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Ada y los Autómatas
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Libro electrónico440 páginas6 horas

Ada y los Autómatas

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Las cosas no salieron como la joven baronesa Ada De Caldera había planeado: en lugar de convertirse en una famosa aeronauta, ahora se encuentra perdida en un sitio extraño, para enfrentar sola a numerosas aventuras y peligros.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 may 2022
ISBN9789878726854
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    Ada y los Autómatas - Martín R. Di Giorno

    I. ITINERARIUM

    I.

    La joven baronesa Ada de Caldera abrió lentamente los ojos, mientras que un molesto hormigueo recorría todo su cuerpo. Sus sentidos se recuperaban de a poco, emergiendo en desorden del letargo: las imágenes borrosas, los sonidos caóticos y los aromas se arremolinaban en el cerebro de la joven. Movió sus entumecidos miembros, enredados en una urdimbre de gruesas lianas; estaba en la copa de un frondoso árbol. La muchacha soltó un gemido de dolor al intentar liberarse de las ramas, sentía algunos mareos y tenía sabor a sangre en la boca. Su mente, todavía bastante confundida, comenzó a reconstruir fragmentos de lo que había ocurrido. Arrastrándose torpemente, logró liberarse y alcanzar el grueso tronco del árbol, el suelo no estaba tan cerca como parecía. Asida con firmeza de la rama rodeó la corteza con sus piernas, pero la capa de musgo que la tapizaba era muy resbaladiza: Ada se precipitó al suelo, cayendo sobre un grupo de tupidos arbustos.

    Algo atontada y gruñendo de dolor, se puso de pie, frotándose el rostro; los sonidos de ese bosque se mezclaban con un rumor marino. Abriéndose paso entre la densa vegetación, los ojos de Ada se enceguecieron repentinamente con el brillo de la playa que se abría frente a ella, una fina arena blanca revoloteaba en el aire cargado de humedad. Restregando sus acuosos párpados, se tambaleó por los médanos arenosos, con una mano extendida sobre sus espesas cejas. Las olas se deslizaban suavemente sobre la costa arrojando una estela espumosa y efervescente, mientras que algunas aves cruzaban el cielo celeste intenso lanzando graznidos. Lo único que alteraba la planicie arenosa era un gran baúl que estaba tumbado a unos cuantos metros de donde estaba Ada. Reconociéndolo como parte de su equipaje, trotó hasta él. Estaba cerrado con un grueso candado cuya llave no encontraba en sus bolsillos. Suspiró con fastidio, mirando a su alrededor; la brisa marina agitaba su desordenada cabellera pelirroja. Acampanó las manos alrededor de su boca y gritó varias veces:

    —¡Capitán Paulus!— se paró sobre al baúl y continuó llamando al capitán.

    La única respuesta que recibió fue el ruido de las olas y el graznido de las gaviotas. El calor de los rayos solares se hacía sentir sobre la blanquísima piel de la baronesa, que decidió arrastrar el pesado baúl al cobijo de la sombra fresca de los árboles. Durante un rato estuvo buscando piedras lo suficientemente duras como para romper la cerradura del cofre, eso la mantuvo distraída por un tiempo. Todavía sentía algunos dolores en su cuerpo, especialmente en la cabeza, había recibido un golpe muy fuerte durante la sorpresiva y brutal tormenta que atrapó al Nefelibata, su globo dirigible. Había perdido el conocimiento en el momento en que el huracán arrojaba a la infortunada nave de un lado a otro como si fuera una hoja seca. Ada se sentó sobre el cofre de madera y asestó varios golpes de piedra sobre la cerradura. Hacía pausas en su labor, su vista vagaba por la monotonía de ese horizonte distante donde el mar y el cielo parecían hermanados. Tuvo que admitir, tragándose su orgullo, que el capitán Paulus tenía razón: esa zona del Mar Exterior podía sufrir violentos cambios de clima de manera súbita. El capitán había navegado por la zona cuando era marino y cuestionaba las suposiciones de Ada. Había un claro conflicto de autoridad: la caprichosa y testaruda sobrina del Primer Ministro de Vaporia no iba a aceptar órdenes de un capitán casi retirado al que habían asignado al mando del dirigible en condiciones no muy claras. El capitán Paulus era un marino muy experimentado, pero no un gran aeronauta. Durante el largo viaje desde Domus, la capital de Vaporia hasta la isla Exterior, Ada tomó conocimiento del recelo que había entre los marinos y los aeronautas dentro de la armada real vaporiana. Los primeros se creían una especie de élite que trataba desdeñosamente a sus camaradas del aire, miembros de un arma relativamente joven y –al menos de momento- poco efectiva. Paulus, parecía añorar sus días al mando de los poderosos barcos de guerra vaporianos. Se había corrido la voz de que lo habían transferido a la flota de dirigibles por desinteligencias con sus superiores. En el mes y medio que estuvo embarcada rumbo a la isla Exterior, la joven baronesa se enteró de varias cosas, todo gracias a su fiel y chismosa criada Lussa, experta en el arte del cotilleo. El capitán Paulus y los seis tripulantes del dirigible, al que Ada bautizó Nefelibata la aguardaban en esa isla para emprender el último tramo del viaje: alcanzar la remota isla Rosavientos. Era una travesía que nunca se había hecho por aire. Ada había estimado que tardarían un día entero en alcanzar esa isla, la que marcaba el límite del mundo conocido: más allá estaba la inmensidad absoluta del Mar Exterior, en lo que se conocía como Región Distante. La pequeña isla Rosavientos, descubierta por el legendario capitán Eleus, poseía una gran laguna en su centro y habían construido un faro en el otro extremo. Pero el clima poco amigable y las dificultades para establecer un poblado o una guarnición permanente hicieron que la isla quedara deshabitada al poco tiempo.

