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El Camarote De La Armadora
El Camarote De La Armadora
El Camarote De La Armadora
Libro electrónico198 páginas2 horas

El Camarote De La Armadora

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Información de este libro electrónico

Tras unos incidentes en el buque que navegaba como primer oficial, Nick Zarate desembarca en Ciudad del Cabo. Allí pasa unas semanas de vacaciones, durante las cuales conoce a una pareja de ingleses que siguen el rastro de un pirata antepasado suyo. Acepta acompañarlos y durante el viaje se producen ciertos acontecimientos que condicionan los planes, tanto de la pareja como del propio Nick.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 sept 2020
ISBN9781005054199
El Camarote De La Armadora
Autor

José Gurpegui

José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.

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    El Camarote De La Armadora - José Gurpegui

    Los ajetreos de un dechado de buena suerte

    II

    EL CAMAROTE DE LA ARMADORA

    José Gurpegui

    ©2010 José Gurpegui Illarramendi

    Todos los derechos reservados

    All rights reserved.

    Todas las referencias literarias, históricas o cinematográficas han sido usadas para contextualizar la narración dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan. Asimismo, debo advertir, que los personajes y situaciones de esta obra responden a la ficción literaria, por lo tanto: cualquier parecido con la realidad deberá ser considerado como mera casualidad.

    CIUDAD DEL CABO

    Tras la guerra árabe-israelí, el canal de Suez fue cerrado en 1967. Los buques que se dirigían desde Europa hacia los puertos petroleros del golfo Pérsico debían dar la vuelta por Sudáfrica y navegar por el océano Índico hasta llegar al Golfo. Un viaje muy largo que a los marinos nos servía para acumular días de navegación, de una manera bastante rentable.

    A principios de 1968, navegaba como primer oficial en un petrolero holandés. El ambiente de trabajo era agradable y dentro de lo razonable, procurábamos buscar algún entretenimiento para pasar los ratos libres: jugábamos a las cartas, organizábamos concursos, proyectábamos películas, e incluso llegamos a elaborar un periódico interno.

    La tripulación, como se dice ahora, era multicultural. En general nos soportábamos, pero cierto día, estando próximos al cabo de Buena Esperanza, un camarero egipcio, que por más señas tenía un ojo de cristal, hizo un comentario despectivo hacia los israelitas, mientras atendía el comedor de oficiales y motivado por una noticia que en ese momento daban por televisión.

    Un oficial de máquinas israelí que estaba cenando, montó en cólera y le amenazó con un tenedor prometiendo clavárselo en el ojo sano. El egipcio se retiró, pero pocos minutos después apareció de nuevo, ocultando uno de los cuchillos de la cocina. Se acercó sigilosamente al oficial por la espalda e intentó degollarlo. Nuestro cocinero no era demasiado hábil afilando sus herramientas y el cuchillo, a pesar del imponente aspecto de su hoja, no cortaba ni el agua. Afortunadamente el egipcio no lo pudo comprobar plenamente porque el maquinista pudo zafarse, propinándole además un puñetazo que hizo volar el ojo de cristal hasta la taza de arroz con leche, que en ese momento me estaba tomando.

    Aquel suceso no tuvo ninguna gracia, pero apreciamos en él cierto paralelismo con la llamada Guerra de los Seis Días, y teniendo en cuenta que las tropas israelíes estaban mandadas por el general Moshé Dayán, que era tuerto, consideramos la bronca árabe-israelí de nuestro comedor, como una prolongación de la contienda, decidiendo rebautizarla como Guerra de las Prótesis Oculares.

    El incidente tuvo consecuencias desagradables; el capitán, un holandés estúpido y engreído, me culpó de fomentar la indisciplina con mi actitud benevolente y no asumir mi responsabilidad como primer oficial. En realidad, fue una excusa para deshacerse de mí por una cuestión de celos. Viajaba con su esposa y según las malas lenguas, la obligaba a acompañarle porque desconfiaba de ella. Puedo asegurar que no le faltaba razón, porque en el trayecto entre Europa y Sudáfrica, se había tirado a un camarero italiano, al egipcio del ojo de cristal y a un alumno de máquinas.

    Dos días después, entramos en Ciudad del Cabo para abastecernos. Después de las acusaciones con las que me obsequió el cornudo capitán, no tuve más remedio que pedir la cuenta. No quise imaginar cuántos tripulantes más, hasta llegar al golfo Pérsico, comprobarían el furor uterino de «La holandesa errante».

