El Beso Del Escapulario
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Profetiza en contra de multimillonarios, jerarcas eclesiales, polticos corruptos y las damas santas. En el purgatorio contempla millares de hlitos deambulando como seres sin ser. Es torturado por militares, naufraga entre la bondad de Dios y la crueldad humana. Satans lo lleva por sus dominios infernales, slo el beso del escapulario puede salvarlo.
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El Beso Del Escapulario - Nicolás Rosendo García
Copyright © 2011 por Nicolás Rosendo García.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso: 2010943294
ISBN: Tapa Dura 978-1-6176-4483-2
Tapa Blanda 978-1-6176-4482-5
Libro Electrónico 978-1-6176-4481-8
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.
Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.
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Contents
ENIGMÁTICO ENCUENTRO
UN NABI
UNGIDO POR EL SANTO ELIAS
MÁS ALLÁ DEL ESPACIO Y DEL TIEMPO
EL PROFETISMO ES UN DON
EL COMIENZO
LA ORACION EN EL MONASTERIO
LA LUCHA CONTRA EL MAL
ENCUENTRO CON SAN ROMERO DE AMÉRICA
LOS MILAGROS
DEL PADRE ANTONIO
EL TOZUDO DEL PADRE ANTONIO
LAS SANTAS
DAMAS
EL ÁNIMA Y LOS SOLDADOS
APENAS EL PRINCIPIO
GLOSARIO DE TÉRMINOS
ENIGMÁTICO ENCUENTRO
Un sudor candente y frío escurría por entre sus huesos. Despertó, tenía las uñas enganchadas al colchón y los músculos tiesos como tejolote. Suspiró profundo mientras abría los ojos por inercia; sintió una poca de calma pese a no distinguir nada en la oscuridad de su cuarto.
—¡Me lleva la canción!
Dijo al dejar escapar, plácido, el aire de sus pulmones. Utilizaba esta frase mágica siempre que debía encontrar una explicación lógica al por qué de lo desconocido. De lo que sí estaba seguro y totalmente cierto, es que ésa no era una de sus mejores noches. Con la intención de calmar su ansiedad, pensó en la alegría del viaje que en pocas horas realizaría junto a sus tres incondicionales amigos. Con ellos compartía en secreto y sin tapujos casi todas sus aventuras clandestinas: andanzas propias de jóvenes con lo misterioso y prohibido. De igual modo, eran compinches—del agrado o aburrimiento—de las beaterías obligadas en la única sacristía del pueblo.
Alcanzó a darse cuenta cómo en esa misma noche ya había perdido el sueño tres veces consecutivas, entre desvaríos ocultos y sin sentido. En contra de su voluntad vino a su memoria el recuerdo del último: Al volante de un carro antiguo, casi a punto de volar en mil pedazos y con las llantas ponchadas y sin frenos, descendía de reversa y velozmente la cuesta de una montaña con curvas sinuosas. A sus flancos divisaba—congelado de vértigo—negros abismos, desfiladeros estrechísimos y pendientes cortadas a pico. Impotente intentaba parar el motor para bajarse. No lograba conseguirlo, a pesar de todas las maniobras posibles; con todo, tampoco caía por los inmensos precipicios.
Cerró los ojos con la intención de recrear en su mente otra imagen más grata. Se cubrió con las cobijas hasta la barbilla; cambió de posición una y otra vez. Dobló las rodillas hasta el estómago y creyó, por un momento, encontrarse lo bastante cómodo para reconciliar el sueño. Dejó pasar unos minutos, inmóvil, hasta comprobar que no le sirvió de nada. Era presa de un insomnio ineludible. Aún en contra de la idea de levantarse de su cama, se puso de pie con agilidad, bien convencido de que no se iba a dejar achicopalar por una mala noche. A tientas encendió la luz del foco y corrió la cortina del baño para observar su rostro en el único y pequeño espejo. Se regaló una mueca de complacencia mientras frotaba su cabello con la yema de los dedos; tomó agua de la llave y mojó su cara una y otra vez con el firme propósito de olvidar la pesadilla que aún rondaba su cerebro. Resultó inútil.