    Con el ceño fruncido, volvió a la tarea de abrir el baúl mientras rumiaba sobre los eventos del día anterior. La partida se había demorado más de lo previsto. Enfurruñada por lo que había sucedido en el banquete del rey de la Isla Exterior, Ada se despertó tarde y de pésimo humor, provocando un atraso en la partida de más de cuatro horas. El capitán no disimuló mucho su enojo; esa muchacha canija y engreída abordó la barquilla del dirigible con los aires de un almirante, con su sombrero tricornio encasquetado y su impecable chaqueta roja. Al recordar las discusiones con el capitán, Ada daba golpes más fuertes con la piedra sobre el candado. El enojo contenido dio sus frutos: la cerradura se desprendió de la madera y el baúl quedó abierto. Además de numerosas y finas prendas, en el interior encontró varios objetos que consideró útiles para llevar consigo. Había una alforja de cuero donde cabían algunas cosas, razón por la que tuvo que elegir lo que iba a cargar. Esta operación de selección se repitió numerosas veces hasta que primó el criterio de practicidad por encima de otras consideraciones: en la alforja de cuero puso una camisa; unos calzones; junto con una bolsa de pólvora, una pistola de chispa y un pequeño puñal. Sumó también una pequeña lámpara de aceite y un catalejo. Le produjo una sonrisa encontrar, debajo de sus elegantes camisones, el fino orinal de porcelana de Karpacia que Lussa, siempre atenta al decoro de su señora, había colocado en el equipaje.

    Ada secó la transpiración de su rostro, por la altura del sol calculó que serían las diez de la mañana. La devastadora tormenta había comenzado a las tres de la tarde del día anterior, lo que significaba que había estado inconsciente más de doce horas. Hasta donde podía recordar, los vientos huracanados sacudían al globo con una violencia que nunca había experimentado en las veces que había subido a un dirigible. Tenía cierta experiencia como aeronauta, al menos la suficiente como para darse cuenta de que esa tormenta era fatal; la única esperanza era elevarse lo máximo posible, y para eso había que deshacerse de todo el lastre y las cosas innecesarias. Como los baúles con su equipaje.

    O ella misma.

    Frunció el entrecejo y los labios, incrédula de que fueran capaces de hacer algo semejante. Por la razón que fuera, estaba sana y salva, y había llegado a la isla Rosavientos. Era cuestión de alcanzar el otro extremo de la isla y buscar refugio en el faro abandonado. El Nefelibata debía regresar a su punto de partida en una semana, lo que significaba que tardarían –en el mejor de los casos- otra semana más en enviar una misión de rescate. Tratando de poner la mente en blanco, Ada se puso de pie y volvió a llamar al capitán Paulus, no recordaba el nombre de ninguno de los otros tripulantes. Luego de un rato de intentos infructuosos, comenzó a caminar hacia el interior del espeso bosque.

