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El lamento de los cisnes: Preludio de Tormento
El lamento de los cisnes: Preludio de Tormento
El lamento de los cisnes: Preludio de Tormento
Libro electrónico736 páginas9 horas

El lamento de los cisnes: Preludio de Tormento

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Ten cuidado con los secretos ocultos en la bruma 
Mientras navega por el Océano Pacífico, la tripulación de El Tornado encuentra un libro titulado «El Lamento de los Cisnes». Ryan Campbell, un joven oceanógrafo, decide leerlo. A medida que se adentra en sus páginas descubre una serie de misterios entre los que está la ubicación de una isla olvidada, así como los testimonios de cinco seres cuyas vidas están entrelazadas y marcadas por el dolor. Estos personajes están condenados a un destino trágico y solo alguien que crea en sus lamentos podrá salvarlos. Pero el tiempo se agota. Los últimos granos de arena caen como señal de que la destrucción está cerca. Ryan tendrá que decidir si confiar en las palabras depositadas en el libro o abandonar a los cisnes a su suerte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ene 2024
ISBN9786287631557
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    El lamento de los cisnes - Jorge Iván Ortiz

    Canto I

    Tormento

    Tormento. Este fue el nombre que los dioses le dieron a nuestra isla. La isla Tormento. Los dioses, en su infinita sabiduría, siempre supieron otorgar a cada cosa un nombre preciso. Que sonora es la palabra amor para el amor, la palabra perdón para el perdón o la palabra luz para la luz. Por su parte, existen palabras cuyo terrible sonido tritura los oídos de quienes las escuchamos. Odio para el odio, rencor para el rencor, oscuridad para la oscuridad, y no lejos de ser catalogado como el más terrible de los sonidos, mar para el mar. Así de clara es la intención de los dioses para etiquetar todo aquello que la naturaleza provee y que nosotros ofrecemos. Y no pudieron encontrar mejor nombre para la isla: Tormento. Que horrible eco resuena en mi cabeza con solo pensarlo. Es por esto por lo que preferimos llamarla isla Tor, a secas. De esta forma nos engañamos hasta cierto punto, porque en el fondo todos aquí sabemos por qué los dioses bautizaron con tal nombre a la isla. Pero existe un consuelo, la contraparte, La Promesa de que después de una vida en Tormento, nuestra alma habitará la Tierra Que No Sabe De Dolor.

    A los dioses les debemos la vida, a pesar de que sea esta vida repleta de lamentos. Ellos son los creadores de todo cuanto nuestros ojos pueden ver y nuestros corazones sentir. No hay acción humana ni movimiento natural que no esté premeditado por alguno de los dioses. ¿Acaso somos algo más que títeres atormentados haciendo y diciendo el libreto que la familia divina se divierte en escribir? Ojalá fuéramos algo más, sentir que nuestras decisiones son propias, gozar de libre albedrío. Pero qué somos los toritas comparados con la voluntad de las deidades. Lo divino y lo torita son dos conceptos tan alejados el uno del otro como lo es el día de la noche. Nosotros somos la noche, la oscuridad que se cierne sobre Tor. ¿A dónde te fuiste, mediodía? Los dioses son luz propia y no necesitan, como nosotros, de tu claridad para alumbrar el horizonte. Regresa. Sé que regresarás. Cuando el vencedor de los mares arribe a nuestra isla, su luz refulgirá con más intensidad que el propio sol en su cénit y la noche dejará de ser noche para siempre.

    Nuestro destino ha estado escrito desde la creación misma de Tor. Los dioses escriben con tinta indeleble para que ningún torita se atreva a rebelarse en contra de sus designios. Aun así, no me resigno. Yo, un simple mortal, no acepto la fortuna que los dioses le tienen preparada a los cisnes, pero tampoco está en mí el salvarlos. Por eso escribo estos cantos, para que tú liberes a los cisnes. Solo tú que estás leyendo estas palabras puedes socorrerlos, tú que tienes poder sobre los mares. No temas. No rehúyas. Ven pronto, antes de que el Oráculo de Destrucción se cumpla.

    Canto II

    El destierro

    Sé que mis palabras van en contravía de los designios de los dioses, porque mi único propósito es procurar la redención de quienes ellos desean ver destruidos. Ruego para que ellos lean las verdaderas intenciones que me motivan y se den cuenta de que el fin que busco es, en su totalidad, carente de maldad. No quiero con esto parecer soberbio, pero merecería la bendición de los dioses antes que la privación de La Promesa. Si incluso después de indagar en lo más hondo de mis pensamientos todavía persisten en su decisión de castigar mis acciones, aceptaré humilde mi destino, pero permítanme, al menos, que mi pluma cante esta historia con la magnificencia que ustedes, seres inmortales, merecen.

    Descienda a mi mente, a mi pecho y pluma

    la inspiración que la divina Oriana

    otorga a los que envueltos en la bruma

    buscan el don de la gentil anciana.

    Escucha, pues, lector de estos cantos, la historia que dio origen a un sinfín de lamentos.

    Al amanecer del tiempo existían la Luz y la Oscuridad. No había tierra ni mar ni firmamento ni ser mortal o inmortal. No había sonido ni visión ni canto alguno para ser cantado. Solo Luz y Oscuridad, entidades informes y desprovistas de cualquier sentimiento. La Oscuridad engendró a Kálitus, padre de los dioses y rey de la noche. La Luz fecundó a Oriana, madre de los dioses y reina del día. Y con ellos nacieron los primeros sentimientos, causantes de todas las proezas y desgracias. Pero ni el día ni la noche podían estar juntos. La Luz y la Oscuridad moraban cada uno en su propio orbe. Kálitus, el hacedor de toritas, enamorado de Oriana, la inspiradora, creó una tierra extensa de valles frondosos, dotada con manantiales de agua dulce, árboles de frutos jugosos, animales de carácter dócil y alimentada con el eterno poder de la Roca del Destino. Kálitus arrebató a Oriana de las fauces de la Luz y la llevó consigo a esta nueva tierra donde no había luz ni oscuridad infinitas. Era un mundo en el que no existía el día ni la noche, tan solo el crepúsculo eterno, el único momento en el que Kálitus y Oriana podían estar juntos.

