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La estrella perdida (Segunda novela de la trilogía El Papiro).
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Libro electrónico337 páginas4 horas

La estrella perdida (Segunda novela de la trilogía El Papiro).

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Un grupo de arqueólogos descubren en unos viejos papiros el misterio de La Vera Cruz, la cruz de la crucifixión de Cristo. Los escritos revelaban que los esenios, hermandad de la que formaba parte Jesucristo, la habían llevado y escondido en la cima del enigmático Kukenán, el llamado Tepuy de los Muertos, en la Gran Sabana, al sureste de Venezuela. Divor Klaus, un avezado antropólogo y aventurero, parte a buscarla porque los pergaminos revelaban que la cruz se materializaría a las tres de la tarde del Domingo de Resurrección de ese año. La Santa Sede, apoyada por los Dei Pax, una banda de sicarios al servicio de la Iglesia, va tras su pista, pero se topa con un místico secreto: el nacimiento en la tierra de los Nion, una especie de niños ángeles con poderes celestiales. Intrigas y confabulaciones se apoderan del Vaticano y sus más altos prelados hasta que el día señalado deviene la alineación del Triángulo Divino, acontecimiento que devela nuevas y tenebrosas profecías para la humanidad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 may 2013
ISBN9781301081806
La estrella perdida (Segunda novela de la trilogía El Papiro).
Autor

Diego Fortunato

SOBRE DEL AUTORDiego Fortunato, escritor, poeta, periodista y pintor italiano nacido en Pescara (Italia). Desde su más tierna infancia vive en Venezuela, su tierra adoptiva, país donde se trasladaron sus padres al huir de los rigores y devastación que dejó la Segunda Guerra Mundial en Europa. Cursó estudios académicos que van desde teatro, en la Escuela de Teatro Lily Álvarez Sierra de Caracas, pintura, leyes en la Facultad de Derecho y periodismo en la entonces llamada Escuela de Periodismo de la Universidad Central de Venezuela. Desde temprana edad fue seducido por las artes plásticas y la literatura gracias a la pasión y esmero de su madre, ávida lectora y pintora aficionada. Sus novelas, teñidas de aventura, acción y suspenso, logran atrapar en un instante la atención del lector. Sus poesías, salpicadas de delicada belleza, están tejidas de mágicas metáforas. La pintura merece capítulo aparte. En sus cuadros, de impactantes contrastes cromáticos y a veces de sutiles y delicadas aguadas, Fortunato establece sorprendentes diálogos con la luz y las sombras, como en el caso de sus series Mujeres de piel de sombra y La femme en ocre. La mayoría de las portadas de sus libros están ilustradas con sus obras pictóricas.ALGUNAS OBRASNovelas: La Conexión (2001). La Montaña-Diario de un desesperado (2002). Url, El Señor de las Montañas (2003). El papiro (2004). La estrella perdida (El Papiro II-2008). La ventana de agua (El Papiro III-2009). Atrapen al sueño (2012). La espina del camaleón (2014). 33-La profecía (2015). Pirámides de hielo-La revelación (2015). Al este de la muralla-El ojo sagrado (2016). La ciudad sumergida-El último camino (2017). Borneo-El lago de cristal (2019). El origen-Camino al Edén (2020). La palabra (2021). Cuentos: En las profundidades del miedo (1969). Dunas en el cielo (2018). Conciencia (2018).- Dramaturgia: Franco Súperstar (1988), Diego Fortunato-Víctor J. Rodríguez. Ensayos: Evangelios Sotroc (2009). Pensamientos y Sentimientos (2005). Poemarios: Brindis al Dolor (1971). Cuando las Tardes se Tiñen de Aburrimiento (1994). Lágrimas en el cielo (1996). Hojas de abril (1998). El riel de la esperanza (2002). Caricias al Tiempo (2006). Acordes de Vida (2007). Poemas sin clasificar (2008). Palabras al viento (2010). El vuelo (2011). El sueño del peregrino (2016). Sueños de silencio (2018).

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La estrella perdida (Segunda novela de la trilogía El Papiro). - Diego Fortunato

Chapter 1

Los vientos del norte soplaban con furia sobre la Gran Sabana aquella fría mañana de abril. Silbaban tan perversamente que parecían emular el sordo susurro del diablo. Los pocos pájaros que se escuchaban trinar, quizás acostumbrados a sus quejidos, no se inmutaban, aunque las ramas de algunos endebles arboles parecían temblar de miedo.

