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La Tierra Multicolor: Exilio en el Plioceno I
La Tierra Multicolor: Exilio en el Plioceno I
La Tierra Multicolor: Exilio en el Plioceno I
Libro electrónico593 páginas8 horas

La Tierra Multicolor: Exilio en el Plioceno I

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Información de este libro electrónico

Ganadora del premio Locus a la mejor novela de ciencia ficción. Finalista de los premios Hugo, Nébula, Prometheus y Fantasía mitopoética de literatura adulta.
Los sujetos más inadaptados y problemáticos de cada rincón del armonioso Medio Galáctico son exiliados al Plioceno. Otros muchos se exilian por propia voluntad. Al plioceno se puede viajar gracias al extravagante invento de Theo Guderian, ubicado en L'Auberge du Portail, regido por Madame Guderian. Pero es un viaje de ida, de ninguna manera se puede volver.
Un paleontólogo retirado, una peculiar monja, una joven atleta de élite, un capitán de carguero espacial, un nórdico berserker, una psico-redactora a distancia, un antropólogo y un peligroso granuja encantador se exilian al Plioceno. Todos esperan empezar una nueva vida en ese paraíso de hace seis millones de años.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 ago 2020
ISBN9788494885228
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    Vista previa del libro

    La Tierra Multicolor - Julian May

    Inicio

    LA TIERRA MULTICOLOR

    EXILIO EN EL PLIOCENO I

    Un libro de

    Julian May

    THE MANY-COLORED LAND

    Volume I in the Saga of Pliocene Exile

    Copyright © 1981 by Julian May

    Published by special arrangement with

    Houghton Mifflin Harcourt Publishing Company

    Traducción, edición y maquetación

    Cristian Arenós Rebolledo

    Copyright © de la traducción

    Cristian Arenós Rebolledo

    Ilustración y diseño de cubierta

    Carolina Bensler

    Correcciones y edición

    Cristian Arenós Rebolledo

    Paz Palau Pellicer

    Primera edición Julio de 2020

    ISBN 978-84-948852-2-8

    Todos los derechos reservados.

    Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida o copiada de ninguna manera y por ningún medio, electrónico o mecánico, sin el permiso por escrito del editor.

    La Tierra Multicolor ©2020 La máquina que hace PING!

    La máquina que hace PING!

    Plaza Estación, 9 Bajo 12560

    Benicasim - Castellón

    (España)

    www.lamaquinaquehaceping.com

    maquinaquehaceping@gmail.com

    (+34).670.386.111

    Para Tadeusz Maxim,

    el más noble de todos

    Mi corazón está acongojado en mi interior

    y el terror a la muerte me invade.

    El miedo y los escalofríos me envuelven

    y la oscuridad me abruma.

    Y digo: ¡Oh, si tuviese alas como una paloma!

    Porque entonces me iría volando y reposaría.

    Huiría bien lejos

    y moraría en el desierto.

    Esperaría a aquel que me salvara

    de mi cobardía y de la tormenta.

    Salmo 55

    Preámbulo

    1

    LA GRAN NAVE irrumpió en el espacio normal con lentitud sostenida, ofreciendo evidencias de que se encontraba cerca de la muerte. El dolor de la translación, que casi siempre se efectuaba con rapidez, se prolongó esta vez hasta el punto de que los mil pasajeros maldijeron y lloraron mentalmente con todas sus fuerzas.

    Aun así, la nave lo estaba haciendo lo mejor que podía. Compartiendo la agonía de los viajeros, empujó y golpeó contra el duro tejido de la capa superficial hasta que saltaron destellos negros entre un marasmo gris. Tanto la nave como los pasajeros sintieron cómo su angustia aminoraba transformándose en una armonía pura parecida a unas vibraciones musicales que resonaban, se amortiguaban y finalmente desaparecían.

    Quedaron suspendidos en el espacio normal, rodeados de estrellas por todas partes.

    La nave emergió en el cono en sombra de un planeta. Durante un largo instante, mientras los viajeros miraban estupefactos sin saber bien qué es lo que veían, el halo de una atmósfera rosada y las perladas alas de la eclipsada corona del sol proyectaron una aureola sobre un mundo negro. Poco después, la nefasta inercia de la nave los arrastró; la cromosfera y las llamas naranjas de las extremidades del sol estallaron, tras lo cual apareció una cegadora sustancia amarilla.

    La nave se rehízo un poco. La superficie del planeta que se veía iluminada por el sol parecía abrirse bajo sus pies según se iban acercando. Era un mundo azul con nubes blancas, montañas nevadas y masas continentales ocres, rojas y gris-verdosas. Sin duda era un mundo de vida compatible. La nave había tenido éxito.

    Thagdal se giró hacia la pequeña mujer de la consola de dirección. Brede de las Dos Caras negó con la cabeza. Lúgubres manchas violetas en la pantalla dejaban claro que había sido el esfuerzo final de la nave lo que los había llevado a este paraíso. Habían caído de lleno en las garras de la gravedad y ya no eran capaces de sostener la motricidad por inercia.

    La mente y voz de Thagdal hablaron.

    —Escuchadme, despojos de compañías de batalla. Nuestra fiel embarcación casi ha perecido. Pervive ahora tan sólo como algo mecánico y no durará mucho más. Nos encontramos en trayectoria de impacto, y debemos desembarcar antes de que esta vieja nave entre en la atmósfera inferior.

    Emociones de tristeza, rabia y miedo colmaron la moribunda nave. Una sucesión de preguntas y reproches amenazaron con ahogar la mente de Thagdal hasta que este tocó el torque de oro que ceñía su cuello y los obligó a todos a guardar silencio.

    —¡En el nombre de la Diosa, basta! Nuestra aventura ha sido de un riesgo extremo, con todas las mentes en contra nuestra. Brede está preocupada de que este lugar no sea el refugio perfecto que esperábamos. No obstante, es totalmente compatible, y está ubicado en una galaxia remota donde nadie se atreverá a venir a buscarnos. Estamos a salvo y no hemos tenido que usar ni la Lanza ni la Espada. Brede y nuestra nave han hecho bien en traernos aquí. ¡Alabada sea su fuerza!

