba a responder a Ernesto hasta el día siguiente. Abrió el documento del 133. Las dos cuarenta y cinco. No tenía ganas de trabajar. Le tentó la idea de meterse en la cama a manosear a Rubén, como quien hace una escultura de arcilla; tentonearlo traviesamente. Desechó el proyecto en un instante. Luego, un trago al café caliente –las sublinguales exprimiéndose– y el sonido de los grillos del bosque. El cursor de la computadora preguntando, esperando rítmicamente. El síndrome de la pantalla vacía. Pensamientos inútiles, irrelevantes.

    Claudia, primero, sintió una presencia: el peso de la mirada de alguien que le ordenó que volteara y, entonces, vio una silueta en el bosque. Claudia checó el reloj de la computadora: las dos cincuenta y uno. ¿Qué hace alguien a las tres de la mañana en el bosque?

    Aguzó la mirada, tratando de vencer el duelo con la oscuridad. Y, ahí estaba él: Álex. Exactamente igual que el día del secuestro. Siete años de edad: la playera azul, los jeans, los tenis de foquitos. Parecía algo macabro, al principio, pero, pronto, Claudia vio la limpia sonrisa dientona de su hijo. No se asustó, porque no era la primera vez que lo veía desde su muerte, nueve años atrás.

    –Mamá… –dijo, sin mover los labios. Claudia sintió que se le derretían los ojos en borbotones; el cuello era una explosión imposible.

    –¡Mi amor!

    Ninguno de los dos movía los labios, pero podían comunicarse.

    –¡Mi chiquito! Hace mucho que no te veía. ¿Dónde andabas, enano? Álex mostró, de nuevo, sus grandes dientes y solo dijo:

    Pato te necesita, mamá.

    Claudia sintió fuego y ácido en las piernas. Dos segundos después, sonó el teléfono. Miró el identificador de llamadas. Era el celular de Miguel, El Pato, su segundo hijo de veinte años. Claudia miró, de nuevo, hacia la densa negrura del bosque. Álex ya no estaba.

    –Mamá: estoy en la delegación.

    3.

    T res y media de la mañana. Agencia del Ministerio Público número cincuenta y cuatro. Carretera Picacho-Ajusco. Claudia miró la escalinata que parecía eterna; era el camino al infierno –nada más que hacia arriba (aunque quién sabe dónde vive realmente el Diablo)–. Subió rápidamente, tratando de evitar el vértigo y llegar a la siniestra sala central. Caminó con seguridad al mostrador, donde, claro, no había nadie. Miró a su alrededor. Inevitablemente, la imagen del Servicio Médico Forense apareció frente a sus ojos: ese grabado imborrable en su mente, cuando tuvo que reconocer el cuerpo de su hijo menor. Claudia se aseguró de disipar esa proyección y enfocarse en ese instante; buscar con la mirada a alguna persona. Saliendo de un despacho, apareció un sombrío hombre, joven, con jitomate y chile verde en las comisuras de los labios.

    –Buenas noches. Busco a Miguel Cázares. Es mi hijo. Claudia resistió la tentación de decirle al agente del M. P. que tenía restos de alimento en los labios. El agente no contestó, solo tomó el libro de registro y revisó la lista. Con su dedo de aguacate y mayonesa, dio con el nombre de Miguel Ángel Cázares Álvarez.

    –Está detenido por manejar en estado de ebriedad. No pasó el alcoholímetro, pues.

    –Pero ¿qué no debería de estar en el Juzgado Cívico, señor? –preguntó Claudia sin parpadear.

    –Pues sí, pero, al parecer, el presunto, se resistió al arresto, mi reina. –Claudia pensó que eso era bastante típico de su hijo, que abominó siempre a la autoridad y tenía estallidos inexplicables de cólera. Luego, Claudia tuvo una pequeña incidencia de ira, basada en el mi reina, la igualdad de géneros y la forma en la que el licenciado le miraba los pechos plásticos.

    –¿Qué hay que hacer para sacarlo?

    El Emepé la miró con impaciencia y movió la lengua para meter a la boca el jitomate de la comisura.

