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Capaz que vuelvo
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Libro electrónico333 páginas5 horas

Capaz que vuelvo

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Capaz que vuelvo va más allá de los relatos de un navegante por distintos mares, islas y ciudades. Es una historia tan increíble que cuesta entender que haya pasado de verdad. Luego de trabajar en distintas agencias de publicidad, Hernán llegó a la conclusión de que no tenía hijos, ni novia, ni perro, ni nada vivo que lo esperara al volver del trabajo. Era, entonces, el momento de hacer realidad el sueño recurrente de largar todo. No poniendo un bar en la playa, una idea que sonaba tentadora pero que también sonaba cliché.
Prefirió irse a navegar en su velero, en busca de una islita con palmeras. En el camino, la experiencia alternó entre dos mundos bien distintos: disfrutó de la aventura en su pequeño Shamrock de seis metros de largo; y entró al reino de los millonarios tripulando un yate de lujo. Anécdotas hubo de todos los colores. Cruzó tres veces el océano Atlántico, se salvó de ser atacado por un tiburón, encalló en la costa en medio de un temporal, conoció al dueño de Google, se enamoró de una canadiense y abrazó de lleno a la bancarrota, por nombrar algunas.
Durante esta travesía por más de treinta países, también aprendió una lección que no olvidaría nunca: la manteca puede durar diez días fuera de la heladera. El viaje perfecto dejó de serlo cuando su velero quedó a la deriva en medio del mar y él fue rescatado por un buque mercante. Acto seguido, se recluyó en el camarote que le asignaron para poder llorar tranquilo la pérdida de su barco. Claramente, después de semejante viaje, es un final demasiado triste para ser feliz. Es por eso que el libro arranca desde ahí, y está escrito todo marcha atrás hasta el principio.

IdiomaEspañol
EditorialHernan Prado
Fecha de lanzamiento24 nov 2017
ISBN9781370341665
Capaz que vuelvo
Autor

Hernan Prado

Luego de trabajar durante años como creativo publicitario en distintas agencias de Argentina, Hernán Prado llegó a la conclusión de que no tenía hijos, ni novia, ni perro, ni nada vivo que lo esperara al volver del trabajo. Lo que sí tenía era un velero y un disfraz de monja, dos cosas elementales para toda aventura surrealista. Años más tarde, el timón de su velero se averió y quedó a la deriva a cincuenta kilómetros de la costa más cercana. Antes de que pudiera arrepentirse por no haberse ido de mochilero, y después de comprobar que las bengalas que llevaba encima no cumplían la función que prometía el fabricante, tuvo la suerte de que un operador de radio escuchara su pedido de auxilio. Hernán Prado no es escritor, eso lo sabemos todos. Pero un día soñó con escribir un libro. Fue tiempo después de haber soñado con veleros, palmeras y delfines.

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    Capaz que vuelvo - Hernan Prado

    Gracias por todo, Shamrock. Ahora que sé cómo termina, volvería a hacerlo de nuevo. Fue un viaje increíble pero llegó el momento de soltarte la mano. No puedo seguir persiguiendo un barco fantasma.

    El lugar donde quedó flotando es una ruta marítima muy transitada. Si ningún otro barco lo había visto, era simplemente porque no estaba flotando. El Shamrock es un velero pequeño, sí. Pero no deja de ser un barco de seis metros de eslora. No estamos hablando de una botellita de plástico. Durante las últimas semanas anduve de un lado a otro detrás de pistas teñidas de optimismo. En Torres, un pueblito costero al sudoeste de Itajaí, un rescatista que vivía en una casa sobre la playa me enseñó que en las desgracias todos quieren dar una mano. Después vemos si sirve o no. Supe que había visto cualquier cosa menos el Shamrock cuando se trepó a la plataforma a la que subía cada mañana para ver cómo estaban las olas. Desde ahí arriba me dijo que no, que ahora no lo veía. Que tal vez mañana. Parado en la plataforma y haciendo visera con las manos llegás a ver, como mucho, a cinco millas náuticas de distancia. Ocho, si tenés un don. La aclaración de náuticas viene porque a algún iluminado le pareció buena idea que también hubiera millas terrestres, y que obviamente midieran distinto. Una milla sobre el agua equivale a 1,852 kilómetros. En cuanto tocás tierra se desvaloriza un poco: la milla terrestre cotiza a 1,609 kilómetros. Imposible que se viera al Shamrock desde la playa. Duró poco la expectativa. No sé en qué momento me ilusioné con que el avistaje lo había hecho desde un helicóptero o un rascacielos, por lo menos. En la terminal me recibió diciendo que le pareció ver algo en el mar que podría ser un velero. De entrada me avisa que no quiere crearme falsas expectativas. Lo saludo abrazándolo fuerte. Quiero que sienta lo agradecido que estoy. Bajé del ómnibus con la confianza de los que van a reencontrarse con su barco abandonado.

