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Tres Periquitos
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Libro electrónico186 páginas2 horas

Tres Periquitos

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Atendiendo a su viejo amigo Emile Leclerc, Nick viaja a Paris. Allí y con el mayor secreto, le muestra el fragmento de un memorándum fechado en 1943 y firmado por uno de los mandos de las fuerzas de ocupación alemanas, hablando de una operación secreta en los prolegómenos de la rendición de Alemania.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 sept 2020
ISBN9780463667200
Tres Periquitos
Autor

José Gurpegui

José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.

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    Tres Periquitos - José Gurpegui

    Tres periquitos

    José Gurpegui

    Copyright © 2011, 2013, 2014 José Gurpegui Illarramendi

    Todos los derechos reservados

    Portada: Zizahori

    Todas las referencias literarias, históricas o cinematográficas han sido usadas para contextualizar la narración dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan. Asimismo, debo advertir, que los personajes y situaciones de esta obra responden a la ficción literaria y que, por lo tanto, cualquier parecido con la realidad deberá ser considerado como mera coincidencia.

    El Autor

    Contents

    Title Page

    Copyright

    Epigraph

    Rutina

    La Nota

    Nos vemos en París

    Party de suegra

    EL Mariscal Dubois

    El Papagayo verde

    Weber y Heródoto

    La bahía de los pingüinos

    En aguas del Santiago

    Regreso a chiway

    Otra vez, nicasia

    El porta retrato

    Rutina

    La ciudad amaneció envuelta en la niebla de su permanente decorado, de una manera tan intensa y tópica como la de cualquier secuencia de exteriores en una película de serie negra. Londres y yo nos despertábamos junto a los seis millones de seres, entre residentes y turistas, que poblaban la capital del imperio británico aquella mañana de 1970.

    Helen y yo continuábamos residiendo en Westminster, concretamente en Mayfair, habitando la lujosa y amplia mansión de los Taylor. El padre de Helen se había mudado a la residencia de su actual esposa. Como siempre, apuntó bien y conquistó a una marquesa quince años más joven que él, viuda de un naviero podrido de dinero miembro de la Cámara de los Lores, que tuvo la fatalidad de atragantarse con un hueso de perdiz, mientras celebraba el banquete de su aniversario de bodas, falleciendo discretamente asfixiado.

    La nueva madrastra de Helen y por ende mi suegra, residía en un cottage —ella así lo definía—, algo más pequeño que el castillo de Windsor, ayudada por un mayordomo, un ama de llaves, dos criados, tres doncellas, dos cocineras, un jardinero, un chófer y un mozo de cuadras. Pese al agotamiento físico que le ocasionaba su actividad, Lady Margaret conseguía, estoicamente, sobreponerse a la pesada carga doméstica. Defendía su cutis de las amenazantes arrugas, y mantenía a raya la celulitis, consiguiendo que las pastas de té no estropeasen su esbelta y distinguida figura.

    Sir James Taylor, repartió sus dos mansiones de Londres entre sus hijos: A James y su esposa Suzanne, les correspondió la casa de Richmond y a nosotros la de Mayfair, ambas, en usufructo. Para un tipo como yo, acostumbrado a dormir en camarotes no mucho mayores que el pequeño de los cuartos de baño que disponíamos en aquel mausoleo faraónico, me sobraba más de las tres cuartas partes del inmueble. Seguía teniendo Desdémona, la barcaza que me regaló Alexa cuando regresó a Chile. Estaba tal y como la dejó; amarrada en Regents Canal. Hubiera preferido vivir allí permanentemente, pero Helen no quería renunciar a las comodidades de Mayfair.

    Estaba especializándose en cirugía pediátrica en un hospital del centro de Londres y tenía poco tiempo para cuidar de Nekane Gillian, nuestra hija, por ello aprovechamos la oportunidad que nos brindó Begoña, mi prima de Lekeitio, que quería instalarse en Londres como Au pair. No dudamos en que se viniera a vivir con nosotros; de esta manera conseguimos resolver el problema de la niñera: Begoña quería practicar el inglés y nosotros la vida conyugal, además ella y Helen se llevaban muy bien: el hecho de que mi prima hubiese estudiado Enfermería propició una especie de vínculo de complicidad sanitaria, que rayaba en estrategia colegial sindicada. En mi casa, no se podía ni toser, en sentido literal; un simple estornudo y rápidamente tenía la médica detrás mío para auscultarme y a su enfermera con el tensiómetro y el termómetro, persiguiéndome por toda la casa.

    James, mi cuñado, continuaba en el gabinete técnico del almirantazgo. Le habían ascendido a comandante y Suzanne, su esposa, daba clases de Historia en un college de Oxford. El matrimonio le había sentado francamente bien, incluso estaba mucho más bella que cuando la conocí en nuestro viaje por el Índico, lo cual puede parecer imposible a tenor de los encantos que ya poseía. En resumen: Suzanne seguía estando buenísima.

