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Historias de Mu
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Libro electrónico695 páginas10 horas

Historias de Mu

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El continente de Mu, junto a todas las fantásticas criaturas que lo habitan, ha estado vedado al conocimiento de los hombres por más de 400 años. Ferdinand Weasley es un sencillo pescador que se verá envuelto en una incansable persecución para liberar a este mítico continente, luego de que unos cruentos piratas secuestraran a la mujer que ama para obtener una peculiar piedra ámbar que ella poseía.

En su camino por los mares del norte, Ferdinand se verá forzado a traicionar a sus amigos y a formar nuevas alianzas con tal de cumplir su objetivo, mientras descubre más acerca de sí mismo y de este fantástico e irreal mundo en el que siempre ha vivido.

La piedra ámbar y el continente perdido es una novela que versa sobre el descubrimiento de la identidad en el azaroso camino de la realización del propósito. Los desafíos a los que se enfrentarán los personajes testearán su voluntad y los hará replantearse su papel en el mundo y el sentido de su lucha.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 mar 2024
ISBN9788410682764
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    Historias de Mu - Bartolomé Speranza Montero

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Bartolomé Speranza Montero

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-276-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mis padres y hermana por llenar mi infancia de libros,

    y a Kelly Marie por ser esa voz que me impulsa a seguir adelante.

    Gracias.

    «Las circunstancias no hacen al hombre, solo lo revelan».

    —Epicteto.

    PRÓLOGO

    En medio de la bruma de la noche, el llanto de un recién nacido rompió el silencio sepulcral en el que dos barcos zarparon a oscuras rumbo a mares desconocidos. La marea estallaba muda contra la madera labrada que el viento mecía en un tranquilo vaivén, mientras que seres revestidos de penumbra izaban las velas dejando tras de sí una pared de neblina y el eco de conmociones recientes. En esta oscuridad, una luz se encendió de repente en una de las barcas, revelando algunos de los cuadrados y serios perfiles de sus tripulantes, para finalmente dar de lleno a una mujer con un bulto envuelto entre los brazos.

    —¡Haz que calle! —ordenó el sujeto, fulminando con la vista el barullo de mantas en el que estaba envuelto el bebé.

    —¡Haz que calle! —remarcó—. O lánzalo por la borda, tanto da igual.

    Había en su porte y vestidura las señas de alguien perteneciente a la nobleza, con autoridad. Mas era en el tono afectado y resentido de su voz en donde se notaba cierta subyugación y recelo por saberse en un escaño inferior con respecto a algún otro. La capa que lo cubría también difería un poco de la de los demás tripulantes. Todas eran color miel, pero la suya con matices naranjas y dorados en los emblemas y el bordado que, a la luz del aceite que ardía en la lámpara, cobraba un aspecto casi etéreo, incandescente. Pese a estar lo suficientemente lejos de la costa, un luto no declarado embanderaba ambos navíos. Siguieron juntos la misma ruta, atravesando a veces altas olas y furiosas tempestades. Por espacio de varios meses avanzaron cual procesión en medio del vasto y desierto océano. No obstante, sabían que en poco tiempo no tardarían en cruzarse con otras embarcaciones. De modo que, llegado a cierto punto, tomaron rumbos opuestos, y pronto no fueron ya para el otro sino una mota, una minúscula partícula perdida en el inmenso horizonte, cargando con la certeza de que nunca más volverían a verse nuevamente fuera de las pesadillas e intranquilos sueños que los acompañarían en el reposo y la vigilia durante muchas generaciones, hasta que sus bocas no supiesen otra lengua, ni sus ojos reconociesen otra tierra que aquella en la que atracarían. Olvidados sus nombres, mudadas las ropas, reducidas a cenizas el barco y las armas. Y, profundo, avivando las llamas, un voto cumplido, un grito ignorado. Así como el del bebé que, luego de aquella lejana y nebulosa noche, se ahogó en el silencio.

    CAPÍTULO I

    Berck Laudel

    La primera vez que Ferdinand Weasley vio a Evangeline Thompson fue el mismo día en que colgaron al viejo Bill Buchanan en la plaza del Mercado. No lo sabía aún, pero luego de esa tarde ambos acontecimientos marcarían su vida en modos diametralmente opuestos. Una se convertiría en el norte hacia el cual conduciría sus pasos; el otro, en su obsesión. Diríase que el embelesamiento instantáneo que Ferdinand experimentó por Evangeline, hallaba su origen, entre otras cosas, en la funesta conmoción que le precedió. Esa de la horca abrazando el cuello; la de los pies colgando y los grilletes sonando como campanas de viento. Un oxímoron se palpaba en aquellas dos visiones tan contrapuestas: la de la bella niña que, temerosa, ocultaba su rostro tras la pierna de su padre; y aquella otra faz amoratada de ojos vidriosos, y el signo de la ira y congoja asomando en una mueca desgarrada. Era natural, pues, hallar consuelo en el rostro infantil, en esa inocencia primigenia, pura, exenta todavía de los horrores y tribulaciones propias como la que él sentía en sí, pese a ser aún un niño.

    Después de aquel día, luego de que la muchedumbre se cansara de apedrear el desvalido cadáver y de que sus restos fuesen arrojados a la fosa común y su nombre y desgraciada vida no se comentasen más en las tabernas y los callejones, no había lugar en donde Ferdinand no hallase el bello rostro de Evangeline entre la multitud. La veía clara y refractaria tras los cristales de la iglesia; divina parada en el púlpito cantando los salmos y versos sacros. Otras veces era su silueta la que se le antojaba cuando veía por una ventana cualquiera una sombra que la luz proyectaba en las cortinas. Y allí en donde asomara un codo, una rodilla, una mano, acelerábasele el pulso y, con el alma en vilo, pudiera haber jurado que era de ella. Así, aprovechaba cada oportunidad que tenía para acercarse a la chica.

    Ella, por su parte, no notaba al encontradizo chico que le guardaba secreta adoración. Difícil hubiera sido para Evangeline distinguir al niño despeinado y medio harapiento que se paseaba frente a la panadería de su familia, entre las decenas de otros chicos de igual aspecto pidiendo alimento. La primera vez que reparó en su presencia fue un año después del ahorcamiento de Bill Buchanan, cuando un pequeño y ajado barco pesquero los socorriera a ella y a su hermano mayor, luego de que el bote de remos en el que habían ido a pasear comenzara a hundirse a causa de una fisura. No obstante, lejos de experimentar la misma emoción que sintiera Ferdinand en el primer avistamiento, a Evangeline le asaltó una singular curiosidad por el chico medroso que se ufanaba sacando pecho con los brazos en jarra, parado junto a un barril lleno de tripas de peces que usaban de carnada. Lo suyo no era igual al amor que Ferdinand le profesaba, ni siquiera lo ponderaba como interés, sino más bien una peculiar inclinación que la llevaba a saber más de ese chico.