Continuó recordando cómo en su vorágine, una mujer de edad incierta, desnuda, de pelo blanco y largo hasta el ras del suelo y con el rostro cubierto de rojo fulgurante, permanecía inmutable, parada entre el filo de la carretera empedrada y el despeñadero; mantenía los brazos en alto, advirtiéndole de un peligro inminente. Pero esta señora misteriosa desaparecía al preciso momento de alcanzarla, para volver a aparecerse más abajo, una y otra vez de manera interminable . . . Infinita.
Rememoró para sus adentros, que ya preso de la desesperación eterna y abatido por el esfuerzo prolongado y estéril, resolvió terminar con su angustia: se abandonó a su suerte, soltó el volante y comenzó a rezar lo primero que le vino a la mente: un Avemaría angustiante. Cuando caía por el despeñadero . . . despertó.
Todavía temblando de angustia se persignó y besó el escapulario de La Virgen del Carmen, el mismo que años atrás, cuando reía en su niñez, su tía materna, Gracita, le puso en su cuello con verdadera devoción mariana y envuelta de piedad y religiosidad popular. A su recuerdo llegó ese episodio tan significativo para su vida.
—¡Ernesto, hijito! Siempre que tengas miedo o estés en algún apuro, dale un beso en el rostro, está bendito, El escapulario librará tu espíritu de cualquier calamidad, por grande o pequeña que sea. Ya sabes que a mí me lo dio tu abuelito, y como yo no tuve hijos, te corresponde a ti llevarlo.
Ya con el semblante más sereno decidió tirarse sobre la cama, colocó sus manos debajo de la nuca, tarareó una o dos canciones hasta que consiguió quedarse profundamente dormido.
Volvió a soñar. Esta vez se hallaba en una colina tupida de margaritas silvestres. El cielo soportaba una tarde triste que amenazaba en tormenta, pero un viento fuerte y aguerrido disipó a las nubes de su pensamiento; las arrastró lejos, hasta detrás de las montañas desde donde se oían y veían la tronadera de rayos y relámpagos encorajinados con la tierra. Permanecía impasible a pesar de hallarse crucificado en una cruz griega de mármol rosado y demasiada grande para él. Bajo sus pies, un sinnúmero de hombres y mujeres de diversas razas y nacionalidades cubrían sus ojos con un tenue listón morado; todos vestían de casimir inglés y elegante moño púrpura que les colgaba hasta el ombligo. Brindaban arrogantes y soberbios en finas copas de oro repletas de vino blanco. Cada uno de los comensales inclinó la cabeza por tres veces ante su presencia; luego, en riguroso turno, pasaron a recoger en la copa una gota de sangre que escurría por el dedo gordo del pie izquierdo del crucificado. De inmediato, el color del vino se tornó oscuro, lo bebieron de un solo trago y se retiraron de espaldas con la cabeza al cielo, desmenuzando entre dientes una cantaleta salmódica. En sus ojos brillaba el rencor.
De manera repentina apareció en medio del desierto, aún colgaba de la misma cruz, solitario, moribundo, con el rostro desfigurado y el cuerpo maltrecho de atroz flagelo. Las caravanas de beduinos que pasaban frente a él cubrían con las abas los ojos de sus hijos para que no contemplaran semejante suplicio. Entre los árabes de mayor edad, unos envalentonados con sus sables que serpenteaban al viento lo maldecían con gestos y palabras soeces, otros seguían su camino sin frenar su paso, pero testarudos en observar la suerte desgraciada del hombre. Los menos postraban sus cuerpos hasta el suelo en actitud de reverencia, fieles devotos de que el martirio glorifica la condición humana. Poco a poco se fue hundiendo en la arena hasta tragarla y dejar sus ojos expuestos ante cientos de buitres que remolineaban hambrientos.