    Perkins, el extraño y sorprendente mayordomo de mi suegro, se había jubilado, pero continuaba residiendo en su apartamento del sótano, junto a las cocinas de nuestra vivienda que, gracias al ímpetu del progreso y de los pocos residentes que éramos, el tamaño de estas se había reducido, favoreciendo con ello la ampliación de su vivienda. De vez en cuando solía visitarle, nos tomábamos unas cervezas y charlábamos. Su condición de ex agente de los servicios secretos seguía manteniéndola con su peculiar y ambigua opacidad. Aunque su memoria comenzaba a fallarle, unas veces por conveniencia y otras, porque los años no perdonan. Resultaba insustituible si querías ponerte al día sobre algún asunto.

    Yo seguía en tierra. Mi profesión de capitán de la marina mercante comenzaba a ser un recuerdo. Mi último embarque como tal, fue al mando del Helen, con los hermanos Taylor como única tripulación y con la feliz incidencia de mi boda con su armadora. El barco estaba amarrado en Dover y de vez en cuando, humedecía el secarral en que se había convertido mi vocación marinera, cruzando las diez millas que me separaban de Calais. No era mucho, pero suficiente para recordar los buenos momentos que pasé surcando las aguas del océano Índico en compañía de Helen.

    Mi ocupación actual era la de director general de S.I.C, la compañía clasificadora y aseguradora de riesgos marítimos en la que empecé a trabajar como inspector a mi llegada a Londres. Lord Monroe, su presidente y primo de mi suegro, había fallecido y su hija Bárbara, la viuda del infame Cameron, heredó las acciones de su padre. El consejo de administración quiso relevarla de la presidencia, pero entre los Monroe y los Taylor tenían mayoría y consiguieron que fuera confirmada como presidenta. En realidad, a Bárbara Monroe, la S.I.C le venía grande y por ello delegaba en mí su participación en las decisiones de la junta. Se había vuelto a casar, pero seguía teniendo mala suerte con sus maridos: el sustituto de Cameron era un completo inútil que lo único que le interesaba era jugar al póquer en las timbas caras del St. George's Club, frecuentar todas las noches los pubs selectos de Westminster y vomitar todo el güisqui que se metía en el cuerpo, sobre el regazo de las chicas de alterne a las que sólo complacía con su billetera. Bárbara me había nombrado su administrador, tenía plenos poderes y me ocupé de dejarle las cosas bien aseguradas frente a la posibilidad de que el inepto de su esposo dilapidara su fortuna.

    En la S.I.C, las cosas iban bien. Los beneficios habían aumentado de manera espectacular desde que nos libramos del «clan Oxford». Los inversores nos devolvieron su confianza y habíamos aumentado nuestra cartera de clientes más del veinte por ciento. Navieras y consignatarios de gran prestigio confiaban de nuevo en nuestra compañía; habíamos renovado nuestra red de corresponsales en todo el mundo. Manolo Yáñez estaba ahora al frente del departamento de inspección de riesgos, el mismo cargo que tuve yo antes de mi ascenso.

    Aquel reloj que Lord Monroe me entregó hacía tres años para que lo limpiara, funcionaba con total precisión. Tenía buenos colaboradores que engrasaban aquella compleja maquinaria empresarial y mi objetivo era preparar mi sustitución. Tenía que buscar a alguien para que me relevase: no me veía tras la mesa de un despacho vegetando hasta el día de mi jubilación; me aterrorizaba sólo imaginarlo. Había pensado en Suzanne; ella estuvo al frente de las empresas de su padre, Émile Leclerc. En cierta ocasión se lo propuse, pero me contestó que en la universidad era feliz y no quería volver a mezclarse en el mundo de los negocios.

    Émile Leclerc se había retirado, pero seguía conservando la mayoría de las acciones de su cadena hotelera. Había dejado la isla Reunión, volvió al continente con su esposa Sophie y sus dos hijos gemelos, instalándose en Aix en Provence. Compró un chateau con viñedos y para entretenerse le elaboraban en sus bodegas uno de los mejores vinos de la región. Émile, todo lo que tocaba lo convertía en oro, pero según me decía en sus cartas se aburría. Últimamente se dedicaba a financiar centros geriátricos y obras sociales a través de la fundación Émile Leclerc cuya sede estaba en París. Seguíamos siendo buenos amigos. Venía a Londres con relativa frecuencia a visitar a su hija Suzanne y de paso a sir James, mi suegro, con el que mantenía una amistad fraternal. A veces nos reuníamos todos en el cottage de Lady Margaret. Émile seguía conservando su sentido del humor y con sus disparatadas extravagancias nos hacía pasar ratos muy divertidos.