    Treinta y cinco minutos después de que llegó el rumor de una embarcación a la deriva, yo ya estaba en la ruta camino a Torres. Poco importó que no coincidiera tanto con los cálculos. Entre rumor cerca de la costa y cálculo mar adentro, me quedo con el rumor, que está más a mano. Según esos cálculos mi barco debería estar unas treinta millas al noreste de la última posición conocida. Y a veintiocho millas de la costa en línea recta. Era la conclusión a la que había llegado unos días antes el Departamento de Oceanografía de la Universidad de Itajaí. Los estudios de los investigadores tuvieron en cuenta las corrientes marinas y los vientos de los últimos días. Me mostraron las proyecciones en una pantalla de veinticinco metros de largo. Había flechas, cruces, cifras y luces por todos lados. Si me decían que era la fórmula de la Coca-Cola yo asentía con la cabeza. Toda la flota pesquera y mercante en navegación desde Río de Janeiro a Río Grande do Sul fue puesta en alerta de la posible ubicación de mi barco. Claudio, Capitán de Náutica de la ciudad de Itajaí, no paró de presentarme a destacados profesionales y científicos que dieron lo mejor de sí para traer una buena noticia. Además me hospedó en su casa, y desde que nos conocimos, no hizo otra cosa que buscar el Shamrock, el velero del que me separé por la fuerza cuarenta horas atrás. Otro capitán, el del buque mercante CSAV Santos, se despidió de mí cortésmente. Así son los alemanes. Los capitanes de otros países, después de salvarte la vida te abrazan fuerte y te tiran alguna frase solemne. A Slawomir le bastó con un apretón de manos. Su nombre de origen eslavo significa gloria y prestigio. Mucho de eso hay en rescatar a un muchacho a la deriva en el océano Atlántico. En una oficina de la marina de Brasil, les explicó a cinco uniformados los pormenores del incidente. También les dio un reporte de todo lo sucedido, con fotos y un informe detalladísimo de lo que fue la maniobra. Los militares, frente a mi desgracia se muestran cordiales, casi fraternales. Yo esperaba una corte marcial y un castigo ejemplar por haberme hecho a la mar en un barco tan pequeño y en solitario. Pero en cambio me alientan y me dicen que los verdaderos navegantes no sé qué. Mi estado de ánimo no me permite prestarles mucha atención a las palabras. Solo las escucho y trato de responder algo coherente. La escuadra militar entendió desde el principio que no estaba frente a un magnate de la náutica. Me hicieron el ofrecimiento de rescatar al Shamrock por una mera formalidad. Les expliqué que, económicamente hablando, mi velero valía muchísimo menos que la operación de rescate que me estaban proponiendo. La esperanza me duró una respuesta.

    –Entre combustible y viáticos para los 180 tripulantes se necesitan 80.000 dólares –me contesta el militar de la izquierda cuando le pregunto entusiasmado a cuánto ascienden los costos. Se enciende una luz de esperanza. La palabra RESCATE sí la entendí fuerte y claro. Los militares, poniéndose serios, me informaron que tenían una corbeta lista para zarpar, si estaba dispuesto a pagar el valor del rescate.