    De la unión de las dos deidades supremas nació Kaloria. Era hermoso como la apertura de una rosa. Desde pequeño se mostró altivo, astuto y valentísimo. Realizó hazañas espantosas que desconcertaron a su padre y que ennegrecieron aquella rosa. Despellejó a un millar de animales, se alimentó de su carne y bebió de su sangre en copa de plata. Al ver aquello, Kálitus le recriminó.

    —¿Por qué diste muerte de forma aberrante a estos seres que embellecían nuestra tierra y que nos acompañaban durante nuestros días eternos? ¿Por qué comiste su carne y bebiste su sangre si el hambre no fue hecha para los dioses? ¿No te basta, acaso, con el aire que respiras?

    A lo que Kaloria replicó:

    —Tenía hambre y sed de terror.

    El hijo de los supremos dioses creció en coraje, en fuerza, en hermosura y, sobre todo, en ambición. Los animales huían ante su presencia, las plantas se marchitaban al escuchar sus pasos y hasta los manantiales detenían sus cursos al percibir su olor a podredumbre. El dolor nació en territorio divino en el mismo instante en el que Kaloria, el de atractivo rostro, abrió sus ojos bajo el imperecedero crepúsculo.

    —Divinos padres —dijo Kaloria en cierta ocasión—, ¿no les preocupa su vida eterna? ¿Qué sucederá cuando todo lo que esté por hacerse, esté hecho? ¿No dejará la inmortalidad de ser un privilegio para convertirse en una mortificación? Solo nosotros los dioses y el tiempo somos inmortales, de resto todo pasará. ¿Qué vendrá luego de que lo mortal haya muerto? Es preciso encontrar una diversión que embelese y seduzca a nuestra existencia. Kálitus, forja algo que dé sentido a nuestra perpetuidad.

    —¿Acaso pretendes que otorgue vida a otros seres inmortales? —advirtió Kálitus, el de robusta voz.

    —En absoluto. Nada ni nadie que rivalice con nuestro poder. Sin embargo, podrías crear unos seres mortales durante una eternidad.

    —¿Qué ganarías con ello? —preguntó Kálitus.

    —Entretenimiento, por supuesto. Ellos se convertirían en el asombro de nuestra existencia monótona. Conservarían vivo nuestro espíritu con los actos impulsivos que lleven a cabo durante sus insignificantes vidas y alimentarían nuestra voracidad con sus ofrendas.

    —¡Kaloria! —vociferó su padre—. ¿Pretendes que cree seres con el único fin de recrear tu ánimo desfallecido? Jamás poblaré esta tierra con esclavos que no puedan dominarse a sí mismos y mucho menos cuando el propósito es saciar tu distracción.

    —Si no lo haces tú, lo haré yo —sentenció el obstinado.

    —¡Hijo mío! —intervino Oriana—. Retráctate de tus palabras y guarda tu lengua si no quieres provocar la ira de tu padre.

    —Mi deseo no es ningún capricho. Sé que terminarán por darme la razón, pero mientras llega ese momento, buscaré la manera de igualar tu poder y seré yo el creador de estos seres.

    —Fuiste muy lejos, Kaloria —dijo Kálitus—, pagarás con creces tu osadía. He visto el dolor de mis criaturas causado por el rigor de tu brazo. Desde hoy bautizaré este lugar como la Tierra Que No Sabe De Dolor y te desterraré para siempre de estos magníficos valles. Quisiste igualarte a mí para hacer tus días placenteros, ahora tus días no contendrán ni un segundo de ocio. Padecerás hambre y tendrás que obtener los alimentos para saciarla. Tu cuerpo se fatigará y tendrás que dormir para recuperar el aliento. Y de estas dos actividades se compondrá tu existencia eterna. Ya no necesitarás de ningún ser que entretenga tus horas de holganza porque no las tendrás. Siempre tendrás algo para hacer.

    Y así, Kaloria fue desterrado de la Tierra Que No Sabe De Dolor. Kálitus, el implacable, creó una tierra apartada de su morada que su hijo pudiera habitar. Era ínfima comparada con la residencia de los dioses. Había un solo valle que el mismo Kaloria debía hacer florecer y en el que los animales eran tan salvajes como su espíritu. Esta sí que era una tierra que sabía de dolor. Pero esta tierra tenía un límite, una frontera más allá de la cual existía la desolación y el vacío absolutos.

    Durante una eternidad estuvo Kaloria en completa soledad. Dejando atrás su orgullo, elevó una súplica a su madre.

    —Divina Oriana, la soledad fue peor castigo que el destierro y me consume como un fuego incontenible. Te pido que intercedas ante mi padre y lo convenzas de crear una compañera que se encargue de derretir el hielo que rodea mi pecho.

    Al escuchar la imploración, Oriana comunicó a su esposo con suaves y cálidas palabras la demanda de Kaloria. Fue tan dulce su recado y era tan fuerte el amor que Kálitus sentía por su adorada Oriana, que aceptó dar cumplimiento a la petición de su hijo, pero lo hizo según sus términos.

    —Le daremos una esposa a nuestro corrupto Kaloria, pero no será una creación mía, porque mi palabra es ley y debe cumplirse. Nunca traeré a la existencia, por mi mano, a un ser inmortal, sino solo a aquellos que provengan de mi semilla. Engendraremos a una diosa y ella será la compañera de Kaloria.

    —¿Desterraste a mi hijo y ahora pretendes separarme también de una hija?

    —Nuestra hija no pasará lejos mucho tiempo. Regresará a la Tierra Que No Sabe De Dolor. Esto he dicho y esto sucederá.

    Así pues, los seres supremos procrearon a una diosa a la que pusieron por nombre Anaís, la de hermosos ojos. Su belleza no tenía comparación. Ni siquiera la luz radiante de su madre rivalizaba con el esplendor de la naciente diosa. Hasta las rosas sentían vergüenza cuando la mirada de Anaís se posaba en los preciosísimos pétalos.

    ¿Fuiste tú, oh diosa de hermosos ojos,

    el principio de la noche de Tor?