    El versículo fue contestado obedientemente. Pero por encima de su armonía latía un pensamiento:

    Malditos cánticos. ¿Podremos sobrevivir aquí?

    Thagdal reculó.

    —Sobreviviremos si la compasiva Tana lo desea, e incluso encontraremos la alegría que nos ha sido esquiva tanto tiempo. ¡Pero no gracias a ti, Pallol! ¡Hermano-sombra! ¡Viejo enemigo! ¡Rompetreguas! Cuando estemos libres de este peligro inminente, responderás ante mí.

    Una innegable cantidad de profunda enemistad se mezcló con la de Pallol; pero fue atenuada por el tono mental que siempre surge del alivio de un terrible dolor. Nadie quería pelear ahora. Tan sólo el irrefrenable Pallol estaba tan dispuesto como siempre.

    Brede Esposa de la nave fluyó tranquilizadora sobre la latente confusión general.

    —Esta Tierra Multicolor será un buen lugar para nosotros, mi Rey. Y tú no debes tener miedo, Pallol Un-Ojo. Ya he sondeado el planeta. Superficialmente, por supuesto, y no he encontrado ningún desafío mental. La forma de vida dominante que aquí habita es de una inocencia que no ha llegado ni a las palabras, y no representará una amenaza para nosotros hasta dentro de seis millones de órbitas planetarias. Sin embargo, su germoplasma es compatible, tanto para nuestra alimentación como para el servicio. Con paciencia y trabajo bien hecho seguramente sobrevivamos. Ahora salgamos de aquí manteniendo nuestra tregua por un tiempo. Y que nadie hable de venganza, ni de desconfianza hacia mi amada Esposa.

    —Bien dicho, Profética Señora— dijeron los pensamientos y las palabras de los demás. (Todos los disidentes se mantenían bien callados).

    Thagdal dijo:

    —Nos esperan las pequeñas voladoras. Al partir, que todas las mentes se alcen en un saludo.

    Salió de la consola de control pisando fuerte, con su barba y sus cabellos dorados todavía chispeando en silenciosa furia, y con su túnica blanca rozando el ahora deslucido metaloide de la plataforma. Eadone, Dionket, y Mayvar Hacedor de reyes le siguieron, con sus mentes enlazadas a través de la Canción y despidiéndose con los dedos acariciando unas paredes que se enfriaban con rapidez, y que una vez latieron con benéfica energía. Poco a poco, desde diferentes partes de la nave, los demás se unieron al himno hasta que casi todos se encontraron en comunión.

    Las voladoras se alejaron de la moribunda nave a toda velocidad. Más de cuarenta máquinas con forma de pájaro atravesaron la atmósfera como dardos brillantes antes de desacelerar bruscamente y extender sus alas. Una tomó la delantera y las otras formaron una majestuosa procesión tras ella. Volaron hacia la masa continental más grande de ese mundo a la espera de un impacto calculado, subieron desde el sur y atravesaron el rasgo más singular del planeta: una vasta y prácticamente seca cuenca marina, de substratos de sal brillante que cruzaba de manera irregular los confines occidentales de la masa del continente mayor. Una cordillera nevada formaba una barrera al norte de este Mar Vacío. Los voladores fueron más allá de las montañas y sobrevolaron el valle de un gran río que fluía hacia el este, que les esperaba.

    La Nave tomó rumbo oeste y dejó una estela de fuego al atravesar la atmósfera. Arrasó el suelo con una espantosa ola de presión que incineró la vegetación y alteró los minerales del entorno. Cuando la capa protectora de La Nave explotó, un chubasco de glóbulos de vidrio verde y marrón fundidos cayó sobre las tierras orientales. Las aguas del río se evaporaron.

    Entonces llegó el impacto. Una explosión de luz, una explosión de calor y explosión de sonido. Más de dos mil millones de toneladas de materia a una velocidad de veintidós kilómetros por segundo le infligieron su herida al mundo. El paisaje rocoso se metamorfoseó; la sustancia de la Nave se consumió por completo en el holocausto. Casi cien kilómetros cúbicos de corteza planetaria explotaron hacia arriba y hacia afuera, mientras que los materiales más delgados se elevaban hasta la estratosfera convertidos en una columna negra, donde los altos y finos vientos los esparcían como un palio fúnebre sobre buena parte del mundo.

    El cráter resultante, que tenía cerca de treinta kilómetros de diámetro, pero poca profundidad, era castigado por tornados engendrados en una atmósfera irritada, sobre esa resplandeciente úlcera de la tierra. Las pequeñas voladoras trazaron solemnes círculos sobre él durante muchos días, ignorando el huracán de lodo, mientras esperaban que el fuego en tierra se enfriara. Cuando la lluvia hizo su trabajo, las voladoras partieron por largo tiempo.

    Regresaron a la tumba cuando terminaron sus tareas y descansaron durante mil años.

    2

    LA PEQUEÑA RAMAPITHECUS era tenaz. Estaba segura de que el bebé debía haber entrado en la maraña de maquis. Su olor estaba allí, tan distinto de la fuerte fragancia primaveral de brezo, tomillo y aliaga.

    Lanzando cantarinas llamadas, la Ramapithecus se abría camino hacia la antigua área quemada caminando cuesta arriba. Un avefría de colores intensos, amarillo y negro, emitió un quejido y se alejó cojeando y arrastrando un ala. La Ramapithecus sabía que la farsa tenía como intención distraerla de un nido cercano; pero cualquier pensamiento acerca de apresar al pájaro estaba bien lejos de su mente simple. Todo lo que quería era recuperar a su hijo desaparecido.

    Trabajó con ahínco en la ladera, usaba una rama para apartar la maleza que le impedía avanzar. Era capaz de utilizar esta herramienta y algunas otras. Tenía la frente plana pero su cara era bastante alargada, destacaba en ella una pequeña mandíbula humanoide. Su cuerpo, de poco más de un metro de altura, estaba ligeramente encorvado y se encontraba cubierto, excepto en la cara y las palmas de las manos, de un pelo corto de color marrón.

    Continuó con su canturreo. Era un mensaje expresado sin palabras que cualquier joven de la especie reconocería:

    —Aquí está mamá. Ven, y estarás seguro y serás reconfortado.

