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Hijos del desierto. Parte 1
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Libro electrónico586 páginas8 horas

Hijos del desierto. Parte 1

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Información de este libro electrónico

¿Te imaginas un mundo futuro desértico, azotado periódicamente por inundaciones de hojas? ¿Te imaginas un imperio del futuro, más atrasado tecnológicamente, en el que los árboles y las plantas son odiados, pero en el que sobrevive una isla de verdor?
El punto de partida de la novela es una inundación de hojas y ramas que sepulta la ciudad de Estrasburgo bajo toneladas de hojarasca.
¿Qué misterio se esconde tras la lluvia de hojas? ¿Cuál es su causa?
¿Sobrevivirá el Imperio a la invasión arbórea? ¿Vencerá el Imperio a los árboles? ¿O será devorado el desierto por las plantas?
Descúbrelo en "Hijos del desierto", una novela en la que hay aventuras, acción, intrigas palaciegas, asesinatos, traiciones y misterios por resolver.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ene 2014
ISBN9781310695056
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    Hijos del desierto. Parte 1 - José Valero Cuadra

    Capítulo 1: La inundación

    Esta historia comienza en una ciudad fronteriza, decadente, una ciudad sin nombre, sin identidad propia, una ciudad azotada por los más inverosímiles acontecimientos, una ciudad que nadie recordaría si no fuera por los sucesos que aquí se relatan.

    Era media tarde cuando las primeras hojas, amarillentas y ajadas, comenzaron a caer. Una hoja rozó la calva de un anciano que paseaba apoyándose en un grueso bastón, y éste aceleró su marcha cansina como si huyera de la peste negra. Mientras caminaba con paso renqueante, miraba hacia el cielo, algo extrañado y asustado, pero quizá también con alegría, pensando en que el insufrible calor diurno desaparecería de una vez. ¡Y ya era hora! El corto invierno se estaba demorando en demasía.

    —¡Qué pedazo de inútiles! —farfulló indignado—. Otra vez han fallado las mallas de contención.

    La lluvia de hojas continuó toda la tarde sin interrupción, lenta pero inexorable. Un manto amarillo iba cubriendo poco a poco las aceras, las calles y los jardines. Algunos niños, acabada la jornada escolar, salían en tropel a lanzarse sobre los mullidos colchones, como si se tratara de la primera gran nevada del año. Sin embargo, muchos de ellos eran arrancados de allí por sus atribulados progenitores, que les gritaban con voz histérica mientras sus hijos lloraban desencantados.

    Al fin, con algo de retraso, aparecieron los barrenderos, los agentes de la ley. El tétrico aullido de los furgones amarillos de los equipos de limpieza, los kraken, marcaba el toque de queda ciudadano, pues eran, a su manera, unas modernas fuerzas del orden. Enfundados en sus herméticos trajes amarillos y armados con su inconfundible tercer brazo, un largo tubo amarillo capaz de succionar mil hojas en pocos segundos, comenzaron su dura tarea de limpieza.

    En pocos minutos, las calles quedaron desiertas, abandonadas por la gente, que no parecía     dispuesta a presenciar una nueva lucha entre David y Goliat. El rugido del viento competía con el bramido de los potentes aspiradores, que surgían como inmensos tentáculos de la barriga de los kraken. Se diría que el dios Eolo, herido en su orgullo, trataba de levantar olas de hojas marchitas sobre los fieros calamares gigantes que osaban desafiarle una y otra vez. Y así, mientras un mar de hojarasca embravecido anegaba la ciudad, miles de operarios se afanaban por engullirlo y restablecer el orden.

    Un inmenso kraken de tres pisos llegó a la plaza Mayor, de donde surgían cinco caudalosos ríos que no paraban de crecer a cada minuto bajo la tormenta de hojas. El vientre del calamar gigante se abrió, dejando paso a una multitud de figuras citrinas. Tras ellos surgió un gigante de más de dos metros que —ataviado con túnica y pantalones ceñidos de color verde esmeralda, así como una capa amarilla que ondeaba al viento— no cesaba de departir órdenes con voz perentoria.

    —¡Moveos, moveos! —gritaba Jaime de Torquemada, el gran jefe kraken—. Quiero estas calles limpias de suciedad en menos de una hora.

    —Sí, don Jaime, no le defraudaremos —repetían sin cesar los barrenderos.

    A su lado permanecía parado un individuo achaparrado, cuya cabeza rapada apenas rozaba la boca del estómago del gran jefe kraken. Vestía una túnica verde claro ribeteada con arabescos azules. Sus ágiles manos sostenían una tablilla electrónica en la que aparecían datos continuamente.

