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Encontrarse con el matón del colegio, no es una experiencia agradable, aunque hayan transcurrido más de cincuenta años. Esta y otras experiencias vuelven a reproducirse de manera inversa a su aparición cronológica durante un azaroso viaje que realiza Sergio con su viejo acosador y pesadilla de su infancia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 ago 2020
ISBN9781005043223
Secuencia inversa
Autor

José Gurpegui

José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.

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    Secuencia inversa - José Gurpegui

    Secuencia inversa

    José Gurpegui

    © 2019 José Gurpegui Illarramendi

    Todos los derechos reservados

    All rigths reserved.

    Antes de comenzar la lectura de la presente novela creo necesario advertir que, aunque este relato se desarrolle en primera persona, no debe interpretarse en absoluto como autobiográfico. El narrador, Sergio Mendizábal, es un personaje ficticio como igualmente lo son el resto de los protagonistas, situaciones y lugares de esta historia, por lo tanto, responden a la ficción literaria y cualquier parecido con la realidad deberá ser considerado como mera coincidencia

    CARA DE GARBANZO

    No acostumbro a desayunar, ni siquiera frugalmente, pero en esta ocasión necesitaba llevarme al buche algo más que el solitario café con leche de las siete de la mañana. Mi delicado estómago no acepta que, tras el letargo nocturno, lo zarandeen para despertarlo, pero ese día me suplicaba que apaciguase los quejidos de la maldita úlcera que se había instalado en mi duodeno.

    Temí que el cruasán no fuese suficiente. El gástrico dolor pedía una mayor contundencia, quizás algo similar al desayuno que mi vecino de la mesa de al lado se había metido en el cuerpo; nada menos que dos huevos fritos con salchichas, beicon, napolitana de crema y doble de café. Evidentemente me abstuve de imitarlo porque, precisamente, era lo que esperaba mi úlcera para afianzarse y expandirse.

    No había tiempo para caprichos; anunciarían mi vuelo en unos minutos. Todos los demás habían sido señalados por el retraso o la cancelación. La huelga, ya se sabe... Mi caso era distinto; había sido agraciado por los servicios mínimos y según lo previsto, volaría esa misma mañana, o al menos es lo que parecía indicar el panel de avisos.

    De repente, el tipo de los huevos fritos exhaló un sonoro eructo salido de lo más recóndito de su enorme panza, y cuyo sonido fue escasamente atenuado pese al bullicio reinante en la terminal. Miró a su alrededor y dedicó una pícara sonrisa a todos los que el estupor aun se marcaba en sus caras. Yo era el más cercano y por ende, él más afectado; tanto, que desistí de llevarme a la boca el trozo de bollo que había insertado en mi tenedor, y si la desdicha no hubiese sido suficientemente percibida por mi escaso ánimo, para rematar, también acababan de anunciar la cancelación de mi vuelo.

    Al tipo del desayuno pantagruélico no parecía afectarle la huelga de controladores y tampoco las prisas; abrió el periódico por la página de pasatiempos, lo dobló para que cupiese en el escaso espacio de su mesa, libre de migas de pan, y mientras sorbía parsimoniosamente el café, se dispuso a resolver el sudoku.

    La cancelación del vuelo trastocó mis planes, por lo que me centré en buscar una solución. La huelga no parecía tener visos de solucionarse ese día y tampoco en fechas próximas. Visto lo ocurrido, lo prudente sería buscar una alternativa. Alquilar un coche no era viable, al menos para mí. Había dejado que caducara mi permiso de conducir porque decidí no volver a hacerlo. En realidad, no es que me hubiese convertido en un recalcitrante ecologista ni en un pirado ludita, simplemente era cosa de la edad y de mis facultades físicas; consideré que resultaba más práctico y económico utilizar los transportes públicos que ir acojonado al volante por no ver más allá de mis narices. El tren podría ser la solución, pero he olvidado citar otra de mis manías: la impaciencia. Pensar en los transbordos que debería hacer hasta llegar a mi domicilio vacacional, me crispaba los nervios. Podía soportar las dos horas de avión Madrid-Milán y los treinta y pico minutos que tarda el autobús desde el aeropuerto de Malpensa a Peschiera del Garda en Italia, pero no estaba dispuesto a pasar doce o quince horas metido en trenes. Se me ocurrió que, teniendo en cuenta que, el ámbito de la huelga era nacional, podría viajar en tren hasta la frontera de Irún, de allí, a pocos kilómetros, al aeropuerto Biarritz en Francia para tomar un avión directo a Milan, si lo hubiera, o incluso a Lyon, para enlazar por tren con mi destino vacacional.