Dentro del vértigo del mismo sueño, ahora contemplaba—desde las alturas—cómo una multitud de niños de todas las razas jugueteaba alegre en un río cristalino y apacible, que huyeron en desbandada aterrorizados al descubrir cómo descendía de la cruz entre nubarrones que ensombrecían la luz total del sol; mucho más por el peligro de contaminarse con el agua ya teñida en sangre, que por esta vez no goteaba del dedo gordo de su pie izquierdo . . . brotaba como manantial. Una flecha dorada, resplandeciente, hería de muerte su corazón. Sólo una niña de tez morena con síndrome de Down tuvo el valor de enjuagar su faz en el torrente descomunal ya teñido de rojo. Ella ascendió a los cielos en forma de ángel, entre retumbe de trompetas y rodeada de luminosidad.
Recobró la conciencia de nueva cuenta, percatándose que estaba acurrucado entre las sábanas empapadas de sudor y que temblaba helado, estiró manos y pies para tratar de sobreponerse. Enfadado consigo mismo, utilizó la almohada para secarse el sudor del cuello, luego la arrojó al suelo mientras repetía su frase favorita. Pensó si era mejor: permanecer despierto o continuar padeciendo las infames pesadillas que lo acosaban.
Aunque sobraba tiempo para encontrarse con sus amigos, determinó meterse bajo el chorro de agua fría. El baño logró apartarlo de sus perturbadores sueños. Comenzó a vestirse pausado y sin ninguna preocupación. Al intentar colocarse la bota derecha, descubrió en su interior un objeto extraño, sacudió el calzado hasta que vio caer a un enorme alacrán amarillo, con la cola lista para insertar su ponzoña, lo pisó contra el suelo sin conseguir matarlo, a pesar de que lo aplastó varias veces con fuerza. El alacrán desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Aturdido, entre otros motivos, por la pésima noche que pasó, no pudo darle al incidente la importancia debida. Preparó una olla de agua para café y sorprendido, quiso encontrar alguna explicación al por qué ésta no hirvió con todo y encontrarse a fuego alto y por más de diez minutos . . . No tuvo manera de encontrar respuesta alguna a los incidentes. Recordó entonces el encargo que su madre le repitió con mucha insistencia la noche anterior:
—Antes de irte, le llevas esta medicina a la señora Luisa, su hijo menor está enfermo de tos ferina. ¡No vayas a olvidar el jarabe!
Echó sobre su hombro derecho la mochila que había preparado con anticipación, cogió sin pensar el frasco del medicamento y salió a toda prisa, gustoso por dejar atrás las turbias pesadillas que lo atosigaron durante toda la noche y por mandar al carajo las dos experiencias anormales recién ocurridas. Al acercarse a la casa del niño doliente, observó sorprendido cómo mucha gente corría conmovida al mismo lugar que él. Entró indeciso. El vaivén de las mujeres adultas y ancianas lo extrañaron: todas cubrían sus cabezas con rebozo de difunto. Miró a la madre del niño en el interior de un cuarto, de sus manos derrotadas colgaba un rosario; las vecinas que la rodeaban lloraban lágrimas sinceras y rezaban entre pésames de consternación. Al centro, encima de una mesa improvisada, descansaba un cuerpo infantil sin vida—todavía caliente—víctima de la picadura de un alacrán amarillo. Dejó caer la mochila por tierra y aventó la medicina a un rincón, tomó al niño entre sus brazos: sufrió el desengaño de no poder hacer nada ante la muerte. Quiso mirar el pinchazo del escorpión, y al levantar la playerita azul del niño, distinguió grabada—en su estómago—una cruz griega igual a la de sus sueños. Era la misma, sin la menor duda; no podía engañarse. Intentó relacionarla con sus pesadillas; de pronto . . . una mirada imponente, insólita, desconcertante, llamó su atención de manera imperiosa. Un hombre, sepultado en negras vestimentas con gesto de amenazante crueldad estaba parado bajo el arco de la puerta, sonreía con marcado