    Entré a esa oficina con la mirada apuntando al piso de azulejos. El golpe de perder un barco todavía está calentito. Lo último que necesito son tenientes uniformados señalándome con el dedo por no usar bengalas importadas. Acabo de desembarcar en el puerto comercial de Itajaí. Camino entre grúas y contenedores, un paisaje bien distinto a las garotas y caipiriñas que esperaba ver en Florianópolis. También lo esperaba ver a Eduardo, un amigo incondicional que va a dejar de serlo ni bien se entere de que le arruiné las vacaciones por cuarta vez consecutiva. Desde alta mar me pude comunicar con mi padre. Le conté que estaba bien, a pesar de ir a bordo de un barco 202 metros más grande que el mío. Slawomir me ofreció hacer una llamada con el teléfono satelital y no dudé un segundo. Además de llevar tranquilidad a mis seres queridos, necesitaba observar un rato más ese puente de mando repleto de pantallas, dispositivos y botones. Fue lo más cerca de la NASA que estuve alguna vez. Del lado de afuera, el buque avanza por el mar aplastando las olas como si fuesen de agua. Toda esta experiencia es algo surrealista. El camarote que me asignaron, los almuerzos con manteles, los pisos en ascensor, el puente de mando. Pero la única forma en que realmente pude disfrutarlo fue a través de los recuerdos. En ese momento había que estar triste. A quién le importan las lucecitas de colores cuando acabás de perder tu velero. El capitán señala un puntito blanco en la pantalla del radar. Así había aparecido el Shamrock la noche anterior. Con cientos de puntitos blancos alrededor, también conocidos como olas. Recién supieron que estaba donde yo les había dicho que estaba, cuando un marinero de cubierta hizo contacto visual a menos de quinientos metros. Ahí me di cuenta de lo insignificantes que son los veleros frente a los buques de porte. Los nautas les tenemos terror y hacemos todas las maniobras necesarias para que estas naves pasen lo más lejos posible de nuestras embarcaciones. Pero en el fondo siempre tenemos la ilusión de que el buque desvíe su rumbo si existe algún riesgo de colisión. Ilusión que esa tarde quedó sepultada en el fondo del mar, con la misma crudeza que cuando descubrís que Papá Noel no es un gordo barbudo que viene revoleando regalos desde el Polo Norte. También fue una lección de humildad. Porque por más lindos que parezcan los veleros en las fotos de Instagram, siempre van a ser un puntito más en la pantalla de algún radar.

    Durante el almuerzo con los oficiales, no se habló de la tragedia de la noche anterior. Ni siquiera un comentario al pasar, una pregunta curiosa, nada. Parecía como si se hubiesen puesto de acuerdo en no patear al que estaba en el suelo. Así fue como compartí una agradable velada mucho más cerca de sentirme un jefe de máquinas que un navegante apichonado. Yo había bajado por ascensor los nueve pisos que me separaban del comedor, con la certeza de que me estaban invitando a comer para escuchar un relato desgarrador. El salón destinado a los altos mandos era la tapa de una revista de decoración. Cortinas de tela jacquard, óleos en las paredes, manteles que llegaban hasta el piso, cubiertos de plata y una carne con salsa agridulce como plato principal. Muy distinto al espacio que usaban para comer los tripulantes. Mismo piso pero doblando a la derecha. Había llegado hasta allí apenas un par de horas después de abandonar al Shamrock. Ahí me estaban esperando un plato de ravioles y una ronda de filipinos ávidos de conocer la historia de su primer náufrago a bordo. Unos pocos monosílabos fue todo lo que obtuvieron para saciar su morbo. En circunstancias normales, me habría quedado explicando todo con lujo de detalles. Pero la única razón que tenía para estar sentado en esa mesa de plástico, era que mi última comida había sido un sándwich de milanesa, veinte horas atrás. Fue un lindo gesto el de ir a buscarme a mi camarote. Uno de los tripulantes subió para avisarme que el cocinero había preparado mi cena en caso de que tuviera hambre. Al golpear la puerta me dio tiempo de cambiar la cara de Qué mal la estoy pasando por una de Buenas noches, señor tripulante.