    —¿Cuál es la altura media, fray Juan?

    —Treinta centímetros. La simulación prevé cincuenta mil hojas por metro cuadrado, es decir, más del doble que en la última crisis. Quizá debamos solicitar refuerzos.

    —No de momento. ¿Acaso no confías en mis chicos? Son los mejores.

    Fray Juan, más conocido como el Pequeño Inquisidor, mantuvo su macilento rostro imperturbable ante la mirada cargada de rencor del gran jefe kraken. Por dentro, todo su ser se estremecía cada vez que tenía que mantener su cabeza erguida y contemplar su cara surcada de innumerables arrugas. Por fuera, sin embargo, mantenía una sonrisa imperturbable y cínica, una falsa tranquilidad que le había permitido medrar con rapidez.

    —Por supuesto que confío, don Jaime. Son insuperables —respondió con voz zalamera.

    —¿Se sabe de dónde proceden las hojas?

    —Se ha detectado un brote en la reserva de robles y acacias. Otros dos en los cultivos frutales de la casa Trastámara y en el bosque de algarrobos, pinos y nogales de la casa Luna. Estos focos están casi controlados…

    —¿Me tomas el pelo, fray Juan? Esos focos están muy lejos de aquí.

    —Por supuesto, pero sopla un viento muy fuerte. En realidad, debe de haber varios focos en la ciudad, pues el flujo sigue aumentando de forma uniforme y continuada.

    —¿Y?

    —En realidad, bueno —dijo titubeando—, no sabemos dónde están.

    —Está bien —respondió Jaime, frunciendo el ceño, con lo que añadió más pliegues, si cabe, a su arrugada frente—. Mantenme informado. Voy a inspeccionar las calles.

    —No se preocupe. Que tenga buena caza, don Jaime.

    Jaime se ajustó el casco ovalado que le servía para protegerse de las embestidas de las hojas y partió acompañado de dos escoltas. Se sintió aliviado al librarse del desagradable olor transportado por la lluvia de hojarasca, así como de la excesiva humedad del ambiente. Su olfato debía concentrarse en la búsqueda de maleantes y herejes, que solían permanecer en la calle en días tan infaustos.

    Partieron por la Rúe de Sebastopol, calle que había conservado su antiguo nombre, cuando aún pertenecía a la ciudad de Estrasburgo, aunque conservaba bien poco de su antiguo esplendor. Jaime odiaba aquel paisaje heterogéneo y decadente, en el que se mezclaban las nuevas casas unifamiliares de piedra labrada con los antiguos edificios de múltiples plantas, hoy en día abandonados y en ruinas. Las ciudades antiguas seguían perdiendo habitantes día tras día, sobre todo las fronterizas con el Pueblo Arborícola.

    El viento cesó de pronto, y los tres hombres caminaban con los cinco sentidos alerta por una ciudad fantasmal, vacía, donde el silencio sólo era perturbado por la continua cantinela de las hojas que crujían bajo sus pesadas botas.

    —¡Alto! —gritó Jaime de Torquemada con voz estentórea—. A la izquierda, mirad a esa mujer que camina por la bocacalle. ¿Qué veis?

    Los dos hombres se giraron sin responder. Los cascos mantuvieron ocultos sus gestos de incomprensión.

    —Ya veo que sois unos inútiles. ¿Acaso no os habéis fijado en un objeto que lleva sobre la oreja?

    —Es verdad. Lleva una rosa. Y tiene la piel blanca como la leche.

    —Es probable que sea una setícola, o incluso una conspiradora. Yo iré de frente. Vosotros cortadle la retirada por las calles laterales.

    Jaime se acercaba a su presa con la lentitud y el sigilo de un experto depredador. Avanzaba paso a paso, aplastando las hojas con cuidado, saboreando el momento dulce. La captura iba a ser pan comido. Se encontraba a menos de cinco metros de la mujer cuando ésta lo vio. Dio un brinco y comenzó a correr cual gacela perseguida por un león. Se internó en la calle situada a su izquierda, un estrecho corredor tachonado de cascotes y rocas diseminados por todas partes. Un sexto sentido le hizo detenerse bruscamente delante del roquedal.

    Los leones cazan en manada, pensó la mujer.

    Aguzó la vista y detectó una figura amarilla que se movía entre la lluvia de hojas. Fue sólo durante una fracción de segundo, ya que desapareció de repente. De nuevo, la calle parecía vacía.

    No ha podido ser un espejismo. Se habrá escondido tras una de esas inmensas rocas que nadie se ha dignado a retirar todavía, se dijo.