    ¿Fue por ti que las sombras, los abrojos,

    el implacable mar y sus despojos,

    oscurecieron con llanto y dolor?

    Cuando estuvo preparada para convertirse en la esposa de Kaloria, Anaís, la madre del salvador, descendió sobre una nube a la tierra de permanente dolor.

    —¿Cómo se llama este lugar? —fue lo primero que preguntó.

    Kaloria no había bautizado su morada, pero no le costó ningún esfuerzo escoger un nombre acorde.

    —Tormento —respondió el engendrador de mares—. Llegaste a Tormento.

    Cierto día, Anaís dejó atrás el valle y descubrió la frontera. Le preguntó a su esposo qué había en esas zonas de infinito vacío.

    —Somos prisioneros en una jaula que nos dio mi padre por morada como castigo por querer igualar su poder. Pero él sabe perpetrar sus condenas. ¿Sabes qué significa para un cautivo lo que existe más allá de los barrotes de su prisión? Esperanza —continuó sin permitir que Anaís respondiera—. Ni siquiera esto le fue concedido a su rebelde hijo y tú, como mi esposa, pagarás también las consecuencias de mi ofensa.

    Anaís conocía La Promesa que Kálitus le hizo a su madre, por lo que sabía que debía soportar las inclemencias de Tormento y tolerar las angustiosas noches en el lecho de Kaloria.

    Pronto, los divinos hermanos concibieron un hijo al que le otorgaron el nombre de Loôrian. Cuando Kaloria vio que el valor y la temeridad de su hijo eran semejantes a los suyos, se dirigió a él con estas palabras:

    —Mi semilla transportó hacia ti mis anhelos más profundos y no eres más que el reflejo de mi ambición. Llegó el momento de unir nuestras fuerzas y de llevar a cabo lo que eones atrás me propuse realizar. Con tu ayuda derrocaré a Kálitus y crearé a los seres que aligerarán nuestra eternidad con sus tragedias.

    Loôrian, el salvador, estaba dispuesto a satisfacer la pasión de su padre. Pero aquella noche, cuando la luna iluminaba el firmamento de Tormento con su tenue luz, el padre de los dioses le habló en sueños a su nieto.

    —Tus días en Tormento están próximos a expirar y ante tus ojos se abrirán las majestuosas puertas de la Tierra Que No Sabe De Dolor. Mi hija y tú serán acogidos en mi morada celestial, pero antes deberán realizar un último sacrificio: tráiganme la cabeza de Kaloria para exhibirla como símbolo de rebelión.

    El menor de los dioses, que no conocía la tierra prometida y que había escuchado tantas veces de labios de su madre las bondades y maravillas inimaginables de aquel sacrosanto lugar, decidió seguir la orden de su abuelo. Buscó a su madre, a la que Kálitus también se le había presentado en sueños para indicarle que había llegado la hora de liberarse de las cadenas de Tormento. Anaís vertió un potente somnífero en la copa de vino de su esposo. Luego, Loôrian, el compasivo, aprovechando el estado de sueño de su padre, empuñó la espada que él mismo fabricó y, blandiéndola, cortó de un solo tajo la cabeza de Kaloria. La tomó con firmeza del cabello para no perderla.

    —No soy el reflejo tuyo ni de nadie —dijo Loôrian—. Yo mismo labro mi propio camino.

    La sangre divina que brotó del cuello cercenado de Kaloria se regó por el valle y arrastró el cuerpo del dios a través de un cauce que serpenteaba a lo largo de las tierras de Tormento, formando el río Kal, hasta desembocar en la frontera del vacío absoluto. En cuanto la sangre hizo contacto con el vacío, el engendro comenzó a tomar forma y a expandirse en todas direcciones, hasta que Tormento se convirtió en una isla rodeada completamente por el anchuroso océano. A donde Anaís y Loôrian dirigían su mirada, no veían más que el mar enfurecido. Entonces, la cabeza de Kaloria se pronunció.

    —¡Oh, Loôrian, que preferiste las monótonas virtudes de la Tierra Que No Sabe De Dolor antes que servir a tu padre en su causa! Por lo menos déjame ser libre y permíteme navegar por mi creación durante eternidades sin fin. Ya que no me fue posible dar vida a los seres mortales, consiente que me funda con mi obra.

    —¡No lo escuches! —exclamó Anaís, en la que fue cumplida La Promesa.

    Pero Loôrian sintió compasión de su padre y arrojó su cabeza al engendro, que la engulló de un bocado. De repente, una voz atronadora se oyó en el firmamento.

    —¡Cómo te atreves, débil Loôrian, a contradecir mis designios! —La voz de Kálitus resonó durante días en Tormento—. Las puertas de la Tierra Que No Sabe De Dolor jamás se abrirán para ti. ¿De qué te sirven tu cuerpo y tu voz, pusilánime dios, si te compadeces de quien no merece compasión? Te despojaré de aquello a lo que no sabes darle buen uso y no serás más que viento vagando en el interior de Tormento. En cambio, tú, mi amada Anaís, supiste ganarte tu lugar y, así como una vez lo prometí, hoy doy cumplimiento a mi palabra.

    De esta manera, Anaís ascendió más allá del firmamento, atravesó las esplendorosas puertas de la Tierra Que No Sabe De Dolor y se reunió con sus padres. Por su parte, Kálitus le arrebató el cuerpo al desgraciado Loôrian y lo convirtió en invisible viento.

    Fue entonces cuando de las violentas profundidades del engendro emergió el más horrísono de los cantos.

    Canto III

    El canto de Kaloria

    1

    Mi sangre se ha tornado en más que sangre:

    mortal veneno en la nada vertido,

    más amarga que la hiel y el vinagre,

    lo más ruin de mis entrañas salido.

    ¡Quién podría en Tormento ser alegre!

    Y hoy menos que de mí el mar ha fluido.

    Tú, isla, verás las garras del tigre

    que rasgará la luz hasta el olvido.

    Es el mar mi más preciada invención,

    despiadada atalaya de Tormento,

    alimentado por la vil traición.

    Cubriré el firmamento con mi aliento,

    bañaré día y noche de aflicción,

    ni siquiera el viento quedará exento.