    El CSAV Santos es un buque porta contenedores de 208 metros de eslora. Tiene bandera liberiana, tripulación filipina y oficiales alemanes. También tiene, en la popa, un camarote muy lindo, alfombrado, con baño completo y una pequeña mesa. Estratégicamente ubicado, cuenta con una vista privilegiada. Es el camarote del armador. En los buques mercantes, estos camarotes se reservan para el dueño de la compañía naviera a la que pertenece el buque. La realidad dice que los dueños de las compañías navieras prefieren otro tipo de buques, con la cubierta repleta de chicas en bikini en lugar de contenedores. Es por eso que la inmensa mayoría de las veces este camarote permanece vacío. Yo tuve el triste honor de viajar aquí. Para los que agarraron el libro empezado, les aclaro que no poseo ninguna flota naviera. Tampoco soy liberiano, ni filipino, ni alemán. Mucho menos pertenezco a la marina mercante. Simplemente fui rescatado por este buque cuando quedé boyando a treinta millas de la costa brasileña.

    Para alguien que no está familiarizado con este ambiente, entrar a un camarote así puede generar muchas cosas. La cama de dos plazas con bordes redondeados invita a zambullirse tomando carrera. La estela de semejante barco a través de la ventana es algo para mirar toda la vida. Yo elegí sentarme a llorar bajo la ducha, en cuclillas, mientras el agua enjuagaba las lágrimas que brotaban de mis ojos. Afortunadamente, esta clase de buques tienen termotanques gigantes, porque no tenía pensado salir de esa ducha pronto. ¿Cuánto tiempo se necesita para llorar al barco que te hizo viajar por más de treinta países, ganar ochenta amigos nuevos, sacar 2.300 fotos y vivir las historias más increíbles con las que alguien pueda soñar?

    Adiós, Amigo

    > <

    Las últimas imágenes que tengo del Shamrock no entrarían en ningún compilado de los que arma Facebook para fin de año. Nadie en su sano juicio le levantaría el pulgar a un velerito golpeando contra el casco de un mercante de 24 mil toneladas. Me asomo por última vez y veo el mástil dándole porrazos al buque, como los nenes que cabecean la pared cuando no les gusta algo. Los marineros me ordenan a los gritos que vaya para adentro, que no tenía permiso para quedarme en cubierta. Ellos no sabían la relación que tengo con mi barco. No podían saberlo. Cuando embarcan en el suyo, recorren algunos puertos, se bajan, y vuelven a casa después de unos meses de trabajar duro. Cómo hacerles entender que ese velero que chillaba contra el acero fue mi casa, mis ilusiones y mi vida. No se puede. Y no pude.

