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Libro electrónico223 páginas5 horas

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Información de este libro electrónico

Encuentro con una enseñanza espiritual que cambió su vida.

Un viaje desde el mundo de la decepción -después de la pérdida de un embarazo- hacia la reconexión consigo misma y con la vida.

En esta memoria, la autora narra su encuentro con una enseñanza que transforma su sistema de creencias y la guía en su proceso de reconciliación interna.

Nociones sobre el contenido de ese camino espiritual se mezclan con imágenes de la infancia de la autora en Jujuy (Argentina), de su conexión instantánea con el mar en la República Dominicana, de su retorno emocional a la Argentina después de quince años de ausencia y de sus viajes en busca del conocimiento por otros países.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento8 jun 2019
ISBN9788417669782
Presencia
Autor

Magdalena Rathe

Magdalena Rathe nació en Buenos Aires (Argentina) y pasó su infancia en Jujuy, en el norte del país. Creció experimentando una fuerte conexión con la naturaleza del lugar, los cerros de colores, el cielo estrellado, la brisa moviendo las hojas de los sauces, donde imaginaba encontrar hadas y otros seres mitológicos que poblaban los cuentos de hadas rusos y otras historias fantásticas. Poco después de cumplir los 17 años, su familia se trasladó a la República Dominicana, donde estudió economía y su carrera profesional fue dedicada enteramente a la investigación y la publicación de obras científicas. Sin embargo, nunca dejó de escribir desde el alma y siempre anheló el alimento para su ser que constituía el contacto con la naturaleza, particularmente, con el mar. Presencia es su primer libro de carácter literario, escrito veinte años atrás y que ahora decide compartir públicamente.

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    Presencia - Magdalena Rathe

    Presencia

    Presencia

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417669164

    ISBN eBook: 9788417669782

    © del texto:

    Magdalena Rathe

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Capítulo uno

    El mar

    El avión de Aerolíneas Argentinas acababa de aterrizar en el aeropuerto de Maiquetía, en Venezuela. Un calor húmedo y pegajoso que nunca había sentido en mi vida me golpeó la cara al aproximarme a la puerta del avión. Los demás pasajeros casi me empujaban escaleras abajo, pero mis ojos no podían despegarse de ese horizonte azul donde se unían el planeta Tierra y el cielo: era el Caribe y para mí, la primera vez que veía el mar.

    Casi dos décadas más tarde, cuando sucedieron los acontecimientos que narro en esta historia, recordaba ese momento frente a la misma inmensidad azul penetrante, esta vez en Palmar de Ocoa, mi sitio preferido en la hermosa media isla dominicana.

    «Extraño», hubieran dicho mis parientes argentinos, si hubiera tenido la ocasión de describírselo, ya que se trataba de una región árida, ubicada en una isla cuyas zonas turísticas son verdaderos paraísos tropicales.

    «Además de su belleza espectacular —supongo que yo hubiera contestado—, el sol no falta nunca y no hay manera de que se arruinen por lluvia tus únicos quince días de vacaciones en el año. El clima es particularmente agradable durante los meses invernales, cuando el mar de la bellísima bahía se torna más azul que de costumbre y su consistencia se hace espesa e inmóvil, como si fuera de aceite».

    Cuando conocí más tarde la bahía de Nápoles y aquella expresión italiana de «Ver Nápoles y después, morir», entendí que la seducción la producen la brillantez llena de sol de esa superficie lisa como un lago y el contraste árido, blanquecino y mudo de las colinas a su alrededor. Y es que provengo de las montañas del noroeste argentino, silenciosas, agrestes, desoladas, tal como estaba mi alma en ese momento.

    Sentadas en el muelle de la casa de unos amigos, mi hermana Laura me insistía que nos metiéramos al agua, ya que el agua de mar —y esa, en especial— es lo mejor para quitar los humores melancólicos y toda forma de negatividad. El agua transparente dejaba ver desde arriba el fondo colorido de corales, mientras la caña del techo del muellecito nos protegía de la inclemencia del sol del verano, como si estuviéramos en un barco. Cuántas veces habríamos llegado a ese, u otro, muelle tiempo atrás, cuando Laura tenía allí su casa, con nuestras chapaletas, snorkels y caretas, para zambullirnos y bucear en los arrecifes del fondo, los gigantescos corales cerebro y los impresionantes cuernos de venado, entre los que se mecían enredaderas de algas marinas. Observábamos allí, entre asombro y asombro, la infinita variedad de peces multicolores, las langostas incrustadas en las piedras, las morenas con su faz terrorífica, asomando desde las cavernas y las temibles anémonas, con su apariencia sutil y delicada, suspendidas en el agua a diferentes alturas.