    2

    ¡Oh, Kálitus, escucha mi canción!

    Lo mortal originó la disputa

    y lo mortal vengará la traición.

    Lo digo con certidumbre absoluta.

    No solo el mar será mi creación,

    mi semilla proveerá vida astuta

    que fungirá como tu maldición

    y la de tu familia resoluta.

    Reinaré donde no tienes gobierno.

    Tormento será de mis pies estrado,

    y el mar mi trono glorioso y eterno.

    Te veré ante mí rendido y postrado

    cuando Tormento sea el gran averno

    del que ni tú saldrás, dios despiadado.

    Ryan despegó la mirada del texto por un momento. Tormento, pensó. Por sus estudios en oceanografía, Ryan conocía el nombre de muchos lugares en la Tierra, incluyendo el de islas y archipiélagos enteros, pero nunca había escuchado hablar de una isla que llevara por nombre Tormento. Levantó los hombros en señal de resignación.

    «Parece ser literatura», dijo Ryan para sí. «Seguramente mi padre no le otorgará el valor que merece y me pedirá que lo devuelva al Titán Salado. Él habría preferido encontrar material histórico que algún museo estuviera interesado en adquirir. Es una lástima, capitán. Yo, en cambio, sé apreciar el valor de una narración».

    El joven oceanógrafo volvió a posar sus ojos sobre el texto y continuó la lectura.

    Canto IV

    La creación

    El viento escuchó el canto de Kaloria desde Tormento mientras sus notas ascendían hasta los frondosos valles de la Tierra Que No Sabe De Dolor.

    —Kálitus —dijo Anaís en cuanto el canto cesó—, obliga a tu hijo a retractarse de su espantoso canto. Que su melodía y sus gravísimas notas se esfumen con el calor de tu ira y desaparezcan del recuerdo y del tiempo mismo. Evapora el engendro y destruye lo que la semilla de mi esposo Kaloria ose dar vida.

    —Qué más quisiera yo que castigar la audacia de mi hijo, pero no tengo potestad sobre los mares ni sobre lo que hay más allá de ellos porque no fueron creados por mi mano.

    —Olvídate de lo que hizo Kaloria —intervino Oriana—. Nuestro hijo terminará por ahogarse en su mar de resentimiento. No avives el deseo de venganza en él. Estoy convencida de que con el pasar de los eones, cuando la última gota de mar se seque, Kaloria purificará sus sentimientos.

    —No estoy de acuerdo contigo —indicó Anaís, la provocadora—. El dios que me dieron por esposo está cegado por el odio y la ambición. Su canto fue una afrenta directa en contra del dios supremo, que en ningún modo puede pasar inadvertida. Padre, debes actuar o llegará el momento en el que el desterrado iguale tu poder, te venza en su propio juego y ocupe el lugar que solo tú puedes llenar en la magnífica Tierra Que No Sabe De Dolor.

    —Tus palabras son sabias —expresó Kálitus—. Kaloria encendió la mecha que hará explotar mi furia. Su canto dio origen a lo que jamás debió comenzar. ¡Sepan, diosas, que su hijo y esposo será el causante de una guerra entre mortales que definirá la gloria inmortal! ¡Mi creación contra los hijos de Kaloria!

    Así fue como Kálitus tomó agua y tomó fuego, e infundió su aliento para que el agua no apagara el fuego. Tomó un puñado de tierra de la Tierra Que No Sabe De Dolor y la mezcló con las dos sustancias. Luego, cuando la amalgama estuvo lo suficientemente consistente, la separó en dos secciones y a cada una le dio forma a su antojo. Le pidió a su hija que depositara las figuras trielementales en Tormento. Anaís las dejó sobre el valle que más tarde sería llamado El Valle de las Cinco Puertas, cerca de la orilla del río Kal y, de inmediato, ascendió a la etérea morada de los dioses.

    Las dos figuras no eran más que estatuas privadas de la gracia divina, seres inertes a punto de despertar bajo un cielo que les tenía preparado las más terribles desgracias. Así permanecieron las formas hasta que Kálitus procedió a obsequiarles el don de la vida.

    —¡Escúchame, Tierra de Dolor! Sobre tu valle y tus montañas, sobre tus campos y tus playas, caminará mi obra que usará tus frutos para subsistir. Te hago a ti fértil para que sacies las necesidades de esta raza hasta el día en el que emergerá la destrucción definitiva y que solo el sacrificio de la pureza podrá evitar.

    Cuando la luna estuvo en lo más alto de la bóveda celeste, el poder de Kálitus se valió de la incorporeidad de Loôrian para descender a Tormento, cubriéndola como la neblina envuelve las cumbres de las más altas montañas. Se introdujo hasta El Valle de las Cinco Puertas y penetró hasta los corazones amalgamados de las figuras, permitiendo que empezaran a latir.

    De esta manera fueron creados el primer hombre y la primera mujer cuya descendencia estuvo a punto de ser aniquilada por completo con fuego de no ser por la intercesión de Oriana. A ellos les fue otorgado el don del libre albedrío y Kálitus les exigió cumplir seis mandatos que todavía hoy persisten y debemos obedecer.

    —Escuchen, toritas —dijo Kálitus—, Kaloria quiso crearlos para avivar su distracción. Yo, en cambio, les doy vida para que la vivan a plenitud. Como prueba de ello, les otorgo el don del libre albedrío. Están en plena libertad de tomar sus propias decisiones y las deidades no intervendremos en sus elecciones. No obstante, deberán cumplir seis mandatos: No adorarán más dioses que Kálitus, Oriana, Anaís y Loôrian. No lastimarán sus cuerpos ni los de sus semejantes. Protegerán la tierra que les fue dada y a los seres vivientes que habitan en ella, y solo cazarán aquellos animales que les servirán de sustento o aquellos que representen un peligro para sus vidas. No se bañarán en las aguas del río Kal ni se alimentarán de los animales que bajo sus aguas se asienten. No tocarán las aguas del mar ni nada que de él provenga, ni construirán embarcaciones para navegar sobre el engendro. Y destruirán a cualquier hijo de Kaloria que se atreva a poner un pie sobre las tierras de Tormento. Cumplan mis palabras y gozarán de las moradas celestiales como mi hija Anaís. Desóiganlas y sus almas vivirán sumergidas a perpetuidad en los abismos más profundos del mar. Esto he dicho y esto haré, porque mi palabra es ley.