    A medida que trepaba por la escalera interminable hacia la cubierta del CSAV Santos, la angustia no tenía nada que ver con abandonar mi propio barco, sino con la sensación insoportable de saber que la banda de babor se estaba rayando feo contra el casco de ese buque. Con todo el esfuerzo que insumió dejarla linda. A todo esto, la escalera que me arrojaron era algo inmenso. Cada peldaño era medio Shamrock. La trepé cargando una mochila pequeña y una bolsa de abandono. El bolso y la mochila grande se me habían adelantado atados a un cabo que arrojaron desde cubierta. En esos cuatro bártulos iban mis últimos tres años. Podría haber salvado muchas más cosas. El capitán fue bien clarito. Menos el barco podía subir lo que quisiera. Pasa que en un momento así no pensás en salvar un iPod. Ojo, sonaba bárbaro, pero tenés la cabeza en otra cosa. Estás a mil por hora, ni se te cruza que el timón automático tiene veinte horas de uso y cuesta una fortuna. Mucho menos la afeitadora wireless. Si no fuera porque tengo que desembarcar, puedo seguir enumerando todo el día: es un velero bastante equipado para su eslora. Al lado de esa mole de acero, parece más diminuto todavía. Que esté abarloado a su casco y no abajo del mismo, es todo mérito del capitán, que hizo de cuenta que estaba manejando un karting y en dos maniobras ambas naves quedaron cachete con cachete. El tipo sabía lo que hacía. Yo no. Yo me lo vi venir encima y me pareció un garrón morir aplastado de esa manera después de tantas ganas de seguir con vida. Tenía derecho a asustarme. Al fin de cuentas, no sabía si realmente me estaban viendo. Varías veces me preguntaron mi posición y varias veces les pasé la misma que aparecía en los tres GPS que llevaba encima. Uno puede fallar, a otro le pueden faltar pilas, pero si los tres dicen lo mismo, o estás ahí o se desató la tercera guerra mundial. Que no te vean porque es de noche y tu embarcación tiene el tamaño de un delfín gordito es otro tema. Esos últimos minutos a bordo transcurrieron mucho más lentos que en la vida normal. No me ocupé de salvar objetos porque preferí quedarme sentadito mirando el velero que tanto me dio. Washington, mi perro de peluche, también tiene los ojos tristes. Los tuvo siempre, aunque esta noche se le notan más. Al momento de encontrarlo al costado de un camino de tierra uruguayo ya llevaba unas cuantas tormentas a la intemperie. Es como si estuviera destinado a la desgracia. Yo personalmente ya lo había abandonado en el pasado sin darme cuenta. En circunstancias mucho mejores, desde luego. Fue en un yate a todo lujo amarrado en Europa. Nada más lejos de quedar a la deriva en un velerito a cincuenta kilómetros del camino de tierra más cercano.

    –¿No serás mufa, vos? –le habría dicho yo si estuviese de buen humor.

    –El capitán se hunde con el barco, cagón –me habría contestado él si tuviese carácter y pudiese hablar. Tiene razón. Lo que no sabe es que no nos estamos hundiendo. Mañana capaz sí, pero ahora estamos a flote.

    Los bolsos ya están listos. Estaban listos antes de zarpar, no es que me puse a doblar remeras. Es una cuestión de orden a la hora de navegar. Así, si el barco se mueve mucho, no estás cabeceando pares de medias cada vez que entrás a buscar algo. Repaso el Shamrock por última vez para ver que esté todo debidamente cerrado y trincado. Estoy convencido de que una vez en tierra firme voy a encontrar los medios necesarios para llevarlo a puerto. En ese momento no caigo en la cuenta de que el pesquerito que originalmente acudió en mi ayuda está haciendo tiempo para subir a bordo y llevarse todo. Seguramente, una vez que lo desguacen y se roben hasta la sopapa, terminen pegándole un par de hachazos por debajo de la línea de flotación. Porque lo que en un rato va a ser un botín indefenso, a la noche siguiente se transformará en un obstáculo de navegación. El buque bueno, el que respondió a mi llamado de auxilio con intenciones de auxiliarme, ya está en camino. Se cumplieron los cinco minutos que le pedí al capitán para decidir si realmente estaba dispuesto a que me rescatasen, sabiendo que mi barco no correría la misma suerte. No hay mucho que pensar: esto es una despedida. La voz pausada al otro lado de la radio me confirma que estaba durmiendo hasta hace un ratito. Se trata del capitán del buque, que fueron a buscar cuando se enteraron de que estaba en emergencia. Al operador que respondió a mi aviso de Mayday espero que alguien lo abrace cuando vuelva a su casa. Él no dispuso rescatarme, eso está por encima de su capacidad de decisión. Lo suyo fue estar atento a una radio VHF y escuchar un mensaje pidiendo ayuda. Con eso me salvó la vida. Siento algo de alivio después de tantas horas de no saber si me iba a morir, si iba aparecer en África, si me iban a matar. Hay un náufrago que escribió un libro después de estar a la deriva 438 días. Yo te lo escribo con 18 horas. El operador me dice que le va a avisar al capitán. Confirma primero que se trata de un mayday y no de una jodita de algún gracioso. Menos mal que apareciste, buque mercante. Menos mal que estabas a ocho millas de distancia; a diez capaz no te veía. Menos mal que te contrataron para cargar contenedores en Montevideo y no en Kuala Lumpur. Menos mal que tenés todas las luces en regla. Se hizo de noche. Para mí fue como si hubiera salido el sol.