    –Espérese ahí, güerita. Puede tomar asiento, si quiere. –El hombre terminó limpiándose, con la manga de un suéter de rombos absolutamente demodé, lo que faltaba del chile verde y le señaló a Claudia las sillas azules de plástico a la entrada del salón. Claudia pensó en el calor que debería de sentir el hombre envestido en ese pulóver de los setenta, pero, obedientemente, se sentó. El agente no dejó de verle las nalgas a Claudia con los ojos más abiertos que antes y pensando: no está mal para su edad. Yo, sí la pasaba a la báscula…

    Al paso de las horas, Claudia recordó la visión que había tenido en el bosque y pensó en Rubén, el modelo de revista que dejó dormido en su lecho. ¿Por qué no le dijo que iba al Ministerio Público? También pensó en el papá de Miguel y en el hecho de que el estúpido no estaba ahí, en la agencia cincuenta y cuatro. ¿Por qué? Tuvo la intención de buscar al papá de Miguel, pero se contuvo. ¿Para qué? Se van a complicar las cosas, como siempre.

    Claudia tuvo tiempo de pensar en el sistema de justicia del país, en la razón por la que siempre, en los Ministerios Públicos, era necesario esperar tanto: ¿era parte del ritual de la Justicia? Claro, te hacen esperar, para que te desesperes y, más tarde, les des una mordida, con tal de salir de aquí. Los asientos eran especialmente importantes para ese proceso (el de la impaciencia): tan incómodos que, después de unas horas, uno estaba más que dispuesto a dar dinero, con tal de recuperar la redondez de las asentaderas.

    Pensó en todos esos reos y reas en los reclusorios que tienen que esperar dos o tres años para siquiera ser sometidos a juicio. Pensó en el olor de las agencias del Ministerio Público. Siempre huelen a fondas ... Siempre están cocinando algo, allá, al fondo, en sus hornillas eléctricas, se dijo a sí misma, en los momentos en los que iban apareciendo Miguel, mejor conocido como El Pato, y su alegre amigo, Ricardo, junto con dos muchachas que jamás había visto, pero con un claro exceso de maquillaje y escasez de ropa. El arrepentimiento y la culpa definían el rictus de Miguel en ese momento en el que Claudia sintió cierto alivio –porque se encontraba vivo y relativamente bien–. Venían acompañados de dos trasnochados uniformados con sobrepeso.

    –Mamá, te juro que… –Claudia lo interrumpió en el acto, diciéndole, contundente: –Hueles a pulquería hijo. ¿Dónde está tu papá?

    –No sé.

    Claudia, entonces, sí hirvió en el caldero de una cólera incontenible.

    –¡No puede ser! –Pero, antes de que ella pudiera recitar su preestablecido catálogo de improperios en contra del papá del niño, el judicial más gordo, interrumpió diciendo:

    –Tenemos que ponernos de acuerdo, güerita.

    –Ponernos de acuerdo, ¿para qué? –Claudia fingió no saber a qué se refería el agente de la amplísima papada que vibraba como guajolote.

    –Para soltar a los muchachos.

    –No sé quiénes son ellas.

    –Son Rosalba y Cecilia, mamá. Unas amigas.

    –¿Dónde están sus papás?

    –No quieren que se enteren de…

    –Son las seis de la mañana, Miguel. ¿Los papás de tus amiguitas no saben que ellas están aquí?

    Cecilia, una flaquita vestida a la usanza Rebelde, con calcetas, minifalda y un top que parecía un pañuelito, solo alcanzó a decir, entre dientes: no, no saben.

    El oficial regordete, tomó a Claudia del brazo, al tiempo que decía: véngase para acá… Claudia sintió los dedos gordos en su brazo y tuvo un casi irrefrenable impulso de decirle al oficial que no la tocara. Pero le siguió la corriente y ambos se fueron a un rinconcito, bajo la mirada del agente que ahora, tenía merengue en la punta de la nariz. El postre. El gordito y la dramaturga tenían que alejarse de las cámaras de vigilancia que habían instalado en todos los Ministerios Públicos, dizque para evitar la corrupción (ja, ja), en la inteligencia de que la corrupción en este país es inevitable, ancestral y genética. El hombre de los dedos pachones le dijo a Claudia, al oído, la cantidad que se requería para garantizar la libertad de los pubertos irredentos.