    Trepó a un árbol que consideró lo suficientemente alto como para poder observar las inmediaciones. Una vez que alcanzó la copa, extendió el catalejo para buscar el faro. El punto que eligió no era lo suficientemente alto como para atravesar la frondosa extensión que aparecía frente a su pequeño y no muy poderoso catalejo. Pudo detectar, no obstante, una columna de humo negro que se elevaba pesadamente entre las copas de los árboles distantes. Plegó el catalejo de un golpe y bajó presurosamente del árbol. Era posible que ese humo fuera una señal de los otros sobrevivientes del Nefelibata. Ajustando la alforja contra su cuerpo, comenzó a trotar por el bosque, rumbo a donde creía que se originaba ese humo. Atravesó la densa vegetación acelerando el paso, podía percibir el olor a quemado invadiendo el aire; el calor comenzó a caldear la atmósfera del bosque, tiñéndose de anaranjado. La joven pronto comprendió que no se trataba de una fogata para hacer señales sino de un incendio que comenzaba a devorar los árboles de los alrededores. Intentó rodear la zona en llamas para ver qué era lo que estaba en el foco del fuego, pero el humo y el calor crecientes la hicieron desistir. Evidentemente lo que ardía en esas llamas eran los restos del Nefelibata, el hidrógeno, la pólvora y otros elementos inflamables habían provocado el incendio. Mientras se alejaba en dirección contraria al fuego, tropezó con otro de sus baúles. Estaba abierto y su contenido estaba esparcido entre los matorrales. Registró los alrededores, llamando una vez más al capitán Paulus, pero no encontró ninguna evidencia de sobrevivientes. Apesadumbrada, recogió algunas cosas que estaban desparramadas cerca de unos troncos. Tomó su sombrero tricornio de fieltro y el pequeño acordeón plegable; había sido un regalo de su tío cuando cumplió los diez años. Casi de manera automática, sus dedos presionaron algunas teclas y el viejo instrumento bufó las notas de la antigua melodía del capitán Eleus, algo que le produjo una sensación de nostalgia repentina. Respirando pesadamente, plegó el acordeón y lo guardó en la alforja, era preferible ocupar la mente con cosas más productivas y racionales, como buscar alimentos y agua. Antes de apartarse del lugar donde se había estrellado la infortunada nave, observó si había otras cosas que pudieran serle útiles, como por ejemplo una brújula o mapas, que estaba segura que había colocado entre sus pertenencias. Luego de un largo rato de búsqueda fútil, optó por alejarse de ese sitio. Tenía que atravesar el bosque para alcanzar el otro lado de la isla, donde estaba el faro. Según recordaba, en el centro de la isla había una gran laguna de agua dulce.

    Orientarse en un bosque casi selvático como ese no era una tarea sencilla. Los árboles parecían cada vez más altos y, en muchos tramos, estaban tan próximos entre sí que impedían que los rayos solares se filtran por el dosel de hojas. Observaba con curiosidad la enorme variedad de especies desconocidas de vegetales que poblaban el lugar; en todas las direcciones que miraba, los enormes troncos con cortezas cubiertas por mantos de musgo, se erguían igual que columnas de un templo infinito. El terreno era muy irregular, atravesado por raíces que sobresalían de la tierra y obligaban a la muchacha a trepar de tanto en tanto para sortear los obstáculos. No había dudas de que la mano humana estaba ausente en ese sitio. El aire estaba cargado de aromas completamente desconocidos para la joven baronesa, que, de tanto en tanto recogía flores y hojas para poner en su libreta de viaje. No recordaba que en las crónicas del capitán Eleus y otros exploradores figurara un bosque como ese, que se parecía bastante poco a los que existían en Vaporia o lo que aparecían mencionados en los cuentos infantiles que leía de pequeña. Una vez que llegara al faro, pensó Ada, tendría tiempo suficiente para examinar y clasificar esas muestras que había recogido. Lamentaba haber perdido los instrumentos científicos que estaban en otro baúl. El hecho de observar todos los alrededores con curiosidad de exploradora, hacía que su mente estuviera distraída, ajena a las preocupaciones. Era mejor que pensar en el tiempo que tendría que permanecer en la isla hasta que llegara una misión de rescate. También era mejor que admitir que la parte más importante de su viaje había sido un completo fracaso, y que su capricho posiblemente había costado la vida a seis personas. En su mente, el rostro rubicundo del tío Leopoldus apareció lanzándole alguna de sus frases admonitorias:

    —No entiendo por qué no llevas una vida como la de tus hermanas—murmuró la joven, intentando imitar la voz del Primer Ministro vaporiano—¡Claro! Volverme una amargada como Dora o una tonta como Mara—aflojó el pañuelo de su cuello, secándose la frente. El calor era mayor a causa de la prolongada caminata, y la sed comenzaba a apretar su reseca garganta —. Tres años al servicio de Dora, ¡qué castigo desmedido!—protestó apartando unas ramas que bloqueaban su paso. Se detuvo para atar con una cinta su encrespada cabellera rojiza, aprovechó para quitarse la chaqueta y mirar los alrededores. En algunos sectores de ese bosque los árboles formaban barreras infranqueables, haciendo que la temperatura sufriera variaciones súbitas. Le pareció que entre la espesa vegetación se abría un sendero que serpenteaba entre los árboles. Caminó hasta ese pasaje que parecía producto de una mano inteligente, aunque también podría ser una senda abierta por animales. Hasta ese momento solamente había escuchado el incesante canto de toda clase de aves pero no se había cruzado con ninguna criatura. Tampoco había huellas en la tierra, pero era indudable que ese era un camino trazado y no una formación casual que atravesaba la maraña de raíces y ramas. Inclusive, el terreno era más sólido en ese sendero, libre de la hojarasca fangosa que estaba en todo el trayecto que había seguido Ada hasta ese momento. Desplegó el catalejo en un intento vano de ver hasta donde se extendía esa vía, que se internaba en las profundidades de ese bosque interminable.

    —Las crónicas del capitán no mencionaban ningún bosque como este —musitó mientras guardaba el catalejo y reanudaba la marcha. El calor parecía haber aumentado en ese último tramo, la joven sentía la camisa empapada de transpiración. Secó su cuello con el pañuelo, las gotas de sudor se descolgaban de su cabellera y se escurrían por sus tupidas cejas. Supuso que la caminata se había prolongado por varias horas y que el sol debía estar en su punto más alto. Los rayos que se filtraban entre las frondosas copas de los gigantes verdes caían casi perpendiculares al piso. El bosque ya no le parecía tan mágico e interesante como al principio, el cansancio y la sed habían menguado la curiosidad de su carácter —. Una isla ubicada en el límite del mundo, azotada por todos los vientos del mar —dijo Ada mientras descansaba un momento con su mano apoyada en la nudosa corteza de un árbol —. La ruta hasta aquí no era complicada... en el mapa — el Maestro Claius, su tutor en la Academia Vaporiana de Ciencias siempre protestaba respecto a la exactitud de los mapas de las zonas próximas a la Región Distante, considerando que los cartógrafos se dejaban llevar por patrañas y leyendas, más que por información probada, y que muchas mediciones estaban erradas. El viejo maestro desconfiaba de los relatos de los exploradores legendarios, en especial de las crónicas del capitán Eleus. Flaco favor le había hecho, decía Claius con su voz cascada y ronca, que sus viajes se hubieran vuelto tan populares, especialmente entre los niños. Muchos de los datos de sus bitácoras –y el capitán mismo- habían caído en descrédito, cuando se difundió el rumor de que simpatizaba con la marina de Carbonia, viejos enemigos de Vaporia. Y pese a que todavía se consideraba a Eleus un traidor, su figura había proyectado una luz inspiradora sobre muchas generaciones de espíritus inquietos como el de la joven baronesa de Caldera. Siendo niña, había pasado una cantidad incontable de horas con las crónicas del viejo capitán, siguiendo con sus pequeños dedos las rutas de sus viajes por los mapas. Esos mismos mapas de los que luego protestaría el gruñón Maestro Claius. Ada desenrolló el pañuelo de su cuello y abrió su camisa, el aire fresco le puso la carne de gallina por un instante; se apantalló un poco con el sombrero mientras caminaba a paso más lento, siguiendo los recodos del sendero. Su mente comenzó a vagar, hilvanando la poca información que tenía sobre el desastre del Nefelibata: según sus -demasiado aproximados- cálculos, los vientos del norte formaban una zona de confluencia con otras corrientes, creando la presión ideal para conducir al globo en una pendiente hacia la isla Rosavientos. El capitán Paulus insistía que las interpretaciones de las cartas de vientos que había hecho la baronesa eran erróneas. La zona que había marcado Ada, según el capitán, estaba varios grados al sur de la ruta, y en esa época del año, las corrientes procedentes de la Región Distante oscilaban hacia el suroeste. Recordaba, no obstante, que uno de los navegantes le había dado la razón a ella, poniendo en entredicho las objeciones del capitán. Pero el huracán que se presentó de improviso pareció inclinar la balanza del lado de Paulus. En sus deducciones, la joven baronesa estimó que estuvo inconsciente más de diez horas, una cantidad de tiempo mayor de la que se necesitaba para completar el trayecto —. Es posible que nos hayamos estrellado en medio de la noche —dijo para sí con la vista en el tapiz verde que se extendía sobre su cabeza, los árboles parecían cada vez más altos; difícilmente encontraría alguno para treparse y observar con el catalejo —. Más de seis horas... con esos vientos... —aplastó de un manotazo un mosquito que picaba su cuello con fruición. Meneó la cabeza como si quisiera apartar cualquier sombra de dudas y siguió por el sendero. No dejaba de buscar algún árbol que fuera posible de trepar para ver por encima de ese interminable bosque —. El capitán Eleus nunca habló de un bosque como este —repitió Ada entre dientes, como si estuviera dispuesta a discutir consigo misma. La joven no estaba habituada a caminar tanto, ni a cargar cosas pesadas. Había dejado la mayoría de las municiones de hierro de la pistola, llevando solamente cinco esferas –que ya eran de un peso considerable. Por momentos, el coro vocinglero de aves disminuía de intensidad y otros sonidos que no podía identificar llegaban desde la distancia, luego, las aves reanudaban su parloteo. Esos ruidos le producían un poco de inquietud, las bitácoras del capitán no detallaban mucho sobre la fauna de la isla. Si bien Eleus las había escrito más de setenta años atrás, ese bosque no había surgido de la noche a la mañana.