    De él llegó a saber mucho, quizá más de lo que él mismo sabía de sí. Supo que era huérfano, que su madre había fallecido hacía un par de años durante la epidemia de fiebre, y que su padre existía tan solo de nombre. Supo que se empleó en el barco pesquero luego de que el señor Pinkle —el propietario— sintiera lástima tras encontrarlo robando carnada para comerla, y que cuando no dormía en el cobertizo del Mercado, lo hacía en la escalinata de la iglesia o entre los matorrales y jardines de la gente acomodada como ella. Leía en sus ojos un pensamiento oculto que la llamaba secretamente, aun para ella misma, a querer descubrirlo. Sus charlas nada tenían de remarcable; él se deshacía en promesas y fantasías de lo que harían una vez tuviesen edad suficiente. Mientras ella asentía y sorprendía en sus palabras señas de ese mundo interior y misterioso que envolvía a Ferdinand cual halo.

    Durante años tales escapadas y reuniones no pasaron desapercibidas a Winston Thompson, el padre de Evangeline, que despotricaba a los cuatro vientos cuando los veía juntos.

    —Una señorita como tú —solía regañarla— no debe ni puede relacionarse con mendigos como ese. Tu abuelo y yo hemos hecho de nuestro nombre una de las mejores familias de Berck Laudel. Tu hermano se enlistará en la guardia y tú quizá desposes a uno de sus superiores. ¡Un comodoro! ¡Imagínate! ¿En serio quieres tirar todo un futuro por la borda por ir a pasear con ese…, con ese crío? Dime, Eva, ¿qué crees que pensaría tu madre, si aún viviera, si te viera saltar en el barro y regresar a casa apestando a pescado?

    Ciertamente que a Evangeline no le disgustaba la idea de desposarse en un futuro. En cuatro años cumpliría diecisiete y ser mujer de un oficial le reportaría no pocos beneficios y comodidades. Por otro lado, no veía con malos ojos su amistad con Ferdinand. Hace algún tiempo, cuando eran más chicos, se había dado cuenta de los sentimientos que este guardaba por ella. El descubrimiento la decepcionó al considerar que tal vez ese era todo el misterio que ocultaba su amigo. Mas casi como si de un sexto sentido se tratase, de una intuición que no apelaba a la lógica sino a una razón metafísica, se convenció de que estaba más cerca de dar con la verdad. Y aun hasta hubiese considerado tomarlo como esposo y vivir a su lado si con ello adivinaba el misterio.

    Del otro lado, Ferdinand veía en sus horas con Evangeline un adelanto, un raudo y fugaz vistazo a lo que podría ser su vida juntos. Antes de saber lo que era el amor, ya la amaba. Sin padres ni hermanos, todo el afecto que emanaba de su juvenil corazón se volcó en ella. El tacto de seda de sus manos y el aroma a perfume y uno ligero a pan que desprendía la cascada de su cabello castaño, despertaban en el chico un apetito que comprendió finalmente cuando entró en la adolescencia. La sonrisa abrasadora, su mirada inquisitiva que lo pedía todo de él, y él, de buena gana hubiese dado hasta su sangre. Ferdinand no lo sabía entonces, pero irónicamente llegaría el día en que tendría que hacerlo.

    Los años anteriores los habían compartido desde la inocencia y la amistad, pero a medida que ambos iban haciéndose mayores, Ferdinand notó que el padre de Evangeline ponía mayores trabas a su amistad. Almuerzos y cenas imprevistas que requerían la presencia de la hija; viajes largos a otras tierras y hasta encargos inusuales y complicados que Winston Thompson solicitaba al barco pesquero con tal de mantenerlo alejado de su hija. De modo que podían pasar seis u ocho meses en los que Ferdinand no veía a Evangeline, siempre temiendo verla regresar de la mano de un caballero u otro miserable como él. Y, como una profecía autocumplida, sucedió que una noche, luego de tres meses de ausencia forzosa, Ferdinand divisó a Evangeline descender de un carro junto a un extranjero de pantalones ajustados y traje verde oliva.

    Emprendió una carrera a pie tras la procesión de coches que lo llevaron hasta casa del señor Thompson, siempre cuidando de permanecer en las sombras.

    Fue ahí, parado en medio de la penumbra, que distinguió y lo hirió el gran contraste que había entre ambos. El extranjero rodeado de luces; él, de tinieblas. El cabello del sujeto cuidadosamente peinado, el suyo ni siquiera eso. Luego estaba la ropa, el porte, el dinero, el estatus. Nunca antes a Ferdinand le habían importado tanto estas distinciones. Nunca antes se había sentido inferior, aun cuando había quienes lo miraban mal o lo defenestraban. Nada de eso tenía importancia mientras Evangeline lo quisiera. ¡Y vaya que él sabía que lo quería! Lo podía sentir en la cadencia de su voz, lo veía en sus ojos soñadores. Pero aún estaba el problema del padre. Conocía lo suficiente a Winston Thompson como para saber que pondría el dinero y su posición como excusa para no darle la mano de su hija en matrimonio. Era cierto que ya no vivía en las calles o arrimado a los pórticos de las casas, que dentro de la industria pesquera se había granjeado cierto nivel, pero, en palabras que una vez le escuchó decir a Winston: «Lo pobre le salía de hasta las narices».

    Esa noche Ferdinand regresó a su casa y vio alrededor con los ojos de Winston, luego los de Evangeline, y luego con los suyos. Reconoció verdad en lo que el señor Thompson decía, y admitió que Evangeline merecía más de él de lo que le estaba ofreciendo.

    —¿Es esto todo lo que puedo hacer? —se cuestionó—. ¿Acaso esto es a lo único a lo que puedo aspirar?

    Tras una larga disertación e inquieta noche yendo y viniendo de un lado al otro de su pequeña habitación, el amanecer encontró a un Ferdinand distinto. Un hombre resuelto con un plan que pondría en marcha ese mismo día. Acudió temprano al Mercado en donde su patrón solía estar a primera hora del día, lloviera o tronara, y en una hora logró convencerlo de subirle el salario y las rutas de pesca. Juntó lo que había de sus ahorros y habló con varios conocidos hasta que consiguió una modesta casita con un jardín como en los que solía pasar la noche cuando era niño, y la alquiló. Pasaron dos semanas desde que Evangeline regresó a Berck Laudel y Ferdinand no hizo el menor intento por verla. Estaba agotado hasta la médula. Se pasaba el día entero trabajando y cuando regresaba, en ocasiones a los dos o tres días, se echaba las herramientas al hombro y arreglaba y limpiaba lo que hiciera falta en la casa. Mucho hubiera querido tomarse una tarde y encontrarla junto a la alameda como solían hacer. Hablar durante horas y sentir el tembloroso estremecimiento de sus hombros pegados a su cuerpo cuando soplaba una brisa helada, augurio de la noche que se avecinaba. Mientras que para sus adentros imploraba que arribara un vendaval que la estrechase aún más contra él. Mas sabía que cualquier aproximación que realizara con Evangeline sería fuertemente impedida por su padre o acaso el extranjero. Por tanto, le era menester labrarse una posición antes de declararse.

