Violeta y otras cosas primeras
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Violeta y otras cosas primeras - José Manuel Hernández
PORQUÉ Y UNA DEDICATORIA Y UN MENSAJE
Tejer las palabras para que comprendan por qué Violeta existe. Ese es el complejo trabajo que le toca a este hombre de manos largas y grandes orejas, que de tanto escuchar terminó hablando de sí mismo, al menos en el cincuenta por ciento de los casos.
Quieto se quedó frente a la espesa blancura del papel blanco y pensando descubrió que estas cosas primeras no son más que el espejo de una infancia mágica, llena de juegos callejeros, y de los amigos que, de joven, le iniciaron en el lento aprendizaje de la dignidad, y de las Islas que lo parieron y lo llenaron de veredas verdes y de las escudillas de amor, que de tanto llenarlas acabaron rebosándose y esparciéndose por toda su casa, que en este caso es sólo su propia existencia.
Usando unas lonas gastadas, estuvo este hombre andando y halló a los poetas y a los libros que creía que se habían quedado en el olvido. Impensadamente se le salieron todos los aprendizajes y se fueron colocando con la alegría del desorden, compartiendo espacio con estrellas y lunas que alumbran su corazoncito rojo. Es así que le robó unos versos a Neruda para hacerle un regalo a dos jóvenes amantes o puso en boca de la poesía zapatista las palabras de un Benedetti que sigue asombrándolo o se descubrió en el lenguaje insurgente y tierno del Subcomandante. Repasó sus escritos a medida que iban naciendo a la luz y comprobó que lo que decían, aún siendo suyo, tenía palabras de miles de lecturas que, ahora se da cuenta, se quedaron trabadas en su memoria. Ocupó el tiempo de los últimos trescientos sesenta y cinco soles en escribir lo que quería decir y no lo que ustedes quisieran oír.
Meciendo las palabras, para que descansaran, acurrucadas en su aplastada barriga, este hombre revivió sus amores de antes y siguió viviendo los de ahora. Ubre a ubre fue ordeñando todos los besos, pues dibujándolos se quedarían siempre con él. Jugueteando con sus manos que saltaban de la a hasta la p y volvían, con cierta rapidez, de nuevo a la a, fue levantando un muro fuerte que aislara al ostracismo.
En esas circunstancias, las amantes y los amigos se volvieron cuentos. Recolectó sus viajes y sus causas y comprendió que podía sonreírse con los absurdos que no esconden más que metáforas. Despacito fue desenredando la madeja de sus afectos y cogiendo nalgas con sus manos. Enternecido por las voces de una piel morena, se mojó en la arena rubia de un desierto por conquistar y de una esperanza que se cubre de melfas negras y verdes y naranjas y rojas... y también de melfas libres.
Miró incansable por la ventana y descubrió el árbol de los nísperos y la enredadera espesa que cubre la canal del molino viejo. Estuvo así tiempo, hasta que decidió dedicar sus escritos al padre que lo engendró y a la madre tierna que los parió, a este hombre y a la mujer que un día es pelirroja y otro rubia y, al siguiente, nada más que castaño.
Navegando por mares de resistencia decidió, por último, que su puesto estaba junto al ejército de hormiguitas que, lentamente, van horadando al mundo. Todas las palabras que estaban por el aire también se unieron al frenético trabajo del hormiguero. Así, laborando sin pausa, es que nació Violeta y el resto de las cosas primeras que, nada más crecer, se encadenaron a las voces de la rebeldía.
ESPEJUELOS
A Carolina, la mujer que nunca conocí.
La vi y me enamoré. Sus espejuelos eran maravillosos: rectangulares, de nácar y azul marino. O lo que es lo mismo: un campo de fútbol en mitad del océano, delimitado por líneas de coral.
Yo, que era óptico, hincha de la Unión Deportiva, aficionado al submarinismo y tallista de coral, había comprado todos los boletos para quedar atrapado por la luz que de allí salía.
Valientemente me acerqué y le dije:
—Te quiero.
Los espejuelos se despegaron de su cara y se introdujeron en el bolsillo de mi camisa. Y allí, junto a mi corazón, tiernamente enlazados, vivimos felices durante mucho tiempo.
BESO UNO, O CÓMO SE DESEMBRUJÓ LA PRINCESA
La princesa estaba embrujada. Dormía hasta que llegase un príncipe de veinte años, pelo negro y ojos verdes. Llegó. La besó. Se despertó. Los ojos y el corazón de la princesa estuvieron a punto de estallar.
Le dio las gracias, cogió su caballo y se fue para casarse con el hijo del molinero, de quien estaba enamorada.
VEINTITRÉS DE MARZO DE MIL NOVECIENTOS TREINTA Y SIETE
Fernando murió joven. Su muerte se convirtió en tragedia en la vieja casa donde vivía. Esa tarde los pájaros no vinieron a alegrar el patio y hasta la destiladera se quedó sin agua. A los niños —Fernando tenía dos hijos— se los llevó una hermana de su mujer. No querían que la vida de su padre los marcara para siempre. Ahora todos tenían que olvidar y que negar.
Antes de morir, Fernando escribía poemas y los leía en la plaza. Fernando no iba a la iglesia porque decía que la justicia tenía que existir en la tierra y no en el cielo. Le gustaba pasar por la bodega y discutir, con pasión y con ternura, sobre las reformas sociales. Fernando llamaba compañera a su mujer y estuvo en contra de la guerra del 18. Fernando deseaba que la riqueza se repartiera entre todos. Incluso, en una ocasión, salió de madrugada, con bastante cuidado para que Rosa no se despertara, y pintó «la tierra para el que la trabaja», en un muro cerca