Expiación
Por M. Ordejón
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Jamás sospechó que el peligro la alcanzaría.
Años después de la toma de la Bastilla, y tras la decapitación de María Antonieta, París se halla bajo el reino del Terror. En 1794 las ejecuciones en la guillotina están a la orden del día, y no solo para las clases más altas.
En medio de ese caos, una mujer, víctima de su condición, es encarcelada y condenada a muerte. Pero ¿su acusación ha sido justa o es debida a los acontecimientos?, ¿existe delito que se le puede achacar o es realmente inocente? En una época donde las mujeres apenas tenían derechos, ¿podrá ella defenderse y así evitar el patíbulo?
M. Ordejón
M. Ordejón nació en Bilbao, licenciándose en la U.P.V. Bajo la influencia de un ambiente familiar artístico escoge, de entre las artes , la ilustración y la escritura —su pasión desde edad temprana—. Sus estancias en Italia e Irlanda le aportan una serie de experiencias que sirven de motor inspirador para algunos de sus relatos y cuentos. Ahora publica su primera novela. Como suele decir: «Para todo siempre hay un principio».
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Expiación - M. Ordejón
Expiación
M. Ordejón
Expiación
Primera edición: 2021
ISBN: 9788418548659
ISBN eBook: 9788418548154
© del texto:
M. Ordejón
© de la imagen de cubierta:
M. Ordejón
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2021
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Para mi Cucha.
Si lo tienes en tus manos,
es porque tú lo has hecho posible.
Los hechos y personajes descritos en este libro son ficticios, por lo que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Primera parte
Capítulo 1
Cuarto día desde
la detención
—¿Voy a morir?
La voz de la mujer sonó trémula, casi inaudible. No era más que una pregunta al viento, formulada desde la soledad de su celda y hecha por quien no espera una respuesta que clarifique o confirme su situación para acabar con la incertidumbre que la había acosado las jornadas anteriores. Era, sencillamente, su pensamiento en voz alta, nada más.
Tomó aire y lo soltó poco a poco por la boca frunciendo ligeramente los labios, los cuales, pese a las circunstancias, mantenían vigente su coloración natural rojiza, llamativa por excepcional, como si hubieran sido recientemente mordidos y estuvieran en carne viva.
Permanecía sentada en el ancho y largo travesaño de madera maciza que ocupaba de lado a lado la pared del fondo de la estancia y que hacía las funciones de banco y camastro del calabozo. El vestido, extendida la falda en toda su anchura, abarcaba, con su enorme amplitud, gran parte del asiento hasta el suelo. Un vestido que, y lo sabía, la hacía parecer más culpable de lo que en realidad era.
Volvió a suspirar. Un gesto que procuraba que fuera imperceptible. Buscaba parecer tranquila. Al fin y al cabo, era una mujer adulta de veintisiete años que asomaba su experiencia, comedimiento y saber estar a los últimos coletazos del siglo
xviii
en París, la capital, que era, por antonomasia, referente y modelo de costumbres y sociedad. Pero ese sosiego que dibujaba su figura era simple postureo. En realidad, su espíritu era un torbellino, con el corazón latiéndole igual que el galopar de un caballo desbocado.
Intentó recomponerse el peinado, pues un bucle de pelo castaño se le había soltado por uno de los lados, concretamente con el que había apoyado la cabeza para dormir. Era complicado mantener el elaborado recogido que su sirvienta, Cécile, le había efectuado aquella mañana de hace cuatro días. Sin un espejo, no podía afirmar siquiera si su rostro, de piel clara y fina, se mantenía impoluto. Quizás su beldad, envidiada entre las señoras y varias veces plasmada en retratos que colgaban de los salones de su magnífica villa y que enamoraba a cualquiera de los varones que, por visita, por allí desfilaban, habría perdido su encanto.
Se tocó la punta de la naricita y miró en derredor.