    El continente africano me devolvió la sed de aventura; me quedé en Ciudad del Cabo unos días, que al final resultaron semanas. Me instalé en un hotel cerca del puerto, iba al cine con bastante frecuencia, hacía excursiones turísticas e incluso salía a pescar con una pequeña embarcación que alquilaba por horas.

    La policía, habitualmente patrullaba controlando a los habitantes de color y no se distinguía precisamente por la amabilidad de trato hacia ellos. Llevaban una especie de bastones con los que azotaban a aquella pobre gente por cualquier tontería. En mi caso y para evitar que los policías me molestaran cuando visitaba algunos barrios poco recomendables, iba de uniforme. Mis galones dorados desconcertaban a las patrullas que no distinguían entre un marino de guerra y un marino mercante y si además llevaba la gorra puesta, aún les impresionaba más. En cualquier caso, procuraba esquivar los controles. El hecho de meter mi nariz en todas partes no se debía al tamaño de esta, sino a mi pertinaz curiosidad; lo mismo frecuentaba los guetos, que las zonas y lugares selectos de la ciudad, como, por ejemplo, el Royal Yatch Club donde almorzaba de vez en cuando y en el que se me permitía la entrada por cortesía, dada mi profesión y rango. Después de comer, acostumbraba a dar un paseo por la dársena deportiva; me gustaba hacerlo porque pensaba comprarme un pequeño barco para navegar en solitario durante unos años. Tenía alguna idea sobre el tipo de embarcación que necesitaba, pero no encontraba la que buscaba.

    En uno de esos paseos, me llamó la atención un precioso velero de dos palos que intentaba amarrar a los muelles. La única tripulación que parecía llevar a bordo era una pareja, más o menos de mi edad. La chica iba a timón y él intentaba lanzar un cabo a tierra. La marea estaba baja y el bauprés del barco amenazaba con chocar con el muelle. Ella se esforzaba para evitarlo, maniobrando con dificultad mientras su acompañante, se disponía a saltar a tierra con un chicote en la mano. Entre el barco y el muelle, había una separación de más de cuatro metros; aquel tipo, si saltaba, corría el riesgo de dejar su dentadura en el canto del dique o al menos, no se libraría de darse un buen chapuzón. Cuando me di cuenta de la torpe maniobra que pensaba realizar, corrí hacia el barco e hice señas para que me lanzara el chicote y evitar aquella insensatez. Lo hizo, pero con tanta fuerza y lamentable puntería que me acertó de lleno en la cara, mi gorra cayó al agua y a punto estuve de correr la misma suerte.

    Algo aturdido, amarré el cabo en el primer noray a mi alcance, la mujer maniobró con la máquina y el timón dando atrás para atravesar el barco y poder amarrar el largo de la popa. Cuando el barco quedó controlado, empuñó el bichero y recogió mi gorra del agua subiéndola a bordo. Su compañero extendió la pasarela hacia el muelle y rápidamente desembarcó, viniendo hacia mí:

    —Lo siento, ¿le he hecho daño? —dijo visiblemente preocupado.

    Intenté disimular, pero comencé a sangrar por la nariz.

    —Suba a bordo, le curaremos.

    Acepté la invitación; la mujer me hizo sentarme con la cabeza echada hacia atrás y así estuve un rato hasta que dejé de sangrar.

    —Quédese a tomar el té con nosotros: vigilaremos esa hemorragia.

    —No tiene importancia, estoy acostumbrado a estas cosas; son las desventajas de tener una nariz como la mía, pero les acepto la taza de té.

    Los ingleses son del tipo de gente que no puede pasar desapercibida. Aquella pareja les delataba sus modales, los gestos comedidos y su manera de conversar. A primera vista parecían encantadores.

    El barco también lo era: se llamaba Helen y tenía su base en Portsmouth. Un barco demasiado grande para tan pequeña tripulación, aunque mayores despropósitos se habían visto. No imaginaba aquella pareja, dominando la jarcia mientras cruzaban del Atlantico al Indico, bordeando el cabo de Agujas o internándose por el canal de Mozambique, dirigiéndose a las colonias británicas de la costa oriental africana, o tomando rumbo hacia el sur de Asia, porque con ese barco tan excelentemente equipado, a primera vista, no creí que fueran a tomar el sol a Lagoon Beach o a Robben Island.