    Ferdinand sonreía esperanzado en aquellas noches de fatiga, incluso llegó a acariciar la idea de tener su propio barco pesquero y gozar de un estatus que compitiera con el de Winston Thompson. Aunque, y aquí contraía el rostro en una expresión dubitativa, era posible que, aun entonces, teniendo su propio barco y ganándose el respeto del padre, puede que no resultara un mejor partido para su hija que el extranjero, de quien no sabía nada. Tan solo llegó a conocer el nombre del forastero de boca de la mujer de su patrón que le vendía a la familia Thompson regularmente. Así conoció que se llamaba Dwayne Jameson y que era originario de las colonias americanas. Que era acaudalado, se veía de lejos. Inclusive el propio Winston se sentía intimidado por su huésped. Día y noche procuraba satisfacerlo con exquisitos platillos y atenciones de manera que no viera en su familia ni en Evangeline, pero en especial en él, ese rastro de necesidad que solía verse tan a menudo por ese tiempo aún y en las familias más destacadas.

    —La epidemia de fiebre que nos golpeó hace años —se excusó Winston durante la cena— hizo añicos al comercio en general. Tenía que vernos antes, señor Jameson, nuestra casa era de las más prósperas de Berck Laudel. Teníamos servidumbre como los que más. —Levantó la copa ligeramente y cerró los ojos rememorando dicha época—. Y mi preciosa Evangeline no tenía que gastarse sus delicadas manos en poner la mesa.

    —No se preocupe, señor Thompson —sonrió Jameson—. Yo estoy más que encantado de ser atendido por una bella dama como lo es su hija. —Y le hizo un guiño a Evangeline que lo aceptó ruborizada al otro lado de la mesa.

    Continuó.

    —Sabe que tengo intenciones de hacer vida en Berck Laudel. Me gustaría mucho contar con su apoyo y experiencia, señor Thompson. Confío en que ambos podemos sacar un gran provecho si cooperamos con el otro. Y quién sabe, quizás algún día podamos llamarnos familia.

    Winston falló con estrépito al disimular la felicidad que traslució su sonrisa de grandes dientes. Levantó la copa en alto y propuso un brindis por Jameson y su futura alianza.

    Era una mañana de júbilo en Berck Laudel. Por doquier se hablaba de una gran celebración y las dádivas que daba Winston no hacían sino aumentar la algazara. Muchos hablaron de que el panadero había contraído alguna extraña enfermedad en su último viaje y que por ello estaba ahí Dwayne, para ocuparse del negocio. Y que tanta generosidad por parte del sujeto, otrora adusto y reservado desde que la mujer falleciera, era un intento por hacer las paces con el Creador y así ganarse su lugarcito en el cielo. Otros, en cambio, manejaron la teoría de que dicha muestra de pública familiaridad no traía otra cosa que una boda detrás. Como era de esperar, ambas hipótesis llegaron a oídos de Ferdinand, quien temió lo peor. Luego de tan incansable esfuerzo, toda su labor y voluntad invertidas parecieron desvanecerse en la nada. Como esos seres extraños y profundos que en ocasiones creía ver en las noches cuando pescaba en el mar mientras sus demás compañeros dormían, y que luego de divisarlos desaparecían en las insondables aguas. Tal decaimiento lo acompañó cual sombra por espacio de dos días, y hubiese podido ir a más si no hubiera hallado aquella piedra.

    Era entrada la noche, el mar estaba calmo y el cielo abría inmenso su espectáculo de estrellas. La pesca del día había sido extenuante, un trabajo excesivo para que solo seis personas lo manejaran, pero de algún modo se las arreglaron, enfocados en la faena hasta que anocheció. Tim Graham embocaba el rumbo de vuelta a Berck Laudel mientras el joven grumete, Paul Gardner, desenredaba las redes a la par que tarareaba una vieja canción al ritmo de su bota que golpeaba contra el tablón. Desde la cocina Ferdinand escuchaba la canción del marinero recordándose a sí mismo unos años antes. No dejaba de lamentarse y pensar que quizá, si las cosas hubiesen sido diferentes para él y Evangeline, si desde niño pensara como lo hacía ahora, quizás entonces ya sería un hombre acomodado. Quizá tuviese uno o dos barcos. Quizá Winston Thompson bendijera la unión con su hija. Quizás entonces no estuviese destripando pescado y preparando la carnada del día siguiente, sino que estaría plácido, abrazando la calidez del cuerpo de Evangeline. Quizás, quizás… Todo se reducía a eso, a un tal vez. ¿De qué le servía saber todo eso ahora que la había perdido? Cuando ya era tarde. ¿De qué servía?

    Así pensaba cuando, de pronto, sus manos se toparon con un objeto duro y liso. Desmenuzó el revoltijo de tripas en donde tenía las manos y sacó una pequeña piedra color ámbar de entre las entrañas de un pescado. Tenía un centímetro de diámetro y, al verla a contraluz, Ferdinand se quedó pasmado por el fulgor con el que brillaba. Pensó que debía tener algún valor y, como por arte de magia, nuevas ideas poblaron su mente estimulando su ánimo y esperanzas. A unos metros, Paul Gardner ya casi acababa su canción, por lo que los únicos despiertos pronto serían el confiable Tim y Ferdinand. Escudriñó un rato las entrañas de la carnada restante, pero no halló otra piedra. Luego, se durmió.

    Paul Gardner no recordaba cuándo despertó su admiración por Ferdinand Weasley. Lo conoció hacía un par de meses cuando, por mediación de su tío, entró a trabajar en el barco pesquero. Entonces se figuraba que todos aquellos hombres con los que trabajaría serían pesados lobos de mar, brutos y despiadados. Por lo que se sorprendió sobremanera al encontrar a bordo a un grupo variopinto de viejos y jóvenes cuyas facciones no distaban mucho de la suya propia. Todos eran gente común. Ninguno, salvo el confiable Tim Graham, tenía la apariencia de marinero de piel y alma curtida por las vicisitudes y el sol, como algunos de esos hombres a los que ahorcaban de vez en cuando en la plaza del Mercado. Con qué gusto escuchaba las historias que Graham contaba a bordo durante la cena. Cuentos de sirenas y extrañas criaturas de las que había oído hablar a otros marineros con los que se había cruzado en su juventud. Su pecho se abría ciego a toda esta magia, a lo fantástico y sobrenatural que guardaba ese mar en el que nunca se aventuraban realmente. En ocasiones, cuando la pesca era mala, Paul le preguntaba a Tim por qué no se adentraban al mar abierto, a lo que Tim ladeaba la cabeza y le respondía con otra pregunta: «Y cuando veamos unos piratas, ¿de qué nos servirán todos esos peces?». Entonces Paul callaba y volvía la vista al frente y luego a la costa que se perfilaba como una delgada línea sobre el horizonte.