    Era lo único que debían hacer. Cumplir con los mandatos del creador. Pero no lo hicieron. Olvidaron sus palabras y condenaron a su descendencia al peor de los castigos. Kálitus nos privó del libre albedrío y, desde entonces, nuestras vidas se mueven al antojo de los dioses. Nadie puede alterar lo que está escrito en la Roca del Destino y debemos conformarnos con vivir una vida sobre la que no tenemos dominio. Esto lo hemos sabido desde siempre, pero, al parecer, los cisnes lo olvidaron. Creyeron que podían cambiar su propio destino, volar con libertad y desplegar sus alas a voluntad. No podían estar más equivocados.

    ¡Oh, cisnes! ¿Estarían en el mismo punto en el que hoy se encuentran si no hubieran creído en las lágrimas dulces de la serpiente? ¿O simplemente los dioses se habrían ingeniado la manera para que los hados los hubieran dirigido hasta la situación actual? Sea como fuere, la serpiente es la culpable de que sus cantos hayan iniciado. ¡Qué ingenuos fueron! Sin embargo, no les recrimino su inocencia. La juventud es valerosa, temeraria y la anhelan todos los que atrás la han dejado, pero qué cándida se muestra a los que apenas gozan de sus delicias. La serpiente supo inyectar su veneno. Halló la forma de enrollarse en torno a ustedes, hermosos cisnes y continúa apretando fuerte mientras sus lágrimas siguen derramándose. No descansará hasta que la muerte los asista y hasta que, por medio de sus cantos, entonen la última de las notas.

    ¿Quién más que yo podría compadecerse de su sufrimiento? ¿Son estos dioses involucrados en la creación de Tor y de los toritas, a los que veneramos y a los que debemos la vida, los mismos que pretenden su muerte? ¿Por qué Kálitus, Oriana, Anaís y Loôrian desean la aniquilación de los cisnes? Es una pregunta que para la mayoría no tiene respuesta. Pero yo soy la excepción. Conozco la razón de tal saña hacia los cisnes y, más importante aún, conozco el mecanismo de salvación de ustedes, seres candorosos. Por eso recurro a ti, hijo de Kaloria, porque tú eres la pieza fundamental de este mecanismo. Solo tú puedes recibir igual calificativo que Loôrian: el salvador. Así como nuestro dios redimió a Tormento de la maldad de Kaloria, redime tú también a los cisnes de su fatídico destino. Ruego que sigas atento a mis palabras, hombre sin nombre, aunque algún día lo tendrás y Tormento cantará tus proezas, porque pronto conocerás el lamento de los cisnes.

    Ryan Campbell cerró un momento el libro que tenía en sus manos. Suspiró. Lo dejó sobre la cama, se levantó y dio vueltas alrededor del camarote mientras meditaba y miraba de soslayo el objeto. En su cabeza rondaban decenas de pensamientos confusos sobre los cuatro cantos que había leído. Por más que trataba de encausarlos, no lo conseguía, y cuando creía que estaba a punto de lograrlo, una nueva idea brotaba haciéndolo retornar a la confusión.

    La puerta del camarote se abrió de repente y Douglas Cooper ingresó.

    —¿Qué haces ahí de pie con cara de imbécil? —preguntó al tiempo que se quitaba la camisa y los zapatos, y se echaba sobre su cama.

    —¿Escuchaste hablar o leíste alguna vez acerca de unos dioses llamados Kálitus y Kaloria? —indagó Ryan intentando organizar sus ideas.

    —No, jamás —Douglas tenía las manos detrás de su cuello y los ojos cerrados, y así continuó hablándole—, ¿por qué?, ¿aparecen en el libro que escupió el mar?

    —Sí, ellos y otros tres dioses —dijo Ryan volviendo la mirada hacia el libro.

    —Créeme que, si alguna civilización los hubiera adorado, yo lo sabría —Un silencio descomunal inundó el camarote. Ryan continuaba con una sensación extraña en su cabeza. De pronto, lo asaltó la necesidad de seguir leyendo—. No estarás pensando que… ¡vamos, Ryan!, no le des rienda suelta a tu imaginación, es solo una historia que alguien escribió en su tiempo libre y la arrojó al mar con la esperanza de que alguien la leyera. Deberías enfocarte en el análisis ambiental. Tenemos que mostrar resultados.

    Ryan volvió a su cama y puso el libro en su regazo. Olía a mar. Le fascinaba el aroma que despedía la cubierta de cuero. Aspiró profundo para que el olor le invadiera su mente.

    —¿Te estás fumando algo? —preguntó Sebastián Rivera bajo el dintel de la puerta.

    —Sí, estoy fumando mar y conocimiento.

    Sebastián entró al camarote y le arrebató a Ryan el libro. Lo abrió y lo hojeó a una velocidad desconcertante.

    —Así que este es el libro venido del mar, ¡qué locura!, ¿dice algo importante? ¿nos haremos famosos por haberlo encontrado?

    —Por supuesto que no, es solo un libro, no un tesoro. Ya tráelo acá.

    Sebastián se lo devolvió. Cuando Ryan lo tuvo otra vez en sus manos, comprendió que no tenía razón. Un libro podía ser más valioso que el más grande de los tesoros. Pero solo él podía entenderlo.

    Ryan volvió a recostarse sobre la almohada mientras Sebastián subía al segundo nivel de la litera. Luego, abrió el libro en la página en la que había terminado.

    —¿Qué sabes acerca de los cisnes? —le preguntó Ryan a Sebastián mirando hacia las tablas del nivel superior.

    —Esa pregunta deberías hacérsela al omnisapiente de Cooper. ¡Ey, Cooper, te hablan! —Ryan y Sebastián observaron a su compañero, pero ya estaba profundamente dormido—. Ya mañana lo sabrás. Ahora duerme. Tenemos mucho trabajo por hacer.

