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Párpado amarillo y pálido
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Libro electrónico264 páginas4 horas

Párpado amarillo y pálido

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En esta novela, el sexo y la cultura coinciden en un extraño mundo que mezcla el despertar sexual de un grupo de jóvenes con las citas de películas y libros que satisfacen la curiosidad de los personajes. La narrativa realiza descripciones que pasan permanentemente del cinismo al éxtasis y viceversa, donde toman un valor particular las amistades, los amores, el alcohol, la política, y los detalles más insignificantes del día a día.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento24 mar 2023
ISBN9788728374559
Párpado amarillo y pálido

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    Párpado amarillo y pálido - José Luis Moreno-Ruiz

    Párpado amarillo y pálido

    Copyright © 2004, 2023 José Luis Moreno-Ruiz and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728374559

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    PÁRPADO AMARILLO Y PÁLLDO

    —¿Apetito? Bah, eso no tiene importancia... Y, además, en casa de la Valenciana podemos comer vulvas de mujer...

    —¡Puf! —exclamó Perico—. ¡Prefiero ostras!

    Rafael Cansinos Assens , en Bohemia

    I

    En aquella primera mañana de su amor Rosa María Cárdenas estaba hermosa, más bella que en la noche pasada; con un gesto a medias entre el vicio y el cansancio; bien arropada por un albornoz verde ajustado.

    Había despertado a las siete en punto, al sonar sin estridencias y nítidamente el despertador, cuando lo hiciera su amante, tan joven como ella –recién cumplidos los diecisiete años–, atlético y nervioso, moreno, de rostro común, incluso vulgar, pero guapo.

    Lenta, y sin embargo precisos sus dedos, Rosa María Cárdenas silenció la alarma; cerró, obligando a que el aparato emitiese un chasquido metálico, los mecanismos sonoros de la maquinaria que atesoraba el despertador en las entrañas de su antiguo diseño, de sus formas metálicas, redondas y mohosas.

    Hacía tanto frío en la habitación, aún apagada la calefacción central desde la noche, que cuando hablaron los amantes para darse los buenos días de sus bocas brotaron vapores enmarañados con las palabras; en tal cantidad que parecían los labios expeler humo de cigarrillos.

    Volvía a llover. En la mañana, pronta, gris, golpeaba el agua sin que pudiera oírse algo más. De la calle no subía a la habitación de aquel quinto piso otro rumor. Ni siquiera el viento silbaba sobre el filo de las cornisas. Agua monótona, carente del aparatoso fragor de las tempestades, ni siquiera una tormenta; agua profusa, implacable y fina. Silencio en el vecindario. Y ni un solo automóvil deslizándose por los alrededores.

    —¿No te vas a levantar? –preguntó la joven, sonriente, retadora, mientras acariciaba el revuelto cabello del muchacho.

    Despierto, mas con los ojos aún cerrados –le dolía un punto en la garganta–, no acertó a dar una respuesta convincente, inteligible. Algo había querido decir, y si Rosa María Cárdenas adivinó qué era fue más por lo impasible del amante que por su dicción. Al verlo allí, como si estuviera dormido, sin reaccionar –aunque había insistido en que pusiera el despertador a las siete–, supo que le pedía unos minutos más, el tiempo necesario para la recuperación. Atónitas, abandonadas de todas sus fuerzas, las extremidades del muchacho, tanto las superiores como las inferiores, yacían abiertas; igual que si no tuvieran vida. Y sólo su rostro, saludable, plácido, ida la crispación de cuando sonó la alarma del despertador, denotaba existencia.

    Desnuda y aterida saltó del lecho Rosa María Cárdenas.

    De la silla, sobre la cual habían dejado la ropa cuando se acostaron, tomó el albornoz –prenda con la que, a sabiendas de su hermosura, había recibido al muchacho– para vestir su cuerpo y confortarse.

    Cubierta, marchó a la cocina abrigando las intenciones de preparar un desayuno restaurador y atravesó la casa atenta y sigilosa, como si en la vivienda hubiese alguien más que ambos. Una vez en la cocina, contenta al poseer la consciencia, el recuerdo de que sus padres y su hermano habían salido de viaje la tarde anterior dejándola al cuidado de todo, comenzó a trajinar con brío.