    Ella se retiró al interior del barco para preparar el té y él se sentó frente a mí en uno de los sillones de mimbre. Me ofreció un cigarrillo; se lo acepté porque era de la marca inglesa que yo solía fumar y que me costaba encontrar. Se lo hice saber y él me ofreció cubrir esa necesidad, cediéndome algunos paquetes de los que llevaba a bordo, ofrecimiento que decliné con la mayor delicadeza. Después se interesó por mi profesión y por el supuesto barco que, según mis distintivos, capitaneaba.

    —He estado navegando como primer oficial hasta hace unas semanas en un petrolero neerlandés —le aclaré.

    —Doy por hecho que no es usted británico, ¿es afrikáner tal vez?

    — Soy de Bilbao.

    —Conocemos Bilbao.

    —Nunca lo hubiese dudado —bromeé.

    —Cuando veníamos desde Portsmouth y debido al estado de la mar, fondeamos allí tres días.

    Me estaba temiendo que pasaría una hora de té y galletas soportando a la típica pareja de ingleses recién casados, forrados de dinero, enseñándome las fotos de su audaz viaje y las de sus caniches que, seguramente, en ese momento los estaría cuidando en Londres una Au pair española.

    —No nos hemos presentado —propuse.

    —Es cierto, discúlpeme. Mi nombre es James Taylor.

    —Encantado de conocerte. Yo me llamo Nicasio Zárate.

    James hizo esfuerzos para pronunciarlo, logrando emitir únicamente una especie de quejido afeminado, pero desde el interior del barco sonó mi nombre completo pronunciado con cierto acento que me sorprendió: era su pareja que en esos momentos subía a la cubierta con la tetera y unas tazas.

    —Me llamo Helen —continuó—, pasé una temporada en Panamá y allí aprendí español.

    —Debió ser una temporada larga, porque lo hablas perfectamente.

    —Fueron varios años. Tú también te desenvuelves magníficamente con el inglés.

    —Es lógico, teniendo en cuenta mi profesión y, sobre todo, porque estudié en Dublín.

    James nos miraba sin entender nada, por lo que tuvimos que continuar en inglés.

    —Podéis llamarme Nick, os resultará más fácil.

    —Es un alivio, los nombres españoles me resultan difíciles de pronunciar —aclaró James.

    Aunque la conversación era aburrida, la soporté gracias a la presencia de aquella mujer de ojos verdes y sensuales que tenía sentada frente a mí. ¡Qué lástima que estuviera casada!

    La charla siguió surcando los mares de la estupidez y alargándose hasta cerca de las siete de la tarde, pero hubo suerte: no sacaron el álbum de fotos. Mientras hablábamos, observaba a Helen y ella hacía lo propio conmigo. Era como el juego de los ojos del águila: intentaba aguantar su mirada, pero no era capaz de resistirla. Cuando ella intuía que iba a derrotarme, me sonreía con una dulzura que aturdía todavía más. Me sentía incómodo por la situación, no sabía lo que podía estar pensando su marido, pero por otro lado no me preocupaba demasiado: estaba entretenido con sus prismáticos mirando en dirección al club y a una chica morena con un vestido muy corto, que enseñaba sus piernas generosamente mientras leía en la terraza. Quise prolongar la compañía de Helen unas horas más y se me ocurrió invitarles a cenar en el mismo Club. Aceptaron encantados. Quedamos en que pasaría a recogerles a las ocho y media; me daba tiempo de ir al hotel y darme una ducha fría: la necesitaba.

    CENA DE AMIGOS

    Telefoneé al maître del restaurante del club y reservé una mesa para tres. Me vestí con una americana cruzada, azul marino con botones dorados, que había comprado en Róterdam. La combiné con los pantalones y la camisa del uniforme blanco. El toque marinero lo conseguí con la gorra y el de la elegancia con una corbata del Athletic Club de Bilbao. Tenía un aire a Jean Gabin en la película, Le Baron de l'écluse, aunque mucho más delgado y sin monóculo.

    No fui demasiado original con mi atuendo: James y Helen vestían de igual manera, aunque con ligeros toques de distinción. Él llevaba una corbata con el emblema de Eton College y ella, un pañuelo de seda con el de Oxford University, ninguno de los tres desentonábamos en el restaurante; con la excepción del personal de sala, el

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