    Los maquis se iban espaciando según alcanzaba la cima. Al fin, en campo abierto, pudo mirar a su alrededor y lanzó un grave gemido lleno de miedo. Se encontró en el borde de una monstruosa cuenca que contenía un lago color azul profundo. La orilla se curvaba hasta el horizonte por ambos lados, completamente desprovista de vegetación a lo largo de su fino labio y de la empinada pendiente que bajaba hasta el agua.

    A unos veinte metros de ella se alzaba un pájaro terrorífico. Era como una garza gorda pero alta como un pino, tenía alas, cabeza y una cola que se inclinaba tristemente hacia el suelo. De su vientre salía un apéndice huesudo con asas perfectas para trepar. El pájaro era duro, no era de carne. Polvo, costras y líquenes amarillos, grises y anaranjados cubrían sobre lo que una vez había sido una suave piel negra. A lo largo del borde del astroblema, en ambas direcciones, podía ver a otros pájaros similares que, separados unos de otros, miraban todos hacia la oscura profundidad en la que se reflejaban.

    La Ramapithecus hizo un amago de huida. Entonces escuchó un sonido familiar. Lanzó un fuerte grito. Inmediatamente, una pequeña cabeza salió boca abajo de un orificio del vientre del pájaro más cercano. La cría se puso a cantar alegremente. Sus sonidos significaban:

    —Bienvenida, mamá. ¡Qué divertido! ¡Mira lo que hay aquí!

    Agotada, una vez superado el alivio y con las manos ensangrentadas de romper los espinos, la madre le aulló furiosa. A toda prisa, la cría bajó por la escalera de salida de la voladora y se acercó a ella. La madre la cogió y la apretó contra su pecho; luego la bajó al suelo y le abofeteó ambos lados de la cabeza, izquierdo y derecho, derramando un torrente de cháchara indignada.

    Tratando de apaciguarla, él le mostró lo que había encontrado. Parecía un gran anillo, pero en realidad eran dos semicírculos de oro, entrelazados, gruesos como un dedo y redondeados, cincelados con pequeñas marcas zigzagueantes como hoyuelos de un madero perforado por el mar.

    El joven Ramapithecus sonrió y abrió con un chasquido un extremo del anillo. El otro extremo quedaba fijado por una especie de bisagra que permitía que las mitades giraran y se abrieran de par en par. El pequeño lo colocó en torno a su cuello, y cerró el anillo y el broche. El torque de oro brilló, activado y poderoso, sobre su piel parda, le quedaba demasiado grande. Con una sonrisa aún más amplia, le mostró a su madre lo que ahora era capaz de hacer.

    Ella gritó.

    El pequeño saltó asustado. Tropezó con una roca y cayó hacia atrás. Antes de que pudiera recuperarse, su madre ya estaba encima de él, tirando del anillo para sacárselo por la cabeza. Y el metal magulló sus orejas. ¡Y le dolió! Esa pérdida le dolió más que cualquier otro dolor que hubiera conocido antes. Tenía que recuperarlo como fuese.

    La madre gritó aún más fuerte cuando él intentaba retener el torque. Su voz resonó a lo largo del cráter del lago. Arrojó la cosa dorada tan lejos como pudo, sobre un denso matorral de aliaga espinosa. El niño protestó llorando a lágrima viva, pero ella le cogió del brazo y le arrastró hacia el camino que había abierto a través de los maquis.

    Bien escondido, y tan sólo ligeramente abollado, el torque brillaba entre las pálidas sombras.

    3

    EN LOS PRIMEROS AÑOS después de que la humanidad, con algo de ayuda de sus amigos, se dispusiese a invadir las estrellas compatibles, un profesor de física de campos dinámicos llamado Theo Guderian descubrió el camino al Exilio. Sus investigaciones, como las de tantos otros pensadores prometedores y poco ortodoxos de la época, fueron sostenidas por una subvención incondicional del Gobierno Humano del Medio Galáctico.

    Guderian vivía en el Viejo Mundo. Debido a que la ciencia tenía muchas otras cosas que asimilar en esos excitantes tiempos (y debido a que el descubrimiento de Guderian no parecía tener ninguna aplicación práctica en 2034), la publicación de su artículo cumbre tan sólo causó un breve revoloteo en el palomar de la cosmología física. Pero, a pesar del clima dominante de indiferencia, un pequeño número de trabajadores de las seis razas galácticas coadunadas mantuvieron la suficiente curiosidad acerca de los hallazgos de Guderian como para ir a buscarlo a su modesto hogar-taller en las afueras de Lyon. A pesar de no tener buena salud, el profesor recibía la visita de estos colegas con cortesía y les aseguraba que se sentiría muy honrado de repetir su experimento si le perdonaban las crueldades del aparato, que había trasladado al sótano de su casa de campo después de que el Instituto perdiera todo interés en él.

    A Madame Guderian le llevó algún tiempo acostumbrarse a los exóticos peregrinos provenientes de otras estrellas. Tenía que cuidar, al fin y al cabo, las convenciones sociales agasajando a los invitados. ¡Pero ella se enfrentaba a ciertas dificultades! Superó su aversión al alto y andrógino gi tras mucho entrenamiento mental, una siempre podía imaginar que los poltroyanos eran gnomos civilizados. Pero nunca se acostumbró al impresionante krondaku o al medio visible lylmik, y una no podía hacer más que lamentarse de la forma en que a algunos de los menos finos simbiari se les escurrían gotas verdes sobre la alfombra.

    Lo que iba a ser el último grupo de invitados llegó apenas tres días antes de que comenzara la fase terminal de la enfermedad del profesor Guderian. Madame abrió la puerta para recibir a dos hombres humanos extraterrestres (uno increíblemente descomunal y el otro bastante corriente), un pequeño y cortés poltroyano vestido con una hermosa túnica de Elucidador Supremo, un gi de dos metros y medio (afortunadamente, vestido) y —¡sainte vierge! — nada menos que tres simbiari.

    Les dio la bienvenida y dispuso ceniceros y papeleras adicionales.

    El profesor Guderian condujo a los visitantes extraterrestres al sótano de la gran casa de campo nada más se intercambiaron las cortesías de rigor.