    En un recodo de ese sendero encontró un árbol cuyo inmenso tronco estaba ladeado, como si lo hubiera chocado algo gigantesco. La rugosa corteza tenía unas marcas profundas; demasiado grandes para ser hachazos, y practicadas de manera aparentemente aleatoria.

    —¿Qué...? —examinó los surcos -que le parecían bastante antiguos-, llegando a la conclusión de que ningún animal podría haberlas hecho: la mano humana estaba detrás de esas marcas. Con el entrecejo fruncido alzó la cabeza para ver la copa del árbol ladeado, usando esos surcos podía alcanzar las ramas más altas con cierta facilidad. Lentamente, escaló hasta la parte superior del árbol, que se entrecruzaba con un sinfín de lianas y ramas de árboles vecinos. Finalmente asomó la cabeza por encima del dosel verde, sintiendo el calor intenso del sol. Extendió el catalejo y, después de otear el horizonte sintió un estremecimiento en todo su cuerpo: mirara en la dirección que mirara, ese bosque no parecía tener fin, hasta donde llegaba el pequeño catalejo, las copas verdes se reproducían una y otra vez hasta el infinito. El corazón de la joven baronesa comenzó a latir con mayor velocidad. El sudor estaba empapando la cuenca de su ojo, que continuaba incrédulamente buscando alguna señal del faro. Nuevamente en el sendero, Ada sintió que todo a su alrededor se había tornado extraño, la rara familiaridad que tenía hasta ese momento con el entorno había desaparecido. Las sombras de duda que revoloteaban su cabeza se habían intensificado, la evidencia no era concluyente, pero la certeza se había esfumado.

    Era muy probable que esa no fuera la isla Rosavientos.