    La aventura de mi vida continuaba surcando por los parajes más exóticos que podía ofrecer a mis cinco sentidos. El patinazo que di en la escalerilla de aquel buque congelador durante mi debut como marino en los caladeros de las Malvinas, marcaron el inicio de una concatenación de acontecimientos providenciales, que no habían cesado en toda esa etapa de mi vida. Por más que me obstinaba en trazar mis propios planes, el destino se encargaba de desbaratarlos mejorando el resultado que pretendía conseguir. Mi vida era como una lotería cuyo único ganador era yo. A veces sentía temor de mi buena suerte: a mis treinta y cinco años el único problema recurrente que sobrellevaba con cierta preocupación era elegir entre lo bueno y lo mejor. No cabía la menor duda de que era un hombre afortunado pero mi buena suerte, necesitaba recargase como el depósito de una pluma estilográfica y lo hacía en el tintero de las peripecias que, con una frecuencia, casi regular, me tocaba protagonizar.

    La Nota

    Había comenzado a llover y la mañana era desapacible; el trajín diario en las calles y edificios de la City conseguían, como de costumbre, impedir cualquier momento de languidez ambiental. No había tregua para observar el paisaje urbano bajo la anímica sensación melancólica que ofrecía la atmósfera gris cubriendo los jardines de Hyde Park. La actividad en la ciudad desde las primeras horas era frenética y el intenso tráfico de vehículos, contribuía como siempre al mantenimiento del tipismo de una ciudad agobiante.

    El coche acostumbraba a esperarnos a la puerta de nuestra casa todos los días. Helen y yo hacíamos el mismo recorrido: primero, el chófer nos acercaba hasta el hospital donde ella trabajaba y después me llevaba las oficinas de la S.I.C. Helen seguía teniendo el Mini Morris y yo me había comprado un Aston Martin DB5, un capricho que tenía desde que vi la película Goldfinger, pero habitualmente usábamos el servicio del coche y chófer de la S.I.C, era más cómodo y práctico.

    El Bentley se detuvo en la puerta del hospital y me despedí de Helen hasta la noche. Nos veríamos en el Dickens, el pub que estaba cerca de la oficina. Tomaríamos un tentempié y después iríamos al Royal Albert Hall al concierto de Creedence Clearwater Revival. A Helen le encantaban. En cualquier caso, la oportunidad que nos ofrecía la cercanía del famoso teatro para oír los conciertos de los grupos y artistas del momento, la aprovechábamos al máximo; habíamos asistido a los conciertos de Pink Floyd, Deep purple, Led Zeppelin y Jimmy Hendrix entre otros. No cabe duda de que vivir en Londres tenía sus ventajas.

    El chófer continuó su recorrido y finalmente llegamos a la sede de la compañía. Esperé al ascensor para subir hasta la sexta planta donde estaba mi despacho. Antes de entrar, Candice, mi asistente, me entregó el correo, la prensa del día y una taza de café bien cargado. Mientras lo saboreaba miraba a través de los ventanales del despacho el aspecto de la ciudad y el brillo acharolado de las calles húmedas por la lluvia. Generalmente dedicaba unos minutos a esa contemplación; me recordaban los momentos que pasaba en el puente de los buques donde presté mis servicios como piloto y como capitán. También en aquellas ocasiones, solía tomar una taza de café observando cómo la lluvia regaba la cubierta, en perfecta complicidad con la espuma del oleaje que chocaba con la proa del barco. La semejanza era lejana, pero en ambos casos la soledad era la misma. La inmensidad del océano amenazador se presentaba constantemente ante mis ojos, siempre con la incertidumbre tras el horizonte y bajo sus aguas. En este otro caso, también navegaba en un proceloso mar, pero de cemento y cristal, poblado de toda clase de alimañas con corbata paraguas y bombín, que impedían a toda costa que alguien se acercara a sus presas.

    Dejé que mis pensamientos siguieran su recorrido habitual y me senté a leer la prensa. Las noticias del día hablaban de las manifestaciones contra la Guerra del Vietnam, el plan de Nixon para reflotar el dólar y de la crisis económica por la que atravesaba Gran Bretaña. En las páginas de espectáculos, seguían comentando el estreno de: Clockwork Orange, la novela de Anthony Burgess, adaptada y llevada al cine bajo la dirección de Stanley Kubrick. Helen y yo habíamos asistido al estreno en la sala Warner Westend y salimos del cine muy impresionados; creo, que como todo el que fue a verla. Los medios conservadores británicos achacaron a la proyección de la película, el incremento de sucesos violentos que algunos jóvenes protagonizaban durante aquellos meses que se exhibió la película. Según parece, el propio Kubrick, presionado por las críticas, instó a la distribuidora para que suspendiera la proyección en los cines de Reino Unido. Tras un año de haber estado en cartel, la película fue retirada.

    Aún me quedaba leer el Financial Times, pero lo dejé para más tarde. Seguramente y a la vista de sus noticias, debería tomar algún tipo de decisión en cuanto al movimiento

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