    —Procederemos de inmediato a la demostración, queridos amigos. Deben perdonarme, pues hoy me encuentro un poco fatigado.

    —Es muy triste —dijo el solícito poltroyano—. Mi querido profesor, ¿no debería someterse a un cura de rejuvenecimiento?

    —No, no —dijo Guderian con una sonrisa—. Una vida es suficiente para mí. Me siento muy afortunado por haber vivido en la era de la Gran Intervención, pero debo confesar que ahora los acontecimientos se mueven más rápido de lo que mi serenidad puede tolerar. Tan sólo espero la paz suprema.

    A través de una puerta revestida de metal entraron en lo que parecía ser una bodega reconvertida. Un trozo de suelo de piedra de unos tres metros cuadrados había sido quitado, dejando a la vista tierra desnuda. El aparato de Guderian se alzaba en medio.

    El anciano rebuscó con presteza en un antiguo arcón de roble ubicado junto a la puerta y sacó un pequeño montón de placas de lectura que distribuyó entre los científicos.

    —En estos folletos, que mi esposa ha tenido la amabilidad de preparar para los visitantes, figura una parte precisa de mis consideraciones teóricas y diagramas del dispositivo. Disculpen la sobriedad del formato. Hace tiempo que hemos agotado nuestros principales recursos.

    Los demás murmuraron comprensivos.

    —Por favor, permanezcan aquí para la demostración. Observarán que el dispositivo tiene ciertas afinidades con el trasportador subespacial y por lo tanto requiere muy poca energía. Mis propias modificaciones han sido diseñadas con vistas a la sincronización del magnetismo residual contenido en los estratos rocosos locales con los yacimientos actuales más profundos que se generan bajo la plataforma continental. Estos, interactuando con las matrices del campo transportador, generan la singularidad.

    Guderian metió la mano en el bolsillo de su bata de trabajo y sacó una gran zanahoria. Se encogió de hombros y dijo:

    —Apropiada, aunque algo ridícula.

    Colocó la zanahoria en un taburete de madera que introdujo en el aparato. El dispositivo de Guderian se asemejaba bastante a una pérgola de celosía antigua o a un templete cubierto de parras. Sin embargo, el armazón estaba construido con un material vítreo transparente, exceptuando unos peculiares componentes nodulares de color negro apagado, y las vides eran, en realidad, cables de coloridas aleaciones que parecían crecer desde el suelo de la bodega, entrando y saliendo de la celosía de manera desconcertante, y desapareciendo de repente en un punto justo por debajo del techo.

    Cuando el taburete y la zanahoria estuvieron colocados, Guderian se situó junto a sus invitados y activó el dispositivo. No se produjo sonido alguno. El templete centelleó por un instante; pareció entonces como si unos paneles espejo se hicieran presentes de golpe, ocultando a la vista el interior del aparato.

    —Comprenderán que ahora toca esperar un poco —dijo el anciano—. La zanahoria casi siempre lo consigue, pero de vez en cuando el resultado puede ser decepcionante.

    Los siete visitantes esperaron. El humano de anchos hombros sostenía su placa de lectura con ambas manos, pero no dejaba de mirar el templete. El otro colonial, un tipo plácido de algún instituto de Londinium, efectuó un discreto análisis del panel de control. El gi y el poltroyano leían sus manuales con calma. A uno de los simbiari más jóvenes se le cayó una gota esmeralda sobre el suelo de la bodega y se apresuró a rascarla.

    Los dígitos del cronómetro de pared parpadeaban. Cinco minutos. Diez.

    —Veremos si la jugada funciona —dijo el profesor guiñándole un ojo al hombre de Londinium.

    El campo de energía reflejado se rompió. Durante un nanosegundo los científicos advirtieron, sorprendidos, que había una criatura en forma de pony dentro del templete. Al instante se convirtió en un esqueleto articulado. Cuando los huesos cayeron, se desintegraron formando un polvo grisáceo.

    —¡Mierda! —exclamaron los siete eminentes científicos.

    —Cálmense, amigos —dijo Guderian—. Un desenlace así es, desafortunadamente, inevitable. Pero proyectaremos un holograma a cámara lenta para identificar a nuestra presa.

    Encendió un proyector Tri-D oculto y pausó la proyección para revelar a un pequeño animal parecido a un caballo con amables ojos negros, pies de tres dedos y un pelaje rojizo marcado con tenues rayas blancas. Las hojas de la zanahoria salían de su boca. El taburete de madera estaba a su lado.

    —Un grácil Hipparion. Una especie muy extendida durante el Plioceno terrestre.

    Guderian dejó correr la proyección. El taburete se disolvió en silencio. La piel y la carne del pequeño caballo se arrugaron despacio, de manera espantosa, desprendiéndose del esqueleto y explotando en una nube de polvo mientras que, al mismo tiempo, los órganos internos se hinchaban, se encogían y desaparecían en la nada. Los huesos continuaron erguidos, y luego cayeron despacio describiendo elegantes arcos. Su primer contacto con el suelo de la bodega los redujo a los minerales que los constituían.

    El sensible gi suspiró y cerró sus grandes ojos amarillos. El londinense se quedó pálido, mientras que el otro humano, del áspero y malhumorado mundo de Shqipni, mordisqueaba su gran bigote castaño. El joven Simb no pudo aguantar y se apresuró a utilizar una papelera.

    —He probado tanto cebos vegetales como animales en mi pequeña trampa —dijo Guderian—. Zanahorias, conejos o ratones pueden viajar al Plioceno ilesos, pero en el viaje de regreso, cualquier cosa viviente que esté dentro del campo Tau inevitablemente asume la carga de más de seis millones de años de vida terrestre.

    —¿Y la materia inorgánica? —preguntó el Skipetar.

    —De cierta densidad, de cierta estructura cristalina... muchos ejemplares hacen el viaje de ida y vuelta en bastante buenas condiciones. Incluso he tenido éxito circutrasladando dos formas de materia orgánica: el ámbar y el carbón viajan intactos.