    En una de estas ocasiones, Ferdinand cazó al vuelo algo de la conversación entre Gardner y el Capitán, tras lo cual esperó a que el novato estuviera solo y, llevándolo aparte, le refirió lo que se decía de boca en boca de Tim Graham. De cómo hace décadas la embarcación en la que trabajaba fue asaltada y masacrada por un barco pirata que portaba el emblema de un ave en su bandera. Solo Tim y uno de los peones lograron escapar lanzándose al mar en un descuido de sus captores. Le habló de cómo ambos nadaron más de cuatro días hasta que el peón, rendido, se hundió como plomo. Y de la manera en que, cuando Tim estaba próximo a sucumbir por sus extenuados miembros, algo en el agua lo agarró por la pierna y lo arrastró toda la tarde hasta la orilla de una playa de España. Paul asintió con alegría, admitiendo ya haber escuchado esa historia de boca del mismo Tim, noches atrás. Ferdinand esbozó una sonrisa amarga y le reveló, bajo promesa de no comentarlo con nadie, que ciertamente la embarcación de Tim había sido asaltada por piratas, pero que ni él ni nadie pudo abandonar el barco. El peón de su historia era un chico al que los piratas desollaron y comieron frente a la tripulación. Los demás fueron torturados, muertos a balazos, degollados, lanzados al mar con una bola de cañón atada a sus cuellos o, unos pocos, vendidos como esclavos. El asedio duró tres semanas tras las cuales Tim era el único que quedaba con vida. Su supervivencia se dio luego de que una flota española interceptara a los piratas y él pudo escapar durante el enfrentamiento escondiéndose en el barco español. Tim fue encarcelado por sus rescatadores y, luego de dos años preso, fue puesto en libertad. Paul Gardner no sabía si dar crédito a la versión que Ferdinand le refirió; sin embargo, recordaba también las numerosas cicatrices que Graham exhibía frente a las fogatas y mujeres igual de candentes, haciendo gala de su lengua, relatándoles cómo un tigre, un oso o los mismos piratas contra los que había «luchado», les dejaron ese «raspón» para recordarlos. Y entonces a Paul no le cupo la menor duda ya de que tantas aventuras fantásticas y anécdotas fueran simples mistificaciones de un solo brutal y tormentoso momento. Ferdinand se fue, pero Gardner lo siguió desde entonces como un pupilo a su maestro.

    Desde aquel día, buscó su aprobación dejándose la piel en sus labores. Todo lo hacía con aplomo y actitud. Seguía escuchando las historias de Graham, pero ahora las asimilaba bajo una nueva luz; con la perspectiva fría y dura del mundo real. En cierta forma le estaba agradecido a Ferdinand por despertarlo de su embotamiento, pero en el fondo, una parte de su alma clamaba por la inocencia perdida. En ocasiones se encontraba a sí mismo deseando nunca haberse enterado de la vida de Graham, y así poder seguir soñando despierto con sirenas y monstruos. Y es que, en definitiva, le era peor darse cuenta de que aquellas bestias portaban caras humanas y no los cuernos, colas y espinas con los que los representaban.

    Después de su Capitán, Ferdinand confiaba plenamente en el joven novato. Le placía la deferencia con que lo trataba pero, sobre todo, lo diligente que era. No había chico más bueno que aquel, pensaba. Apreciación que hizo llegar al tío del muchacho y su familia. Al verlo, una parte del propio Ferdinand parecía emerger del grumete. En él se veía a sí mismo, soñador, aventurero, ávido por emociones y rápido como una saeta. Fue la única persona a la que le mostró la piedra ámbar y al que comunicó sus planes.

    CAPÍTULO II

    El asedio

    La casa de los Thompson rebosaba una dicha sin precedentes. De sus amplias ventanas abiertas se escapaban cascadas de luz, música y aromas suculentos. Esa noche el camino que llevaba al pórtico lucía iluminado por finas lámparas y guirnaldas. Gente de la más pudiente de Berck Laudel y alrededores, llegaron ataviadas de vestidos de gala y cargados de regalos. Winston dirigía todo con nerviosa sincronía. Podía vérsele en todos lados al mismo tiempo: desde la entrada recibiendo los sacos y sombreros; en la cocina dando instrucciones a los criados que había contratado expresamente para esa noche; y en el salón entreteniendo a los invitados. Ferdinand se presentó a la puerta y logró despistar a Thompson entremezclándose con un grupo numeroso, y luego deslizándose por un costado de espaldas al anfitrión. Calladamente buscó a Evangeline, encontrándola al final en el jardín junto a su hermano. El corazón le oprimía el pecho. Pese a que la buscaba, haberla hallado tan hermosa y delicada después de tanto tiempo, le estremeció en demasía. Sabía de qué iba todo aquello. La fiesta y los numerosos invitados apuntaban a una cosa en concreta y, a pesar de darse cuenta de que tal vez era demasiado tarde para él, de que irrumpir en una fiesta de compromiso y declararse a la novia estaba socialmente mal visto y que solo por esto el señor Thompson bien podía negarse y hasta prohibir cualquier relación con su hija, Ferdinand estimaba mucho mejor sacarse la espina de la duda del pecho y arrojarse a la acción.

    A la mañana siguiente de haber encontrado la piedra ámbar, la llevó al joyero y logró obtener por ella dos piezas de plata; dinero con el que se procuró un traje decente para él, y un pequeño anillo para Evangeline. Ahora, dos días después, estando tan próximo a ella, sabía que había hecho lo correcto. Uno de los motivos que lo llevaban a pensar de este modo era no ver ninguna alianza en la mano de Evangeline; por si fuera poco, en su rostro se dibujaba una expresión triste y melancólica. Bajo el maquillaje, la sonrisa afectada y el ambiente de celebración que la rodeaba, Ferdinand leyó la pena en el semblante de su querida como si de un libro se tratase. Y así como una bujía ardiendo, la esperanza quemó nuevamente en su interior, cálida, tenue, viva. El tintineo de un cubierto golpeando una copa llamó la atención de los presentes. El señor Thompson estaba sobre una pequeña tarima que improvisaron en el jardín, enmarcada entre dos antorchas y con copiosas guirnaldas coloridas creando una bóveda sobre las cabezas de la gente, pendiendo flores por un lado, cintas rizadas por otro. A su lado, Dwayne Jameson sostenía una botella de champagne y en sus ojos negros y brillosos se veía claramente que buscaba a Evangeline entre la multitud.