    Los vientos salvajes del huracán habían sacado al infortunado Nefelibata de su curso, era muy difícil que con semejante tormenta hubieran llegado a destino. Ada no sabía cuánto tiempo había durado esa borrasca, pero comenzaba a pensar que estaba muy dentro de la Región Distante, en alguna isla desconocida al sur. Su garganta reseca se cerró como un lazo, las probabilidades de que la rescataran se habían reducido drásticamente. Antes de que la desesperación tomara el control de su mente, un rumor cristalino llegó a sus oídos. Mezclado por momentos con el canto de las aves, el ruido de una corriente de agua activó sus sentidos. Corrió hacia el origen del sonido y se encontró con una pequeña cascada que emergía de entre las raíces de unos árboles de gran porte. El curso de agua se derramaba sobre un lecho de piedras y ramas, internándose en la dirección contraria que llevaba la joven. Ada descendió por la suave loma que formaban las raíces y se arrodilló junto al margen del curso de agua. Metió sus manos en el líquido helado que le provocó un respingo. Bebió grandes sorbos de agua de manera exagerada, refrescando su cara, cuello y pecho. Se quitó las botas y las medias, poniendo sus cansados pies dentro de la reconfortante pero algo gélida corriente acuosa. Suspiró de placer al sentir el lecho de piedra bajo las plantas, unas cosquillas se extendieron por todo su espinazo. El frío del agua trepaba por sus piernas relajando todos sus músculos; era como cuando Lussa le masajeaba los pies después de algún baile demasiado largo. Una sonrisa involuntaria se dibujó en su rostro pecoso al pensar que había tomado agua como si fuera Pila, su yegua. Volvió a enjuagar su cara mientras que observaba la suave cascada de agua, la corriente no era tan débil como parecía, lo que significaba que el terreno debería estar más elevado río arriba. Tal vez era mejor seguir ese camino, al menos, no le iba a faltar agua. Un gruñido de su estómago le recordó que todavía no había saciado todas las carencias. Miró a su alrededor, buscando algo comestible; desconfiaba un poco de los frutos silvestres: en un viaje que había hecho años atrás, había comido imprudentemente unas frutas de colores llamativos y sabor dulce, que unas horas más tarde le produjeron una vergonzosa intoxicación.

    Reanudó la marcha siguiendo el curso de agua cristalina, que se adentraba en un claro bastante despejado. Todavía quedaban varias horas de luz, pero la idea de pasar la noche en ese bosque no le agradaba. El pequeño riacho la condujo a un amplio claro donde los árboles estaban más distantes entre sí; bandadas de pájaros revoloteaban por el cielo de un celeste intenso y libre de nubes. La corriente formaba una nueva cascada, más caudalosa que la anterior y el terreno parecía más irregular. Al subir al promontorio rocoso que se interponía en su camino, sintió que la ancha hebilla de su cinturón le presionaba el vientre. Había bebido mucho y su vejiga se lo estaba anunciando dándole pinchazos. Meneando la cabeza pensó en el orinal que había dejado en el baúl; estaba acostumbrada a los lujos y las comodidades, pero era capaz –o al menos eso creía- de arreglárselas sin perder su compostura aristocrática. Era una situación que hubiera horrorizado a su remilgada hermana Dora, que no iba a ninguna parte sin que su dama de compañía estuviera provista de un necesario portátil. Buscó un sitio apartado del claro para aliviarse. Estaba en plena acción cuando descubrió un fino cable metálico disimulado entre la hojarasca. Su primera reacción fue la de apresurarse a terminar y subirse los pantalones al instante; sintió que un centenar de ojos estaban observándola. Con mucho cuidado movió la capa de hojas para dejar el cable expuesto. Estaba tenso y brillaba con la luz del sol; era evidente de que eso era una trampa, era probable que hubiera cazadores en alguna parte del bosque. Observó sigilosamente en todas direcciones y con un palo golpeó el cable. De entre los arbustos cercanos de desplegó una red que silbó a unos centímetros de la cabeza de Ada y quedó suspendida entre las ramas de un árbol. Riendo entre dientes, la joven permaneció agazapada, esperando que apareciera el cazador, pero todo permaneció tan quieto como antes. Estuvo unos momentos estudiando el mecanismo de la trampa: le resultó extraño que esa red hecha de burdas sogas estuviera unida a ese cable metálico tan delgado pero resistente. Sacudió el brilloso cordel, que se mantenía ajustado como la cuerda de un clavecín.