    —¡Pero esto es muy intrigante! —dijo el Primer Contemplador de la Vigésimo Sexta Escuela de Simb—. La teoría del plegamiento temporal ha estado en nuestros archivos desde hace unos setenta mil de vuestros años, mi honorable Guderian, pero su demostración se les escapó a las mejores mentes del Medio Galáctico... hasta ahora. El hecho de que usted, un científico humano, haya logrado un éxito parcial donde tantos otros han fracasado es, sin duda, una confirmación más de las habilidades únicas de los Hijos de la Tierra.

    El sabor agridulce de este discurso del poltroyano no se difuminó. Sus ojos de rubí parpadeaban mientras decía:

    —La Amalgama de Poltroy, a diferencia de otras razas coadunadas, nunca dudó de que la Intervención estaba plenamente justificada.

    —Para ustedes y su medio, tal vez —dijo Guderian en voz baja. Sus oscuros ojos, teñidos de dolor detrás de unas gafas sin montura, mostraron una momentánea amargura—. ¿Pero qué hay de nosotros? Hemos tenido que renunciar a muchas cosas: a nuestros diversos idiomas, a muchas de nuestras filosofías sociales y dogmas religiosos, a nuestros estilos de vida declarados improductivos... a nuestra muy humana soberanía, aunque su pérdida se la tomen a risa los ancestrales intelectos del Medio Galáctico.

    El hombre de Shqipni exclamó:

    —¿Cómo puede usted dudar de esa sabiduría, profesor? ¡Nosotros los humanos renunciamos a algunas frivolidades culturales y ganamos suficiencia energética, un hábitat ilimitado y afiliación a una civilización galáctica! Ahora que no tenemos que malgastar tiempo ni vidas en la mera supervivencia, ¡no habrá nada que retenga a la humanidad! Nuestra especie apenas está comenzando a desarrollar su potencial genético, ¡que puede ser mayor que el de cualquier otro ser!

    El londinense se estremeció.

    El Primer Contemplador dijo afablemente:

    —¡Ah, la proverbial capacidad de reproducción humana! ¿Cómo es que conserva la reserva de genes, aunque sea enturbiada? Uno se acuerda de la bien conocida superioridad reproductiva del organismo adolescente en comparación con la del individuo maduro cuyo plasma, si bien es menos pródigo, puede florecer, sin embargo, de manera más sensata en aras de genes óptimos.

    —¿Ha dicho maduro? —se mofó el skipetar—. ¿O atrofiado?

    —¡Colegas, colegas! —exclamó el pequeño y diplomático poltroyano—. Vamos a cansar al profesor Guderian.

    —No, no pasa nada —dijo el viejo, pero se le veía gris y enfermo.

    El gi se apresuró a cambiar de tema.

    —Seguramente esto que acaba de mostrarnos sería una herramienta espléndida para los paleobiólogos.

    —Me temo —contestó Guderian— que el interés de los habitantes de la galaxia en las formas de vida extintas en la depresión del Ródano-Saóna de la Tierra, es limitado.

    —¿Entonces no ha sido capaz de, emmm... afinar el dispositivo para recuperaciones en otras áreas? —preguntó el londinense.

    —Por desgracia, no, mi querido Sanders. Tampoco otros operarios han podido reproducir mi experimento, ni en otros lugares de la Tierra, ni en otros mundos. —Guderian pulsó sobre una de las placas de lectura—. Como he señalado, hay un problema de cálculo en los matices de la conexión geomagnética. Esta región del sur de Europa tiene una de las geomorfologías más complejas del planeta. Aquí en los Monts des Lyonnais y en el Forez tenemos un promontorio de la más absoluta antigüedad, codo con codo junto a recientes vulcanizaciones. En las regiones cercanas del Macizo Central se ve aún mejor el funcionamiento del metamorfismo intracrustal, la anatexis engendrada por encima de uno o más diapiros sobre la astenosfera. Al este se encuentran los Alpes con sus extraordinarios estratos plegados. Al sur está la cuenca mediterránea, con zonas de subducción activa y que se encontraba, por cierto, en una situación sumamente peculiar durante el Plioceno Inferior.

    —Así que se encuentra usted en un callejón sin salida, ¿eh? —comentó el skipetar—. Lástima que el periodo del Plioceno terrestre no sea para nada interesante. Tan sólo unos pocos millones de años haciendo tiempo entre el Mioceno y la Edad de Hielo. El rabillo del Cenozoico, por así decirlo.

    Guderian sacó una escobilla y un recogedor y comenzó a limpiar el templete.

    —Fue una época dorada, justo antes del amanecer de la humanidad racional. Una época de clima benévolo y de gran florecimiento de vida animal y vegetal. Una época tranquila abastecida por cosechas naturales. Un otoño antes del terrible invierno de la glaciación del Pleistoceno. ¡A Rousseau le habría encantado la época del Plioceno! ¿No es interesante? Incluso hoy en día, entre las almas cansadas que pueblan el medio galáctico encontraríamos gente que no compartiría su valoración.

    Los científicos intercambiaron miradas.

    —Si no fuese tan sólo un viaje de ida —dijo el hombre de Londinium.

    Guderian estaba relajado.

    —Todos mis esfuerzos por cambiar la singularidad de las facies han sido en vano. Está fijada en el Plioceno, en las tierras altas de este venerable valle fluvial. ¡Y así llegamos por fin al meollo del asunto! El gran logro del viaje en el tiempo se revela como una mera curiosidad científica. Una vez más, el galo se encoge de hombros.

    —Los operarios del futuro se beneficiarán de su trabajo pionero —declaró el poltroyano—. Los demás se apresuraron a brindar las correspondientes felicitaciones.

    —Basta, queridos colegas —se rio Guderian—. Han sido muy amables visitando a un anciano. Y ahora debemos subir a ver a Madame, que nos espera con un tentempié. Lego a mentes más agudas la aplicación práctica de mi peculiar experimento.

    Guiñó un ojo a los humanos extraterrestres y volcó el contenido del recogedor en la papelera. Las cenizas del Hipparion flotaron como pequeñas islas burbuja sobre la verde mucosidad alienígena.