    Por poco me ahogo una tarde, cuando me sumergí al fondo del mar con cinturón de pesas y un regulador de aire comprimido al hombro, con el solo propósito de averiguar la profundidad a la que normalmente éramos capaces de sumergirnos mi marido Ramón y yo, cuando buceábamos a pulmón. Ya en el fondo, después de haber satisfecho mi ego al comprobar que eran ¡casi cuarenta pies!, no podía regresar a la superficie. El terror se apoderó de mí, pues el cinturón de pesas estaba trabado y me era imposible soltarlo, mientras retumbaba en mi mente la instrucción terrible de mi cuñado: «Ahógate primero, pero no sueltes el regulador». Finalmente, el instinto de conservación me obligó a dejarlo caer en el fondo y salí llorando a la superficie, no sé todavía si por miedo a perder la vida o al fracaso en cumplir con la responsabilidad asumida.

    Siempre habíamos soñado con construir una casa en la cima de una colina, mirando hacia el mar, ¡oh, espectáculo inolvidable! La terraza que imaginábamos constituiría una obra de ingeniería de proporciones considerables, ya que una parte de la misma se proyectaría en voladizo y hubiera sido preciso erigir un muro de contención sobre la colina, para evitar la erosión. Para ello, soñábamos con sembrar toda la pendiente con trinitarias multicolores —o Santa Ritas, como se dice en Argentina—, entre las que sobresalían las de violentos tonos de rojo; pero las había también blancas, lilas, rosadas y naranjas, variedades jamás vistas en el sur del continente americano, que contrastarían con la arena grisácea de la playa estrecha, humilde, conformada por minúsculas partículas de hierro, mezcladas con polvo de caracoles. Tan diferente a las inmensas playas de arena blanca de la costa este, a donde no habían comenzado a llegar las manadas de turistas desde todas partes del mundo. La terraza de nuestros sueños sería el sitio ideal para sentarse al atardecer a contemplar la caída del sol, que se producía de manera portentosa sobre el mar y, por las noches, para contemplar el cielo, buscando las constelaciones, ayudados por un mapa del ecuador celeste, identificar las estrellas más brillantes y pedir deseos frente a las lluvias frecuentes de estrellas fugaces.

    En esas últimas semanas, había soñado mucho más la casa, mientras esperaba por la niña de mi vientre, a quien escribí un cuento sobre una estrella nocturna que ansiaba permanecer para siempre en las aguas de la bahía de Ocoa y a quien el viento de la noche complació, convirtiendo en estrella marina. El alma se me había llenado de rosas, cuando supe que estaba embarazada y las rosas habían comenzado a disipar los humores negros que, quizás, me habían rondado siempre, pero que se habían intensificado por años desde la muerte de mi padre. Sin embargo, la alegría duró poco. Una tarde, los dolores en el bajo vientre se hicieron insoportables y terminé en la sala de cirugía de un hospital para un legrado. Por alguna razón incomprensible, presentía yo que la niña había decidido no entrar en nuestras vidas. Desconsolada, sentía que era esta una situación definitiva, sin imaginar que menos de una década más tarde, mis carencias de maternidad con rostro femenino iban a ser compensadas con creces por la vía más inesperada.

    Pero en ese momento, mi tendencia a apegarme a la negatividad era predominante en mi vida. No tenía idea de que una nueva forma de comprender la realidad estaba a punto de tocar mi puerta, ni de que esa perspectiva sería el inicio de un viaje por caminos diferentes hasta entonces desconocidos.

    La historia del encuentro con ese conocimiento, en agosto del año 1986, es lo que transmito en este libro. Una de las primeras tareas de ese «trabajo» que estaba a punto de encontrar consistía en encontrar semillas de conocimiento depositadas en los primeros años de vida —momentos de despertar—, que se habían sembrado en nuestra esencia y que, quizás, podrían recuperarse a través de cierto entrenamiento, dirigido a cambiar la perspectiva de la vida y adquirir la capacidad de vivirla en un estado de presencia. Por eso el libro mezcla recuerdos de infancia con un recuento de las experiencias con el grupo de buscadores que nos reunimos para trabajar juntos.