    —¡Amigos! —inició Thompson—. Agradezco mucho contar con su compañía esta bella noche. Es un día muy especial para nuestra familia, y nos place poder compartirlo con todos ustedes. Muchos sabrán que, como padre, siempre es difícil ver a uno de tus hijos partir, hacer su vida lejos del nido. Pero esa es parte de la vida. Mi Margaret…, que en paz descanse, decía que los hijos son prestados, que retenerlos a nuestro lado es igual a cortarle las alas a un ave para que no vuele. O las aletas a un pez para que no nade. ¡Tristán, Evangeline! —exclamó, llamándolos a su lado.

    Ambos jóvenes subieron a la tarima acompañados por las miradas de la gente.

    Prosiguió:

    —Es hora de dejarlos volar, para eso estamos aquí…

    Jameson se acercó a Tristán y le llenó la copa con la botella, operación que repitió con Evangeline y Winston, luego se colocó junto a la joven y la cogió del brazo libre. Ferdinand se sintió desfallecer, expectante ante el anuncio de Winston que tenía en vilo a los presentes. Si esperaba una oportunidad para actuar, era esa. Pero, en el momento mismo en que se abrió paso entre la multitud y las cuatro figuras sobre la tarima iban haciéndose más grandes a su vista a la par que clareaba su garganta e improvisaba las palabras que diría, la faz demacrada y purpúrea del viejo Bill Buchanan ahorcado en medio de la plaza de su niñez, le sobrevino a la cabeza. El impacto sorpresivo de este recuerdo lo petrificó brevemente; sin embargo, el tiempo necesario como para que Winston retomara su discurso y acabara el brindis. «Tristán entró a las filas de la Guardia», «¡Bravo, Tristán!», «Seguro irá con Barnaby», «Valiente muchacho aquel», eran algunas de las voces que, entre silbidos, exclamaciones y las copas alzadas, celebraban al joven.

    Por estas voces fue que Ferdinand se enteró del final del discurso de Winston, comprendiendo a la par el motivo de aquella fiesta y de la tristeza que permeó el rostro de Evangeline momentos antes, sabiendo lo unida que esta era con su hermano, a quien ya no vería con la frecuencia con que solía. La sensación de tranquilidad que invadió a Ferdinand no duró tanto como le hubiese gustado. Apenas destensados sus miembros y relajados sus músculos, el señor Thompson llamó la atención de sus invitados una vez más. Reprodujo en otras palabras, más o menos, el mismo discurso que diera antes, dejando ver, dicho sea de paso, que su elocuencia no era análoga a la importancia que se daba ni a su talento en los negocios. Tras lo cual le cedió la palabra a Dwayne.

    —Compañeros —dijo el extranjero, deslizando la mano por el brazo de Evangeline hasta tomar su mano—. Amigos, es para mí un honor ser huésped de esta casa y de su tierra. Esta noticia que hoy nos reúne aquí en fiesta y celebración, también nos llena de congoja y tristeza, pues hemos de ver partir al servicio a un hombre que vale lo que no muchos valen. Hoy el señor Thompson ve a un hijo partir; Evangeline, a un hermano, pero y, aunque jamás pueda llenar ese vacío, ni mi intención es hacerlo, espero que ambos puedan darme la oportunidad de ser parte de su familia como un segundo hijo…; como un esposo.

    Sin soltarle la mano, Jameson se arrodilló, dejó la copa en el suelo y con la mano libre, sacó del bolsillo de su chaqueta un anillo con una peculiar piedra ámbar engarzada. Evangeline estaba visiblemente descolocada; era consciente de que su padre hacía negocios y alianzas con Jameson so pretexto de maquinar una boda entre ella y el sujeto. No obstante, no esperaba que la proposición fuese durante la fiesta de despedida de su hermano, ante decenas de individuos que nada de trascendente tenían en su vida. Al no obtener respuesta, Jameson le puso el anillo en el dedo y en un abrazo le susurró al oído que no tenía que responder en ese momento. Empero, la avalancha de aplausos que los envolvió no dejaron lugar a dudas, ensalzando ahora a los novios, ahora al hermano, confundiéndose todos los gritos y la algarabía en una sola efusiva ola que lo arrasó todo, que ahogó los cuchicheos de la gente, las risas, las pesadas botas, las copas entrechocando; pasados inadvertidos incluso el penetrante olor a salitre de tres hombres que rápidamente se perdieron entre la excitada multitud.

    El señor Thompson abrió sus brazos para abrazar a la pareja, pero su sonrisa de grandes dientes se disipó rauda junto a la música y los aplausos opacados por el estruendo del disparo que le atravesó el pecho. Antes de que su cuerpo se tambaleara y cayera de bruces sobre los invitados que estaban en primera fila, el clamor cesó solo para ser reemplazado por un agudo grito de espanto que desfiguró el júbilo del rostro de la gente dando pie a la confusión y al pánico que este suele arrastrar. Jameson abrazó a Evangeline, cubriéndola con su cuerpo. Tristán se abalanzó sobre el padre que yacía inerte con los brazos en cruz sobre el césped que poco a poco adquiría a su alrededor una consistencia y color sanguinolentos. Quizá fuera por las antorchas y las bujías que inició el fuego, sin embargo, a la mañana siguiente estas seguían de pie, consumidas con normalidad, por lo que había quienes se cuestionaron el origen de las llamas que devoraron la casa.

    Nadie veía nada, nadie oía nada salvo sus propios gritos y, aquí y allá, imprevisto y relampagueante, el estrépito de un arma que los espoleaba a la salida cual ganado. Por doquier veíanse cuerpos con la faz en la tierra, o con los ojos cristalinos abiertos al cielo nocturno y al vacío de la muerte. Esos rostros maquillados que minutos antes rebosaban alegría, yacían desfigurados por el horror; contraídos en una expresión de confuso dolor. De los blancos cuellos perfumados, corría ahora roja la sangre, dejando su férrea huella en aquellos cuerpos impolutos. Tristán seguía estrechando el cadáver de su padre, ignorante de las llamas que lo cercaban y de los sujetos que le voltearon la cara con la culata de su pistola cuando suplicaba sollozando por ayuda. Jameson formaba una especie de barrera que tapaba el resquicio que separaba la tarima del suelo, y en donde había instado a Evangeline que se escondiera.

