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Dorian y la Leyenda de Atlántida
Dorian y la Leyenda de Atlántida
Dorian y la Leyenda de Atlántida
Libro electrónico185 páginas2 horas

Dorian y la Leyenda de Atlántida

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Información de este libro electrónico

Atenas, año 399 a.C. El filósofo Sócrates fue condenado a muerte. Su último deseo, externado, es el de transcurrir la noche anterior a la ejecución al lado de su amigo y discípulo Platón. Antes de morir quiere confesarle un secreto que ha tenido escondido por toda la vida, custodiándolo celosamente.
—¿Qué secreto, maestro?

—¡La leyenda de Atlántida.

Al día siguiente Sócrates murió con el alma purificada, sereno. ¿Pero, por qué era importante relatar la historia? ¿Qué había ocurrido tan terrible e inquietante en aquella isla antes de hundirse para siempre en el fondo del océano? 

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento29 dic 2018
ISBN9781547519354
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    Dorian y la Leyenda de Atlántida - DEMETRIO VERBARO

    Demetrio Verbaro

    DORIAN

    Y LA LEYENDA

    DE

    ATLÁNTIDA

    Dorian y la leyenda de Atlántida

    Demetrio Verbaro

    PubGold

    Copyright PubMe Sri 2017

    ISBN

    Diseño de portada y realización de mapa por Simona Valentina Tornabene

    PRIMERA PARTE

    PRÓLOGO

    Un profundo silencio envolvía Atenas a la hora del alba, el sol se elevaba llevándose el frío de la noche. El cielo era un inmenso azul, purísimo. En la niebla matutina cada cosa parecía suspendida, los árboles, las calles, las casas, los templos, todo parecía en equilibrio entre realidad y fantasía.

    Sócrates y Platón caminaban lentamente, lado a lado, recorriendo un estrecho sendero florido que costeaba el mar. Sócrates era un hombre anciano, tenía alrededor de setenta años, era calvo, con una larga barba blanca y con un rostro orgulloso y marcado por la edad. Platón era uno de sus tantos jóvenes alumnos, era su preferido porque tenía una gran voracidad intelectual, se apasionaba por todo y profundizaba en todo, con entusiasmo contagioso.

    Portaban ambos una toga, una larga túnica formada por un rectángulo de lana, sostenido sobre el hombro por dos botones.

    —Detengámonos, amigo mío, necesito reposo —dijo Sócrates con un poco de afán, sentándose en una gran piedra cercana al acantilado, observando esa extensión infinita de mar.

    Su discípulo se sentó junto a él y esbozó una sonrisa.

    —Qué encanto el mar, es la más bella creación que nos han dado los Dioses.

    Sócrates levantó el índice y eligió las palabras:

    —Mira el mar cerca de la orilla, en el punto en que las olas besan la playa, ¿qué te parece?

    —Un mundo encendido, rico, exuberante, listo para acoger al hombre y a la vida.

    —Ahora apunta tu mirada a lo lejos, hasta el horizonte, donde la línea del confín con el cielo atenúa cada ola y confunde el perfil. ¿Qué es lo que ves?

    ––––––––

    Platón respondió en un susurro:

    —Parece que las distancias y el tiempo pierden su valor real, el mar parece inmenso e inalcanzable, como un secreto negado a los hombres.

    Sócrates pronunció cada palabra con un acento fuerte, remarcándola:

    —Es siempre el mismo mar y, sin embargo, lo has descrito en modo opuesto según el punto en que tus ojos lo observaban. Aprende esta lección, antes de juzgar algo o a alguien, hazlo contigo mismo, mira siempre al menos desde dos perspectivas diversas.

    —Eres tan sabio, ¿por qué no quieres escribir tus pensamientos, tu filosofía? Serías leído y recordado por las generaciones por venir.

    Sócrates habló lento, pero con voz firme:

    —Solo la conversación es entereza, concepto inmediato, percepción que nace y muere. Solo a través del diálogo nacen pensamientos absolutamente personales, a diferencia de la palabra escrita que quiere imponer las propias ideas, persuadiendo a quien la lee. —Luego cerró los ojos y escuchó el viento acariciándole el rostro y el calor del sol calentarle la piel, de sus labios salieron lentamente, casi en un suspiro, palabras cargadas de respeto, que parecían un reclamo amoroso—: ¡El mar, el mar, el mar!

    Platón dijo con tono metálico:

    —En Grecia corre la voz de que nunca has navegado.

    El maestro se volvió melancólico.

    —Es la verdad, —luego esbozó una sonrisa llena de nostalgia, —tal vez tengo una edad en que es lejana la vida y cercana la muerte, ha llegado el momento en que te cuente la historia secreta.