Bajo un cielo penumbroso, tres hombres avanzaban silenciosos hacia la cumbre del Kukenán, una escarpada e inhóspita montaña de cima achatada que sobrevivió incólume al precámbrico y que los indígenas del lugar llamaban el Tepuy de los Muertos. Decían que Dios hacía la siesta allí todas las tardes, aunque también se aseguraba que era morada de los tenebrosos Brihna y Rezak, espíritus ancestrales de la peste y la muerte.

Sobre las cabezas de los caminantes un manto de gigantescos árboles les impedía ver el cielo. El seco crujir de los esqueletos de aquellas viejas moles de madera y la sinfonía dramática de sus hojas, amortiguaban cualquier otro ruido que no fuese el de su propia respiración. El silencio era aterrante y misterioso. Las sombras que se movían como espectros hambrientos en la ladera hacían presentir la presencia de alguna nube que danzaba al viento sobre ellos. Sólo el reflejo de tímidos rayos de sol que se colaban a través del follaje indicaba que todavía era de día.

Apartando con sus filosos machetes los bejucos y enramadas que le cerraban el camino, se abrieron paso hasta El sendero de los Fantasmas, un sombrío túnel formado por descomunales helechos que colgaban sus apergaminadas hojas de un frondoso y tupido bosque. El rasgar de los machetes o el chasquido de una que otra rama seca que se destrozaba bajo sus pies, rompían la monotonía del avance y les advertía que todavía estaban en tierras de vivos.

El arqueólogo Divor Klaus, líder del grupo, seguía de cerca a sus guías, dos indígenas pemones que el día anterior había contratado en San Francisco de Yuruaní, un pintoresco asentamiento emplazado en plena Gran Sabana, a orillas de la carretera que llevaba a la frontera de Venezuela con Brasil.

Pronto salieron del sendero y ante sus ojos se proyectó la majestuosa falda del Kukenán. Un pasto musgoso, muy fino y enano, cubría como alfombra inquieta aquella parte de la ancestral montaña. Hasta donde podían alcanzar con sus ojos una tierra negra que al principio de la creación alguna vez fue polvo, ribeteaba como serpiente en celo sus contornos. Parecía una lengua de fango perdida y confundida entre las rocas, pero no lo era.

–Este es el camino. En media hora llegaremos al Paso de la Muerte. Debemos seguir esa procesión de troncos que parecen piedras –indicó Juan Diego, el curtido nativo que fungía de guía de la pequeña expedición mientras levantaba el brazo y con el índice señalaba unos enormes troncos de árboles petrificados, evidencia impenitente de la existencia de un bosque que volvió del pasado para servir de centinelas a los aventureros.

–Parecen fantasmas… No me imagino qué aspecto tendrán de noche, a la luz de la luna y envueltos en neblina –comentó Divor Klaus después de aplastar contra su rostro a un fastidioso puri-puri, pequeño mosquito hematófago que habitaban por millones en la Gran Sabana. No era tanto la cantidad de sangre que lograban sorber los insaciables insectos lo que más incomodaba al viajero, sino el irritante escozor que dejaban después de cada picada, el cual se reavivaba con desesperante intensidad durante varios días y a veces semanas.

–No los mate señor, ¡espántelos!... –refirió con una socarrona sonrisa en los labios y a manera de chanza Luis Rafael, el joven porteador pemón del diminuto grupo–. Esos mosquitos son parte de nuestro patrimonio… Si todos los forasteros los matan con los años se extinguirán y ya nadie podrá llevarse ese lindo recuerdito a su casa –manifestó jocoso sacudiendo con la mano un enjambre de molestos puri-puri que revoloteaban cerca de su cara.

No hubo respuesta a aquella ocurrencia. Divor Klaus no estaba para bromas. Sólo quería avanzar sin más demoras. Sus ojos brillaban de impaciencia. Sabía que marchaba contra el tiempo.

Sin siquiera comunicarlo, dejó a los indígenas atrás y comenzó a remontar la cuesta rápido y con firmeza. Sabía que debía conquistar la cumbre del Kukenán mucho antes de que los rayos del atardecer pincelasen de negro la boca de aquella montaña que semejaba un alargado volcán olvidado en el tiempo.