    –No estaría mal que pasaran algunas noches en los separos, oficial, –dijo Claudia dizque muy estricta. –Así que no le voy a dar los cinco mil pesos que usted me está pidiendo.

    –¡Baje la voz, güerita!

    Claudia, en ese momento, pensó en hacer una bronca. Dar una perorata sobre la corrupción, sobre el hecho de que, la equidad en la aplicación de la ley sería la única forma de progreso en el país, pero no lo hizo. Quería ir a casa; llevarse a Miguel y sanseacabó. A eso apostaban los agentes y los oficiales: a la desmoralización (y el dolor de coxis).

    Claudia, discretamente, le dio los billetes al oficial de las manos de tamal oaxaqueño. Sintió su propia mano contagiada como de grasita y se limpió en los jeans, como si tuviera principios de lepra.

    –Gracias, güerita. Ahora, ya namás tiene que pagar la multa y listo. Ah, y mañana, hay que hacer los trámites para liberar la unidad… Por cierto, señora: está usted bien chula –con todo respeto–. ¿Por qué la dejó sola su marido?

    Ella frunció el labio inferior, a lo que el oficial cachetón, solo replicó: Que Dios la bendiga. Después de comunicarse no verbalmente con su pareja, ambos salieron hablando de viejas y de la peda de anoche. Claudia estaba muy cansada para indignarse y revisar algún argumento feminista, así que fue rápidamente con el agente de la nariz de merengue que leía ávidamente, en el TV-Notas, un artículo sobre las adicciones de Carmen Campusano y el embarazo de Susana González.

    –Perdón: quiero pagar la multa –dijo, suavemente, una Claudia casi con culpa por haber interrumpido la lectura del agente de los rombos.

    El agente levantó la mirada con una sonrisa y revisó, de nuevo, el cuerpo de Claudia, como si no lo hubiera visto horas antes, recayendo en sus senos; obviamente, haciéndose, quizás, la pregunta: ¿Serán de verdad?

    –Cómo no, güerita. Péreme, porque, además de pagar, hay que hacer un acta. Pero no se apure, reina, que estamos para servirle.

    El licenciado dejó el TV-Notas, con la portada de Maribel Guardia con muy poca ropa en el mostrador, y desapareció, en el instante en que ella sintió la presencia de Miguel.

    –¿Qué onda, ma’?

    –Ya sabes, hijo, la burocracia y la corrupción.

    Miguel la miró un buen rato, hasta que Claudia le dijo, a bocajarro:

    –Vi a tu hermano.

    –Ay, no, mamá, ¿otra vez con eso?

    –Me dijo que te cuidara ... ¿Por qué me lo dijo, Pato? ¿Qué está pasando?

    –No está pasando nada y no puedes creerle a un… ¡Olvídalo!

    –¿Seguro que todo está bien?

    –¡Neta!

    Claudia miró a su hijo con desconfianza y solo ajustó a decirle: luego hablamos.

    4.

    C laudia todavía tuvo que llevar a las de RBD y a Ricardo a sus casas en Las Lomas, así que, ella y El Pato llegaron a las siete y pico a la casa del bosque de Tlalpan. Se mantuvieron en silencio todo el tiempo, porque El Pato cabeceaba como vieja gorda en el Metro; roncando un poquito, a veces.

    Llegando a la casa, El Pato desapareció hacia su recámara y Claudia se fue a la cocina a poner el café.

    Le sorprendió que Rubén ya estaba vestido y perfumado en la cocina, tratando de descifrar cómo funcionaba la cafetera. Claudia se le quedó viendo como si estuviera mirando a un intruso. Con lo de Álex, El Pato, las horas en el Emepé, Claudia había pensado solo una vez en el musculoso sujeto que, ahora, parecía un desconocido. De hecho, se puso un poco nerviosa, porque El Pato no sabía de la existencia del fisicoculturista.

    –¿A dónde fuiste?

    –Al Ministerio Público.

    –¿A qué?

    –Una bronca con El Pato… A ver, déjame ayudarte con el café.