    La joven reanudó la marcha con cautela, llevando la larga vara como si fuera un cayado y empuñando la pistola; ya sabía que había alguien más en esa zona. Caminaba prestando atención a la maleza que tapizaba el terreno, pisando con cuidado y tanteando el suelo con el palo. Avanzó un gran trecho hasta que volvió a toparse con otra trampa similar a la anterior. Con su improvisado bastón activó el tosco –pero efectivo- mecanismo de la red. En esta ocasión, en vez de quedar colgada, se desparramó sobre el terreno. Era como si el cazador introdujera variantes en sus dispositivos para atrapar vaya a saber qué animales. Nuevamente, no apareció nadie. Ada volvió a buscar huellas sobre la capa fangosa que estaba cerca de la trampa. Encontró una serie de surcos paralelos que desaparecían al cabo de unos metros. Parecían las huellas de un pequeño carro, pero no había marcas de pies o cascos junto a los surcos; el rastro parecía reciente.

    Como si la joven se hubiera aburrido de seguir caminando junto al río, se puso a buscar más de esas rudimentarias trampas. Halló tres más, con las mismas huellas de carro cerca. Estas trampas parecían mejor escondidas, pero ella era bastante astuta como para caer en esos primitivos artilugios. Cada vez que hacía saltar una de esas redes soltaba una sonora carcajada, acompañada con un pedorreo con la lengua, burlándose del cazador que las había tendido. Volvió a toparse con dos trampas más, que activó una vez más, lanzando risotadas burlonas. Junto a la última red encontró más huellas de carro, pero en esta ocasión pudo ver unos agujeros poco profundos a los lados de cada surco.

    Después de un largo rato de hacer esas travesuras sin sentido, aburrida y bastante acalorada, volvió hacia el riacho para beber agua en abundancia, mojándose el rostro y la cabeza. Sus tripas volvieron a gruñir reclamándole algún alimento.

    —Uf, ya no hay más trampas… —remojó su rostro con el agua fresca. Un ruido la puso en alerta, incorporándose bruscamente con la pistola en su mano. Su mirada se concentró en las sombras azuladas de la espesura. Durante unos instantes se mantuvo en guardia, pero no ocurrió nada —. Bah… — chasqueó la lengua —¡Ah!—su pie derecho pisó una rama que escondía muy bien un nuevo cable. Una gruesa red que estaba oculta bajo la hojarasca se levantó del suelo como si fuera la mano de un gigante y apresó a la muchacha, dejándola suspendida a varios metros del suelo, con un cúmulo de hojas revoloteando en el aire. Gritó una serie de juramentos -sumamente inapropiados para alguien de su alcurnia, habría dicho su hermana Mara- mientras se revolvía entre las sogas de la red como una fiera apresada. Sus brazos habían quedado enredados de tal manera que no podía alcanzar el bolso, incrustado contra su espalda; el sombrero, aplastado contra su rostro, le impedía ver a su alrededor. Cuanto más se agitaba tratando de liberarse, la red giraba sin control, provocándole un mareo instantáneo. Se esforzó por moverse lo más delicadamente posible para que la rudimentaria trampa dejara de dar vueltas alocadamente. Poseída por un ataque de furia incontrolable, gritó con todas sus fuerzas. No había caso, por más que se revolviera dentro de las sogas, estaba completamente atrapada, era una mosca en una telaraña. Moviéndose lentamente, trató numerosas veces de liberar su brazo izquierdo para alcanzar la alforja, pero fue inútil. Y lo que más la incomodaba, además de su orgullo mancillado y que había perdido la pistola, era que nuevamente tenía deseos de orinar.

    II.

    La luz de la mañana entraba por los numerosos ventanales del corredor, inundando de blancura las fastuosas ornamentaciones que decoraban las paredes. Las molduras enchapadas en oro emitían destellos al recibir los rayos solares que se colaban entre los pesados cortinados. Era un comentario generalizado de que el lujo del palacio del Primer Ministro de Vaporia, el Gran Duque Leopoldus De Caldera era equivalente al poder que detentaba en el reino, para muchos, mayor al del viejo rey Julius II. Político y militar de carrera, gozaba de una enorme popularidad entre los vaporianos, especialmente por ser un héroe de la guerra contra Carbonia, en la que peleó junto al difunto padre de Ada. Prematuramente viudo, Leopoldus no volvió a casarse y se convirtió en tutor de las hijas de Lía, su hermana mayor, al fallecer ésta días después de dar a luz a Ada. Tenía un afecto especial por la pequeña Ada, que no llegó a conocer a sus padres. La joven baronesa de Caldera llevaba una vida despreocupada, dedicada a sus estudios, a las cabalgatas y a las fiestas, ajena a las intrigas que se desarrollaban en los oscuros rincones de Domus, la capital del reino. Apenas estaba enterada de los rumores sobre un nuevo conflicto contra Carbonia, aparentemente alentados por el rey y sus partidarios, tal vez pensaban que así podrían recuperar la hegemonía militar que supo tener Vaporia respecto a sus vecinos. O para recortar el poder que había perdido el rey respecto a ese carismático Gran Duque, que había ascendido a la cima de manera meteórica.