    Pero estoy vivo

    > <

    En la inmensidad del océano que me rodea solo flotamos el Shamrock y el pesquerito diabólico, que permanece expectante a una milla de distancia. Se ha quedado ahí, sin ir ni para un lado ni para el otro. Deben estar sorteando quién me pega el palazo en la cabeza. Todas las historias de ataques de piratas que escuchás en los puertos te las acordás en ese momento. Vos hacés fuerza para pensar en Notting Hill y Solo soy una chica parada frente a un chico. Pero en vez de esa escena surge la del velero que apareció en Singapur sin nadie a bordo, con la cubierta llena de sangre. Solo su conciencia les impediría tirarme por la borda y robarse todo. Ya saben que estoy solo y que no puedo ir a ningún lado. En algo se equivocan. Estoy determinado a llevarme al menos a uno conmigo al más allá. No nos precipitemos. Capaz tengo suerte y esperan un poco a ver si algún otro buque pasa por la zona y acude a ayudarme. Me cuesta entender por qué se alejan en la misma dirección en la que vinieron. Su indiferencia es cuando menos sospechosa. Les pido por radio que no se vayan. En realidad les suplico, me da vergüenza contarlo. Hace menos de cinco minutos los tenía a unos cincuenta metros, alcancé a ver a dos de ellos en la proa, organizando algún tipo de maniobra. Hoy ceno pescado. Corro de un lado a otro, preparo cabos, me río, qué afortunado me siento. Bendito pesquero. ¡Están viniendo hacia acá! El pesquerito se hace cada vez más grande. Vuelvo a repetir mi posición, fue lo único que preguntaron. Ni cómo estaba, ni qué había pasado, ni buenas tardes.

    –Mayday, mayday, mayday –digo por radio–. This is sailing boat Shamrock, position 31.00 South 050.11 West, broken rudder, one person on board, mayday.

    Hay que seguir intentando con el Mayday. Si lo que se ve a lo lejos termina siendo un pesquero, puede que tenga más suerte que con los mercantes anteriores. Ninguno de ellos acusó recibo. Tengo la sensación de que van jugando a las cartas mientras mi pedido de auxilio suena por la radio sin que nadie le dé pelota. Si bien las normas internacionales dictan que el llamado se haga en inglés, a esta altura de mi desesperación también lo hago en español y en portugués. Ojalá que justo no escuchen el portugués. Soy tan malo hablando ese idioma que me van a ir a buscar al océano Pacífico. Realizo el llamado únicamente cuando tengo un buque a la vista, no tiene sentido desperdiciar batería en deseos sin fundamento. La antena del VHF está al tope del mástil, y su alcance es proporcional a la altura donde está ubicada. Otro buque más que me pasa cerca y no se da ni cuenta de que no tengo nada que ver con un velerito pasándolo bien. Parte de la culpa es mía también. Si no me escuchan porque van bailando lambada, es problema de ellos. Pero que no me vean es problema mío. Las bengalas que tenía a bordo, o no funcionan, o funcionan nivel Dásela al nene para que juegue. Cuando pasé por el almacén náutico, vi que las nacionales costaban tres veces menos que las importadas. Adiviná cuáles compré. En este momento mi vida vale 300 dólares. Perdón papá, sé que esperabas más. Ya van dos buques que siguen de largo. Todavía no me alarmo. Tampoco estoy asustado. Años más tarde, al contar la historia, intentaré explicar que en este tipo de situaciones no sentís miedo. No porque seas valiente, sino porque no tenés tiempo. Permanentemente estás pensando o haciendo algo para salvar tu vida. Escrito así suena un poco heroico, en la realidad no es para tanto. Si la bengala no prende como en las películas, puteás un poco; el arrepentimiento por ser tan boludo aparece mucho más tarde. La que prendí recién, iluminó poco más que un fósforo. Tal vez vino fallada. Menos mal que tengo varias. No las quiero gastar todas. Esto recién empieza y no sé cuánto tiempo voy a estar a la deriva. La preocupación más grande no es el timón roto. Eso ya está hecho y no hay forma de solucionarlo. El verdadero problema es que cambie el viento. Actualmente me mantengo paralelo a la costa porque está soplando del Sur. ¿Pero qué pasa si bornea y empieza a soplar desde tierra? El pronóstico no se cumplió tal cual desde que salí; tengo razones para desconfiar. Tengo razones para desconfiar de cualquier pronóstico, vamos. Si eso pasa, estoy frito. No solo me volvería a sacar de la ruta de los buques, con lo que costó llegar, sino que me mandaría al medio del segundo océano más grande del mundo. No quiero ser pesimista, pero no se trata de una laguna. Que el continente de enfrente esté a 1.500 millas tampoco ayuda mucho. Maldita Pangea, llegué trescientos millones de años tarde. Cuando sacás la cuenta de que con suerte tenés agua para quince días, aparecen las preguntas. ¿Lloverá seguido por acá? ¿Seré capaz de atrapar una tortuga para beber su sangre? ¿Y si mejor es una pesadilla y me despierto sobresaltado? De comida, ando mejor. Tengo para un mes y medio sin contar las galletitas. La única contra son los señuelos de pesca, que son para agua dulce. Una pena no estar a la deriva en el lago Nahuel Huapi. No sé para qué calculo víveres si la primera tormenta que pase me manda al fondo del mar. Un velero sin timón en medio de una tormenta es más peligroso que abrir la heladera en patas. El barco no puede presentar a la ola como debería y la tercera que te sacude ya sería como estar en el espacio.