En todas esas horas de encarcelamiento —sumaban más de noventa—, se había aprendido al dedillo cada pulgada del habitáculo. No era excesivamente espacioso para lo que ella estaba acostumbrada, más si lo comparaba con cualquiera de las estancias de la mansión en la que vivía desde su matrimonio con el conde, en plena campiña, a las afueras de la ciudad. Pero, realmente, no podía quejarse, pues no lo compartía con nadie más. Esa área, de toesa¹ y media en cada pared, era exclusivamente para su persona y, dentro de lo que cabía esperar, dado el convulso momento histórico que se estaba desarrollando en las calles de la urbe, era, ironías de la vida, una de las mejores. El techo, por ejemplo, por señalar una de las partes más llamativas de esa mazmorra, formaba una pequeña cúpula abovedada; y hacia la mitad de las paredes laterales, flanqueaban, una opuesta diametralmente a la otra, dos columnas rematadas con capiteles grabados que juntaban sus extremos para crear un estiloso arco que dividía ópticamente esa habitación. En algún momento, desde su detención, incluso había llegado a pensar que si no fuera porque los muros estaban repulsivamente ennegrecidos de ese moho que la piedra secretaba por la humedad, habría afirmado que esos aposentos gozaban de una singular belleza.
Frente a ella, opuesto al banco, el portón, que, en su mitad superior, presenta una especie de celosía de hierros planos entrecruzados, a modo de mirilla cuadrada de dieciséis huecos, a través de los cuales el guarda podía observarla. Al lado derecho del portón, una mesa, donde cada día, a primera hora, depositaban la jarra —con el agua que debía racionar para dicha jornada— y el escaso almuerzo que ella apenas probaba. También, y esa siempre estaba, una palangana de porcelana en la que vertía parte de esa agua para el aseo.
Alzó la vista hacia su izquierda, por encima del hombro, arriba, al ventanuco cuadrangular que se abría en la misma pared en la que el banco se apoyaba y sobre el que ella se sienta y por cuya oquedad, atravesando los barrotes en cruz, se filtra la luz del amanecer y el aire fresco de la mañana. Una luz que, aunque todavía es floja, le permite distinguir su entorno; no obstante, sus ojos hace ya cuatro días que se han acostumbrado a la eterna lobreguez del calabozo.
«¿Vendrá hoy? —se pregunta—. Sí, lo que pasa es que es demasiado temprano». Mira al extremo más oriental del banco, a la zona despejada de este, que se halla a su izquierda —justo y coincidiendo en la vertical con dicho ventanuco—, donde unas migas de pan descansan sobre la madera. Las ha puesto expresamente para su pequeño visitante alado.
Y de ahí, su mirada se posa en las manos, sus manos, que yacen, con las palmas hacia abajo, sobre la tela de la falda. Una mancha oscura ensombrece el dorso de una de ellas.
«¿Qué pensaría madame Roussel si ahora las viera? —se inquiere—. "Mémé,² delicadeza, pulcritud y rectitud. Una damita de tu condición y nombre, esté donde esté, debe procurar dar ejemplo de sí misma y comportarse, en todos los aspectos y bajo cualquier circunstancia, como lo que es. Las manos, querida, son un reflejo de nuestra identidad y, por ello, al igual que acicalamos el resto de nuestra persona y, por ende, nuestra vestimenta, hay que verter en ellas los cuidados necesarios. No olvides, Mémé, que una dama las debe mantener libres de cualquier inmundicia. Con ellas saludas al caballero cuando este te toma una para besarla por cortesía o cortejo, también cuando se maneja el abanico durante una seductora velada o, y no por ello menos importante, se utilizan en la práctica del bello arte de tocar el piano"».
Bajó ligeramente el mentón y se las contempló con minuciosidad. Eran unas manos bien constituidas, armoniosas, con falanges delgadas a juego con su esbelta silueta y su porte distinguido, pero bajo esa coyuntura tan desfavorable y pese a haber hecho lo imposible para conservarlas limpias, aquello no había dado fruto. Desde su arresto, Mémé había utilizado, reiterativamente, parte del agua que le servían en la jarra para adecentárselas. Pero admitía, con resignación, que era complicado conservarlas impolutas en un lugar tan desaseado y hediondo como en el que estaba. Allá donde posara la mano —por reflejo, para sujetarse o evitar una caída—, allá su piel blanca y suave se lacraba con ese polvillo oscuro —reducto secretado por el pringue mohoso que revestía los muros de ese aposento—, adhiriéndose la suciedad. Aun así, Mémé, haciendo honor al apelativo con que familiarmente la nombraban desde niña —viva imagen de su abuelita, a la que imitaba en maneras—, era habilidosa e intentaba ser práctica. Tras lavárselas en la palangana, se arremangaba la falda para secárselas con la puntilla sobresaliente de las enaguas. A fin de cuentas, esa parte de su indumentaria raramente se mostraba en público, pues quedaba oculta por las sucesivas capas del traje. En cambio, las manos…
Buscó abstraerse y cerró