    Ada avanzaba por el pasillo con el aire de un pavo real exhibiendo su plumaje petulantemente. Estaba ataviada con un elegante vestido azul y llevaba una de sus extravagantes pelucas que, al contrario de lo que creía ella, la hacían verse más baja de lo que era. A su lado marchaba Lussa, su fiel dama de compañía: una espigada muchacha rubia, apenas un año mayor que ella. Estaba pendiente del aspecto de su señora, ajustándole la capa que colgaba vaporosamente de sus hombros y revisando los adornos que poblaban la enorme peluca. Su mayor estatura le permitía un mejor acceso al complicado atuendo.

    —Este tocado no le gustará a tu tío, Ada, era mejor que...

    —Ya te he dicho que cuando estamos en este palacio no te dirijas a mí con tanta confianza. Después andan diciendo por ahí que eres muy desvergonzada —interrumpió Ada con el ceño fruncido pero con una sonrisa cómplice; la madre de Lussa había sido su nodriza y ambas se habían criado prácticamente juntas. Algunos guardias y caballeros que deambulaban por los pasillos saludaban cortésmente a la baronesa cuando se cruzaban con ella. Ada taconeaba exageradamente, como si anunciara su presencia a medida que iba hacia el despacho de su tío.

    —Llegaremos más tarde de lo habitual, señorita baronesa —murmuró Lussa —. Más impuntual de lo impuntual que siempre llegáis —Ada chasqueó la lengua con suficiencia.

    —Mi..., eh, el Gran Duque sabe que la puntualidad no está entre mis virtudes —sacó el abanico de la pechera de su vestido y lo desplegó delante de su rostro aniñado—. No te preocupes, mi querida Lussa, lo conozco bien...

    —Yo también, especialmente cuando se enoja —Lussa volvió a acomodar la capa sobre los hombros de su señora —¿Confiáis en la ayuda de Rambaldus? —Ada aleteó el abanico con aire fanfarrón.

    —Ese viejo ladino está muy interesado en que yo haga este viaje. Desde que descubrió los preparativos me proporcionó toda clase de contactos y salvoconductos. Reconozco que todavía estoy sorprendida…—Lussa hizo una mueca de recelo al tiempo que volvía a arreglar los adornos de la peluca de la baronesa.

    —No lo sé, mi señorita baronesa. Rambaldus tiene espías en todas partes, era imposible de que no se enterara… —comentó la criada en voz baja, un tanto temerosa, mirando discretamente a su alrededor—. Me da mala espina. Hasta el menesteroso duda de la limosna generosa.

    Antes de que la joven baronesa respondiera, un hombre viejo, alto y algo encorvado apareció en el pasillo. En su flaco rostro apergaminado se dibujó una sonrisa que irradiaba falsedad.

    —Muy buenos días, señorita baronesa De Caldera— dijo con voz grave y un poco rasposa —, estáis espléndida esta mañana —tomó la mano de la joven y la besó cortésmente; alzó sus blancas cejas —. Aunque un tanto demorada... —agregó mirando su reloj de bolsillo —, más que de costumbre —Ada retiró la mano, sonriendo artificiosamente.

    —Buenos días, Rambaldus. Lussa olvidó llamarme. Además, tenía que vestirme, maquillarme y preparar mi peinado para la ocasión. Son cosas que demandan tiempo y esmero —el viejo consejero intercambió una mirada tan rápida como venenosa con Lussa, que murmuraba siempre es mi culpa. Rambaldus estiró las mangas de su elegante chaqueta de brocado y acomodó su tirante peluca. Su rostro arrugado debió ser bastante agraciado en su juventud.

    —Oh, Su Excelencia está ocupado ahora —dijo con tono afectado, luego de aclararse la garganta —. Mucho me temo que no podrá atenderos —Ada meneó

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