El Ovillo De Ariadna
Por José Gurpegui
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Una operación de cadera de un famoso cantante, propicia el desencadenamiento de una serie de casualidades, que relacionan entre sí y sin saberlo, a los protagonistas de esta entretenida novela.
José Gurpegui
José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.
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El Ovillo De Ariadna - José Gurpegui
El Ovillo de Ariadna
José Gurpegui
Copyright © 2016 José Gurpegui Illarramendi
Todos los derechos resservados
Portada: Zizahori
Los personajes y nombres, citados en esta novela, corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, deberá entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias o cinematográficas o de cualquier otra índole, fueron utilizadas únicamente para contextualizar las narraciones, dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan.
El autor
Contents
Title Page
Copyright
Epigraph
Juanito
Juanfran
Johnny
Francis
Gabriela
Desayuno
Atasco
El paciente
Encuentro
Recuerdos en el Jardín
Ana
El corte
Amor por Caridad
Celos
El niño perdido
La paella
Lulú, a escena
Piti se descubre
El juicio final
Juanito
1950
El niño lloraba desesperadamente. Corría de un lado para otro. Él no lo sabía, pero cada vez se iba alejando del lugar donde se perdió. Se soltó de la mano de su tía cuando ella se detuvo para hablar con una amiga. Creyó haberla encontrado, pero siguió a otra mujer con un vestido del mismo color. Se percató de ello cuando quiso asir su mano. ¿De quién es este crío?
, preguntó divertida ante el atrevimiento y la equivocación del chaval.
Con la potencia de sus pulmones de cinco años chillaba como un cachorro abandonado, alertando a los transeúntes que en ese momento regresaban de la playa. Algunos se paraban para hablarle, pero él los rehuía porque así se lo habían inculcado.
La buscaba desesperadamente moviéndose en cortas e inseguras carreras, pero al fin, una mano amiga —porque así la sintió—, tomó la suya y además, le ofreció un refresco. Se frotó los ojos y distinguió, en la etiqueta del botellín, el dibujo de unas naranjas y el gesto amable del hombre que le ofrecía la bebida. Se olvidó de la recomendación. Hacía calor, y su infantil organismo estaba demasiado sediento para rechazar la fresca naranjada.
Mientras bebía, se fijó en que estaba en una especie de caseta verde con rótulos pintados que él no supo leer, pero que anunciaban entre otras cosas, cerveza de la marca El León. Cuando terminó de beber, el tipo, que no tendría más de quince años, lo sentó en el mostrador del quiosco y lo tranquilizó, prometiéndole que pronto vendrían a buscarle.
A los pocos minutos, después de la segunda naranjada, un guardia municipal se acercó al establecimiento de bebidas y se llevó al niño. Aquello no le gustó y estuvo a punto de llorar de nuevo, pero la guerrera con botones dorados y el salacot blanco, le impresionaron. En aquellos tiempos, llevar uniforme era contraseña para inspirar confianza y mucho más la de un niño.
Se acercaron a un grupo numeroso de personas que intentaban consolar a la tía del niño que era presa del llanto y del temor por la pérdida de su sobrino, pero cuando vio llegar al crío de la mano del guardia, se despejaron los nubarrones de la tragedia que había asolado el ánimo de la mujer durante treinta interminables minutos.
Agradeció al guardia haberlo encontrado, pero éste, noblemente, cedió tal honor al chico de los refrescos que había velado por su seguridad durante aquel escaso, pero crítico periodo de tiempo. Ella cumplió con educación y acercándose al quiosco, abonó las dos consumiciones y le ofreció una propina que el chico rehusó. «Lo volvería a hacer», dijo sinceramente.
Juanito era un crío normal, como correspondía a su edad; sensible, afectuoso y pacífico. Cuando aprendió a leer, una de las primeras frases que deletreó fue el lema que figuraba en el escudo de su ciudad: Ganadas por fidelidad, nobleza y lealtad
. No era un precoz heraldista, sino un niño de cinco años que, como a cualquier otro de su edad, la curiosidad dominaba sus párvulos sentidos.
Tardó varios meses en comprender el significado de aquellas palabras, pero cuando pudo hacerlo las hizo suyas y con ellas, construyó el balizado ético por él que transcurriría toda su vida; si bien, más tarde, añadió otro concepto a su filosofía: el del sentido de humor, que fue macerado en acidez y causticidad hasta que modeló su irónica manera de entender la vida.
Aquellos fueron tiempos difíciles. Cuando el nació, aún estaban presentes las huellas de la guerra; el hambre, la carestía, el miedo y unos padres que veían la muerte y la desgracia por todos lados y pretendían, seguramente con buena intención, alertar de tales peligros infundiendo más miedo y desconfianza.