    Empañados, los cristales de la cocina, propios a una ventana –la única– que daba al patio interior, parecieron profundamente grises cuando Rosa María Cárdenas dio la luz; como láminas de plomo. El agua de la lluvia, sobre ellos, no golpeaba; lo hacía contra el vidrio del gran tragaluz. Seco el cemento del patio, no recogía más que algunas gotas desprendidas de la ropa, casi seca, tendida sobre su vacío en las domésticas trenzas de plástico a semejanza de la cuerda.

    Con el dedo índice de su mano derecha, el mismo que solía introducirse en el ano cuando se masturbaba acudiendo al sexo con la mano izquierda, pues era su costumbre la de acostarse sobre el lado del corazón, y mientras calentaba la leche –bajo el cazo aquellas lenguas de fuego, azules, del gas–, dibujó en uno de los cristales las formas de un corazón flechado, junto al que puso su nombre y el del amante. Después, en arrebato de súbito pudor, cuando crepitaban espumas en el cazo que anunciaban un hervor inmediato de la leche, borró, humedeciéndose la palma de su mano en el vertiginoso movimiento, el dibujo y los nombres escritos.

    Echó la leche en sendas tazas y en éstas suficientes cucharadas de Colacao. Pero se dio cuenta de que no había orinado al levantarse. Agujas parecían clavársele en el vientre mientras los escalofríos posaban sobre sus muslos, y sobre su cuello, erupciones en la carne a la manera de las gallinas. Esperó no obstante a remover en las tazas el Colacao con las cucharillas, aguantándose aquellas ganas, y dejando reposar después el alimento humeante salió a buen paso en dirección al cuarto de baño.

    Mientras vació la vejiga –había dejado correr el agua en el lavabo, para que el grifo suelto ocultara, imponiéndose, el ruido de su micción prolongada y potente, temerosa de que el amante pudiera oírlo–, abierto su albornoz, contemplaba sus muslos, el pubis, el montón rubio de vello que albergaba, un poco más abajo, el orificio por donde expelía lo que antes supusiera desazón, motivo de angustia y de twisteo en sus piernas.

    Cuando se limpió con la mano llena de papel de celulosa abundante y doblado, al rozarse, y aunque adoptara ciertas precauciones, experimentó la roja calambrina de los escozores. Miró el papel por ver si había sangre; mas –respiró feliz, tranquilizada, en profundidad– no había ni un rojo manchón. Se dijo que habría sangrado todo lo que tenía que sangrar cuando él la penetrara la noche anterior, aunque no fuese tanta como siempre había temido, en sus imaginaciones, la sangre que le saliera.

    El joven caballista, cuidadoso pues ella le había avisado de su virginidad con cierta aprensión de labios no obstante húmedos y ojos escondidos pero chispeantes, la trató con cariño y la penetró con mimo: sólo cuando Rosa María Cárdenas se abandonaba al placer y separó los muslos con desesperación gustosa, descubriendo el coño prieto, gordezuelo de boca mas no de muy grande agujero; un coño de los que mantienen el miembro macho en su apretón hasta la consunción de la turgencia, de la erección.

    Para ello, antes, el muchacho había procedido como se lo enseñara Elena, la sílfide alada, trapecista del circo que lo inició en los amores y en los secretos de cómo doblegar la propia violencia y los temores de la mujer a la bruta penetración. Así, el amante, había comenzado por besar los muslos blancos de Rosa María Cárdenas; su vientre. La besó después en el cuello y en los pechos duros. Se besaron en la boca largamente, acomodándose las piernas, uniendo sus vientres. Bajó después para ofrendarle el cunnilingus, y ella, simplemente, como si lo hubiese gozado antes, paseaba al poco su lengua sobre el miembro del muchacho, que atenazaba con dedos sorprendentemente ataráxicos, con esa aequanimitas que el benemérito Sir William Osler, el de System of Medicine, quiso fuera concepción intrínseca de la ataraxía para que ésta se produzca esencialmente, no en tanto que imperturbabilidad (frialdad y presencia de ánimo ante cualquier circunstancia), sino como la desearon estoicos y epicúreos, lo que es, según Julián Marías en Ataraxia y Alcionismo, de 1957, una liberación del temor.

    (El citado Marías recuerda, de paso, que la ataraxía, para Aristóteles, aparte del ya consabido significado de dominio de las pasiones –véase también Quirón, el centauro, de Rof Carballo–, quiere decir valentía o fortaleza –andreia–, o lo que es igual, impavidez ante el destino trágico).

