En cuanto llegues escríbeme
Por José Gurpegui
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Tras muchos años de ausencia, Luis regresa a la ciudad que le vio nacer. En el avión que le traslada desde Londres conoce a Carlota, una joven ejecutiva belga cuyo rostro le resulta familiar.
El encuentro no hubiese pasado de algo trivial, si no es porque ella también le conoce, y no sólo de ver su foto en la prensa rosa. Ello desata la curiosidad de nuestro protagonista al sorprenderle el hecho de que les separan más de veinte años de edad y no se habían visto anteriormente.
Entre ellos se inicia un juego que dura varios meses y cuyo objetivo, es el de que Luis adivine cual puede ser la relación que les une.
Entre tanto, y de manera involuntaria, él se reencuentra con sus «fantasmas» del pasado: las cuatro mujeres que protagonizaron sus amoríos de juventud y cuyo encuentro se vuelve más gélido de manera inversa a la antigüedad de la relación que mantuvo con ellas.
José Gurpegui
José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.
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En cuanto llegues escríbeme - José Gurpegui
En cuanto llegues, escríbeme
José Gurpegui
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Portada: Zizahori
Iris
Iris Whiteworld exhibió su exótica belleza desfilando sobre la alfombra roja, mientras recibía, con sofisticada expresión, los flases de los reporteros gráficos. La acompañé, como de costumbre, en sus sonrisas, en sus gestos estereotipados y en sus muecas estudiadas. Me mantuve discreto y en un segundo plano. Mi papel era de comparsa y darle pie para que exhibiera su fingida simpatía. Así lo habíamos ensayado.
La naturalidad, el ingenio y la improvisación, no eran precisamente los atributos más destacados de Iris. Sin guion, no era capaz de dar los buenos días, pero cantaba bien, demostraba cierta personalidad en el escenario, se movía como una contorsionista y era capaz de excitar la libido de un moribundo.
Mi vida era esa: la del consorte de un producto fabricado por la industria discográfica. Más que amantes, podíamos pasar por socios; aunque no lo fuésemos de la misma empresa, pero sí en los mismos intereses. Nos había ido bien: ella estaba casada con un empresario y yo, con una cantante de moda. Una simbiosis interesante; aparecíamos en las páginas rosas y en las de color salmón con la regularidad que nuestros respectivos jefes de prensa disponían. Unos días eran las fotos de ella en actitud provocativa, y otros, las mías inaugurando alguno de mis negocios.
No sé si éramos floreros el uno del otro, pero esa noche, en la gala de entrega de los premios Boopy, estaba claro que yo era el de ella.
Mientras ella posaba en el photocall, y yo me situaba discretamente, a cierta distancia, lejos de los objetivos de las cámaras, volvía a convencerme de que ese ambiente no era el mío. Paradójicamente yo iba para cantante, o al menos es lo que perseguía allá por los años sesenta, pero las cosas no salieron como las había planeado; ni tan siquiera, en los años posteriores a 1972, tras mi llegada a Londres. Entonces tenía veintitrés años y mientras me establecí, no le presté atención a la música; y lo que es más sorprendente: ni siquiera saqué la guitarra de su estuche.
Tantas veces había escuchado aquello de que, «la vida daba muchas vueltas», que apenas tenía para mí el valor de un chascarrillo, pero pasados cinco años de mi estancia en Londres y mientras hacía la primera revisión de mi vida, me di cuenta de que no era capaz de huir de mis compromisos y me casé. Cinco años después, me divorcié. Fue mi primer matrimonio. Después vino Leyla y volví a divorciarme. Luego me casé con Iris Whiteworld, la bella libanesa que en ese momento subía al escenario a recoger su premio mientras lanzaba un beso, muy ensayado, hacia la fila de butacas donde me encontraba. Di por hecho que iba dirigido a mí, pero me di cuenta de que podía ser a cualquiera de los que ocupaban los asientos periféricos al mío; por ejemplo: al batería de los Humm, convertido en productor discográfico y cuyo último álbum, interpretado por mi esposa Iris, había conseguido el récord de ventas, siendo merecedor del premio que en esos momentos le entregaba una leyenda del rock, convertida en momia alcoholizada.