sarcasmo, de sus ojos chorreaban llamas de fuego encubiertas entre sombras de resplandor siniestro. Ernesto sintió miedo, en un remanso de pánico no supo qué hacer. De golpe perdió el habla y toda capacidad de movimiento, con todo ello, depositó con cuidado la cabeza del niño sobre la mesa, encaminó sus pasos lo más rápido que pudo hacia el intruso, pero ya no lo encontró en el interior de la casa. Salió en su búsqueda, apenas podía llevarle unos metros de ventaja. La calle estaba desolada. Tres siluetas apenas visibles venían en dirección a su encuentro . . . vociferaban palabras incomprensibles, sacudían sus brazos en la penumbra de la oscuridad matutina y virginal. Enmudeció . . . eran sus tres amigos: Pedro, Froilán y Malaquías que venían por él para iniciar el viaje acordado desde meses atrás. Los cuatro compañeros habían planeado pasar el fin de semana en el poblado natal de Pedro, una ranchería distante a una jornada completa de camino a píe. En esos días celebraban la fiesta del santo patrón y ello les aseguraba bailes, diversión y muchachas bonitas a escoger, ya que la mayoría de los varones del lugar emigran de mojados
para el otro lado
.
—¿Dónde está . . . ? preguntó Ernesto con los nervios de punta y el inmenso deseo de recibir una respuesta positiva, ya más seguro de sí mismo por la presencia de sus amigos.
—¿Quién . . . ?—Contestaron en coro.
Entonces giró la cabeza para todos lados; pretendía distinguir por lo menos la sombra de alguien . . . sin saber con certeza de quién. El ser anónimo había desaparecido por completo sin dejar rastro. Suspiró profundamente, y un rato después—todo confuso—dijo inseguro:—¡Nadie! He tenido sueños y visiones muy raras ¡Me lleva la canción! Dijo sin más.
Intentó convencer a sus amigos con evidencias inciertas, que no podía acompañarlos. Ellos, con toda clase de expresiones no aceptaron sus excusas, en particular Pedro, quien apuntó ya más lenguaraz.
—¡Ni madres güey! ¡Ahora te jodes! Mi prima está esperando impaciente tu visita para que la enseñes a bailar, ya sabes cómo es de cachonda ¡Ni modo que quieras perderte esa gran oportunidad!
Ernesto presentía que algo extraño le sucedía desde anoche, de ello estaba seguro, su único inconveniente es que no tenía a la mano los argumentos precisos para explicarlo con claridad, igual que otras tantas veces ocurridas desde su infancia, por eso prefería guardar sus augurios como secretos íntimos.
No mucho tiempo atrás, cuando regresaban de cacería cargados de patos, conejos y torcacitas, les insistió a sus amigos que no bajaran por el desfiladero, que mejor le dieran la vuelta a todo el llano aunque tardaran dos horas más en llegar a sus casas. Expuso su corazonada con obstinación y arrebato, a pesar de que él mismo no comprendía la razón del por qué, simplemente intuía que podían sufrir un accidente grave, sin poder precisar cuál ni cómo. Sus amigos del alma, para contravenir su terquedad, decidieron no hacerle caso y continuaron por el mismo camino. Ante la negativa absoluta a su propuesta, él se impuso a iniciar el descenso indicándoles paso a paso dónde debían colocar las manos y los pies. Después de veinte metros cuesta abajo, lo fueron rebasando uno por uno hasta dejarlo en la cola, mientras le echaban en cara que se parecía a la maestra Cuca Vera, su profesora del sexto año de primaria que varios años atrás los llevó de paseo a una alberca y quiso enseñarlos a nadar, cuando ellos ya cruzaban a brazo partido—de ida y vuelta—el río Lerma. A escasos seis metros de la planicie, Froilán, que venía en penúltimo lugar, sufrió el percance anunciado: se le safó la mano del tronco que sujetaba y arrastró de corbata, hasta tocar fondo, a Pedro y Malaquías; por pura suerte y entre las chacamotas y gritos de angustia que pegaron, un charco de cuarenta centímetros de profundidad evitó que el susto pasara a mayores.