    Primera parte - La despedida

    1

    UNAS PULIDAS TROMPETAS interpretaron una corta melodía llena de florituras. La comitiva ducal cabalgaba alegre por el exterior del Château de Riom, con los caballos brincando y haciendo cabriolas a la manera en que habían sido entrenados, ofreciendo un animado espectáculo sin llegar a poner en peligro a las damas sentadas en las inestables sillas de montar laterales. El sol relucía reflejado en las monturas enjoyadas, pero fueron las atractivas jinetes las que se ganaron los aplausos de la multitud.

    Los reflejos en azul verdoso de la escena festiva en la pantalla oscurecieron el pelo cobrizo de Mercedes Lamballe y arrojaron una luz pálida sobre su rostro delgado.

    —Los turistas se echan a suertes el poder estar en la procesión de los nobles —explicó a Grenfell—. Es más divertido ser del pueblo llano, pero ve y trata de decírselo. Los protagonistas, por supuesto, son todos profesionales.

    Jean, el duque de Berry, alzó su brazo ante una multitud que lo aclamaba. Portaba una larga túnica adornada con bolas de brezo de color azul, propio de su heráldica, y salpicada de flores de lis. Las mangas estaban dobladas, a la antigua, y dejaban ver un rico forro de brocado amarillo. Las mallas del duque eran de color blanco puro, bordadas con lentejuelas doradas, y rematadas por unas relucientes espuelas doradas. A su lado cabalgaba el Príncipe Carlos de Orleáns, con su traje multicolor, negro, blanco y escarlata real, con una pesada banda dorada engalanada con titilantes campanillas. En la cabalgata, otros nobles tan llamativos como una bandada de currucas primaverales, les seguían acompañados de las damas.

    —¿No corren peligro? —preguntó Grenfell—. ¿Caballos montados por jinetes sin preparación alguna? Pensaba que te limitarías a las monturas-robot.

    Lamballe dijo en voz baja:

    —Tiene que quedar muy realista. Esto es Francia, ya sabes. El entrenamiento de los caballos se basa en el desarrollo de la estabilidad y la inteligencia.

    En honor a la fiesta de mayo, la prometida Princesa Bonne y todo su séquito vestían de seda verde malaquita. Las nobles doncellas lucían los pintorescos tocados de principios del siglo XV, confeccionados con hilo dorado y adornados con joyas que se erguían por encima de sus peinados trenzados como orejas de gato. La crepine de la Princesa era aún más extravagante, se extendía desde sus sienes formando largos cuernos dorados, con un velo de lino blanco sostenido por unos cordones.

    —Que entren las chicas de las flores —dijo Gastón desde el otro lado de la sala de control.

    Mercy Lamballe permanecía sentada, mirando absorta la despampanante escena con total concentración. Las antenas de su comunicador conseguían que, en comparación, el extraño tocado de la princesa medieval en los jardines del castillo pareciera del montón.

    —Mercy —repitió el director con amable insistencia—. Las chicas de las flores.

    Lentamente extendió una mano, tecleando sobre el canal maestro de ceremonias.

    Las trompetas volvieron a sonar y la muchedumbre de turistas metida en su papel de campesinos lanzó un ¡Oooh! Docenas de pequeñas doncellas de pelo rizado, ataviadas con cortos vestidos rosas y blancos, salieron corriendo del huerto cargando canastas repletas de flores de manzano. Brincaban a lo largo del camino frente a la procesión ducal esparciendo flores al tiempo que los flautines y trombones empezaban a entonar una melodía con aire alegre. Juglares, acróbatas y hasta un oso bailarín se unieron a la muchedumbre, a quienes la Princesa les lanzaba besos mientras el Duque ofrecía esporádicamente alguna pièce de larguesse.

    —Que entren los cortesanos, dijo Gastón.

    La mujer permanecía inmóvil sentada en la consola de control. Bryan Grenfell podía ver gotas de sudor en su frente humedeciendo los rizos sueltos de su cabello castaño. Apretaba los dientes.

    —Mercy, ¿qué pasa? —Susurró Grenfell—. ¿Algo va mal?

    —Nada —dijo ella. Su voz era ronca y tensa.

    —Cortesanos van, Gastón.

    Tres jóvenes, también vestidos de verde, salieron galopando del bosque hacia la procesión de nobles, portando a manos llenas ramillas repletas de hojas. Entre risitas, las damas trenzaban con ellas guirnaldas y coronaban a los chevaliers que habían elegido. En reciprocidad, los hombres respondían con delicadas diademas que entregaban a las damiselas, para después reanudar todos ellos su cabalgata hacia la pradera donde esperaba el mástil de mayo. Mientras tanto, dirigidas por las órdenes de Mercy, unas niñas descalzas y unos jóvenes sonrientes distribuían flores y hojas verdes entre la tímida multitud, gritando:

    Vert! Vert pour le mai!

    En el momento indicado, el Duque y su grupo comenzaron a cantar junto a las flautas:

    C’est le mai, c’est le mai,

    C’est le joli mois de mai!

    —Están desafinando otra vez —dijo Gastón con voz exasperada—. Llama a los coros, Mercy. Y que se incorporen los cantos de alondra y unas cuantas mariposas amarillas. Se dirigió al canal maestro y exclamó:

    —¡Eh, Minou! Saca a ese cretino de delante del caballo del Duque. Y vigila al chico de rojo, parece que está arrancando las campanillas del tahalí del Príncipe.

    Mercedes Lamballe trajo las voces auxiliares tal como se le ordenó. Toda la multitud se unió a la canción, la habían estado esperando desde la Coronación de Carlomagno. Mercy hizo que el canto de los pájaros llenara los floridos jardines y envió la señal para que liberaran a las mariposas de sus jaulas escondidas. Sin que nadie se lo ordenase, lanzó una brisa perfumada para refrescar a los turistas de Aquitania, de Neustria, de Blois, de Foix y de todos los demás planetas franceses del Medio Galáctico que, junto con los francófilos y los medievalistas de decenas de otros mundos, habían venido a saborear las glorias de la antigua Auvergne.

    —Van a tener calor ahora, Bry —le comentó a Grenfell. La brisa los hará más felices.

    Bryan, al oír el tono habitual de la voz de ella, se relajó.

    —Supongo que existen límites en los inconvenientes que están dispuestos a soportar en nombre de la esplendorosa inmersión cultural.