Apenas estaban a menos de dos mil trescientos metros sobre el nivel del mar, por lo que no había problema de carencia de oxígeno. Se respiraba bien y profundo. Divor Klaus lo sabía. Ese no era un problema. A lo que temía era a los traicioneros vientos que en más de una ocasión estuvieron a punto de hacerlos rodar cuesta abajo cuando escasamente habían subido trescientos metros y al Paso de la Muerte, una saliente rocosa de unos cincuenta centímetros de ancho y techo muy bajo, que debían sortear a gatas y con cuidado a fin de no precipitarse al profundo vacío y a la muerte. Hasta los momentos todo había salido según lo estipulado, pero debían estar en la cima antes del anochecer. De otra forma su misión habría fracasado. Sólo él sabía lo vital e importante que era. No debía fallar por ningún motivo o circunstancias.

Sin notar la impaciencia del arqueólogo, los dos pemones parecían andar en un día de campo. Su avance era lento, pero seguro. Sabían que cualquier pequeño descuido podría ser el último e irían a caer a lo profundo de los abismos y de allí a la morada de Brihna y Rezak porque, como buenos católicos y creyentes, no tendrían tiempo de recibir la absolución del Creador. La muerte sería instantánea y sin siquiera percibir dolor, sólo espanto en la caída. Previsores, protegían sus cuerpos con tupidas mantas indígenas tejidas con hilo de pabilo adornadas con rombos multicolores los cuales se unían en su centro a manera de arco iris. De esa forma, si se perdían o sufrían algún accidente, serían reconocidos a la distancia dentro del verde azulado de la sabana. El frío y los latigazos del viento, además de impredecibles eran flagelantes, pero los aguerridos pemones sabían cómo resguardarse de los elementos y su furia. Llevaban la cabeza cubierta con una especie de capuchas de lona que afianzaban en la parte baja de las mandíbulas con un sólido cordón de cuero. Para estabilizar los movimientos y el peso que llevaban a sus espaldas mientras caminaban, en los wayares, resistentes y cómodos morrales indígenas, en los altos extremos de madera que estaban detrás de sus cabezas, enlazaban una cinta de tela que luego sujetaban a la frente.

De pronto el avance comenzó a hacerse fatigoso, pero sin nada que pudiese ser infranqueable o que detuviese por instantes la marcha. No obstante, luego de sortear un paso lleno de precipicios, los dos pemones parecían exhaustos, aunque en el rictus de sus ojos más que cansancio destilaban un temor que no les era propio, sino atávico. Respetaban y temían al Tepuy de los Muertos, no así al Roraima, la otra gran montaña que tenía a su derecha, la más alta y extensa de todos los tepuyes, a la cual la llamaban La Morada de Dios.

En su afán por conquistar aquel tepuy cuya formación se remontaba a los inicios del mundo, Divor Klaus no se había percatado de que pronto se desataría una gran tormenta. En su mente sólo un pensamiento absorbía toda su mente. Llegar a la cumbre. Debía corroborar con sus propios ojos si en su aplanada cima existía en verdad el inmenso cuarzo color violeta, tan grande como un estadio de fútbol, que revelaban los antiguos papiros que tres días antes había hallado en el Monte Tabor envueltos en la Lanza de Longino. Había viajado desde tan lejos con ese propósito, porque si el cuarzo estaba allí, y lo descrito en los pergaminos de Tabor era real y auténtico y no una mera leyenda, sabía que también hallaría sobre la gran roca de deslumbrante cuarzo color violeta a La Vera Cruz, la Cruz de la Crucifixión de Jesucristo, la cual se hallaba perdida desde hacía muchos siglos y nadie sabía dónde estaba.

Después de sortear sin problemas el Paso de la Muerte, vereda de la que algunos eruditos afirmaban que en ese pequeño espacio lleno de rocas y arenisca comenzó a gestarse la separación de los continentes hace más de ciento ochenta millones años, y otras dos largas y penosas horas de recorrido, en el límite de una inusitada oscuridad que comenzaba a invadir la sabana y los tepuyes cercanos, los caminantes al fin alcanzaron el punto más elevado y apartado del Kukenán.