    Dwayne escuchó los pesados pasos que se acercaban a su espalda. Lo exasperó escuchar que estos fueran lentos, tranquilos y seguros, sin ningún tipo de prisa, casi deleitándose en el momento que, para él, se le hacía eterno y acuciante. Estando al tanto de que si se quedaba agazapado en esa posición, los asesinos, pues no podían ser otra cosa, encontrarían el escondite de Evangeline, Jameson se paró con violencia y echó a correr diagonalmente hacia donde las llamas que los rodeaban no se alzaban tan intensas, contando con que los sujetos fuesen tras él. No obstante, no podía saber que los extraños no estaban interesados en perseguirlo. De modo que lo dejaron obrar con libertad, sin darle mayor importancia a sus actos, como si de un niño pequeño o un perro se tratase. Ya próximo a la salida, Dwayne se viró sorprendido de que los hombres no fueran tras él, sino que iban directo hacia Evangeline. Dos opciones tenía ante sí, podía darse vuelta y echar a correr dejando el peligro y esa noche atrás, o bien arremeter contra los criminales para que Evangeline pudiese escapar. Es decir, elegir entre su vida o la de la chica; vivir o morir. Pero, ¿acaso estaba seguro de que podía salvarla? ¿Quién le aseguraba el éxito? Aun y si él muriese, ¿Evangeline sería lo suficientemente veloz para salir indemne y alcanzar la salida antes que los bandidos a ella? ¿No era mejor apostar por lo más viable? ¿Por la opción con mayores probabilidades de victoria? ¿No era él un hombre capaz y emprendedor cuya vida y supervivencia sería más provechosa a la sociedad y a otros que la de una simple chica de un lugar diminuto, hija de un panadero y cuyo mayor logro en la vida sería salir viva de allí? Pero, también, ¿no la amaba? ¿No eran los negocios con su padre una simple excusa para acercarse a ella, para conocerla mejor? ¿No la había visto radiante en aquel mercadillo de América, haría unos meses, probándose una pila de sombreros sin poder decidirse por uno y, al final, deshacerse en disculpas con la tendedera con esa sonrisa tan sonora que arrugaba su nariz? ¿No habría comprado él todos los sombreros y todos los segundos que duró esa escena solo para revivirla una y otra vez? ¿No los siguió esa tarde hasta el hotel y averiguó sobre el señor Thompson dispuesto a dejar su tierra para hacer posible esa realidad en donde ella y él se amaran mutuamente como él la amaba ya?

    Evangeline estaba con los codos en tierra, apenas y pudiendo respirar con normalidad. El espacio era estrecho y temía que si inhalaba el suficiente aire como para tranquilizar su corazón desbocado, los sujetos terminarían encontrándola. Se limitó a oír con temor las pisadas en los tablones sobre su cabeza, describiendo círculos en toda la superficie. Como tanteando, desde aquella escasa altura, los lugares del jardín por donde ella pudo haberse escapado. De pronto, los pasos se detuvieron. Ella se llevó las manos a la boca para mitigar al extremo el sonido de su respiración, pero en verdad, lo hacía para contener el llanto que pugnaba por salir. Un instante de calma cayó en donde el único sonido perceptible era el galopante crepitar de las llamas y el humo que ascendía descontrolado. Evangeline no supo cuánto tiempo estuvo en esa posición, podían haber sido horas o segundos. Y, con todo, estaba segura de que los asesinos de su padre seguían allí. No tenía el valor suficiente como para alzar la vista, pero veía sus sombras que a cada instante se hacían más grandes y alargadas proyectarse sobre ella, merced del fuego en torno. Tras unos momentos de vacilación, miró hacia arriba y en los milimétricos resquicios que había entre tabla y tabla, vio dos ojos oscuros y crudos que la observaban sonriéndole.

    Evangeline espetó un grito. El sujeto atravesó la madera con su bota y, ayudado por los otros dos hombres, removieron las tablas rotas, sacando por los hombros a la joven. Evangeline se movió inquieta, tratando de liberarse de sus captores. El principal, que parecía el jefe, le sujetó el mentón con dureza entre sus dedos sucios de barro y sangre seca, y luego bajó la vista acariciando con la mirada el cuerpo tembloroso, los brazos y hasta su mano. Sus ojos negros brillaron con un fulgor opaco y marchito.

    Y relamiéndose los labios, espetó:

    —Parece que el botín viene con premio esta vez. ¡Avisen al Capitán! O, mejor…, no lo avisen —añadió, riéndose con soberbia.

    Los dos sujetos salieron de primero, abriéndose paso entre las llamas, como si estuviesen acostumbrados a que el fuego mordiera su carne, o como si estas no tuviesen efecto en ellos. El que parecía el jefe quedó al último junto a Evangeline, a quien arrastró del brazo por toda la tarima y luego el jardín. Pero antes de que alcanzaran la salida y entraran en la casa, una botella de champagne impactó contra el costado de su cara, estallando en varios pedazos. El sujeto cayó al suelo y Evangeline luchó frenéticamente contra el hombre que la tomaba por los brazos hasta que reconoció en él a Dwayne Jameson. Sin perder tiempo diciendo palabra, Dwayne cruzó las llamas junto a Evangeline y entraron en la vivienda. En el rápido trayecto que les tomó recorrerla, la joven se desmoronó de la tristeza al ver las paredes, objetos y recuerdos del hogar convertirse en pasto de las llamas. Fue entonces cuando recordó al hermano que yacía inconsciente en el jardín e intentó ir a socorrerlo, pero Dwayne le aseguró que antes de ir a por ella, se había acercado a Tristán encontrándolo muerto. «No pude hacerlo despertar», se lamentó. Terminaron de atravesar la estancia de la que pendían y se alzaban lenguas de fuego que lo lamían todo a su alrededor, devorando los cimientos y el techo al que se le escuchaba crujir y quejarse como un moribundo antes de sucumbir al dolor.

    Afortunadamente, las llamas no se habían extendido al jardín delantero. De manera que cuando llegaron a él, pudieron recobrar el aliento antes de que echasen a correr calle abajo buscando asilo. Mas, para su sorpresa, en lugar de los vecinos y gente preocupada por el asalto a su casa, encontraron todas las ventanas cerradas, las luces apagadas y frente a ellos un grupo de malhechores que los miraban como a presas. Tan apremiante era la situación que no tuvieron tiempo siquiera de correr, hablar o pensar en una estrategia. Antes de que pudieran reponerse, vieron surgir de la casa en llamas al sujeto de hacía unos instantes. Su ropa se deshacía en gotas dulces del licor dorado, y su cara en espesas y rojas gotas que corrían hasta su barbilla. Sin mediar palabra, desenvainó un cuchillo oxidado y con presteza lo encajó en el estómago de Dwayne, que nada pudo hacer ya, más que aceptar la muerte que le daban. Se desplomó en el suelo como un saco de cebollas y ahí quedó, ahogándose en su propia sangre. El sujeto empujó a Evangeline hacia los bandidos y juntos emprendieron el camino hacia el puerto.