    Rubén estaba recién bañado y su loción chocaba ferozmente con la sensible nariz de Claudia. Claudia no había dormido. Rubén, como si fuera ya un miembro de la familia, buscó los huevos, la sartén, el aceite, el jamón, para prepararse su desayuno. La Paca andaba quién sabe dónde en ese momento. Quizá había ido al mercado sobre ruedas.

    –¿Tu hijo ya sabe de nosotros?

    Claudia, primero en silencio, le sirvió más café al fortachón y éste notó su evidente molestia.

    –¿Qué es lo que hay que decirle? ¿Qué significa nosotros? De hecho: ¿hay un nosotros? –Claudia puso un par de rebanadas de pan en el tostador, porque sentía cómo los ácidos estomacales horadaban el píloro y subían hasta el esófago.

    –Suena a reproche –dijo Rubén, al tiempo que buscaba la mirada de Claudia, ya bien concentrada en las rojas resistencias del tostador de pan.

    –Yo sería incapaz de reprocharte nada, Rubén. Yo sé que no hay un nosotros más que cuando estamos desnudos, nuestras piernas atadas y nuestras lenguas rozándose como pescaditos.

    Rubén sonrió. Le fascinaba la forma de hablar de Claudia.

    –Te dije que sonaba a reproche.

    El pan saltó asustando a Claudia, quien tomó las rebanadas calientes con las puntas de los dedos.   

    –Estoy cansada. Pasé cuatro horas en un inmundo Emepé.

    –¿Por qué no me dijiste nada?

    –¿Para qué?

    –Para ayudarte… No sé…

    –Ayudarme ... ¿Cómo?

    –Olvídalo.

    Rubén acompañó los cuatro huevos revueltos con el pan, comiendo, como siempre, desagradablemente; abriendo un poco la boca y dándole a Claudia vistazos del bolo alimenticio. Ella daba sorbitos de su café caliente: su mente, chiclosa, pastosa, disparando señales sin ton ni son. Lo último que quería en esos momentos, era emprender algún tipo de dialéctica con ese joven y hermoso ejemplar del género de los machos-sin-cerebro. Tampoco quería replantearse la pregunta de anoche; la pregunta de siempre. La que Claudia se repetía como AK-47, desde que se acostó por primera vez con Rubén y tuvo tres orgasmos al hilo, en cuatro minutos y medio. ¿Por qué lo acepto? ¿Por qué apruebo una relación vacía, con un instructor de gimnasio con el que no comparto más que la cama y los fluidos corporales? Ni siquiera soy tan fanática del sexo. Es decir, me da igual –pensó–; si se da, bien, si no, también. No dependo del sexo, podría vivir sin él. Es como un aditamento tecnológico, como un condimento en la comida. Lo nutritivo de la vida, no está ahí (pero, tampoco en la mayéutica esforzada de Ernesto). Claudia volvió a preguntarse: ¿dónde está el hombre ideal? Abatida, mirando el negro espejo del café, pensó: ¡No sueñes, Claudia, ese hombre no existe ni en tus telenovelas!

    –¿En qué estás pensando, Claudia? –preguntó Rubén mascando el pan de caja como si fuera un chicloso.

    –Estoy pensando en que no quiero pensar.

    Rubén sonrió y siguió haciendo ruido con la boca, al tiempo que Claudia se ponía de pie –café en mano– y se dirigía al cuarto de El Pato; o, quizá, solo quería caminar lejos de ahí, a años luz del pene con ojos como lo llamaba su amiga Alicia.

    –¿Quieres que me vaya? –preguntó Rubén casi para sí.

    –Yo creo que sí. Gracias por comprender.

    Claudia desapareció y Rubén, al sentir la acidez del jugo de naranja, pensó en las formas y las posiciones de la noche anterior y en cómo mejorar su técnica; cómo encontrar el Punto G de Claudia. De todas maneras, el cerebro no le daba para más. Rubén admiraba la lucidez de Claudia. Cada vez que ella decía algo, no podía impedir sentirse hechizado con el estilo de esa mujer: su aplomo, su cultura; su bravura.

    Quizá, en otras circunstancias se hubiera enamorado de ella. Pero, el amor, casi nunca tiene que ver con las circunstancias.

    5.