Pese a su firme creencia de que pudieran sufrir alguna contrariedad durante la nueva travesía que estaba por iniciar, Ernesto no tuvo más remedio que cumplir con su palabra empeñada. Puestos de acuerdo, los cuatro aprobaron, por unanimidad indiscutible, que antes de iniciar la caminata pasarían al changarro del Cala
, para así disfrutar de una rica canela con piquete. Un pretexto por demás bien justificado. La canelita
les permitiría aguantar bien y de buenas el largo camino próximo a emprender, pero sobre todo, apaciguar al gusanillo
por un buen rato.
Mientras Ernesto esperaba su turno para recibir el pocillo de canela con alcohol, volvió a ver entre las sombras la misma sonrisa irónica del señor vestido de negro que vislumbró en el cuarto, ésta vez con mayor cinismo. No dudó un segundo.
—¡Es el . . . ! ¿Quién . . . ?
Intentó indagar quién era el causante de su miedo, no sospechaba en lo más mínimo de quién pudiera tratarse. El escarnio de que era presa provocó que un escalofrío invadiera todo su cuerpo, coraje y miedo corrían por sus venas jadeantes. Rastreó con sus ojos de izquierda a derecha con el temor interno de volver a sentir la pesantez de la mirada misteriosa. Fracasó. Un silencio sepulcral invadió por completo el entorno, hasta el mismo aire permaneció insensible. Todos los presentes percibieron el ambiente anormal, sin embargo, para no demostrar cada uno su propio temor ante lo desconocido, ninguno se atrevió a expresar ni siquiera un comentario. El aullar repentino y escandaloso de los perros del vecindario los indujo—en contra de su voluntad—a que volvieran a la realidad agobiante.
El Cala,
un sesentón de cuerpo rollizo y cabeza de cepillo carpintero, lánguido y moroso en el hablar; pero eso sí, lenguaraz como los muy escasos y escogidos, buen conocedor y mejor difusor de cuanto chisme corriera por el pueblo y más allá de sus confines, se apartó bruscamente hacia un rincón de su changarro. Como trompo zangaruto logró encender una veladora a la virgen. Palabreó en mutis, entre el trinar de sus muelas, las letanías del rosario que juraba y perjuraba no conocer en su azarosa vida de siete concubinas y tres matrimonios por el civil, sin contar los arrumacos de consolación que tantas otras le ofrecieron sin decirle jamás te quiero.
Don Lencho
, un jornalero de figura aindiada y cuerpo huesudo que ya le rondaba a los noventa, hecho de tierra maciza y bautizado con el sudor del campo y los aguaceros en despoblado, de ojos pícaros y tenaces, espíritu audaz y testarudo, un poco encorvado, pero fuerte y garrudo que le permitían esconder muy bien su edad, disfrutaba, como todos los amaneceres, de su sagrado tentempié: un jarro de canela bien cargada con dos decílitros de alcohol puro. La bebida le permitía mitigar por lo menos unas horas, su triste y cotidiana miseria de campesino. Rezó en silencio, con ambas manos pegadas al pecho, justo debajo del corazón un piadoso Ave María. No se dejó agüitar por el escenario angustiante, conservó con aplomo su hechura de buen ranchero, sin respingos ni espavientos, con el talante íntegro de hombre cabal, buen conocedor del tejemaneje de la situación. Se dio el lujo de permitir que el ambiente naufragara entre el asombro y la perplejidad. Un rato más tarde dejó escapar a rajatabla—de entre sus dientes molachos—una bocanada de humo para asentar sin el menor bochorno:
—¡Álganos la Virgen! ¡Anda el chamuco suelto! ¡Más vale que La Morenita del Tepeyac
nos agarre confesos! Si no, ya nos cargó la fregada.
