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La isla del Dr. Moreau
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Libro electrónico182 páginas2 horas

La isla del Dr. Moreau

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La isla del Dr. Moreau de H.G. Wells es una obra fundamental de la ciencia ficción que sumerge a los lectores en una historia de ambigüedad moral, arrogancia científica y las inquietantes consecuencias de alterar el orden natural. Náufrago y varado en una misteriosa isla, Edward Prendick descubre los inquietantes experimentos del enigmá

IdiomaEspañol
EditorialRosetta Edu
Fecha de lanzamiento31 dic 2023
ISBN9781916939523
La isla del Dr. Moreau
Autor

H. G. Wells

H.G. Wells is considered by many to be the father of science fiction. He was the author of numerous classics such as The Invisible Man, The Time Machine, The Island of Dr. Moreau, The War of the Worlds, and many more. 

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    La isla del Dr. Moreau - H. G. Wells

    INTRODUCCIÓN

    El 1 de febrero de 1887, el Lady Vain se perdió por colisión con un barco abandonado cuando se encontraba a unos 1° de latitud S. y 107° de longitud O.

    El 5 de enero de 1888 —es decir, once meses y cuatro días después—, mi tío, Edward Prendick, caballero civil, que sin duda embarcó a bordo del Lady Vain en el Callao, y a quien se había considerado ahogado, fue recogido en la latitud 5° 3′ S. y la longitud 101° O. en un pequeño bote abierto cuyo nombre era ilegible, pero que se supone perteneció a la goleta desaparecida Ipecacuanha. Dio una versión tan extraña de sí mismo que se le supuso demente. Posteriormente alegó que su mente estaba en blanco desde el momento de su huida del Lady Vain. Su caso fue discutido entre los psicólogos de la época como un curioso caso de lapsus de memoria como consecuencia del estrés físico y mental. La siguiente narración fue encontrada entre sus papeles por el abajo firmante, su sobrino y heredero, pero no iba acompañada de ninguna solicitud definitiva de publicación.

    La única isla conocida en la región en la que fue recogido mi tío es Isla de Noble, un pequeño islote volcánico y deshabitado. Fue visitada en 1891 por el H. M. S. Scorpion. Un grupo de marineros desembarcó entonces, pero no encontraron nada que viviera allí, salvo ciertas curiosas polillas blancas, algunos cerdos y conejos, y algunas ratas bastante peculiares. De modo que esta narración carece de confirmación en su aspecto más esencial. Luego de esa aclaración, no parece que haya nada de malo en exponer esta extraña historia al público, de acuerdo, como creo, con las intenciones de mi tío. Hay al menos esto en su favor: mi tío desapareció de la esfera del conocimiento humano alrededor de la latitud 5° S. y la longitud 105° E., y reapareció en la misma parte del océano después de un espacio de once meses. De alguna manera debió de vivir durante el intervalo. Y parece ser que una goleta llamada Ipecacuanha con un capitán borracho, John Davies, partió de África con un puma y algunos otros animales a bordo en enero de 1887, que el barco era bien conocido en varios puertos del Pacífico Sur, y que finalmente desapareció de aquellos mares (con una considerable cantidad de copra a bordo), zarpando hacia su desconocido destino desde Bayna en diciembre de 1887, fecha que concuerda totalmente con la historia de mi tío.

    CHARLES EDWARD PRENDICK.

    La isla del Dr. Moreau

    (La historia escrita por Edward Prendick).

    I — EN EL ESQUIFE DE LA «DAMA VANIDOSA»

    No me propongo añadir nada a lo que ya se ha escrito sobre la pérdida del Lady Vain. Como todo el mundo sabe, colisionó con un barco abandonado cuando se encontraba a diez días del Callao. El palangrero, con siete de sus tripulantes, fue recogido dieciocho días después por el cañonero H. M. Myrtle, y la historia de sus terribles privaciones ha llegado a ser tan conocida como el caso del Medusa, mucho más horrible. Pero tengo que añadir a la historia publicada del Lady Vain otra, posiblemente tan horrible y mucho más extraña. Hasta ahora se ha supuesto que los cuatro hombres que estaban en el esquife perecieron, pero esto es incorrecto. Tengo la mejor de las pruebas de esta afirmación: yo era uno de los cuatro hombres.

    Pero, en primer lugar, debo declarar que nunca hubo cuatro hombres en el esquife… el número era tres. Constans, a quien «el capitán vio saltar al bichero»¹, por suerte para nosotros y por desgracia para él mismo, no nos alcanzó. Bajó de la maraña de cuerdas bajo los tirantes del bauprés destrozado, alguna cuerda pequeña le agarró el talón al soltarse, y quedó colgado un momento cabeza abajo, para luego caer y golpearse contra un bloque o un larguero que flotaba en el agua. Nos dirigimos hacia él, pero nunca subió.