    Rescatame, qué te cuesta

    > <

    Ahora solo resta esperar que pase algún buque mercante. Mirá lo que son las cosas. Un día hacés todo lo posible por esquivarlos o incluso rogás para que no aparezca ninguno. Y a la tarde siguiente estás esperando que se cruce alguno para tirarte de palomita. La vida te da revancha, buque mercante. Hoy es una de esas tardes en que quiero que me pasen bien cerquita, me bajen una escalera y me presten algún camarote para que pueda llorar tranquilo. Sin todavía haber hecho siquiera contacto, sé que ninguno va a tener intenciones de rescatar al Shamrock. Me consta. En alta mar, las embarcaciones deben prestar ayuda a cualquier persona con riesgo de vida, siempre y cuando no comprometa la seguridad de su propia nave, ni la de su tripulación. Están obligados por ley y más que nada por principios. Pero los bienes materiales no corren la misma suerte. Tiempo atrás, algunos capitanes buena onda solían subir a bordo también a la embarcación en emergencia. Hasta que empezó a pasar que los rescatados, una vez en tierra, vivos y sequitos, les iniciaban juicio a las compañías navieras porque en el rescate les habían rayado el barco. Culpa de esos miserables el Shamrock no va a llegar a un puerto como teníamos planeado. Con lo chiquito que es en comparación de estos buques, lo meterían en cualquier lado. Es un bolso más, lo subís haciendo piecito.

    El motor fuera de borda es la primera víctima de esta tragedia. Tiene la pata toda doblada y no quiere arrancar nunca más. No lo culpo. Un Suzuki de 5 HP es ideal para entrar y salir de los puertos, no para navegar diez millas haciendo de timón en un velero de una tonelada. Diez millas en línea recta. La estela del Shamrock de recta no tiene nada. De línea tampoco. Son firuletes. Avanzamos a tierra como podemos. Zigzagueamos, es la palabra. Una palangana viajaría menos torcida. Difícil saber si voy a llegar a la ruta de los buques. Todas las fichas están puestas en el motorcito. Cada milla descontada la vivo como una victoria. El Suzuki se sumerge en agua salada muchas más veces de las CERO que recomienda el manual. Tampoco sugiere en ningún lado que siga andando en seco. Y cada vez que la pata entra en el agua hace palanca como si estuviera revolviendo cemento fresco. Si zafo de esta, ya sé lo primero que

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