Con un movimiento de sus ojos y un chasquido leve de sus dedos, exigió le sirvieran la del estribo; claro, con la misma ración de licor, esta vez ya sin canela, refrescó su gaznate de un solo buche, sin pucheros ni alharacas inútiles. Sintió los nervios de sus manos más ligeros para saber corresponder ante cualquier imprevisto, como quien está listo—sin traquetear—a enfrentar el final de su destino, confiado en que cualesquier ventura por venir y por trágica que fuera, no podría ser, ni de chiste, peor a su presente envuelto en la miseria. Pagó sus tragos con un puñado de monedas que sacó de su paliacate, las arrojó sin contarlas sobre una tabla apolillada que servía de mostrador. Guiñó y sonrió a Ernesto en pacto secreto, para demostrarle su beneplácito.
—¡No te rajes muchacho! Que no te cisque el miedo, éntrale duro y parejo, a lo macho, atájalo tozudo y sin titubeos, échale una buena mangana y piálalo macizo. Apáñate de sus cuernos y no te sueltes, que no se te vayan a engarrotar tus nervios o te bulla atole por las venas, confía en ese escapulario que cuelgas del pescuezo ¡Huuy . . . qué canijo, yo lo sé retequebién! ¡Es en verdad milagroso!
Sin decir más, se arremangó los puños, acomodó su costalillo de yute al hombro, alzó el ala derecha de su sombrero de palma para despedirse con valentía. Encaminó sus pasos hacía la negrura del alba que aún no se animaba a despertar, muy seguro de sí mismo, sin altanerías ni valentonadas. Bisbiseaba—por si las dudas—un fervoroso Padre Nuestro. Acariciaba con firmeza el tranchete fajado a la cintura, bien filudo, veloz para utilizarlo en caso de necesidad imperiosa; ya más de una vez lo había desenfundado para mancharlo de rojo y así prolongar el final de su azarosa jornada. Lo vieron alejarse sin que volviera el rostro, dispuesto a bien morir. Nada más, no más. Los cuatro amigos lo escoltaron con la vista y el pensamiento incierto hasta que se les perdió en la distancia acorralada de suspenso. Fingieron no entender la actitud del Cala
, mucho menos los comentarios de don Lencho
, aunque su silencio y reojos furtivos los delató. Desde niños habían escuchado—mil veces—la creencia popular que cuando los perros aúllan en medio del secreto de la oscuridad, es porque muy cerca anda rondando el mal en busca de un feligrés; además, que los descreídos y desidiosos son sus presas favoritos; empero, asimismo, que esos díceres populares son puras habladurías, puros cuentos que las abuelitas repiten a los niños latosos para obligarlos a rezar sus plegarias nocturnas. Como quiera que sea, lo cierto es que a los cuatro amigos se les erizó la piel. Un frío pasmoso enchinó sus carnes, sus cabellos se erizaron y los tuétanos de sus huesos languidecieron entre escalofríos y sobresaltos maléficos; pese a todo, disimularon su propio desasosiego entre muecas encubiertas de sonrisas lastimeras.