    P or el identificador de llamadas supo que era el papá de El Pato. Claudia quería descansar un rato, pero el irritante timbre del teléfono se lo impidió. Eran las ocho de la mañana.

    Ella ya estaba enojada, incluso, antes de contestar el teléfono, generando presión como válvula de vapor. Casi siempre, hablar con Miguel, le causaba ronchas alérgicas que le daban comezón.

    Claudia, además, no era una mujer paciente: para ella, Miguel era el responsable de muchos de los peores momentos de su vida y, a pesar de los rollos mentales, de los discursos que se daba a sí misma en cuanto a la necesidad de perdonarlo, en realidad, no podía. Sentía un enorme rencor contra él, a pesar de que, algunos de los problemas, habían sido culpa de Claudia. No debió haberlo tolerado tanto tiempo: su alcoholismo, su mediocridad y, después, para colmo, la certidumbre de que se estaba revolcando con la secre. No hay nada más mezquino que eso –pensó tantas veces Claudia–.

    Miguel era un hombre de cuarenta y tantos años, arrugado como momia de Guanajuato y, a estas alturas, con una joroba desagradable y una extraña calva solo de un lado de la cabeza.

    En efecto, era un hombre absolutamente estándar, con una tendencia hacia abajo, hacia el precipicio. El alcohol de tantos años, lo había abotagado y le había dibujado unas desagradables ojeras: moradas, profundas como cráteres marcianos.

    Ya para estas alturas, Miguel cargaba una redonda, pero caída panza y no había hecho nada con su vida. En el fondo, lo único valioso con lo que siempre contó, era con Claudia y los niños. Pero, más allá de eso, Miguel había dejado a medias la carrera de administración de empresas y manejaba una oscura empresa que distribuía un antivirus de origen noruego o finlandés.

    Por si faltaran agravantes, Miguel fumaba como si Marlboro fuera a quebrar mañana y su voz era análoga a las de los teporochos que se sientan en la calle Guatemala, en el Centro.

    Claudia contestó el teléfono y, todavía no se lo había colocado en la oreja, cuando ya estaba gritando. ¡Ah, cómo detestaba enojarse! Odiaba perder el control y sentía como si millones de ácaros se estuvieran dando un festín con las células epiteliales de su cuero cabelludo.

    –¡Son las ocho de la mañana y es, apenas, cuando el señor se preocupa por su hijo!

    Claudia sintió que le hervían las orejas y le fallaba el pulso. Se empezó a rascar la cabeza para despistar a los ácaros, empachados de tanta piel.

    –Asumo, entonces, que está contigo. –Dijo Miguel con el tono rascoso de tanto tequila en la vida.

    –¿Qué crees?

    –¿Me toca jugar a las adivinanzas, Claudia?

    –Vete a la chingada, ¿quieres?! ¡¿Por qué te preocupas del Pato hasta ahora?! –La palabra chingada sonó tan bien en ese momento, que Claudia sentía que estaba lamiendo una paleta de dulce.

    –Porque hasta ahora desperté y vi que no estaba en su cama.

    –¡¿No lo checas cuando llega?!

    –Tiene veinte años, Claudia. Ya sabe lo que hace.

    –Aparentemente, no. Lo detuvieron, porque andaba manejando borracho. Y, eso no me preocupa, sino que se embarre en el Periférico por andar manejando hasta la madre.

    –¿Nunca lo hiciste tú?

    –No. Y no estamos hablando de mí.

    –¿De qué estamos hablando?

    Claudia respiró hondo. Cerró los ojos. Pensó en la aparición de Álex, para tratar de tranquilizarse. No quería reventar el teléfono, como siempre. También pensó que, un pleito con el pendejo de Miguel, no ayudaba en nada con la problemática de El Pato. Claudia caminó un poco hacia el ventanal del bosque, para calmarse.

    –Solo digo que hay que supervisarlo más, Miguel. En especial ahora. –Aclaró Claudia en un tono casi dulce.

    –¿Por qué especialmente ahora?

    Claudia tuvo la intención de contarle que Álex se lo había dicho, pero sabía que el papá de los niños se iba a burlar de ella, como lo hizo tantas veces, después de que encontraron el cadáver de su hijo y que Álex empezó a aparecer. Pero Miguel adivinó.