    Digo que, por suerte, para nosotros no nos alcanzó, y casi podría decir que por suerte para él mismo; porque sólo teníamos con nosotros un pequeño vaso de agua y algunas galletas de barco empapadas, tan repentina había sido la alarma, tan poco preparado el barco para cualquier desastre. Pensamos que la gente de la lancha estaría mejor aprovisionada (aunque parece que no lo estaban), e intentamos llamarles. No pudieron oírnos, y a la mañana siguiente, cuando la llovizna se disipó —lo que no ocurrió hasta pasado el mediodía—, no pudimos ver nada de ellos. No podíamos ponernos de pie para mirar a nuestro alrededor, debido al cabeceo del barco. Los otros dos hombres que habían escapado hasta allí conmigo eran un hombre llamado Helmar, pasajero como yo, y un marinero cuyo nombre ignoro, un hombre bajo y robusto, tartamudo.

    Navegamos a la deriva hambrientos y, cuando se nos acabó el agua, estuvimos atormentados por una sed intolerable, durante ocho días en total. Después del segundo día el mar amainó lentamente hasta convertirse en una calma cristalina. Es del todo imposible para el lector ordinario imaginar esos ocho días. No tiene, por suerte para él, nada en la memoria para imaginárselo. Después del primer día nos dijimos poco, y permanecimos tumbados en nuestros sitios en el bote mirando el horizonte, u observando, con ojos cada día más grandes y demacrados, la miseria y la debilidad que ganaban a nuestros compañeros. El sol se volvió despiadado. El agua se terminó el cuarto día, y ya pensábamos cosas extrañas y las decíamos con los ojos; pero fue, creo, el sexto antes de que Helmar diera voz a lo que todos habíamos estado pensando. Recuerdo que nuestras voces eran secas y escasas, de modo que nos inclinamos unos hacia otros y ahorramos nuestras palabras. Yo me opuse con todas mis fuerzas, era más bien partidario de hundir el barco y perecer juntos entre los tiburones que nos seguían; pero cuando Helmar dijo que si se aceptaba su propuesta podríamos beber, el marinero se acercó a él.

    Sin embargo, no quise echarlo a suertes, y por la noche el marinero susurró a Helmar una y otra vez, y yo me senté en la proa con mi cuchillo de hebilla en la mano, aunque dudo que tuviera en mí la fuerza necesaria para luchar; y por la mañana accedí a la propuesta de Helmar, y nos repartimos medios peniques para encontrar al hombre sorteado. La suerte recayó en el marinero; pero era el más fuerte de nosotros y no se conformó, y atacó a Helmar con las manos. Forcejearon y casi se pusieron de pie. Me arrastré por el barco hasta ellos, con la intención de ayudar a Helmar agarrando la pierna del marinero; pero éste tropezó con el balanceo del barco, y los dos cayeron sobre la borda y rodaron juntos por ella. Se hundieron como piedras. Recuerdo haberme reído de aquello y preguntarme por qué me había reído. La risa me sorprendió de repente como si viniera de fuera de mí.

    Permanecí tumbado en uno de los asientos no sé cuánto tiempo, pensando que si tenía fuerzas bebería agua de mar y así me volvería loco y moriría rápidamente. Y mientras yacía allí vi, sin más interés que si hubiera sido una imagen, una vela que se acercaba a mí por encima de la línea del cielo. Mi mente debía de estar divagando y, sin embargo, recuerdo todo lo sucedido con bastante nitidez. Recuerdo cómo mi cabeza se balanceaba con los mares, y el horizonte con la vela sobre él bailaba arriba y abajo; pero también recuerdo con la misma nitidez que yo estaba persuadido de que estaba muerto, y que pensaba qué broma era que llegaran tan tarde para recoger mi cuerpo.

    Durante un tiempo interminable, según me pareció, permanecí con la cabeza apoyada en la borda viendo cómo la goleta (era un barco pequeño, aparejado como una goleta a proa y popa) emegía del mar. Iba virando de un lado a otro en un compás cada vez más amplio, pues navegaba muerta contra el viento. Nunca se me pasó por la cabeza intentar llamar la atención, y no recuerdo nada con claridad después de la vista de su costado hasta que me encontré en un pequeño camarote de popa. Tengo un borroso recuerdo a medias de cuando me subieron a la pasarela y de un gran rostro redondo cubierto de pecas y rodeado de pelo rojo que me miraba fijamente por encima de las amuradas. También tuve una impresión inconexa de un rostro oscuro, con unos ojos extraordinarios, cerca del mío; pero eso pensé que era una pesadilla, hasta que volví a encontrármelo. Me parece recordar que me echaron algo entre los dientes; y eso es todo.