Avanzaron de un solo tajo hasta poco después del mediodía. Apenas si detuvieron su andar para almorzar como arrieros. Tuvieron necesidad de abrirse paso con sus machetes y cazangas en medio de un sendero casi perdido entre la maleza fecunda, sepultado de zacatales y breñales, guinares y huicilacates, cacahuananches y guamúchiles. A pesar de la experiencia incierta de la madrugada, lograron—entre carcajadas abiertas y disimuladas—recontar sus mil y una vivencias, anécdotas y ocurrencias chuscas, episodios picantes envueltos en faldas y amoríos. Al pie de los primeros peñascos de la sierra de San Agustín
, encontraron a un anciano que estaba encuclillado y semidesnudo. Un cuero áspero de quién sabe qué animal cubría apenas su torso; de cabellera escasa y desaliñada, larga hasta los hombros, su piel pellejuda como bestia de monte. Todo él bastante singular al punto de inspirar lástima y una gran piedad esquiva. Su morral y tecomate descoloridos demostraban que el tiempo y la vida no pasan en balde, que a todos, tarde o temprano nos exige cuentas. En contraste, las facciones benévolas del anciano destellaban envueltas dentro de un aura de veneración. De su rostro infantil chistaba melancólica sonrisa.
Dos razones llamaron de inmediato la atención de los cuatro amigos: la lejanía de cualquier indicio de civilización y la presencia inhumana del desarrapado. Voltearon a mirarse paralizados por el encuentro inaudito, permaneciendo callados y cautelosos por un rato. Malaquías fue el primero en manifestar su asombro.
—¡Órale güey! Un esqueleto andante.
La frase escapó de sus labios de manera espontánea, natural, sintió pena pese a no estar equivocado en su apreciación personal. De inmediato buscó otras palabras para enmendar—de alguna manera—su precipitación.
—¡Viejito! ¿Qué hace usted por aquí? ¿Qué no tiene familia?
El extraño limitó su respuesta a una ligera y franca sonrisa. Froilán, como buen ranchero, opinó:
—¡A lo mejor es un cabrero de por aquí cerca! Estará pastoreando algunos pinches chivos ¡O es un carbonero que está esperando a que termine de arder la leña!
El anciano los miró a cada uno de pies a cabeza, mas no afirmó ni negó nada. Pedro, para aligerar la situación confusa preguntó:
—¿Vive por aquí cerca? ¿Está perdido?
El desconocido movió un dedo en señal de negación y estiró la mano.
—¿Tienen un taco que puedan regalarme? ¡Estoy esperando este momento por más de cien años!
Los cuatro jóvenes buscaron presurosos dentro de sus tlacuales. Pedro le entregó un bolillo con huevo que él mismo había preparado en la madrugada. Froilán, dirigiéndose a sus compañeros comentó en tono de burla.
—Dice que tiene más de cien años en este lugar, antes no se ha petateado el viejito.
Malaquías completó en el mismo tono, pero muy bajito:
—¡Está rete chiflado! ¡Vámonos! Necesitamos apurar los huaraches si queremos llegar a tiempo a nuestro compromiso.
Ernesto, antes de dar media vuelta para seguir a sus amigos, extendió las manos al aire en señal de despedida. Quizás por compasión o ingenuidad invitó al anciano a continuar con ellos su camino. Le prometió dejarlo en un lugar seguro. Pedro, Froilán y Malaquías, reanudaron su marcha sin esperar en la respuesta. El anciano volvió a sonreír, esta vez con el corazón hinchado de gozo, extendió sus brazos para que Ernesto lo ayudara a levantarse. Antes de que lograra ponerse de pie, Ernesto descubrió en el pecho del anciano un escapulario de La Virgen del Carmen, absolutamente idéntico al suyo, de ello no tuvo la menor duda, ambos quemados en el centro: una mancha roja como de sangre seca en el extremo superior derecho y la faz de La Virgen semi borrosa por tanto uso.
A Ernesto se le había chamusco el escapulario en las fiestas de La Candelaria, apenas dos años atrás, cuando un cuetón le estalló en el pecho. Ese día sus amigos temieron lo peor, creían que le había destrozado la cara; él, por su parte, dejó de asistir a las fiestas religiosas por los tres días siguientes hasta que Mary, su novia, lo convenció para que la llevara a pasear a la Rueda de la Fortuna. De la mancha sanguinolenta no retenía ningún