    Platón tenía profundos ojos castaños y tupidas cejas, en su rostro pleno de juventud se dejaba ver la exuberancia de su edad.

    —¡Qué honor, maestro! Se cuenta que es la misma que narra el secreto del nacimiento de Atenas.

    ––––––––

    Sócrates se levantó, de su túnica a media manga sobresalían dos brazos delgados.

    —Esta historia narra hechos ocurridos en verdad, no es mía, no es de nadie, no se puede poseer, solo custodiar y transmitir. No debes nunca escribirla, ni contarla a nadie. Solo cuando seas anciano o antes de poner tu vida en peligro, deberás transmitirla a tu hijo. ¡Prométemelo!

    —¡Te lo prometo, maestro!

    El narciso estaba en flor, y esparcía un perfume intenso, penetrante, Sócrates lo aspiró con voluptuosidad, luego comenzó su relato en voz baja, casi hipnótica:

    —En el curso de los siglos se han narrado las gestas de hombres pasionales, valerosos caballeros, mujeres bellas y valientes, niños inocentes obligados a crecer demasiado aprisa, hechiceros malvados, misteriosas profecías, pero ninguna historia podrá nunca ser comparada con la que te narraré ahora: Dorian y la Leyenda de Atlántida.

    —¿¡Atlántida!? —Repitió Platón con un jadeo, y toda su alma se excitó: estaba por conocer el misterio más antiguo y famoso de toda Grecia. Él había sido elegido por el maestro y debería custodiar con celo cada palabra. Apoyó los codos sobre las piernas y llevó las manos al rostro, como un niño intentando escuchar del padre el cuento antes de dormir.

    Sócrates volvió a comenzar su relato, las palabras apenas eran susurradas, como si incluso él estuviese emocionado por lo que estaba por contar:

    —Nada comienza en un lugar y momento específico, todo comienza en lugares diversos y en momentos diversos, algunos sucesos datan de antes de la historia del mundo, tal como lo conocemos. Esta historia tuvo lugar tantos años atrás que no podría datarlos, en un lugar misterioso y desconocido, sobre una isla muy distante de Atlántida, cuyo nombre era Zakonos. Un hombre y una mujer corrían presas del pánico en la playa. El hombre tenía en la mano una espada, la mujer un recién nacido. Llegaron a una pequeña barca, el hombre hizo subir a la mujer y, con voz entrecortada por la emoción pronunció lentamente:

    —Buena fortuna, espero que estén bien y que tengan una vida serena. —La mujer tenía los ojos castaños, labios suaves y largos cabellos rubios acompañados por una tiara de diamantes.

    —¡Ven con nosotros! —pronunció. 

    —Lo siento amor mío, pero es el único modo de salvarte, debo concederte más tiempo.

    La besó en la mejilla y sobre la boca, le dio un beso en la frente al niño y, finalmente, empujó la barca al mar. El mar estaba tan calmado que sobre las plácidas olas no había ni siquiera espuma, como si estuviese listo para cuidar a aquellas dos personas, un banco de pequeños peces saltaba alegremente al lado de la barca para saludarla y protegerla.  La mujer acomodó al niño y comenzó a remar. El hombre se apretó con fuerza las manos sobre el pecho, como si quisiera aplacar el dolor, dio una última mirada a la barca que ya estaba lejos en el horizonte y, finalmente, se giró, yendo a pasos veloces hacia su destino. Después de unos minutos fue circundado por un grupo de veinte soldados.

    —¡Ríndete Isar! Tu reino ha llegado a su fin, —gritó un hombre con armadura destellante y físico imponente.

    —Fexsis, mi valeroso general, ¿Cómo has podido traicionarme? —El hombre tenía los ojos encendidos por el furor, la barba erizada y el rostro afilado.

    —Eres poco ambicioso, yo llevaré a Zakonos a la conquista del mundo. ¡Entrégame la piedra de Riktho!

    Isar tenía el aire de quien había afrontado mil batallas: hombros anchos, ojos fieros e intensos y rostro surcado de cicatrices.

    —Fexsis, tú no puedes ser...

    El hombre se dio cuenta de que el rey estaba tomando tiempo y que no era él quien tenía la piedra:

    —¡Basta de charlar! No la tienes tú, ¿verdad? ¿La diste a tu mujer?

    De los labios de Isar asomó un guiño de burla.

    —Sí, y no lograrás alcanzarla antes de que la piedra haga su efecto.

    Fexsis, con un gesto perentorio de la mano ordenó a cuatro hombres.

    —Hagan partir la barca, alcáncenlos, no importa si están vivos o muertos, pero tráiganmelos aquí, debo arrancar la piedra de Riktho de su cuello. —La espada de Fexsis laceró el aire y apuntó a la figura de Isar—, ¡Ríndete!