Divor Klaus dejó emerger de sus pulmones un suspiro liberador. Lo invadía una dicha indescriptible. Lo había logrado. Si todo resultaba bien, lo que estuvo buscando durante años de estar escudriñando entre empolvados papiros, escritos antiguos, documentos y excavaciones, estaba a punto de materializarse.

Como himno a la determinación, escuchó sonar campanas de gloria dentro de su cerebro. Contemplativo y agradecido, dirigió la vista hacia la hermosa e infinita sabana. Sus ojos se tiñeron de esperanzas y anhelos mientras observaba desde las alturas aquel inmenso océano de hierbas pinceladas de verde azulado, candorosos amarillos y tenues esbozos de una dorada arena que se extendía hasta sus pies. Nada se distinguía la distancia. Siquiera los gigantescos árboles y los enramados rastrojos. Nada. Sólo un apacible silencio. Las flores eran luciérnagas de colores extraviadas en el letargo del boscaje. Desde arriba la sabana semejaba un manto cubierto por un reflejo inexistente surcado por venas incoloras perdidas en el tiempo. Una paz silenciosa orlaba un horizonte que en beso divino se fundía en el azul de cielo. La Gran Sabana despertaba a la divinidad y a los mitos y leyendas. Allí todo sería posible. Hasta lo ilusorio podría tomar vida.

Tuvieron que caminar otras tres horas por los largos laberintos y secretas veredas de la cima que sólo conocían sus guías pemones. Si no hubiese sido por los expertos ojos de los indígenas, el arqueólogo se habría precipitado al vacío en más de una oportunidad.

Sortearon traicioneros abismos y grieta semejantes a bocas hambrientas camufladas entre las rocas de arenisca se extendían a su paso, pero nada hacia languidecer a Divor Klaus. Siquiera el cansancio. Estaba decidido y hasta no lograrlo no dejaría de caminar.

De pronto, como si se tratase de una aparición, ante ellos se desnudó un descomunal y oscuro agujero.

–¡Aquí es!... Hemos llegado –informó Juan Diego librándose de su wayare, la resistente mochila indígena tejida con fibras de manare y un delgado bejuco que sujetaba los soportes de sólida madera.

El semblante de Divor se iluminó. Siquiera dio un paso hacia delante para inspeccionar la abertura. Se descolgó el morral y comenzó a tantear en su interior.

–¡Bajaré ahora!–exclamó eufórico.

–No lo haga señor. Es muy peligroso –advirtió Luis Rafael moviendo la cabeza en forma negativa.

–Vine hasta aquí para eso… Debo bajar… –respondió el arqueólogo mientras extraía del morral una fina y larga cuerda que no parecía ser muy resistente y mucho menos segura.

–Es arriesgado. Mejor baje mañana. Hoy los espíritus están disgustados –exhortó Juan Diego mientras achinaba sus pequeños ojos.

–¿Qué dices?... ¡No!.. No es como ustedes creen... –masculló sin siquiera levantar la cabeza mientras seguía hurgando dentro del morral–. Por favor, tranquilícense –demandó mientras se incorporaba–. Los espíritus están en el cielo y ellos nos protegerán por la gracia de Dios… Este abismo no es tan profundo como parece… –refirió y comenzó a caminar hacia el borde del precipicio.

–Señor, no es el momento –insistió el más joven de los pemones–. Mire hacia arriba. El cielo está negro y se avecina un temporal.

Divor estaba tan excitado que no reparó en la advertencia de Luis Rafael y fue hacia la boca del despeñadero. Luego de dar algunos pasos se detuvo y volteó hacia sus guías. Los contempló paternalmente. Al notar que lo observaban intranquilos, dio marcha atrás. Al llegar junto a ellos, entornó sus ojos a manera de disculpa por no escuchar sus consejos, extendió los brazos y los estrechó a ambos contra su cuerpo.

–Debo hacerlo, amigos. Es ahora o nunca. No puede ser otro día –afirmó a fin de calmarlos–. Ni se imaginan la importancia que esto tiene para la humanidad… Jamás me lo perdonaría si no bajó ahora, porque…

Una ráfaga de cortantes vientos del norte que casi les rasgan las vestiduras lo interrumpió. Los tres se abrazaron con fuerza y esperaron a que el vendaval cesara.

–Si debes hacerlo, que Dios te proteja –asintió Juan Diego, a quien en su etnia llamaban El místico porque le atribuían poderes premonitorios.