    –¿Otra de tus visiones? –dijo con un tono burlón y de superioridad.

    –Me da igual si me crees o no, Miguel. Pero, siento que… ¡Mejor no digo nada!

    –El caso es que El Pato está bien, ¿no, Claudia?

    –Sí, Miguel: ¡excelentemente bien! ¡Y, tú, sigues viviendo en tu nube!

    –¿Yo, en una nube? Yo no soy el que veo a mi hijo muerto cada lunes y martes.

    –¡Adiós!

    Claudia colgó como queriendo demoler el teléfono –lo que había querido evitar–. La ira le fue bajando por gravedad hasta las plantas de los pies, donde, hizo un remolino y se disipó como una hoja en el viento. No tenía caso hablar con ese alcohólico, depresivo, perdedor. Claudia estaba muerta y sus pensamientos eran monzones que destruían todo a su paso. Mejor se fue a su recámara, se recostó y cayó profundamente dormida. Soñó con tortugas y con que buscaba ansiosamente su pasaporte –sin encontrarlo– y estaba de vacaciones en una extraña isla a la que tuvo que llegar en avioneta, acompañada de Ernesto, hasta que sonó, de nuevo, el teléfono, a las once y media. Era Ernesto. Digamos, que el galán oficial de Claudia (¿quién dice que los sueños no son premonitorios?). Claudia se despertó de muy mal humor y su aliento sabía a herrajes, clavos y bilis.

    –Hola, mi amor. ¿Cómo estás?

    –No sabría definirlo con exactitud, Ernesto.

    –¿Por qué?

    –Porque no he despertado cabalmente.

    –Perdón, no quise… Pero ya son casi las doce…

    –Está bien. No te preocupes.

    –No me preocupo: me ocupo…

    Claudia detestaba esos juegos de palabras de Ernesto, dizque muy ingeniosos. Ja, ja.

    –¿Qué tienes, mi amor?

    El Pato tuvo un problema y está aquí.

    –¿Qué problema? ¿Está bien?

    –Está bien, pero, no creo que nos podamos ver hoy.

    –No importa. El chiste es que tu hijo y tú estén bien. ¿Puedo hacer algo por ti?

    –Sí. No deberías de ser tan ... Impecable ...

    Ernesto se quedó callado unos segundos. Luego, ajustó a decir, con la voz vacilante: es que te amo.

    Claudia le pidió perdón y le dijo que le hablaría más tarde. Ahora colgó el quebradizo auricular y decidió meterse a bañar e iniciar el día como Dios manda. Era sábado, tenía que escribir, hablar con Miguel-chico y, como decía el propio Ernesto, en una frase que le producía más neuro-dermatitis a Claudia: echarle ganas.

    ¿Echarle ganas? Como, ¿para qué? ¿Con qué fin? ¿Hacia dónde debían ir dirigidas las ganas? ¿Qué sentido tenía todo esto? ¿Por qué estoy aquí? ¿A dónde voy? ¿Quién soy? ¿Qué quiero? Preguntas repetidas desde hacía cinco mil años, por los hombres y las mujeres del planeta azul: Sistema Solar, Vía Láctea, cinco mil millones de años después del Big-Bang.

    6.

    E l sol ya empezaba a clavar sus rayos en el departamento. El calor de mayo entraba como una ola de lava por la ventana que daba al bosque. Al fondo, se dibujaba la línea de partículas: indescifrables materiales volátiles, que iban desde el monóxido y bióxido de carbono, hasta materia fecal, plomo, amoniaco, desperdicios industriales y simple sopor.

    A pesar de la boca seca, los sentidos atrofiados y la mente lenta como un carro viejo, Claudia ya llevaba medio capítulo de la telenovela, y había entrado a la selva de la creación: ese happening de estrés, impaciencia y sudor que sucedía siempre que tenía que relacionar veinticinco personajes, recordar los más de cien capítulos anteriores, pensar en la consistencia de los tipos, la fuerza de las escenas que iban a comercial y en los caprichosos y eróticos gustos del productor y del público. La fórmula: sexo y violencia.