    El amante, de tanto como quiso profundizar, acabó haciéndose daño en la nariz a causa del robusto monte de Venus de Rosa María Cárdenas, contra el cual, contumaz, se estrellaba su apéndice nasal, un tanto aquilino.

    Ningún daño había sufrido Rosa María Cárdenas en aquella noche de su desfloración. Y no precisó después siquiera de una compresa, pues muy poca fue la sangre que saliera de su sexo. Con lavarse en el bidet y volver a la cama para dormir abrazada a su amante acabó todo.

    Antes, dos meses atrás, cuando la pretendió un coronel alto, trigueño y distinguido, que había ofrecido a la muchacha ser primera dama de su país, una república centroamericana, pues en breve regresaría a la patria parta encabezar una sublevación militar, en aquel tiempo, jamás consintió Rosa María Cárdenas en la penetración.

    Disfrutaba cuando el coronel, de riguroso incógnito, vestido de paisano, con tres guardaespaldas en el interior del automóvil detenido ante el local, la llevaba al Charle’s. Allí, en el reservado a las parejas, obscuro cubículo, el hombre ofrecía a la muchacha caricias de las más íntimas que le concedían un gusto equivalente al de sus nocturnas masturbaciones.

    Obligada por el placer concedido entonces, y en justa correspondencia, solía aliviar después la tensión en el miembro del coronel procediendo a masturbarlo cuando descompuesto y concomido desabrochaba su bragueta y ponía allí la mano sudorosa y finísima de ella, con uñas esmaltadas y brillantes a la manera en que las usan los guitarristas. Sólo una vez se la chupó, pero con cierta reluctancia, sin tragárselo, por encima... Y nunca consintió en acompañar al pretendiente a los aposentos que ocupaba en un hotel de excelencia reconocida. Aun y cuando el coronel, una tarde, quiso –y lo intentó– forzarla. Suerte la de Rosa María Cárdenas que salió rauda del automóvil y el coronel, cauteloso, dio a sus guardaespaldas la orden de que la dejaran ir, no fueran a meterse en algún problema escandaloso.

    Fue la de aquella tarde su última cita. El coronel permaneció en Madrid cuatro semanas más, pero en su transcurso no logró que Rosa María Cárdenas quisiera verlo otra vez. Aunque, al contestar a una llamada telefónica del militar, cuando se lo preguntó él, estuviese a punto de ceder.

    —¿Te casarías conmigo? –le dijo, y ella, tras un silencio prolongado, a cuya mitad a punto estuvo de darle el sí, optó por colgar ruidosamente el auricular.

    Poco –y por temor– hasta haberse cerciorado de que el hombre había abandonado ya Madrid, salió Rosa María Cárdenas de su casa. Pero extrañaba al pretendiente. Por eso, cuando con los dedos buscaba la exaltación placentera del sexo, cuando gozaba de la masturbación, lo hacía mirando fotos dedicadas en las que el coronel, vestido de uniforme, repleto el pecho de medallas, o vestido con ropa de faena, al cinto la pistola, a veces estaba serio y otras sonreía.

    Melancólica, pasaba las tardes con un libro (el que Gonzalo González, su profesor de literatura, le había regalado firmado y dedicado, del cual era autor y editor); o contemplando el devenir de imágenes en la pantalla del televisor.

    A la fuerza hacía las comidas, pues los nervios, en el estómago, le impedían cualquier abundante trasegar de alimentos.

    Lloró Rosa María Cárdenas en alguna tarde invernal y obscura, tumbada en el lecho de su habitación, mientras su padre ensayaba al piano y mientras su madre pasaba a limpio, en papel pautado, las inspiraciones recientes del esposo, al que habían encargado una música para un programa de televisión con concursantes.

    Fue precisamente al concluir un concierto de piano ofrecido por su padre cuando Rosa María Cárdenas y el coronel se conocieron. Había organizado la velada musical la agregaduría cultural de la Embajada que representaba al país del coronel, y en los propios salones para actos de la ostentosa misión diplomática.

    Gonzalo González fue testigo presencial del encuentro (el padre de Rosa María Cárdenas, Don Everildo, conocedor de su devoción por los músicos españoles –la cultura musical del profesor era poca– en persona había llevado al Instituto una invitación con la que lo instaba a presenciar su recital), y contempló el asedio, la solicitud con que trataba el militar a la joven, desde el momento mismo en que hizo su entrada en el salón. Supo comprenderlo, porque su alumna, vistiendo como una chica mayor, era la más hermosa de cuantas mujeres había en aquel salón de actos decorado con gusto escaso y de aforo menguado.