    II — EL HOMBRE QUE NO IBA A NINGUNA PARTE

    El camarote en el que me encontraba era pequeño y bastante desordenado. Un hombre joven, de pelo de lino, bigote pajizo erizado y labio inferior caído, estaba sentado y me sujetaba la muñeca. Durante un minuto nos miramos fijamente sin hablar. Él tenía los ojos grises acuosos, extrañamente vacíos de expresión. Entonces, justo encima de nosotros, se oyó un ruido como el de un somier de hierro al ser golpeado y el gruñido grave y furioso de algún animal grande. Al mismo tiempo el hombre habló. Repitió su pregunta: «¿Cómo se siente ahora?».

    Creo que dije que me sentía bien. No podía recordar cómo había llegado hasta allí. Debió de ver la pregunta en mi rostro, pues mi voz me resultaba inaccesible.

    «Le recogieron en un barco, muerto de hambre. El nombre del barco era Lady Vain, y había manchas de sangre en la borda».

    Al mismo tiempo mi ojo captó mi mano, tan delgada que parecía un sucio monedero de piel lleno de huesos sueltos, y todo el asunto del barco volvió a mí.

    «Tome un poco de esto», dijo, y me dio una dosis de algo escarlata, helado.

    Sabía a sangre y me hizo sentir más fuerte.

    «Tuvo suerte», dijo, «de que le recogiera un barco con un médico a bordo». Hablaba con una articulación babosa, con el fantasma de un ceceo.

    «¿Qué barco es éste?», dije lentamente, ronco por mi largo silencio.

    «Es un pequeño barco comerciante de Arica y Callao. Nunca le pregunté de dónde venía al principio, supongo que de la tierra de los tontos de nacimiento. Yo mismo soy un pasajero, de Arica. El tonto asno que es su dueño —es capitán también, se llama Davies— ha perdido su certificado, o algo así. Usted sabe la clase de hombre… llama a la cosa el Ipecacuanha, de todos los nombres tontos, infernales; aunque cuando hay mucho mar sin ningún viento, el barco actúa ciertamente así».

    (Entonces comenzó de nuevo el ruido en lo alto, un gruñido y la voz de un ser humano juntos. Luego otra voz, diciendo a algún «idiota olvidado del cielo» que desistiera).

    «Usted estuvo a punto de morir», dijo mi interlocutor. «Estuvo muy cerca, de hecho. Pero ahora le he puesto algo. ¿Nota que le duele el brazo? Inyecciones. Ha estado insensible casi treinta horas».

    Pensé lentamente. (Ahora me distraía el aullido de varios perros.) «¿Cumplo los requisitos para la comida sólida?», pregunté.

    «Gracias a mí», dijo. «Incluso ahora el cordero está hirviendo».

    «Sí», dije con seguridad; «podría comer algo de cordero».

    «Pero», dijo con una vacilación momentánea, «sabe que me muero por saber cómo llego a quedarse solo en ese barco. Malditos sean esos aullidos». Me pareció detectar cierta suspicacia en sus ojos.

    Salió de repente de la cabaña y le oí discutiendo violentamente controversia con alguien, que me pareció que decía sandeces en respuesta a él. El asunto sonaba como si hubiera acabado a golpes, pero, en eso, pensé que mis oídos se habían equivocado. Luego gritó a los perros y regresó a la cabaña.

    «¿Y bien?», dijo él en la puerta. «Estaba empezando a contármelo».

    Le dije mi nombre, Edward Prendick, y cómo me había aficionado a la Historia Natural como alivio a la monotonía de mi cómoda independencia.

    Parecía interesado en ello. «Yo también he hecho algo de ciencia. Hice Biología en University College… sacando el ovario de la lombriz de tierra y la rádula del caracol, y todo eso. ¡Señor! Fue hace diez años. Pero siga, siga, hábleme del barco».

    Evidentemente le satisfizo la franqueza de mi relato, que conté en frases bastante concisas, pues me sentía horriblemente débil; y cuando hubo terminado, volvió enseguida al tema de la Historia Natural y a sus propios estudios de biología. Empezó a interrogarme detenidamente sobre Tottenham Court Road y Gower Street. «¿Caplatzi sigue floreciendo? ¡Qué tienda era aquella!». Evidentemente había sido un estudiante de medicina muy corriente, y derivó, sin más razón, hacia el tema de los salones de música. Me contó algunas anécdotas.

    «Lo dejé todo», dijo, «hace diez años. ¡Qué alegre solía ser todo! Pero me convertí en un joven imbécil… jugué conmigo mismo antes de cumplir los veintiún años. Me atrevería a decir que ahora todo es diferente. Pero debo buscar a ese asno de cocinero, y ver lo que ha hecho de su cordero».

    El gruñido sobre mi cabeza se renovó, tan de repente y con tanta furia salvaje que me sobresaltó. «¿Qué es eso?», exclamé tras él, pero la puerta se había cerrado. Volvió de nuevo con el cordero hervido y me excitó tanto su apetitoso olor que olvidé el ruido de la bestia que me había inquietado.

    Después

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