    Ryan no podía dormir. Sentía que debía seguir leyendo. Era como si el libro mismo lo impulsara a hacerlo. Releyó el último párrafo del canto cuarto y se detuvo en una frase: «Por eso recurro a ti, hijo de Kaloria, porque tú eres la pieza fundamental de este mecanismo. Solo tú puedes recibir igual calificativo que Loôrian: el salvador».

    —¿Crees que un libro pueda hablarte? —inquirió Ryan luego de patear una de las tablas que tenía sobre él.

    Sebastián se inclinó un poco y dejó su cabeza en el aire para ver a su amigo directo a los ojos.

    —¿Estás loco?

    —Es decir —prosiguió Ryan para hacerse entender sin parecer estúpido—, ¿podría ser que un libro hubiera sido escrito para alguien en particular y que el escritor quisiera que ese alguien hiciera algo por él?

    —¿Estás diciéndome que ese libro fue escrito para ti, Ryan Campbell, que te debía encontrar en medio del océano, a miles de kilómetros de tierra firme, como si estuvieras predestinado a leerlo?

    —Sí, algo así quise decir —declaró Ryan poco convencido—. Mejor olvídalo.

    Sebastián tenía clavada su mirada en los ojos de Ryan y, visto así con la cabeza de revés, era como un búho localizando su presa en la oscuridad.

    —Le pediré a Fran que hable mañana contigo. Tantos meses en alta mar y la presión de los jefes, deben estar afectándote el cerebro. Deja ya ese libro, olvídate de lo que sea que haya ahí escrito, duérmete y déjame dormir —y diciendo esto desapareció de la vista de Ryan.

    El silencio era casi absoluto a excepción del armonioso sonido de las olas del mar que se escuchaba a lo lejos. Al hijo del capitán Campbell le parecía estar a kilómetros de las profundas aguas y no sobre ellas. Mientras se deleitaba con ese silencio, decidió proseguir con su lectura.

    Canto V

    El regalo prohibido

    12 de septiembre de 1886

    El cuerno resonó por más de diez segundos sin interrupción. Aquellos que estaban cerca de la costa de Miro al Este de Tor y los que vivían próximos a la playa, enfocaron la mirada hacia la inmensidad del mar. En el horizonte, aún diminuta, podía avistarse una embarcación que se acercaba solitaria a la isla. Ningún torita entendía cómo había conseguido cruzar La Barrera. El hombre que hizo sonar el cuerno tomó aire y volvió a soplar tanto como sus pulmones se lo permitieron. Un instante después, isla adentro, un segundo cuerno dejó escapar su grave y estridente sonido. Cada cuerno avisaba a uno más al interior, hasta que la alerta se propagó hasta el corazón mismo de Tor: El Valle de las Cinco Puertas. Mientras el aviso se zambullía entre las montañas hasta depositarse en los oídos correctos, los toritas que estaban más cerca de la playa salieron de sus casas y se apresuraron inquietos hacia las arenas negras.

    Los cuernos nunca habían sido sonados. Tor se sumergió de pronto en una increíble zozobra. Hasta el más joven de los toritas de la isla conocía el significado de aquel sonido: los hijos de Kaloria al fin hacían su aparición sobre la superficie del engendro. Lo que tanto habían temido desde la creación misma de la raza torita se estaba manifestando. En pocos minutos la playa estuvo atiborrada de aborígenes. Todos, sin excepción, observaban la embarcación sin apartar la mirada de las velas que cada vez se hacían más grandes a medida que la nave se aproximaba a la costa. Nadie se atrevía a pronunciar palabra, sino que contenían el aliento aguardando el desembarco.

    El sacerdote en jefe, Merlotis III, ordenó a dos de los exploradores que se apresuraran a la playa de Miro para impedir que atacaran la embarcación mientras él y su séquito arribaban. Él quería verlos directamente y descubrir qué forma podrían tener aquellos seres nacidos de la semilla de Kaloria. Luego, haría cumplir el mandato del creador. Fueron al menos cinco leguas, desde El Valle hasta la costa, que los exploradores corrieron sin detenerse. Pero cuando apenas llevaban la mitad del camino recorrido, una voz en la playa, valiéndose del idioma nativo, se alzó de entre los contempladores impávidos.

    —Son los hijos de Kaloria los que se acercan a la isla. Debemos destruirlos o Kálitus nos castigará con fuego como antaño hizo con nuestros antepasados. O peor aún, nos privará de La Promesa por no obedecer su mandato.

    Otras voces apoyaron al que primero rompió el silencio. En cuestión de segundos, decenas de arqueros, que para entonces se encontraban en la playa, cargaron sus arcos y apuntaron sus flechas hacia la nave. A una voz dispararon. La mayoría de las saetas cayeron en la cubierta y en el mástil de la embarcación como una lluvia armónica. Unas pocas besaron la superficie del engendro para luego quedar a merced de las olas. Pero ninguna flecha hirió a ninguno de los tripulantes de la Titánide Salada, una goleta monstruosa que consiguió cruzar La Barrera.

    Ryan no pudo más que sorprenderse con el nombre de la goleta. Era justo la forma femenina de cómo su padre se refería al océano. El sueño estaba a punto de vencerlo, pero él no quería detenerse. El Tornado en pleno estaba sumido en el descanso nocturno, a excepción de los marineros de turno que vigilaban las aguas. Hizo un último esfuerzo y continuó.

    El capitán y dos de los tripulantes de la Titánide Salada enarbolaron banderas blancas y ramas de olivo como señal de paz, mientras los demás observaban impresionados y temerosos hacia el firmamento, como si nunca hubieran visto un cielo como aquel. Al ver a lo lejos el ondear blanco de las telas, los tiradores depusieron sus arcos. Una tensa calma pululaba en la playa y hasta Loôrian parecía estar absorto a la espera de la nave, porque el viento había cesado de pronto. Incluso las gaviotas detuvieron su vuelo espantadas con el monstruo de madera que se aproximaba a la costa virgen.