    Mientras consultaba por medio de Internet mis posibilidades, el tipo del desayuno pantagruélico había pedido otro café y atacó el crucigrama tras haber completado las casillas del sudoku. Parecía un hombre ilustrado o simplemente bien entrenado en pasatiempos gráficos, porque apenas levantaba la punta del bolígrafo, lo que daba razón de su ágil y certera respuesta a las definiciones. Era un tipo obeso, de cara redonda con grandes y sonrosados mofletes, de entre los cuales asomaba una nariz escasa y puntiaguda. Si contemplamos un garbanzo desde el lado del ápice y marcamos dos puntos a ambos lados de dicha prominencia, se formaría una pareidolia que, con toda seguridad, la asemejaríamos a la forma y expresión de su cara. Como se sabe, hay varios métodos, todos ellos empíricos, que nos pueden acercar al conocimiento de la personalidad de un individuo; por ejemplo: el comportamiento en la mesa y la manera de comer, pero ya puestos a revisar las normas de ortodoxia trasnochada, citaré la manera de sujetar el lápiz o el bolígrafo entre nuestros dedos. En este caso, al hombre de cabeza agarbanzada podría definírsele como despreocupado y sin complejos, porque ambas cosas, los modales comiendo y la forma de escribir, las llevaba con absoluta dejadez. Masticaba con la boca abierta, sorbía el café como si fuese la trompa de un elefante y eructaba como el rugido de un león. En cuanto a la manera de asir el bolígrafo, puede decirse que empleaba todos sus dedos y músculos de la mano. El aspecto que ofrecía era el de un muñón hinchado al que habían injertado un Bic, como si fuese una prótesis. Sin embargo, y a pesar de su laxitud educacional, se mostraba contundente. Mientras escribía, hacía tambalearse la mesa y los vasos chocaban uno contra otro tintineando como campanillas. Sentí curiosidad por ese tipo sentado en la cafetería del aeropuerto a las nueve de la mañana, aparentemente sin prisa alguna, que se había metido en el cuerpo semejante festín y aún tenía ganas de resolver sudokus y crucigramas mientras todos los vuelos iban siendo cancelados.

    ¿Y el de él? Por qué se suponía que estaría en ese lugar por las mismas razones que los demás y no como un simple paseante, porque conociendo los precios en los aeropuertos, no iba a elegir una de esas cafeterías para saciar su voraz apetito. Tampoco era probable que fuese un empleado del lugar, a menos que en su gremio portasen mochila de viaje, vistieran con un abrigado tabardo y empleasen dos o tres horas en desayunar, pagando el triple o cuádruple por el desmesurado almuerzo.

    No me inmiscuyo en las vidas de los demás, si no es necesario. En este caso, la observación del individuo en cuestión era una improvisada terapia relajante, para evitar que estallara públicamente indignado por los huelguistas que toman como rehenes a quienes no son culpables de sus desavenencias laborales. Quizás el tipo de cara de garbanzo, con su pachorra gastronómica e ilustrada, me estaba dando una lección, o quizás estuviera exhibiéndose como maniquí flemático a imitar. El caso es que lo había conseguido. A diferencia del resto de pasajeros frustrados que pululaban cabreados y quejosos por los pasillos y salas de la terminal, garbancito y yo parecíamos monjes tibetanos. Tanto es así que decidí establecer cierta corriente de simpatía al considerarlo, como yo, un damnificado por la situación.

    —¿Y usted, a dónde se dirigía? —rompí el hielo.

    —¿Quién yo? —preguntó sorprendido.

    —Sí, claro… Supongo que también habrán cancelado su vuelo.

    —¡Ah, no…! Desayuno en esta cafetería, casi todos

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