El Extraño Viaje De Un Dedo Erecto
Por José Gurpegui
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El palacio de los condes de Erleche, esconde muchos más misterios que los que que pretenden aclarar César y Pepa, mediante psicofonías.
El extraño viaje de un dedo erecto, es un enrevesado relato de humor cuya finalidad es la de pasar un rato divertido leyéndolo.
José Gurpegui
José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.
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El Extraño Viaje De Un Dedo Erecto - José Gurpegui
EL EXTRAÑO VIAJE DE
UN DEDO ERECTO
José Gurpegui
©2015 José Gurpegui Illarramendi.
Todos los derechos reservados.
All rights reserved
Los personajes y nombres, citados en esta novela, corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, deberá entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias o cinematográficas o de cualquier otra índole, han sido utilizadas únicamente para contextualizar las narraciones, dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan
Los condes de Erleche
Madrid, 1945
En la vetusta y oscura alcoba se notaba cierto tufo. Los cortinajes y la ropa de cama estaban impregnados de olor a incienso, confesionario y beata de procesión. Un escudo heráldico, hecho con fileteados de bronce, remataba mayestático la cabecera de una enorme cama de caoba con molduras e incrustaciones de metal. Sobre ella y adosada a la pared, había una hornacina con pequeños cortinajes que descubrían un crucifijo de plata resaltando su excepcional trabajo de orfebrería, y al fondo de la habitación, un oratorio presidido por la imagen de otro Cristo crucificado, de notables proporciones, cuya mirada misericordiosa estaba orientada al reclinatorio instalado al pie del conjunto, dispuesto a impresionar a cualquiera que ante él se arrodillase.
No es necesario imaginar que aquella inanimada figura, en cuyo céreo rostro se dibujaba el sufrimiento y el dolor, sirviese además de censor y vigilante ante la posibilidad de que el lecho conyugal, que tenía frente a él, no fuese utilizado con la debida decencia.
A cada lado, unas mesitas de noche entonando con el resto del barroco estilo del gabinete, soportaban sendas lamparillas de bronce con pantallas cónicas forradas de pergamino plisado, que atenuaban, casi impedían, la proyección de la luz que surgía de unas pequeñas bombillas de escasa potencia. En la mesilla de él, un reloj despertador con dos campanas, cuyo tic tac parecía acompasar los latidos de su corazón, como si fuesen los mazazos del cómitre sobre el tamborilete de una galera. A un lado, una pequeña bandeja en la que reposaba una jarra alta con agua y un vaso, junto a un frasco de sal de frutas y un bote de bicarbonato. En la otra mesilla, la de ella, el libro de evangelios, un rosario de pétalos de rosa, un relicario que contenía, decían, un mechón del cabello que cubrió las partes pudendas de santa Inés, cuando, según la historia, fue desnudada contra su voluntad y una urna de cristal sobre una peana, en cuyo interior podía verse un pie momificado, que según la inscripción en latín, había pertenecido al apóstol Santiago. La estancia olía también a los orines provenientes del bacín que él acostumbraba a tener bajo la cama y también a Maderas de Oriente, el perfume empalagoso que utilizaba ella en cantidades exageradas. Por si no fueran suficientes estos olores, de los armarios roperos escapaban los de naftalina y alcanfor, siempre tan cáusticos y penetrantes.
Los condes de Erleche, él don Jaime Alfonso de las Huertas y Pazos de Santiñora, y ella doña Victoria Constanza del Palancar y Núñez del Moratal, ocupaban aquellas habitaciones una vez se ocultaba el sol y tras un frugal refrigerio que consistía, generalmente, en una sopa de fideo conseguida sin esfuerzo gracias a un cubito de caldo, y una tortilla francesa de un huevo que compartían a medias. Antes, con el mayor recogimiento y devoción, se habían dado cita en la pequeña capilla del palacio, junto al servicio, para rezar como de costumbre el rosario.
Aquella noche, no fue como las demás. Don Jaime Alfonso y doña Victoria Constanza, se acostaron a las diez y media en punto, después de haber escuchado el Diario hablado de Radio Nacional de España. Pocas novedades; pantano por aquí, embalse por allá, entrega de cartas credenciales en el Pardo, visita de doña Carmen a la casa cuna de san Senén de la Hortaleza, inauguración de otro comedor de Auxilio Social y discurso de Pilar Primo de Rivera a las jovencitas que realizaban su Servicio Social en la localidad de Pradajos del Río.
El duque bostezó mientras se vestía con pijama y la condesa daba sus últimos toques a su cabello en el tocador. Aquella noche prescindió de pinzas, ganchos y bigudíes y dejó que su pelo negro azabache se liberase, aún perezoso, de su cautiverio. Después se dirigió al anexo vestidor, donde en lugar del áspero y recatado camisón de franela, se vistió con uno de seda.
Los condes, se acostaron cada uno en el horadado extremo de su cama. Se desearon las buenas noches y apagaron las luces de las mesillas; un acto prácticamente inútil porque los escasos quince vatios de cada lámpara apenas habían servido para iluminar el frasco de sal de frutas de él y el mechón de santa Inés que estaba en la mesilla de ella.
Fuera, en la calle, un viento casi huracanado ululaba acompañando el estruendo repetido de los truenos, que la tormenta descargaba sin piedad sobre Madrid. Victoria Constanza sintió miedo; sobre todo cuando los relámpagos iluminaban las caras inanimadas de los santos, resaltando la expresión fantasmagórica del Cristo, que parecía unas veces llorar y otras reír.
A eso de las doce de la noche se despertó, notando como el cubrecama se deslizaba lentamente destapando sus hombros. Pensó que se trataba de Jaime Alfonso, pero al comprobar que éste dormía profundamente, el terror se apoderó de ella. Quiso gritar, pero de su garganta sólo salía un insignificante e imperceptible quejido. Intentó saltar de la cama, pero se notó paralizada. Percibió como el sudor bañaba todo el cuerpo y el suave camisón se adhería a su piel.
En pocos segundos, Victoria Constanza había quedado destapada y su camisón recogido hasta las ingles. Sobre ella yacía una jadeante forma humana, concluyendo con gestos de placer un precipitado orgasmo. Después, el joven se sentó desnudo y sudoroso en el borde de la cama y dijo: «Victoria Constanza, llevas en tu seno la semilla que continuará y perpetuará mi existencia terrenal»
Ella no acertó a pronunciar palabra alguna, pero enseguida supo que aquel coito debía tener algo de divino. El joven que la había poseído era lo más parecido a un ángel y así lo asumió. ¿Habría sido la elegida para gestar en sus entrañas un nuevo Mesías? —se preguntó.
En pocos minutos, el joven desapareció y la tormenta cesó. Victoria Constanza, aún aturdida y desnuda, se levantó de la cama y fue hasta el ventanal que accedía al balcón de la habitación. Lo abrió y contempló extasiada cómo la tormenta había cesado dando paso a la noche estrellada y a