    Prácticamente, todos los textos fueron escritos alrededor del 1990. Es preciso aclarar que, en ese tiempo, la búsqueda espiritual era entendida por la generalidad de la gente como algo reservado a los sacerdotes y monjes. No era común, en la República Dominicana, la práctica de la meditación o la contemplación, que se veían como actividades religiosas. Otras escuelas de tipo esotérico, aunque existían, eran vistas por la mayoría como como algo oculto y probablemente herético. Esto es importante decirlo ahora porque han pasado casi treinta años desde que los textos fueron escritos y algunas cosas pueden sonar pasadas de moda. El mundo ha cambiado drásticamente y hoy, como dice Caroline Myss, los conocimientos más profundos sobre cómo alcanzar la verdad y la iluminación, los tiramos despreocupadamente a tomar sol en el asiento trasero de nuestro vehículo.

    En el libro se tejen impresiones, recuerdos y emociones, junto con algunas de las ideas de la enseñanza, pero sin ofrecer esta como una presentación lógica ni completa, sino tan solo un recuento de cómo resonaron para mí en el momento de escucharlas. Y de cómo, en efecto, transformaron mi conciencia. He preferido dejar el material casi como fue escrito originalmente, organizándolo de manera tal que tuviera cierta coherencia. También, he cambiado algunos nombres importantes, para resguardar la privacidad de ciertas personas.

    Ante la insistencia de Laura, me sumergí bajo el agua fresca y cristalina, procurando tocar con las manos las rocas del fondo.

    Era cierto. El contacto con el agua me tranquilizaba y parecía querer llevarse de mí los pensamientos. ¡Ay, si pudiera dejar allí los pensamientos! Ellos se especializaban en dominar casi todas las esferas de mi vida y no se me ocurría que había alguna remota posibilidad de soltarlos y poner la atención en la frescura del agua.

    Eso es, simplemente: poner la atención en la frescura del agua.

    Capítulo dos

    La invitación

    La semana siguiente, me desperté sobresaltada una madrugada, sintiendo un nudo en mi garganta, que apenas me dejaba respirar. Miré el otro lado de la cama y vi que mi marido ya se había levantado. Retiré las frazadas y, con mano trémula, apagué el aire acondicionado. En la oscuridad producida por el black out de la cortina, busqué con los pies en el suelo helado las chancletas, que se habían escondido debajo de la cama. Me dirigí con paso lento y pesado hacia el baño y allí, me sorprendió la imagen en el espejo: «Pareces de cincuenta años», me dije, mirando las ojeras de mi semblante sombrío. De repente, me llegó la memoria que esa noche teníamos una cena en casa. ¿Estábamos en pleno verano o en invierno? Todavía me confundía, a pesar de las casi dos décadas que llevaba viviendo en Santo Domingo.

    Vivíamos en la tercera planta de un edificio de apartamentos en Arroyo Hondo, con un jardín central y una piscina que era la razón por la cual lo habíamos elegido unos ocho años antes, cuando nos casamos, para atraer el entusiasmo de nuestros hijos de matrimonios previos, Ramón Ernesto, Leo Jorge y Sergio. La idea había funcionado, puesto que a los seis meses de casados ya los tres vivían con nosotros, poblando la casa de energías masculinas, peleas continuas, correteos y pelotas en el medio de la sala y chapoteos interminables en la piscina.

    Para ambos, el nuestro era segundo matrimonio. Yo había estado casada previamente con Guillermo, el padre de Sergio, en un matrimonio casi adolescente que duró apenas unos cuatro años. Nuestra unión estaba cimentada en el compromiso político, quizás, meciéndonos en los vientos que sacudían el mundo a principios de los años setenta. Quisqueya en Marcha —un coro juvenil de canciones de protesta— fue el primer grupo en que canalicé mis aspiraciones de justicia social. Luego, el Instituto de Promoción Social, donde unos hermanos de La Salle enseñaban las ideas cristianas sobre la persona humana, la importancia esencial del ser y la vacuidad e irrelevancia del tener. Allí conocí a Guillermo, con quien incursioné en la política universitaria, leyendo todos los libros posibles de marxismo y encontrando en estas ideas mucha afinidad con un sentido espiritual de la existencia, independientemente del supuesto ateísmo, tal como escribiera en un artículo periodístico unos años más tarde. De esta unión nació nuestro hijo Sergio. Dicen algunas tradiciones que los hijos llaman desde los ojos de los futuros padres y que algunas personas se unen con el propósito exclusivo de engendrarlos. Este amor se alimentaba principalmente de la unidad que producía la entrega en cuerpo y alma a una meta más grande que nosotros. Aunque la unión matrimonial duró menos de un lustro, la relación de amistad profunda, como de hermanos, prevaleció por el resto de nuestras vidas.