    Su voz era dura, su mirada feroz.

    —Prefiero volver siendo un cadáver a mi pueblo antes que ser tu esclavo.

    —Se te concederá. Hombres, mátenlo. —Isar avanzó con amplias zancadas hacia los enemigos, lanzándose al ataque, combatió con habilidad y valor, pero había demasiados, incluso para un guerrero como él. Diez soldados cayeron bajo el filo de su espada, antes de que el rey fuese golpeado donde su dura coraza y su yelmo no ofrecían protección. Dos flechas, cobardes, lanzadas desde lo lejos, lo hirieron en el cuello y en la pierna derecha. Gimió y cayó cansado sobre la fina arena. Fexsis le arrancó la corona y la colocó a fuerza sobre su cabeza rechoncha, llena de cabellos despeinados como zarzas y gritó—: Yo soy el nuevo rey de Zakonos. El viejo rey ha muerto y pronto también su semilla será borrada.

    Isar permaneció en la tierra con la mirada hacia el mar, en dirección de aquella pequeña barca que surcaba el horizonte y hacia aquella gran nave llena de enemigos que había partido hacia la búsqueda y que avanzaba veloz, como lanzada por una catapulta.

    —Adiós, amores míos, —pensó, antes de que la luz de sus ojos se desvaneciese.

    La barca, mientras tanto, se deslizaba por esa extensión sin fin de color azul. Había un gran silencio, interrumpido solo por el grito de dos gaviotas y por el murmullo del agua que acariciaba el costado de la barca.

    Pero en cuanto la nave de los soldados de Fexsis llegó al lugar, todo cambió: el sol se oscureció, el aire se incendió, olas enormes, que se hacían cada vez más altas, se elevaron del mar y se estrellaron contra ellas.

    Los soldados, temerosos de frente a la intemperie, gritaban e imploraban perdón.

    La tempestad gritaba su fuerza, las olas sumergían y tragaban, la barca fue reducida a pedazos.

    Aferrados al timón o a los mástiles permanecían flotando delante su destino, con cada ola desaparecían y luego volvían a emerger, finalmente la muerte dejó de jugar con ellos, y una ola más alta que las demás se llevó sus cuerpos inermes a los profundos abismos.

    La tempestad se aplacó inmediatamente después, ni siquiera había tocado a la mujer y al niño que todavía estaban sobre la pequeña barca intacta, habían sido salvados por el abrazo del mar, el océano no quería sus almas.

    La piedra que el niño llevaba al cuello se iluminó con un blanco enceguecedor y la barca desapareció, tragada por el horizonte.

    MAPA DE ATLÁNTIDA

    INSERTAR AQUÍ

    CAPÍTULO 1

    La isla de Atlántida surgía más allá de las Columnas de Hércules, en el vientre del Océano, ahí donde nunca ningún griego había osado ir. Vista desde lo alto tenía la forma de un gran triángulo plácidamente yaciendo sobre el mar.

    Su perímetro estaba recubierto de playas tan amplias y largas que no se lograba ver el final.

    Estaba dividida en tres grandes áreas. Al sur, donde la playa y el mar eran más floridos, se encontraba el poblado de Apodirot, la tierra firme estaba ocupada por la foresta de Taseras, una intrincada e infinita extensión verde, interrumpida solo por el volcán Ante y por el desierto de Koap, finalmente, en la zona norte, estaba la gran ciudad de Kron.

    Nadie osaba pasar por el bosque de Taseras ya que era un lugar místico y, quien se aventuraba en aquella tierra primitiva no encontraba nunca el retorno. Por esto, la única vía accesible que unía Apodirot con Kron era una franja de playa al oeste.

    En la ciudad de Kron estaba el palacio de Tolemac, morada del rey Tesibio.

    El resto de la ciudad estaba formada de grandes y refinadas casas, donde vivían los nobles, las damas y los caballeros. Ellos representaban a los ciudadanos, no trabajaban nunca y eran sostenidos por el rey.

    Apodirot era, en cambio, un pequeño poblado formado por modestas casas, sus habitantes eran los súbditos, personas simples y grandes trabajadores, esclavos de las tribus que el rey exigía. Era un poblado de aire maltrecho, en relieve sobre las colinas detrás de la playa, en sus calles se alternaban casas restauradas y sólidas con casas semi derruidas. Eran edificios inmersos en la vegetación de la que se entreveían los panoramas de la bahía, desde las albas de tonalidad rosa claro, puestas de sol en llamas, hasta las noches de admirar bajo un manto de estrellas.

    Los habitantes de Apodirot pasaban vidas enteras tejiendo horizontes de supervivencia digna. Solamente había dos posibilidades de salir de la esclavitud: los hombres que demostraban habilidad en el combate

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