    Volvió sobre sus pasos, pero ya no había vuelta atrás. El inconfundible gran jefe kraken avanzaba hacia ella acompañado por uno de sus acólitos, cortándole cualquier posible retirada. Así pues, no había opción. Se adentró otra vez en el corredor y se lanzó a toda velocidad en busca de una salida de aquel infierno.

    —Ayúdame, Cernunnos —comenzó a implorar en voz alta—. Sálvame, Epona. Rescátame, Morrigan.

    Sintió un fuerte golpe en la espalda y cayó de bruces sobre la alfombra de hojas.

     —¡Hereje! ¡Arpía! No pronuncies esos nombres malditos, bruja. Estás condenada. ¡Que Set te castigue! —gritaba el barrendero que la había golpeado.

    La alzó en vilo rodeando su cuerpo con la mano izquierda y se dispuso a ajustarle las esposas con la derecha, pero entonces recibió una tremenda patada que le acertó de pleno en el plexo solar. Cayó de espaldas boqueando, casi sin respiración. Su férrea mano se aflojó y liberó a su presa. La mujer aprovechó la ocasión para escapar de nuevo segundos antes de que el gran jefe kraken la alcanzara.

    La lluvia se había convertido ya en una auténtica tormenta en la que sólo se echaba en falta el aparato eléctrico. La mujer no veía casi nada en la marea de hojas en la que casi flotaba. Empujadas por el vendaval, éstas formaban remolinos que golpeaban su rostro a gran velocidad, dejando gran cantidad de arañazos en su delicada piel, que ella trataba de proteger sin éxito cubriéndose la cara con los brazos. Intentaba correr, pero tan sólo podía vadear trastabillando el río encabritado que la engullía.

    De improviso, su huida llegó a su fin al toparse con una sólida pared que le cerraba el paso. No había ya escapatoria de los hambrientos mastines, pues había entrado sin darse cuenta en un callejón sin salida.

    —Apiádate de mí, Cerridwen —exclamó susurrando mientras se dejaba caer al suelo.

    Cuando todo parecía perdido, cuando el viento aullaba tétricamente en sus oídos, prediciéndole un espantoso destino, cuando estaba ya dispuesta a confesar sus crímenes y sus ojos vidriosos apenas vislumbraban unas difusas manchas amarillo verdosas que se aproximaban envueltas en la ventisca, una voz salvadora le habló desde las alturas. Sin saber bien lo que hacía, se irguió, y, guiada por un sexto sentido, encontró una escalera que ascendía por la agrietada fachada que le cerraba el paso. Trepó por ella hasta dejar atrás a sus perseguidores.

    **

    El funcionario de la casa Luna que atendía a los impacientes solicitantes de empleo no poseía ningún rasgo peculiar. Ninguna marca exterior le hacía diferente del resto de plebeyos que esperaban en la cola en busca de un puesto de trabajo. Ni su piel pálida, ni la nariz redondeada y grande, ni los pómulos prominentes, ni las mejillas hundidas, ni la barbilla afilada o la fuerte curvatura del arco superciliar representaban un estigma genético que lo situara en un estrato superior delante de la plebe. Era pues, en apariencia, una persona normal y corriente, un miembro del pueblo como cualquier otro.

    Vestía un traje verde limón, el color característico de la casa Luna, camisa blanca, corbata negra y el pelo cortado al cero. Era una indumentaria corriente, heredada de las antiguas sociedades burguesas, un hábito de trabajo impensable en alguien de casta noble.

    Además, el nombre rotulado en la pequeña chapa identificativa que colgaba de la solapa de su chaqueta no podía ser más corriente: Raúl Fernández.

    Por tanto, no parecía más que un chupatintas a sueldo de la casa Luna. Sin embargo, todos lo miraban con respeto y cierto temor solapado. ¿Sería por su gélida y penetrante mirada? ¿O porque la pétrea expresión de su rostro variaba menos que una estatua esculpida en granito?

    Raúl Fernández miraba embelesado por la ventana el imprevisto espectáculo que ofrecía la lluvia de hojas, al tiempo que estampaba con agilidad el sello de entrada en los papeles que le entregaban los impacientes solicitantes de empleo, deseosos de regresar cuanto antes al resguardo de sus hogares.

    La sirena de emergencia le libró de una hora de aburrido trabajo, por lo que salió con alivio de la deprimente oficina, donde día tras día cumplía con profesionalidad su tediosa tarea. Por tercera vez en un mes sufrían un desalojo forzado, así que todos los empleados se sabían de memoria el camino de salida que tenían que tomar. En esta ocasión no hubo retrasos ni gritos, y nadie acabó en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos.