Le contaban historias pretendiendo ser ejemplares y que, a falta de comprobar su veracidad, todo el mundo las creía y en el caso de un niño, aún más. Y si no había suficientes cronistas, ahí estaba la charlatanería popular para repetirlas. Los vecinos, los parroquianos de las tiendas del barrio, los cacharreros; que venían cada cierto tiempo a arreglar pucheros y sartenes. Las colchoneras; que por unas perras vareaban la lana de los colchones en el primer descampado que encontraban. Los «arregla-bombillas», los «sustancieros», que alquilaban por minutos un hueso de jamón, para darle sabor al cocido. Los vecinos que pasaban de casa en casa la hornacina con la imagen de la Virgen, para depositar una limosna en la hucha adosada. Los ancianos del asilo, que llamaban a las puertas para pedir limosna al igual que los frailes y monjas de todas las órdenes mendicantes. Cualquiera propagaba cuentos y leyendas y si esto no era suficiente, estaban los folletines que, por un real, instruían a sus lectores con la literatura más perversa.
Juanito, practicaba la lectura en aquellos cuadernillos a los que su tía estaba suscrita, y que un tipo siniestro repartía cada mes. Las penurias y las tragedias eran siempre el tema elegido por el autor de aquellas novelas por entregas. Ya se sabe que, conocer la desgracia de los demás, ayuda a soportar la propia.
Se contaban cosas como el caso de la serpiente que mamaba de uno de los pezones de una madre dormida mientras alimentaba con la otra teta a su niño recién nacido. El caso de la mujer que dio de comer a su marido una tortilla hecha con cristales para deshacerse de él, la historia de la golfilla que descubrió su preñez al ver su vientre reflejado en el cristal de un escaparate... Relatos que no sólo resultaban incomprensibles para la mentalidad infantil de Juanito, sino incluso para la mayoría de los adultos.
No faltaban también las historias del hombre del saco, que acechaba desde cualquier rincón, dispuesto a llevarse a cualquier cachorro que se separase de la manada y terminar, como se decía, desangrado como un conejo para curar con su sangre infantil la tisis de algún ricachón, víctima de la consunción.
Pero su ángel, ese al que rezaba todas las noches y que aparecía velando para que un niño sonriente, pulcro y repeinado, atravesara sin contratiempos el río de desdichas y maldades por el puente florido que había tendido, le libró del acechante mal y esa noche cenó, como de costumbre, el huevo con patatas fritas que siempre le preparaba su tía y disfrutó de lo extraordinario, porque aquel día hubo corrida de toros y como correspondía al programa de fiestas, habría fuegos artificiales y los podría ver desde su misma casa, aunque solamente los que se disparaban altos y sobresalían de los tejados de enfrente.
Ese día, cenó en su casa una familia francesa, o quizás sería más justo decir que eran residentes en aquel país, porque a Juanito, que no sabía dónde estaba Francia, le sonó tan castellano el hablar de aquella gente, como el del maestro de la escuela a la que acudía. Su madre le recomendó que se portara bien, porque, Los extranjeros son ricos y muy educados
y Juanito obedeció, quedándose en la cocina de su casa durante todo el tiempo que duró la visita de aquellos señores.
Cuando se fueron, dejaron varios regalos. Su hermana los calificó de baratijas «de las que se compran en Francia y en las tiendas de ‘tout a cent’», porque la hermana de Juanito había ido a Lourdes en peregrinación con el colegio y sabía, de las costumbres de ese país.
Entre los regalos, además del abrelatas, una Virgen fosforescente y un disco de Luis Mariano, había unos prismáticos de teatro, copia barata de unos alemanes, que les había encargado la madre de Juanito para ver los toros; porque según justificó, «esas cosas, en el extranjero, son mucho más baratas»
Esa misma noche los estrenaron. El padre de Juanito los sacó al balcón y lo primero que hizo, fue enfocarlos al edificio de enfrente y pronunciar la frase que tantas veces había repetido: «Los de ahí delante están comiéndose las aceitunas a cucharadas».
Juanito no lo pudo comprobar, porque no le dejaron usar aquellos prismáticos, no fuera que los dejara caer y se rompiesen, pero lo creyó; al fin y al cabo, se lo había oído decir tantas veces a su padre…
Aquella familia, que según el padre de Juanito comían las aceitunas como si fuesen garbanzos, eran gente acomodada y al padre de Juanito no le caían demasiado bien. Es de suponer que la envidia sería la causa, porque no había ningún otro razonamiento, pero don Antonio, que así se llamaba el padre de Juanito, se había imaginado el poderío económico de los vecinos de enfrente; tanto, que incluso se atrevía a adivinar el menú del que supuestamente disfrutaban durante los almuerzos y las cenas, inventándose los platos más sofisticados para la época, Aquella noche, dijo, habían cenado sesos de canario rebozados, sopa de tortuga y faisán y les tachó de inmorales por los tiempos de carestía que se vivía por entonces. Lo decía en broma, pero en el fondo, seguro que deseaba que así fuese.
Para ilustrar lo que les aguardaría el destino, el padre de Juanito pronunciaba solemnemente un adagio que figuraba en el dintel de un palacete cercano a su casa: «En casa del que jura no faltará desventura» y para apoyarlo, recurría al ejemplo del anciano padre de aquel ricachón, que diezmado de salud y con muchos años encima, se valía de un bastón para pinchar papeles y colillas depositadas en la calle, inútilmente, porque el bastón tenía en el