    La ventana del despacho daba al oriente, hacia el bosque de Tlalpan. Un bosque que, desesperadamente, se afanaba, sudando y gimiendo, por producir oxígeno, por mitigar el calor, por sostenerse en pie. La ventana estaba abierta, pero Claudia sudaba, tecleando como pianista profesional, poniendo a los personajes en ruta de colisión y creando situaciones inesperadas. En ese trance, Claudia no podía parar. Miraba la pantalla y, cuando la escena lo requería, tecleaba más duro, casi despedazando el teclado, como si la emoción pudiera pasar de las teclas a la pantalla.

    Apareció El Pato con gruesas lagañas, un aliento como de lumbrera del Drenaje Profundo y olor a sudor, Emepé, perfume de golfa y otros hedores indescriptibles. Luego, ensayó un movimiento de cejas para denotar arrepentimiento.

    –Hola, ma’.

    –Pérame. Estoy terminando una escena.

    Claudia tecleó con más enjundia, con prisa, sabiendo a dónde iba, cómo iba a terminar la escena. El Pato miró los reconocimientos en la pared, las fotografías de él y su hermana en todas las etapas de su vida, la Mención Honorífica, el título profesional con una bella foto de su madre de hacía veinte años y los premios del librero, orgullosos bodrios inmóviles que ya habían perdido cierto brillo, a pesar del esfuerzo de La Paca por pulirlos (creo que había salido peor y ya parecían de plata cuando supuestamente eran dorados).

    Claudia escribió las palabras corte a, y apuntó algo en un post-it de color estridente, para acordarse de cómo iba a terminar ese capítulo. Luego, giró con la silla parsimoniosamente y enfrentó a Miguel con la mirada.

    –Siéntate, Miguel.

    Miguel posicionó sus cejas y su boca para tratar de parecerse a un angelito que acababa de descender del mismísimo cielo con música de arpa y aureola luminosa.

    –¿Qué hemos hablado de manejar borracho?

    –Ya lo sé, mamá. Perdóname.

    –No me pidas perdón. Digo, independientemente de que bebes mucho, tema que también vamos a discutir, hay una cosa que se llama conductor designado –aunque dudo mucho que en verdad exista en tu grupito de amigos–. Manejar en estado de ebriedad es peligroso. Es la primera causa de accidentes y de muerte en esta ciudad; pero, eso, ya lo sabes, ¿no? También sabes que te quiero mucho, pero que voy a tener que tomar medidas.

    –¡Te juro que no lo vuelvo a hacer, ma’!

    –No te creo. Así que, por lo pronto, dame las llaves de tu coche. Voy a sacarlo del corralón y va a quedar confiscado hasta nuevo aviso.

    –¡Mamá! ¡No manches! ¡No puedes hacerme eso!

    –Sí puedo y lo voy a hacer. Dame las llaves.

    El Pato se puso de pie. Estaba rojo como sol al atardecer y no pudo contenerse: levantó la voz.

    –¡Es que no es justo, no es justo! ¡Me voy a ir a vivir con mi papá!

    –¿Ya te vas? ¡Adiós, hijo! Pero, de todas maneras, me vas a tener que dar las llaves del coche, porque es mío.

    –¡Están en mi cuarto!

    Miguel-hijo, salió del estudio como tormenta eléctrica. ¡No azotes la…!

    Claudia brincó de la silla al escuchar el ruidajo de la puerta que se azotaba. Luego, claro, respiró todo el ozono que pudo y se puso de pie, pensando en la molestia de tener que ir al depósito por el coche de El Pato.

    En la pantalla de la computadora, las letras negras, sobre el fondo blanco, decían, simplemente, sobre esos planos, corte a.

    Con todo, ya tenía en su cabeza el final de ese capítulo y cómo conducir al público al clímax. Le inquietaba el hecho de que su jefe no estaba de acuerdo en cómo ella había desarrollado un personaje.

    Tomó las llaves del Chevy de Miguel y le llamó a Ernesto, para que pasara por ella y la llevara al corralón. A Claudia no le agradaba mucho pedir favores, pero, mejor Ernesto, que el papá de los niños; además, aquel ecuánime hombre sin cabello; divorciado y con dientes chiquitos, siempre estaba

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