–Eso espero… Eso espero… –repitió pensativo el arqueólogo–. Pero para bajar necesito de ayuda.

–Lo ayudaremos, pero no será ahora… La tormenta se desatará en cualquier momento y debemos acampar en aquella cueva –sugirió Juan Diego mientras señalaba una abertura que había al borde una roca–. Mañana lo…

–¡No, Juan Diego! Hoy es Domingo de Resurrección, mañana no tendría sentido… ¡Tiene que ser ahora! –precisó Divor Klaus.

–Usted no entiende… Es peligroso… –insistió El místico confundido por la premura de aquel extranjero.

–Entonces no perdamos tiempo… ¡Ayúdenme a bajar! –urgió calmo el arqueólogo.

–No lo haga… Déjelo para mañana. –insistió Juan Diego misericordioso–. Recuerde que por estos días los demonios andan desatados…–le recordó mientras se hacía la señal de la cruz.

–¡Lo sé, amigo!... Precisamente por eso debo hacerlo hoy y no otro día –refirió inmutable.

Un vigoroso ventarrón en forma de tromba casi los arrastra a los tres hacia el fondo del precipicio mientras hablaban. Divor Klaus abrazó protector a los indígenas contra su cuerpo. Así estuvieron largos minutos a la espera de que aquella tromba que parecía haber salido del infierno se alejase.

A Divor Klaus no le motivaba un simple capricho. Todo lo contrario. Después de extensos y contradictorios estudios de centenares de manuscritos antiguos, creyó haber encontrado la pista que con tanto ahínco buscó por años, asentada en los papiros que descubrió días antes en el Monte Tabor envueltos en la Lanza de Longino, el centurión que hirió en un costado a Jesús mientras se encontraba crucificado en el Gólgota, el también llamado Monte de la Transfiguración, llamado así porque se creía que allí se había transfigurado Cristo.

Aunque muchos de aquellos papiros estaban reducidos a pequeños fragmentos de delicada piel de cabra, que era el material que se utilizaba antiguamente para dejar anotados evidencias de acontecimientos importantes, mientras revisaba algunos de sus trozos, todos ellos escritos en arameo, la lengua que hablaba Jesucristo, advirtió que varios de ellos, aunque aparentemente de la misma procedencia, tenían en uno de sus extremos una pequeña marca y varios signos numéricos. Provisto de guantes y pinzas, tomó las piezas con cuidado y comenzó a revisarlas minuciosamente. Luego de someterlos al escrutinio de un potente microscopio, determinó que la letra con la que habían sido marcados correspondía a nuestra T actual. Bajo ese riguroso orden comenzó a desclasificarlos y unir los trozos como si fuese de un rompecabezas. Después de leer varios de ellos y por las citas y pistas dadas en los mismos, concluyó que algunos provenían de unas catacumbas secretas descubiertas en el año mil ciento sesenta y seis a unos ochenta kilómetros al este de Jerusalén, cuevas de las cuales muy pocas personas sabían de su existencia, porque fueron selladas y recubiertas alrededor del año mil doscientos cincuenta durante la Séptima Cruzada, organizada por Inocencio IV y dirigida por San Luis, rey de Francia. Sus citas aparecían en el Códice Vaticano y el Códice Sinaítico. Según una antigua creencia, ciertas revelaciones asentadas en el Códice Sinaítico a través de símbolos secretos, fueron transcritas, igualmente de forma secreta, en la Crucifixión pintada por Giovanni Cimabue, artista italiano nacido en Florencia. Algo espeluznante, confuso y totalmente absurdo a la óptica científica.

A los manuscritos estudiados por Divor Klaus algunos diligentes sabios los confundían con Los Papiros de Sión porque equivocadamente investigadores inexpertos afirmaban que el sitio exacto del hallazgo había sido la colina sudoriental de Jerusalén, el mismo espacio de terreno en el que tiempo después se construyó la ciudad del rey David y en la que Salomón edificó su templo. Desde el remoto año mil trescientos cuarenta y siete, la Orden de los Franciscanos estuvo custodiando ese sagrado lugar, el cual hoy en día es conocido como el Santo Sepulcro de Jesucristo o la Iglesia de la Resurrección.