    El dolor era muy grande para soportarlo. La vergüenza aún mayor como para permanecer allí. En el momento en que Dwayne Jameson se arrodilló en el púlpito pidiendo la mano de Evangeline en matrimonio, Ferdinand Weasley sintió el irrefrenable impulso de abandonar su empresa. No tenía ánimos de escuchar la respuesta de la chica. En su fuero interno quedaba una minúscula esperanza de que rehusara la propuesta, pero había atravesado tantas trabas recientemente que una más le parecía demasiado. Se deslizó serpenteando entre la multitud, chocando con varias personas en su camino, incluyendo a uno que le llamó poderosamente la atención por la manera tan peculiar como iba vestido. Más como si acabase de bajar de un barco, que arreglado para ir a una fiesta. Alcanzó la puerta y en escasos pasos ya estaba en la calle. A su espalda estallaron numerosos aplausos y silbidos. De modo que si le quedaba alguna duda sobre la decisión de su amiga, con esto quedaban confirmadas sus sospechas. Sus pasos lo guiaron hasta la cantina ubicada a unos treinta minutos de allí, pasando calles medianamente vacías y cruzando un puentecito de piedra en el que en su niñez no se cansaba de correr sobre su defensa, haciendo equilibrio con los brazos abiertos. No tenía estómago para beber, pero aquel le pareció un mejor lugar en el que estar que en el hogar que había hecho para Evangeline.

    El alcohol jamás supo tan amargo como esa noche. Ni el bourbon ni el whisky le producían esa falsa felicidad de la que tantas veces antes lo habían dotado. Uno de los hombres que estaban sentados junto a él en la barra, le pidió que lo invitara a un trago. Ferdinand despegó la vista de la botella medio vacía y reconoció a Gaspar Trepoile, un viejo e inofensivo barbero francés conocido por pasar más tiempo borracho que sobrio. Ferdinand hizo un gesto con la cabeza al cantinero, y este le trajo otro vaso en el que compartió su botella con el anciano. Estuvieron hablando durante varios minutos. Gaspar contaba con fruición historias picantes de doncellas de su juventud sin sentir la necesidad o el pudor de omitir ningún detalle. Cada pausa ocasional que había en su discurso era acompañada por un riguroso trago que se llevaba a la boca. Ferdinand lo escuchó sin interés, participando lo suficiente como para que el anciano no cesase en su verborrea, puesto que le era más odioso e hiriente el quedarse solo con sus propios pensamientos.

    A Gaspar, por su parte, le fascinaba hablar. Sentía siempre su plática como una especie de pago en favor de las bebidas que le convidaban y, ciertamente que su facilidad para el relato, así como su prodigiosa memoria para tantos cuentos, eran un verdadero gusto para el que lo escuchaba. Era también gracias a esta deuda, o bien, deber moral que sentía en hablar y escuchar a varias personas, la razón por la que sabía tanto y contaba tanto. Era pues una especie de trovador moderno, de nuevo Sócrates o biblioteca andante en cuyo seno reposaban prestas cientos de vidas. Maravillosas y terribles historias esperando a ser compartidas por el valor de una mísera botella de ron. Así fue que, entre los muchos temas que Gaspar relató esa noche, destacó el del curioso caso del joyero y la piedra ámbar. Ante esta presentación, Ferdinand espabiló y con ojos ávidos le suplicó a su compañero de bebida que prosiguiera con su narración. Un brillo astuto estalló en las pupilas del anciano, mientras una sonrisa coronaba su rostro bajo la barba blanquecina. Ferdinand Weasley comprendió la indirecta y rellenó el vaso de Trepoile que, sin esperar a que se lo pidiera de nuevo, continuó:

    —Se cuenta por ahí que hace unos días un pescador encontró una extraña gema de color ámbar en las entrañas de un pez. Ante tal maravilla, determinó que bien debía de valer una cantidad considerable de dinero. Por lo que no esperó y al día siguiente ya se encontraba golpeando a la puerta del joyero. Este examinó la gema y ofreció por ella dos piezas de plata. El incauto pescador se marchó contento con su pequeña fortuna, sin saber el incalculable valor que tenía aquella piedrecita que —hizo un ademán con sus dedos índice y pulgar— no era más grande que esto. El joyero, consciente de su valor y avaro como ningún otro, hizo llamar a un caballero de lejanas tierras que le había solicitado una joya digna de una reina. El sujeto se presentó sin demora y dejó en pago por la gema dieciocho piezas de oro…

    Hizo una pausa. Weasley volvió a llenar el vaso del anciano y aprovechó a llenar el propio.

    Gaspar prosiguió:

    —Al igual que el pescador, el caballero partió contento ya que la joya que había hecho engarzar en un anillo, era para pedir la mano de una damisela. Incluso el joyero quedó satisfecho de ambas transacciones y podría decirse que hasta aquí llegó la historia. Sin embargo..., no es así —agregó con complicidad—. Hace años, cuando tenía mujer e hijos, viví una temporada al otro lado del mar. Allí yo era un hombre respetable, y todos me tenían por un tipo de fiar. Pero como el vicio no sabe de edades ni condiciones o geografía, también allí me procuraba el licor por medio de la palabra. ¡Vamos! ¡Que la lengua pague por lo que la lengua goza! Sucede que en ese tiempo me llegó la noticia de un misterioso navío que arrasaba aldeas y ciudades enteras. Casi nunca tomaban prisioneros, si no es que alguna mujer para… ya me entiendes. —Le guiñó el ojo—. Eran estos piratas cruentos y despiadados asesinos a los que no les temblaba el pulso para prender en fuego un pueblo entero. Y, según se comentaba entre los sobrevivientes, si acaso quedaba alguno, era que iban tras una piedra ámbar tal como la que el pescador halló hace poco y que vendió también por muy poco. Pero lo que no sabían él, ni el caballero, ni el mismísimo joyero, era que esta joya tiene un valor inmenso, pero que tal valor viene con un precio muy elevado de pagar. No…, no me refiero a dinero. ¿Recuerdas que dije que los piratas mataban para dar con esta piedra? Bueno, imagínate qué le harían al pobre infeliz que tuviese la desgracia de poseerla. ¡Ay! ¡De qué manera me compadezco de ese caballero y de la inocente damisela a la que le pida matrimonio! Pero, bueno, son cuentos nada más. No conozco a nadie que haya visto a esos piratas realmente. ¡Bah! Tranquilízate. Ten, bebe un poco de whisky. ¡Eso! ¿Ves cómo calma las ansias? Si te gustó esa historia te gustará esta otra de la que me consta es purita verdad. Así aprovechamos y pedimos otra botella, pero de ron, para calmarnos la sed y los nervios. ¿Conoces el cuento del gigante y el perro?

    La puerta de la cantina se abrió de golpe entrando en manada un grupo compuesto por tres hombres de unos veinticuatro años de media, y dos mujeres en sus treinta. Tenían los rostros pálidos y una película de sudor frío perlaba sus frentes. Durante el brevísimo tiempo que duró la puerta abierta, antes de que uno de ellos la cerrara con imperiosa urgencia, logró colarse al interior del recinto un eco ahogado y distante, casi como murmullos de una conmoción lejana. Los recién llegados permanecieron como estatuas, petrificados en el umbral del bar, sin hablar o siquiera intentar verse entre ellos. Quizá temiendo no hallar consuelo en sus rostros sino la confirmación del horror que acababan de vivir. Uno de los sujetos levantó la vista en derredor, observando a todos los curiosos que los miraban expectantes esperando una explicación a su precipitada entrada. Paseando de uno a otro rostro, se topó con el de Ferdinand. Se acercó a él sin decoro, y con lágrimas y un deje de alivio en la voz, preguntó: «¿Tú también lograste escapar?».