    Poco tiempo después, se encendieron nuevas ilusiones. Conocí a Ramón en una oficina donde ambos trabajábamos, él como economista jefe y yo como secretaria. Había abandonado la universidad unos años antes, abrumada por los compromisos políticos, la maternidad, el trabajo y las precariedades económicas. No fue un amor a primera vista, sino que se fue entretejiendo con el trabajo en común. Siempre aspirando a algo diferente, le había dicho a mi jefe que no quería ser secretaria, sino técnica, convencida de que podía hacer el trabajo que veía hacer a los economistas jóvenes que llegaban con posgrados desde el extranjero. Me encomendó un análisis de las exportaciones de carne y, luego, envió el informe a Ramón para que lo evaluara. Impactado, me llamó elogiando mi talento para el tema, expresando que no lo pensara más y que regresara a la universidad. Yo tenía veinticuatro años y me creía ya muy vieja para ello, a pesar de que mi padre también insistía, diciéndome que al cabo de ese plazo sería cuatro años más vieja, pero con un título universitario.

    Me asignaron a Ramón como asistente, para comenzar a entrenarme en el trabajo técnico. Uno de ellos implicaba viajar a Santiago, al norte del país, para visitar productores de tabaco. Allí comenzó a generarse la chispa entre nosotros y, más tarde, significó para mí el descubrimiento de una clase de fuego, íntimo y personal, que jamás había experimentado, además de una conexión profunda en el plano de la esencia, que ha prevalecido por el resto de nuestras vidas, aunque entonces estaba constantemente asediada por los asaltos de la personalidad con sus diferentes sistemas de creencias.

    Y, muy especialmente, por una perenne insatisfacción que permeaba casi todos los aspectos de mi vida y cuya explicación procuraba buscar, ya sea en el comportamiento de los demás o en las experiencias vividas en la infancia o en las relaciones con mis padres o en las especificidades de un tipo psicológico o en algún defecto de mi psiquis, quizás innato e inalterable. En el momento de esta historia, esa sensación era más fuerte que nunca por el sentimiento de pérdida que estaba atravesando y que sentía ya definitivo.

    Para ahuyentar los humores con que me había despertado, me dirigí a la ducha y pasé allí un largo rato. Después del baño matinal, me sentí refrescada y casi alegre. Me dispuse a organizar la casa. Disfrutaba llenarla de flores amarillas —crisantemos y girasoles— y en los rincones estratégicos, colocar exóticos y perfumados floreros con azucenas blancas y anturios rojos. Me entretenía sobremanera la preparación de la fiesta: planificar la cena, elegir los platos, probar nuevas recetas, seleccionar los adornos y acomodar los floreros. Cuando todo estaba preparado, se iniciaba la tortura. Los invitados llegaban y había que conversar, ser amena, inteligente, divertida, atenta... De este modo, acababa finalmente muda y sentada en un rincón, o encerrada en el baño o la cocina, o mirando distante a todo el mundo. Ellos parecían animados e interesados en sus temas y conversaciones. No había forma de que pudiera entregarme, me sentía diferente, como una extraña en el medio de la gente. Todo esto me hacía mostrarme exteriormente con una fachada seria, lejana y distante, diría Neruda, clara como una lámpara, quizás, pero definitivamente no simple como un anillo.

    Al mediodía no hubo más remedio que salir a la calle, pues necesitaba ir al supermercado. Hacía un calor infernal. La calle estaba congestionada de vehículos, uno detrás de otro en interminables tapones a los que la gente reaccionaba furiosa pegándose de la bocina, incrementando el bullicio, la desorganización y la tensión del ambiente. El sol de ese mediodía de julio penetraba implacablemente el metal de los automóviles y se daba gusto atravesando los vidrios, para quemar sin piedad las tapicerías de terciopelo, tan elegantes, diseñadas y producidas en los climas templados del norte. Los aires acondicionados no daban abasto y el mío, lamentablemente, estaba dañado. Las gotas de sudor me corrían por la frente y sentía que la blusa de seda se me pegaba a la espalda.

    En eso, al llegar a la esquina muy transitada de una avenida principal, no advertí el semáforo que acababa de ponerse en rojo y crucé la calle, milagrosamente sin consecuencias graves, pero produciendo un estruendo de bocinas, motores encendidos, gritos de exasperación e insultos. En eso, como de la nada, apareció un policía que me obligó a detener el vehículo y, después de una perorata enfurecida, me exigió los documentos. En la desesperación, no lograba encontrarlos en la guantera del auto, ni en la billetera, ni tampoco en los innumerables compartimentos de mi cartera. Entonces, sin poder evitarlo, me eché a llorar desesperadamente. El policía se quedó impávido, sin saber qué hacer y sin atinar a decir una palabra.

    —Excúseme, señor —comencé a balbucear,

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