Desde el año cuarenta y cuatro después de Cristo la Iglesia Madre de Jerusalén tenía su sede en Sión, sus sacerdotes visitaban el Jardín del Gólgota y allí celebraban el recuerdo de los grandes eventos de la Crucifixión, Muerte y Resurrección del Señor. Sin embargo, de todos las evidencias, citas y afirmaciones que Divor Klaus extrajo de Los papiros del Tabor, como él mismo había bautizado a los papiros que encontró por no tenerse hasta ese momento ninguna otra referencia sobre su procedencia real, el que realmente le impactó y tuvo en vela durante varias noches fue el del fragmento que codificó como el 3T5. En el mismo se revelaba que La Vera Cruz, la auténtica cruz en la que fue crucificado Jesucristo en el Monte del Calvario, la cual estaba perdida desde el año treinta y tres después de su muerte, fue llevada por la secta de los esenios al Kukenán, uno de los tantos tepuyes precámbrico de la Gran Sabana, al sureste de Venezuela, y depositada para resguardarlo de manos indignas sobre un gigantesco cuarzo color violeta que se hallaba en el fondo de un precipicio existente en la cima de la montaña de punta achatada y arenisca rosada.

Varios mitos cristianos antiguos describían que el prodigio que permitía identificar a La Vera Cruz, fueron basadas en que su santificada madera realizaba curaciones milagrosas y revelaba con total exactitud al hombre puro y de buena fe que la hallase, algunos acontecimientos funestos por lo que debería pasar la humanidad y la próxima venida de Cristo a la Tierra.

Divor Klaus debería encontrar la cruz y descifrar sus misterios. Era la santa misión que se había impuesto. Pero debía ser ese día y no otro. Las revelaciones de los papiros eran contundentes y precisas en ese aspecto. No podían existir dudas ni vacilaciones. La cruz y el cuarzo sobre el que estaba depositada, sólo se materializaría en Semana Santa, a las tres de la tarde del Domingo de Resurrección, y no en otra fecha u hora. El momento era ese y debía bajar ya. No habría un mañana.

Aunque la tromba se había alejado, los resoplidos que procedían de las cavernas ocultas del Kukenán seguían imperturbable. Su sonido era terrorífico, pero nada parecía espantar a Divor Klaus.

Decididos, los tres hombres rompieron con fuerza la barrera del iracundo viento que como torbellino le impedía el avance. Lentos, asidos uno del otro y abrazados en un solo cuerpo, se abrieron paso unos treinta metros a fin de alcanzar la agreste boca del abismo.

Rastrojos, diminutos pedazos de paja arrancadas de la inmensidad de la sabana, cacheteaban sus rostros. Divor apenas percibía la furia de los elementos. Avanzaba, sólo avanzaba. Una oportunidad como esa la esperó toda su vida y estaba a sólo pasos. Sabía que ese era el momento y que nadie ni nada en el mundo le impediría seguir adelante y alcanzar la meta propuesta.

Al estar cerca del despeñadero se separó de los indígenas y ensanchó el pecho hacía el horizonte mientras observaba como el brillante sol comenzaba a ser arropado por tenebrosas nubes que anunciaban una tempestad que se demoraba en llegar hasta donde estaban, aunque toda la Gran Sabana ya había sido inundada por grandes gotas de agua semejantes a lágrimas perdidas en el tiempo. Llenó sus pulmones hasta lo más profundo y luego exhaló con fuerza liberadora. Aunque estaba inmensamente feliz buscaba tranquilizarse. Serenar su espíritu, pero le era difícil hallar sosiego en esos instante. Lo único que le importaba era bajar hasta donde suponía que estaba el refulgente cuarzo color violeta. De hallarlo, sería el camino a La Vera Cruz.

Parado al borde del risco mientas su ropaje se movía al arbitrio del viento, semejaba un personaje mitológico, un ser salido de la nada y depositado en aquel inexplorado paraje de la selva subtropical. Estaba a punto de logarlo. Sólo lo separaban de aquel misterio ancestral unos sesenta metros hacía la profundidad del abismo. Una sonrisa de virtuosa satisfacción de pronto se dibujó en sus labios. Había llegado a tiempo al Kukenán para poder cumplir con las indicaciones descritas en los papiros del Tabor.

Absorto, comenzó a mirar hacia lo profundo de la gran abertura que tenía ante sus ojos. Ciertamente sus guías pemones tenían razón. Era arriesgado bajar hacia las entrañas de aquel lugar lleno de sombras. No obstante, estaba decidido. No había vacilación en su mente. Después de este largo viaje no voy a dejarme amedrentar por un poco de oscuridad, pensó a fin de darse ánimo.