    (Un sucio biombo apartaba el lugar de otro salón, contiguo, en donde vio, osando husmear por entre las telas raídas del artilugio, sillas, mesas, cuadros y banderas, amontonado todo y sin duda a la espera de una ubicación nueva).

    Miradas, sonrisas que el coronel dirigía a Rosa María Cárdenas, su alumna, durante el concierto; que continuaron al finalizar el pianista su bis; pero entonces, ya, mientras conversaba con la muchacha y con sus padres.

    Don Everildo Cárdenas, cómo no, había interpretado a Falla y a Albéniz. El profesor se acercó a felicitarlo y le presentaron al coronel. Apenas reparó en él:

    —Señor profesor –dijo estrechando su mano, para a renglón seguido volver a la conversación que mantenía con Rosa María Cárdenas.

    Pudo oír Gonzalo González, empero, que hablaban de música; que el militar preguntaba a la muchacha si también ella tocaba el piano (si «practicaba» el piano, le dijo).

    Luego, cuando los asistentes bebían coktails y comían canapés, almendras, avellanas, dulces y especialidades culinarias varias del país del coronel, cosas picantes y carne de cerdo, servido todo por camareros con smoking y cabello engominado, mientras los padres de Rosa María conversaban con señoras de culta facundia y con untuosos caballeros, entre ellos el corresponsal del más importante periódico de cuantos había en la nación de la que aquella quinta era sede diplomática, el coronel y la muchacha iniciaron su romance, en un aparte, cerca de un ventanal amplísimo y de limpios cristales, junto a plantas que se morían asfixiadas, pobres aunque las macetas en donde fueran plantadas no se veían por estar ocultas en el interior de artísticas cerámicas. Al día siguiente, el hombre, llamado Adolfo Carlos Jones Alfú, concertó con la chica una primera cita en la que Rosa María Cárdenas probaría, iniciación a lo entonces desconocido, el sabor de los besos de un hombre.

    Pero en aquella primera mañana de su amor le pareció imposible esbozar el recuerdo más modesto en imágenes que su memoria pudiera llevarle del militar.

    Sabía ya de su triunfo en la sublevación; conocía todo cuanto de la nueva situación de aquel país, y de quien presidía la junta castrense, se contaba en los periódicos, en la radio y en la televisión. Nada, a pesar de su cabal conocimiento, le traía recuerdos de aquel hombre que había jurado poner a sus pies todo lo que le pidiera.

    En esa primera mañana de su amor para ella no existía más hombre que el caballista al que había conocido apenas una semana antes, y con quien gozaría como jamás lo hiciera con el coronel, o a solas, o con Ana Luisa –esa otra alumna de Gonzalo González–, maravilla lesbiana de robustos muslos, de caderas redondas, de poderosos senos, de rostro muy parecido al de Isabelle Adjani, con la que al cabo entraría en amores el profesor y con la que Rosa María Cárdenas se había querido en los excusados del Instituto, sobre las respectivas camas de las muchachas, bajo los oscuros techos de los cinematógrafos, entre las crecidas margaritas de los descampados primaverales, contra los blancos azulejos que había, fríos y limpios, rezumantes de cloro, en el vestuario de cualquier piscina matritense.

    Cuando tuvo dispuesto el desayuno llevó las tazas, el pan tostado y la mantequilla, en la bandeja de plata que una organización para la beneficencia había dedicado a su padre, hasta la habitación donde aún yacía el amante, arropado –y algo ceñudo ahora– como un niño.

    —Ya es hora de levantarse, dormilón –soltó Rosa María Cárdenas con la voz algo chillona, de tan feliz; enseñando sus ojos el brillo de la alegría; demostrando sus labios la frescura de las palabras, el gesto simpático y cálido de sus modales.

    El muchacho, desperezándose, llevando sus dedos a los ojos para hacer sobre ellos una frotación que les devolviera la vida, su expresiva luz negra, grande y de agua, modificó el estar en el lecho para sentarse.

    —Todavía sigue lloviendo –se lamentó mientras el frío, crudo, afilado, estremecía sus hombros y descontrolaba sus mandíbulas. Sus dientes blancos castañeteaban para un clamor de grimas y denteras.

    —Desayuna y entrarás en calor –aconsejó la muchacha, sentándose también ella sobre la cama y disponiéndolo todo para que nada cayera ni manchase el edredón que cubría el lecho.