    —Reproducimos el pasado —dijo Lamballe— tal y como nos hubiera gustado que fuera. Las realidades de la Francia medieval son otra cosa muy distinta.

    —Tenemos rezagados, Mercy. —Las manos de Gastón se lanzaron sobre el panel de control de la coreografía preliminar de la suite del mástil de mayo—. Veo dos o tres exóticos en el grupo. Probablemente esos etnóloguchos del mundo Krondak de los que fuimos alertados. Trae un trovador para mantenerlos contentos hasta que alcancen al grupo principal. Estos visitantes son propensos a escribir terribles valoraciones si dejas que se aburran.

    —Algunos de nosotros mantenemos nuestra objetividad —dijo Grenfell dulcemente.

    El director resopló.

    —Bueno, no estás ahí fuera caminando entre mierdas de caballo, disfrazado bajo un sol abrasador, en un mundo con un subjetivo bajo nivel de oxígeno y una doble gravedad subjetiva… ¿Mercy? Maldita sea, muchacha, ¿te estás yendo de nuevo?

    Bryan se levantó de su asiento y se acercó a ella con cara de preocupación.

    —Gastón, ¿no ves que está enferma?

    —¡No lo estoy! —Mercy fue tajante—. Se me pasará en un minuto o dos. Trovadores enviados, Gastón.

    El monitor enfocó a un cantante que hizo una reverencia ante el pequeño grupo de rezagados, tocó un acorde con su laúd y comenzó a guiar a la gente hacia el área del mástil de mayo mientras los reconfortaba con una canción. La penetrante dulzura de su voz de tenor llenó la sala de control. Cantó primero en francés, luego en el Inglés Estándar de la Humanidad del Medio Galáctico para aquellos que no tenían ni idea de lenguas arcaicas.

    Le temps a laissé son manteau

    de vent, de froidure et de pluie.

    Et s’est vêtu de broderie

    De soleil luisant… clair et beau.

    El clima se ha despojado de su manto

    de vendavales, de heladas y de lluvia.

    Y se viste de nuevo de luz tejida

    con el brillante sol de primavera.

    Una alondra auténtica incorporó su propia coda a la canción del juglar. Mercy inclinó la cabeza y unas lágrimas cayeron sobre la consola que tenía delante. Esa maldita canción. Y la primavera en Auvergne. Y las frenéticas alondras, y las mariposas retroevolucionadas, y los prados tan cuidados, y los jardines repletos de gente agradecida proveniente de planetas lejanos donde la vida era siempre dura, aunque todos iban superando las dificultades, excepto los inevitables inadaptados que manchaban el hermoso y creciente tapiz del Medio Galáctico.

    Inadaptados como Mercy Lamballe.

    —Mil perdones, chicos —dijo con una sonrisa que mostraba arrepentimiento y limpiándose la cara con un pañuelo de papel—. Fase equivocada de la luna, supongo. O será la vieja ascendencia celta. Bry, elegiste el día equivocado para visitar este loco lugar. Lo siento.

    —Todos los celtas estáis majaretas. —Gastón la disculpó con amabilidad—. Hay un ingeniero bretón en el desfile del Rey Sol que me dijo que sólo puede eyacular cuando lo hace sobre un megalito. Vamos, chica. Sigamos con el espectáculo.

    En las pantallas, los bailarines del mástil de mayo entrelazaban sus cintas y giraban siguiendo complejos patrones. El duque de Berry y los demás actores de su séquito permitieron a los emocionados turistas admirar las joyas reales que adornaban sus trajes. Las flautas sonaban, las cornamusas plañían, los vendedores ambulantes vendían confituras y vino, los pastores dejaban que la gente acariciara a sus corderos, y el sol se ponía sonriendo. Todo estaba bien en la douce France de 1410 d.C., y así sería por otras seis horas, durante el torneo y la fiesta final.

    Y después, los turistas agotados serían transportados a toda prisa a 700 años del mundo medieval del Duque de Berry, por cómodos tubos subterráneos, para su próxima inmersión cultural en Versalles. Y Bryan Grenfell y Mercy Lamballe bajarían a los jardines al caer la tarde para hablar sobre ir a navegar juntos a Ajaccio y para ver cuántas de las mariposas habían sobrevivido.

    2

    LA ALARMA ululó a través de la sala central, equipada para el montaje de la cuadrícula energética de Lisboa.

    —Bueno, diablos, de todos modos, estaba perdiendo —comentó la enorme Georgina. Elevó la potencia de la unidad portátil de aire acondicionado de su armadura y se dirigió, con el casco bajo el brazo, hacia el equipo de perforación que le esperaba.

    Stein Oleson cerró sus cartas con un golpe contra la mesa. Su vaso de licor se derramó y mojó el escaso montón de patatas fritas que tenía delante.

    —¡Y yo apuntando al rey y con la primera mano decente en todo el día! ¡Malditas trisomías! ¡Menuda suerte de folla abuelas!

    Se puso en pie de un salto, tirando la silla reforzada. Se tambaleaba. Dos metros y quince centímetros de desagradable belleza berserker. La enrojecida esclerótica de sus ojos contrastaba de manera chocante con sus brillantes iris azules. Oleson miró con ira a los otros jugadores y apretó sus puños servopropulsados.

    Hubert soltó una profunda carcajada. Podía reírse, ganando como iba.

    —¡Gatito duro! Cálmate, Stein. Todo ese enjuague bucal que te has tomado no ha colaborado mucho con tus posibilidades de ganar.

    El cuarto jugador de cartas intervino.

    —Te dije que tuvieras cuidado con las gárgaras, Steinie. ¡Y mírate ahora! Tenemos que bajar y estás medio pedo otra vez.

    Oleson le lanzó al hombre una mirada cargada de desprecio asesino. Se despojó del aire acondicionado, subió a su propio equipo de perforación y comenzó a conectarse.

    —Mantén la boca cerrada, Jango. Incluso ciego como una cuba puedo disparar en un verdadero agujero mejor que la sardina perforadora de cualquier comemierda portugués.

    —Oh, por el amor de Dios —dijo Hubert—. ¿Queréis parar de una vez?