El viento estaba a punto de desprenderle de la cabeza el raído sombrero de paño marrón que tenía asegurado bajo las mandíbulas con un entorchado cinto de cuero. Lo tomó con una mano, se lo echó hacia las espaldas y aseguró su lazo al cuello. Su semblante de pronto cambió. Olía peligro. Comenzó a presentirlo. Oscuros pensamientos cruzaron por su mente mientras las espinosas ráfagas de viento seguían fustigando con inclemencia su rostro, pero la decisión había sido tomada. Nada importaba. Sería ahora o nunca. Si debía dejar su vida en el intento, la dejaría. No permitiría por nada en el mundo que La Vera Cruz se volviese a sumergir en el misterio y en el olvido. Estaba sólo a minutos de logarlo y nadie le impediría que siguiese adelante con su propósito. El tiempo de Dios es perfecto, pensó en piadosa reflexión.

Al instante, después que aquel pensamiento se borró de su mente, unos relucientes rayos de sol que se escabulleron entre el tupido tropel de nubes que veloces corrían hacia la boca del Kukenán, le permitieron ver parte del fondo. Sus pupilas se dilataron de tal modo que parecían exclamar en grito ahogado ¡Oh, Dios mío!. Al disiparse aquellos caprichosos rayos, todo volvió a ser cubierto por las sombras. Divor Klaus creyó haber visto algo brillante, pero se desvaneció tan rápido como lo hicieron aquellos prodigiosos rayos. Pero, no. Lo había visto. Ahí estaba. No tenía la menor duda. Era el cuarzo. El cuarzo del que hablaban los papiros. No había sido un espejismo, sus ojos lo vieron. Los manuscritos del Tabor no mentían, estaban en lo cierto. El inmenso cuarzo color violeta yacía manso en el fondo de aquel cráter abierto en el tiempo y sus filosas puntas de reflejos diamantinos incandescentes parecían prodigar un beso al cielo.

Ahora estaba más decidido que nunca. Descendería aunque fuese lo último que haría en la vida.

Retrocedió presuroso y fue en busca de sus aparejos de alpinista. No había acabado de dar el primero paso, cuando otro fuerte golpe de viento y una endeble arenisca que se desmoronó bajo sus pies, le hizo perder el equilibrio. La fuerte mano de Juan Diego lo atajó a tiempo para que no cayese al vacío.

–Gracias, amigo –expresó por tenderle aquella salvadora mano–, pero voy a bajar… Debo analizar esas puntas… Debo tocarlas… Encontrar la cruz… –afirmó casi alucinando el arqueólogo.

–Es imposible… Ya tenemos la tormenta encima –dijo Luis Rafael moviendo inquieto la cabeza–. En estos parajes los chubascos son espantosos y la noche profunda… Tanto, que da más miedo que la muerte.

–Si baja no podrá volver a subir. Siquiera las linternas que trajimos podrán alumbrar su regreso –advirtió Juan Diego mostrándole sus viejas lámparas de kerosén.

Mientras hablaba con los dos pemones, el arqueólogo no se percató que el celular que guardó en su morral repicaba insistentemente. Los vientos chiflaban tan enojadamente que era casi imposible escuchar aquel tenue sonido.

Aunque todavía faltaban algunas horas para que la luz del día fuese a recostarse en sus aposentos, Divor Klaus se percató que los dos pemones tenían razón y de allí su angustia. El temporal estaba por desatarse sobre ellos. Debía apresurarse. De otra forma sería un suicidio bajar a aquellas oscuras profundidades.

Sin siquiera volverlo a pensar se remangó hasta más arriba de los codos la gruesa camisa caqui de manga larga. Chequeó en los bolsillos de sus pantalones para cerciorase que tenía todo lo necesario para bajar. Revisó su cinto. Todo estaba bien. El pequeño pico de escalador y la diminuta pala estaban bien afianzados de uno de sus extremos. Del otro, el cuchillo de supervivencia. Tocó la compacta brújula que pendía de su cuello. No le hacía falta más nada. Estaba listo. No más demoras. Le entregó a Juan Diego su viejo sombrero y se dispuso a bajar.

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