    Ávidos, uncidos de tal fruición que les hacía parecer hambrientos, dieron cuenta del alimento, y cuando saciaron el apetito, después de que ella depositara sobre el suelo la bandeja de plata tan pesada y cara, confortados, desaparecido en gran parte su frío, se abrazaron y se besaron dulcemente, con sabor a cacao en los labios; procediendo igual que si temieran romper la fragilidad del otro.

    La mañana, fría y lluviosa, confería a los jóvenes cuerpos una estimación propia de invalidez y de sometimiento ante la climatología; a su inmenso, absoluto dominio que regaba por doquier nubes de tono cardenalicio y otras de color de panza de burro; bajas temperaturas.

    —No me he lavado después de hacer pis –dijo la muchacha a modo de disculpa por haber cerrado las piernas con una risa nerviosa cuando él quiso besarla otra vez allí mismo.

    Temiéndose inmunda, roja de vergüenza, ocultando sus ojos a la mirada del chico, cedió a pesar de su miedo cuando él separaba aquellas piernas que ella, en un movimiento inmediato, había clausurado en alarde de potencia y de reflejos púdicos. Suspiró profundamente y regaló caricias a la nuca del chico, cuando delicadamente, con la sacra ritualidad de lo bestial en avituallamiento, besaba las carnes, el vello, la salada lumbre de su sexo.

    Viático de la trascendencia. Degustación, empero, apacible. Como si hubiera leído a Mérimée, en su Lokis, que los osos jóvenes, como los frailes, gustan de comer despaciosamente.

    Quieta, relajada, como en éxtasis, había recibido Rosa María Cárdenas aquella caricia.

    Tan quieta, tan relajada, tan parecido su estado al de una transportación, que cuando el amante finalizó su homenaje a la hembra y dejara de lamerle el coño con expresión lobuna de deleite, al retirar su rostro de entre los muslos de la muchacha vio que tenía la mirada cerrada y abierta la boca; que respiraba lenta, entrecortadamente; que sus manos, en el aire, separados y tensos los dedos, parecían ir en pos del ansia más desconocida, desprovistas entonces de la mata negra, lacios sus cabellos, del muchacho.

    —Amor mío –musitó él acariciando el óvalo exacto del rostro de Rosa María Cárdenas, los labios de ella, su nariz.

    La muchacha abrió entonces la mirada; esbozó una sonrisa y dejó caer sus brazos sobre la cama, a los dos lados del cuerpo, como si esperase el apretón apacible de la muerte feliz, y un tanto ridícula, que a veces parece a punto de llegar tras el orgasmo.

    Miraba, entonces sí, franca al amante. Con la voz ronca ahora, emocionada, dijo lo que tantos deseos tenía de expresar:

    —Te quiero.

    Y de inmediato, avergonzada, apremió al muchacho:

    —Se te va a hacer tarde. Está lloviendo mucho.

    Tuvieron aquellas palabras la virtud de convencer al joven. Se puso los tejanos prietos y la camisa entallada y color rosa palo. Abrigados los pies por unos calcetines blancos de algodón que estaban algo amarillentos en los talones, calzó botos camperos de tacón desgastado y suela débil. Regresó del cuarto de baño peinado y con la cara limpia. Completaría el acto de vestir y de abrigar el cuerpo poniéndose una chaquetilla de azul desvaído, corta, vaquera; un foulard de color azul cielo; finalmente, un impermeable verde, de plástico, que le cubría hasta la mitad de los muslos.

    Pocos minutos después, desde la ventana de su dormitorio, Rosa María lo vio partir en la moto pequeña y ruidosa, de poca cilindrada, que en silencio, entre la lluvia, a través de la calle, parecía tan extraña al momento como la ausencia de gentes y de automóviles.

    Un cuarto de hora más tarde, ya en el circo, desde el teléfono de un bar próximo, el amante llamaba a la muchacha para comunicarle que había llegado bien.

    —¿Vienes a buscarme esta tarde? –preguntó.

    Ella dijo que sí. Y tras despedirse, después de colgar, a pesar de la hora temprana, tomó asiento frente al piano del padre.

    Inició el Para Elisa, pero de inmediato se entregó de lleno a la interpretación –reiterada, abrumadora– de Candilejas.

    Harta al fin de tocar lo de Chaplin, Rosa María Cárdenas, al cabo de un largo espacio de tiempo dejó las manos como muertas, desmayadas sobre el teclado, en la postura de la última música

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