    —¡Esto me pasa por tratar de hacer piña con un cabeza cuadrada que me saca de mis casillas! dijo Jango. Resopló al modo ibérico sobre el borde del cuello de su armadura y luego se puso el casco.

    Oleson le miró con desdén.

    —¡Y tú me llamas vago!

    La voz electrónica de Georgina, la jefa del equipo, les trajo malas noticias cuando andaban revisando los equipos.

    —Hemos perdido la línea principal de Cabo da Roca-Azores, en el punto kilométrico 793, y el túnel de servicio también. Deslizamiento y sobrecarga de tipo tres, aunque por lo menos la fístula está sellada. Parece una broma pesada, chicos.

    Stein Oleson se impulsó hacia adelante. Su plataforma de 180 toneladas se elevó treinta centímetros sobre el suelo, se deslizó para salir de su muelle y se pavoneó rampa abajo, meneando la cola como un dinosaurio de hierro achispado.

    Madre de Deus —gruñó la voz de Jango. Su máquina siguió a la de Stein, respetando escrupulosamente las normas de circulación.

    —Es un peligro, Georgina. Que me parta un rayo si taladro en tándem con él. ¡Te lo digo, presentaré una queja ante el sindicato! ¿Te gustaría tener a un borracho mareado como única cosa entre tu culo y una veta de basalto al rojo vivo?

    La atronadora risa de Oleson resonó en sus oídos.

    —¡Adelante, presenta una queja al sindicato, cagón! Entonces ve y consíguete un trabajo que se adecue a tus nervios. Como hacer agujeros en quesos suizos con tu...

    —¿Queréis dejar de decir chorradas? —dijo harta Georgina. Hubey, tú te unes a Jango en este turno y yo iré en tándem con Stein.

    —Espera un momento, Georgina —se quejó Oleson.

    —Está decidido, Stein —Renovó la esclusa de aire—. Tú y mamá contra el mundo, Ojos Azules. Y encomienda tu alma a Jesús si no te despejas antes de que alcancemos esa rotura. Andando, chicos.

    Una inmensa puerta de once metros de altura casi igual de gruesa se abrió para darles entrada al túnel de servicio que conducía al fondo del mar. Georgina había introducido las coordenadas de la rotura en los autotimones de sus perforadoras, así que todo lo que tenían que hacer durante un rato era relajarse, balancearse dentro de su armadura, y tal vez esnifar un eufórico o dos mientras se desplazaban a 500 km/h hacia un destrozo bajo el fondo del Océano Atlántico.

    Stein Oleson elevó un poco la presión de su oxígeno y se administró una dosis de aldetox y stimvim. Luego ordenó a la unidad alimentaria de la armadura que le sirviera un litro de huevo crudo y puré de arenque ahumado, junto con su licor antirresaca favorito, un akvavit.

    Se escuchaba un leve murmullo en el receptor de su casco.

    —Maldito cagafuegos trasnochado. Debería colocar un par de cuernos de buey en su casco y envolver su culo de hierro con piel de oso.

    Muy a su pesar, Stein sonrió. En su fantasía preferida se imaginaba a sí mismo como un vikingo. O, dado que tenía genes nórdicos y suecos, como un invasor varangiano abriéndose camino hacia el sur, hacia la antigua Rusia. ¡Qué maravilloso sería responder a los insultos con un hacha o una espada, libre de las estúpidas restricciones de la civilización!, dejando que la ira fluya como debería hacerlo, ¡dándole fuerza a sus grandes músculos para luchar! Atraparía a fuertes mujeres rubias que primero se enfrentarían a él, y luego se abrirían dulcemente. Había nacido para una vida así.

    Pero desafortunadamente para Stein Oleson, el salvajismo humano se había quedado extinguido en la Era Galáctica, tan sólo lo echaban de menos unos pocos etnólogos. Las sutilezas de los nuevos bárbaros mentales quedaban fuera de su alcance. Este excitante y peligroso trabajo suyo había sido avalado por una computadora benevolente, pero el hambre de su espíritu permanecía insatisfecha. Nunca había considerado emigrar a las estrellas; en ninguna colonia humana, en ninguna parte del Medio Galáctico existía un paraíso primitivo. El plasma germinal de la humanidad era demasiado valioso para desperdiciarlo en remansos neolíticos. Cada uno de los 783 nuevos mundos humanos estaba completamente civilizado, unido por la ética del Concilio, y obligado a contribuir a la lenta confluencia integral. Las personas que anhelaban sus raíces más elementales tenían que contentarse con visitar las meticulosas restauraciones de los antiguos enclaves culturales del Viejo Mundo, o con exhibiciones de inmersión cultural exquisitamente orquestadas, auténticas casi hasta el último detalle, pero nunca del todo, y que le permitían a uno saborear activamente una parte de su herencia.

    Stein, que nació en el Viejo Mundo, había ido a la epopeya de Fjordland recién salido de la adolescencia. Saliendo de la ciudad de Chicago para ir a Escandinavia en un viaje de vacaciones junto a otros estudiantes. Fue expulsado del desfile de los barcos invasores y multado duramente tras saltar en medio de un simulacro de lucha multitudinaria cuerpo a cuerpo, partirle el brazo a un peludo nórdico y rescatar de la violación a una doncella británica secuestrada. (El actor herido se tomó con resignación sus tres meses en el tanque de regeneración. Son los riesgos del oficio, chico, le había dicho a su arrepentido atacante).

    Algunos años más tarde, después de que Stein hubiera madurado y logrado cierta liberación a través de su trabajo, volvió a los desfiles de la epopeya. Esta vez le parecieron patéticos. Stein veía a los felices visitantes de TrØndelag, Thule y Finnmark y todos los demás planetas escandinavos como un hatajo de bobos disfrazados, superficiales, exhibicionistas, pajeros mentales, patéticos perseguidores de la identidad perdida.

    —¿Qué haréis cuando descubráis quiénes sois, bisnietos de probetas?, —había gritado luchando borracho en la fiesta del Valhalla. ¡Regresad allá de donde vinisteis, a los nuevos mundos que os dieron los monstruos!

    Entonces se subió a la mesa de Aesir y orinó en el cuenco de hidromiel.

    Lo expulsaron y lo multaron de nuevo. Y esta vez

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