Aquel beso que recogieron las cámaras de televisión llevaba otro destino; un tipo treinta años más joven que yo: Bobby, el batería de su grupo y productor del disco.
Ignoraba cuales eran las funciones como productor de aquel yonqui. No podía ser una cuestión financiera, debía de tratarse de otra misión, quizás orientada a la parte artística o al desarrollo comercial. El hecho es que se fue a vivir con él.
Iris tenía 34 años y yo sesenta y tres. En cualquier momento podía engañarme, lo sabía y lo asumí como un riesgo, pero no se lo perdoné; sobre todo, cuando me enteré de que durante el corto espacio de tiempo que duró nuestro matrimonio tuvo dos amantes más; claro que yo no tuve remordimientos cuando apareció en mi vida Sally, quien vino a sosegar mis últimas semanas, las más tormentosas, con Iris. Después, se fue a los Estados Unidos, de donde había venido, y volví a quedarme solo.
Mi siquiatra me recomendó tomarme un año sabático y yo retoqué su propuesta, sopesando la posibilidad de marcharme a vivir a otro lugar. Él intentó convencerme de que no hiciese tal locura, ante la perspectiva de quedarse sin su mejor paciente, pero finalmente, mi elección terapéutica fue la que prosperó.
Regreso
De un momento a otro iban a acoplar la manga de entrada a la nave que conectaría con mis recuerdos; una especie de túnel del tiempo hacia el pasado. Me reí sin darme cuenta, y sonrieron levemente dos niños que no me quitaban los ojos de encima. Enseguida los retiraron de mi cercanía, seguramente porque un tipo de mi edad, riéndose solo en la terminal de un aeropuerto, no inspiraba demasiada confianza.
No había vuelos directos desde Londres a mi ciudad, pero daba lo mismo: cincuenta minutos a añadir a las dos horas que separaban Heathrow de mi pasado. No llevaba demasiado equipaje; sólo dos maletas. El resto, lo había dejado en Londres; una empresa de mudanzas se encargaría de enviármelas por barco. Dos contenedores fueron suficientes; se llenaron con mis objetos personales; libros, muebles y antigüedades que he ido coleccionando a lo largo de estos últimos cuarenta años, todo de estilo victoriano. Lo british me encanta. Estaba previsto: cuando terminase de instalarme, aún no sabía dónde, me enviarían el resto de mis cosas y entretanto, me alojaría en ese hotel tan emblemático que está junto a la playa.
Había reservado una suite con vistas a la bahía. Siempre soñé que, cuando regresara, lo haría como los veraneantes que tomaban el té en la terraza de ese hotel: traje ahuesado y sombrero panamá, ellos; pamela y vestido floreado de verano las señoras. El lugar olía a bizcocho y té al jazmín, y en los cafés próximos, con veladores de mármol y sillas de mimbre, se repetían los mismos aromas de las seis de la tarde: el de la bollería fina. Cuando regresaba de la playa, tras gastar mis energías sobre las olas de la marea alta, ¡qué hambre llevaba!, me hubiese gustado que alguna de aquellas personas, me hubiera invitado a esa deliciosa merienda.
Sentía una emoción enorme. No había vuelto a mi ciudad desde que la dejé y de eso hacía ya cuarenta años. No es que no hubiese querido volver, al contrario: durante mi estancia en Londres sentí tantas ganas de hacerlo, que opté por ahorrar toda mi nostalgia para derrocharla de una sola vez. Soy de ese tipo de personas que guardan recuerdos como joyas valiosas y alimentan su melancolía como si ésta fuese un animal de engorde, hasta que está lista para el sacrificio; entonces se dedican a rememorar el pasado. Buscan a sus viejos amigos, compañeros de colegio, primeras novias… Necesitan saber si seguirá en pie