    Ferdinand no comprendió a qué se refería el sujeto, quien, casi como adivinando su confusión, aclaró:

    —Me tropezaste en la fiesta de los Thompson hace horas, justo antes de que iniciara el incendio.

    A estas palabras Ferdinand pegó un brinco que el taburete en el que estaba sentado fue a parar al suelo.

    —¿Incendio, dices? —balbuceó, en parte por la impresión, en parte por el alcohol.

    Una de las mujeres en el fondo, la del vestido azul y cabello rubio, se acercó a la barra apretando aún entre sus manos una de las servilletas bordadas que Ferdinand recordó haber visto en la fiesta.

    —¿Incendio? —bufó la mujer—. ¿Qué hay del señor Thompson? ¡Dios mío! ¡Qué horror presenciar lo que vimos! ¡Qué no daría por olvidar esta maldita noche! ¡Ah, desgraciados! Señor, llévate estas imágenes que pueblan mi cabeza.

    —¿Algo le sucedió al señor Thompson? —exclamó Weasley.

    —¡Pero hombre! —dijo la mujer que seguía de pie junto a la puerta y cuya belleza no había afeado el pánico—. ¿Cuánto has bebido que olvidaste todo lo que pasó?

    —¡Ay! ¡Yo! —intervino la otra—. ¡Sírvanme lo mismo, que no quiero recordar más!

    —Calma, Griselda —la tranquilizó el primer sujeto, envolviéndola en sus brazos. Luego se giró hacia Ferdinand y con honesta curiosidad le preguntó si no estuvo presente cuando asesinaron a Winston Thompson.

    ¡Con qué diferencia de ánimo atravesaba aquellas calles! Qué nuevas y terribles dimensiones adquirían ahora las sombras y los mendigos, las caras familiares y extrañas que iban desfilando a su lado mientras deshacía el recorrido hasta la casa de los Thompson. Ese puentecito de piedra, antes símbolo de la alegría de sus primeros años, dejaría de ser un punto de encuentro de aquellos recuerdos felices para ser un pasaje de temor y estremecimiento extremo, mientras pensaba en la integridad de la amada. Ferdinand Weasley corrió todo lo que la ebriedad le permitió, deteniéndose a vomitar en una ocasión; tropezando con sus propios pies y cayendo, varias. Le tomó más tiempo del que hubiese deseado llegar hasta la casa de Winston, sorprendido por no ver a la guardia presente en las ruinas de lo que una vez fue una de las mejores casas de Berck Laudel.

    Una ligera llovizna caía sobre el pueblo costero y arrancaba grises estelas de humo del esqueleto calcinado del hogar. El aroma penetrante que se levantó de las cenizas hubiese bastado para repeler a cualquier otra persona, pero, a pesar de su ebriedad o, mejor dicho, gracias a esta, Ferdinand no era impulsado a seguir adelante por sus sentidos, sino por la necesidad de saber acerca de Evangeline. No obstante, antes de disponerse a entrar al negro interior, se conmocionó al reconocer a Dwayne Jameson desparramado en el jardín delantero. Se acercó hasta él y le tomó el pulso. Estaba helado y bañado en un charco de sangre que la lluvia no había podido lavar. Grande fue la sorpresa cuando aquel cadáver extendió uno de sus brazos y sujetó con violencia la muñeca de Ferdinand. ¡Estaba vivo! Jameson se ahogó con su sangre y, ayudado por Weasley que lo puso de costado, escupió el líquido y fue capaz de tomar aire. Su cara era más la de un muerto que la de un vivo. Sus ojos yacían entrecerrados, tal vez por la lluvia que caía impasible sobre él, tal vez porque no tenía fuerzas para mantenerlos abiertos. Sin embargo, vio a Ferdinand y este asumió que lo reconoció por las referencias que de él le debía de haber hecho Evangeline. Mas lo cierto es que Jameson no tenía idea de quién era Ferdinand más allá de lo poco que, verdaderamente, Evangeline le había contado. De manera que en ese momento próximo a la muerte, por decir más, era imposible que Dwayne Jameson reconociera a Ferdinand, o aun hasta a su propia madre, de haber estado allí.

    Ferdinand creyó esto debido a que la primera palabra que enunció el moribundo fue el nombre de la chica. El joven preguntó por su paradero, pero un nuevo acceso de tos le acometió a Jameson y, al toser, manchó parte de la camisa de Weasley con sangre. Ferdinand lo recostó, creyendo que era más prudente dejarlo reposar y no hacerle preguntas, pero Dwayne no dejaba de balbucear lo mismo: «Evangeline… Evange…, uerto…, llevaron a…, se la llevaron…, puerto…».

    La agonía duró poco. Ferdinand supo que Jameson estaba perdido desde el momento en que vio que seguía con vida. Era un milagro que hubiese aguantado tantas horas. Al final sucumbió, pero pudo Ferdinand entender algo del delirio del moribundo, puesto que, aunque no sabía si realmente encontraría a Evangeline en el puerto, no tenía otra pista que seguir. Se levantó con solemnidad quitando la mano que hacía de almohada a la cabeza de Jameson contra el suelo y, ya de pie, se limpió la sangre de las manos en el pantalón. En ese momento en que se disponía a partir cual bólido al puerto, Ferdinand percibió un ruido sordo proveniente del interior de la casa. Fue en esta agobiante realidad y desolación que hay tras el desastre en que creyó ver a una figura moverse entre los escombros. En lo más profundo de su ser, espoleado por sus sentidos y nervios excitados, vio en aquel espectro que reptaba y saltaba de un cuerpo a otro, a uno de los piratas de los que el viejo Gaspar Trepoile le había contado. Alertado, el sujeto alzó la vista y sus ojos verdes chocaron con los de Ferdinand, que no alcanzó a ver mucho más de aquel hombre que se arropaba en las sombras con notable estremecimiento. Una mano que se posó imperiosa en el hombro de Ferdinand lo sacó de aquella mutua contemplación, para encontrar a su joven amigo, Paul Gardner, jadeando alterado. Aliviado por hallar una cara familiar y querida en una noche como esa, Weasley volvió la vista al frente, pero el misterioso sujeto había desaparecido.

    Resaltó a la vista que la noticia del asedio a los Thompson se había esparcido como el fuego por todo Berck Laudel. Según le contó Gardner, la guardia había sufrido un ataque sigiloso en sus dormitorios y caballerizas, por lo que las pocas decenas de hombres que quedaban para atender la emergencia no eran suficientes.

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