    Al cabo de diez minutos, cuando la noche ya se había alzado sobre el día, la goleta atracó y la tripulación desembarcó. A la cabeza iba el capitán Fontán, vestido con camisa blanca y calzón negro amplio. Ambas prendas estaban desgastadas y sucias. El resto de la tripulación sobreviviente la conformaban un botánico, un astrónomo y nueve marineros. La vestimenta del capitán y de los demás tripulantes resultó extraña y extravagante para los nativos. Los toritas desconocían tal parafernalia en la manera de envolver sus cuerpos. Los hombres de la isla solían cubrirse con taparrabos y tilmas anudadas sobre el hombro o en medio del pecho; y las mujeres usaban vestidos de manta de una sola pieza.

    —Deseo hablar con su rey —dijo el capitán, pero ninguno de los aborígenes entendió sus palabras.

    Entonces, el capitán explicó con gestos lo que requería y los nativos parecieron comprender. Respondieron también por señas indicando que debía esperar, que pronto quien estaba a cargo aparecería desde la jungla. Y de nuevo el tiempo se detuvo, como la palabra que llena de furia quiere salir, pero choca arrepentida contra los dientes y suspende su curso. Algunos de los tripulantes descendieron del barco con ayuda de sus compañeros. Sus rostros estaban pálidos, casi tan blancos como las banderas que continuaban enarboladas. Tenían heridas en sus cuerpos de las que emanaba sangre a pequeñas cantidades, pero de forma constante. De sus encías también brotaba sangre y algunos habían perdido varios de sus dientes. El botánico y tres marineros estaban enfermos de lo que los aborígenes más tarde conocerían con el nombre de escorbuto, la enfermedad de los marineros. Ninguno de los nativos quería acercarse a los hijos de Kaloria y mucho menos a los enfermos, temiendo que fuera a caer sobre ellos igual plaga como la que atacó a los recién llegados.

    Casi cuatro horas después de que los cuernos gritaran lo impensable, los dos exploradores enviados por Merlotis III aparecieron entre los arbustos. Dijeron en su lengua y en voz alta que no hicieran ningún daño a los hijos de Kaloria hasta que el sacerdote en jefe los viera por él mismo, y que después el precepto sería cumplido. El mensaje calmó un poco los ánimos de los nativos. Tarde o temprano debían aniquilar a los visitantes si querían ser dignos de La Promesa. Y aunque aquellos que procedían del engendro se atrevieran a atacar, los toritas los sobrepasaban en número y en fuerzas. Los extraños no tuvieron más opción que permanecer en la playa con el mar hasta sus rodillas, aguardando la aparición del jefe de la isla.

    En poco más de una hora, Merlotis III arribó a la playa de Miro acompañado por otros dos sacerdotes y por su guardia personal, conformada por diez protectores armados con lanzas. Merlotis III también llevaba taparrabos y una tilma anudada en el centro de su pecho, pero lo que le otorgaba distinción de jefe, eran dos collares que le caían hasta un poco más arriba del ombligo, uno de plata con zafiros enlazados y el otro de oro con los huesos de sus antepasados ensartados. Además, llevaba puesto un tocado de cuatro plumas y la mayor parte de su cuerpo estaba plagado de tatuajes hechos a base de carbón de nuez. La forma de los tatuajes era siempre la misma: un cuadrado que contenía un triángulo y, a su vez, un segmento de recta y un punto en el centro. Se trataba del símbolo sagrado de los toritas.

    Los dos sacerdotes que acompañaban a Merlotis III también tenían idénticos tatuajes a lo largo de sus cuerpos, aunque en menor cantidad. Los nativos que no pertenecían a la casta sacerdotal también se tatuaban figuras intrincadas. Los más jóvenes eran los que menos grabados tenían en sus cuerpos. Los tatuajes daban a los toritas reputación y solo aquellos dignos de tal honor podían ser tatuados en las ceremonias periódicas de reconocimiento a las valientes hazañas.

    —Lleven a los hijos de Kaloria al Templo —ordenó Merlotis III a sus protectores en la lengua nativa—, excepto a los enfermos. A ellos átenlos y ejecútenlos. Hagan que este sacrificio agrade a nuestro creador.

    Cada uno de los protectores, lanza en ristre, se puso detrás de uno de los ocho visitantes y los obligaron a adentrarse en la jungla camino al Templo. Los dos protectores restantes se quedaron en la playa para llevar a cabo la orden de Merlotis III. La mayor parte de los nativos siguieron a la comitiva, ansiosos por ser testigos del destino de los hijos de Kaloria. Los demás permanecieron sobre las arenas negras para presenciar la ejecución de los enfermos, a los que decapitaron sin piedad.

    El trayecto hasta el Templo no supuso mayor problema para los toritas, ya que los hijos de Kaloria no opusieron resistencia. Ingresaron a El Valle a través de la puerta de Loôrian y caminaron otro tramo hasta el asentamiento principal de Tor.

    Al norte de El Valle de las Cinco Puertas, cerca de la puerta de Kálitus y justo en la base de una de las montañas opuestas al único volcán de la isla, se erigía un magnífico templo de piedra en honor a los cuatro dioses de Tor. Sus dimensiones eran de 70 varas de largo por 35 varas de ancho, y sus columnas se elevaban hasta las 12 varas de altura. A ambos lados de la entrada estaban apostadas dos esculturas talladas en piedra caliza, de 4 varas de altura cada una. La de la izquierda representaba a la diosa Anaís. Tenía la forma de una mujer joven, bella y esbelta, con una mirada que impactaba a primera vista. En el espacio de sus cuencas se habían incrustado dos esmeraldas que, en el día, refulgían a la luz rojiza del sol. La escultura de la derecha encarnaba al dios Loôrian, cuya imagen era la de un joven carente de manos y pies, con los labios juntos y sobresalidos, como si estuviera soplando constantemente.

    Merlotis III le pidió a su séquito que permaneciera a las afueras del Templo con el resto de los extranjeros. Él ingresó con los dos hijos de Kaloria que, a juzgar por su vestimenta, eran de un rango superior al de los demás: el capitán Fontán y el astrónomo. Los protectores de Merlotis III los empujaron con las astas de sus lanzas hacia el interior. El camino hasta el Salón de las Profecías estaba cercado por antorchas. En el fondo, majestuosas e imponentes como el mismo sol y la misma luna, se alzaban las esculturas de Kálitus y Oriana, de unas 9 varas de altura cada una. La de la madre de los dioses tenía la forma de una anciana de cabello corto y lacio. Estaba de pie sobre un sol de piedra, con los brazos extendidos y su mirada era fraterna como la de una madre amorosa. La del padre de los dioses, por su parte, tenía la forma de un anciano de larga cabellera y mirada penetrante. Estaba sentado sobre un trono y tenía en su mano derecha un cetro coronado por una media luna de piedra. Entre las dos esculturas discurría una cascada majestuosa que nacía de un manantial en lo alto de la montaña. Sus aguas serpenteaban a través del Salón de las Profecías y salían del Templo por el costado oeste formando el nacimiento del río Crepúsculo, mucho más largo y caudaloso que el río Kal.

    Detrás de la cascada descansaba la Roca. Emitía un continuo brillo carmesí que convertía a la cascada en una caída de aguas rojizas. La Roca había sido arrojada a Tor por Kálitus después de castigar con el fuego del volcán a los descendientes de los primeros toritas y, desde entonces, se había convertido en objeto de veneración y símbolo del poder de los dioses. Los Códices Sagrados cuentan que, a lo largo de los siglos, algunos toritas rebeldes intentaron destruirla, pero la Roca, como si fuera un ser viviente, los arrojó a todos por los aires con una fuerza descomunal, matándolos a unos al instante y dejando moribundos a los otros.

    Frente a las esculturas de los padres de los dioses, cinco sacerdotes oraban de forma insaciable, como un murmullo incesante y siniestro. No interrumpieron las plegarias ni siquiera cuando el sacerdote en jefe y los dos extraños llegaron al salón. Merlotis III se quitó la tilma y el tocado, y los entregó a uno de sus protectores. Encaminó sus pasos hacia la cascada y dejó que sus aguas purificaran su cuerpo, su mente y su espíritu. Mientras caía el agua sobre él, elevó su mirada a la Roca. Luego, fue hasta el centro del salón y se sumergió en el Vapor de la Verdad, una fuente de la que manaba un vapor tibio y delicado como la caricia de una madre. El vapor surgía desde las entrañas mismas de Tor a través de una fisura sobre la que fue construido el Templo.

    —¡Divina inspiradora, dadora de luz a la noche de Tor! —invocó Merlotis III en una lengua extraña para los foráneos—. Apacigua la ira del creador durante el tiempo que los hijos de Kaloria permanezcan con vida sobre la tierra que ustedes nos dieron por morada. Daremos cumplimiento al sexto mandato, pero antes aclara mi mente e indícame cómo proceder según tus designios y los de Kálitus. Yo, Merlotis, el tercero de mi nombre, sacerdote en jefe de Tor y jefe de El Valle de las Cinco Puertas, por voluntad de ustedes, las deidades, he sido el elegido para comandar el primer enfrentamiento entre la obra del glorioso creador y los hijos de Kaloria. Guíame para salir triunfante de esta contienda. El día señalado por el venerable Kálitus pronto nos envolverá con sus sombras. El fin del tiempo torita roza nuestros pies y la tan anhelada Promesa se acerca. Por esto, ¡oh, divina Oriana!, ilumíname con el dulce néctar del discernimiento.

    Al terminar la invocación, Merlotis III entró en un trance. El Vapor de la Verdad le rodeaba el cuerpo entero como una envoltura etérea que lo difuminaba a la vista de los presentes. Levantaba las manos y se retorcía al ritmo de las plegarias interminables de sus compañeros sacerdotes. Así permaneció por casi cinco minutos hasta que los sacerdotes cesaron de pronto las oraciones y volvieron sus miradas hacia Merlotis III, que detuvo los movimientos impetuosos de su cuerpo.

    —Oriana acaba de pronunciarse susurrando palabras en mis oídos —dijo Merlotis III desde el interior de la fuente—. Escuchen mis fieles servidores lo que a través de mí reveló la reina del día y hagan lo que ella ordena. La embarcación debe ser incinerada. Los hijos de Kaloria que están fuera del Templo deben ser aniquilados en honor al omnipotente Kálitus. Luego, deberán cortarle a cada uno un miembro diferente del cuerpo y quemarlos juntos en un altar de sacrificio. Los cuerpos mutilados deben ser devueltos a su padre para que, al contemplarlos de cerca, se arrepienta de la guerra que provocó. En cuanto a estos dos hombres, su destino está escrito, pero aún no es el momento de su muerte. La amantísima Oriana asegura que ellos tienen cinco regalos para ofrecernos, uno de los cuales deberá acallarse desde el mismo instante en el que sea sembrado. Cuando nos otorguen los obsequios, partirán también hacia el encuentro con su padre.

    La Titánide Salada fue reducida a cenizas. Los seis hijos de Kaloria fueron sacrificados y, sus cuerpos, arrojados al mar. Por su parte, el capitán Fontán y el astrónomo fueron tratados como huéspedes de honor para ganar su confianza.

    En cuanto tuvieron la capacidad de comunicarse de forma comprensible los unos con los otros, Merlotis III les preguntó:

    —¿Cómo pudieron cruzar La Barrera?

    Pero ni el capitán ni el astrónomo sabían a qué se refería.

    —La isla entera está rodeada por una Barrera impenetrable que la envuelve en un radio de media legua mar adentro —explicó Merlotis III—. Los dioses la pusieron ahí como otro de los castigos por la desobediencia de nuestros antepasados y lo hicieron después de condenarlos a la furia del volcán, de la que solo sobrevivieron cuatro toritas. Durante mucho tiempo nuestros antepasados intentaron salir de la isla, pero La Barrera nunca se los permitió. Cualquier embarcación que entra en contacto con ella explota en mil pedazos, como si se tratara de un muro de fuego. Nada sobrevive a su roce. Hasta las aves huyen de su presencia y se mantienen alejadas de la frontera. Nada entra. Nada sale. Solo el sempiterno mar. Pasaron muchos años hasta que, finalmente, los toritas comprendimos que no hay más opción que

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