    Un torrente movido por un fuerte y tórrido viento inundaba las calles hasta el nivel de los tobillos. Raúl se armó de valor y comenzó a caminar dando grandes zancadas. Las hojas, ya resecas, crujían bajo sus pies. No veía casi nada, ya que el aire también estaba lleno de hojas que caían, formaban remolinos al capricho del viento y le golpeaban la cara.

    Aceleró el paso. Cuando por fin llegó a su casa, estaba exhausto. Cerró la puerta tras entrar en el portal, sin poder evitar que una buena cantidad de hojas se infiltraran. Comprendió que no era el primero en llegar aquella tarde, pues no se podía ver el suelo de mármol bajo la alfombra de hojas amarillas y resecas. El espectáculo comenzaba a parecerse a una absurda pesadilla.

    Durante más de una hora contempló desde la ventana de su pequeño estudio el extraño aguacero de hojas, que poco a poco iba convirtiendo la ciudad en una especie de Venecia no navegable. Sentía una extraña emoción en su interior, una alegría contenida que hacía vibrar cada célula de su cuerpo. Su rostro, sin embargo, reflejaba preocupación y enfado. Y es que Raúl rara vez sonreía o reía, rara vez relajaba los tensos músculos de su rostro y los liberaba de la firme red invisible que los mantenía maniatados, rara vez se permitía mostrar sus sentimientos. Escondido tras su máscara inescrutable, permanecía hierático, absorto en sus pensamientos.

    De repente, la escena cambió por completo al aparecer cuatro figuras bajo la ventisca. Una mujer trataba de escapar desesperadamente de tres barrenderos que la perseguían. Raúl vio cómo caía al suelo, derrotada, al verse acorralada por sus perseguidores. Una víctima más, pensó con cinismo y sin inmutarse.

    Entonces vio la rosa que colgaba flácida de su oreja, y amargos recuerdos afloraron a su mente. Algo se estremeció en su interior. Turbado, notó que su ritmo cardiaco se disparaba. Incluso la granítica esfinge de su rostro explotó hecha añicos, distorsionándose, palideciendo, reflejando algo parecido al miedo. Sin perder un segundo, se cubrió la cara con el antebrazo para protegerse de la avalancha de hojas, abrió la ventana y se dirigió a la mujer con voz apremiante.

    —Suba por la escalera situada a su derecha, ¡rápido! Primer piso, puerta ocho.

    Se diría que una especie de extraña metamorfosis se había adueñado de Raúl, pues su tez se había vuelto aún más pálida y su férreo rostro se había deformado como la arcilla en el torno, mientras que sus piernas, antes sólidas y firmes, parecían ahora hechas de mantequilla. Andaba con paso renqueante, como un títere meciéndose al compás de los hilos.

    Raúl se ocultó tras la raída cortina de la ventana, que apenas se sujetaba de unos viejos y oxidados rieles. Varias hojas de color ocre crujieron bajo sus pies.

    —¡Adelante! —dijo al tiempo que se volvía de espaldas a la puerta de entrada y miraba por el rabillo del ojo.

    La puerta se abrió con un chirrido y dejó paso a la mujer de la rosa, que, desorientada, miraba a derecha e izquierda sin parar.

    —Por favor, ayúdeme —gimió con voz chillona—. Están a punto de llegar.

    La voz estridente provocó un nuevo cambio en Raúl, quien recuperó el control de sí mismo. Su turbación se transformó en enfado, su temor en amargura, su debilidad en rabia. Durante unos segundos, la duda asaltó su corazón. ¿Para qué arriesgarme si esta mujer no es más que una desconocida?, pensaba. No es su voz, por supuesto que no lo es, se lamentaba. Estúpido, estúpido, no paraba de repetirse.

    El ruido de pasos acelerados en el rellano acabó con su vacilación.

    —¡Rápido! —dijo con voz apremiante—. Escóndase en el aseo y no haga ruido. Y se lo advierto, no se le ocurra mirarme o se arrepentirá. ¡Y quítese los zapatos o dejará rastro!

    Cuando el timbre sonó de nuevo, Raúl había recobrado por completo la compostura. Con paso firme, parapetado tras su máscara recompuesta, atravesó la habitación e invitó a pasar a sus tres sombríos visitantes, no sin antes limpiar los pequeños trocitos de hojas resecas que su invitada había dejado tras la puerta.

    Jaime de Torquemada avanzó con paso decidido, agachándose para poder traspasar el umbral mientras que sus guardas se apostaban junto a la puerta. Comenzó a pasear con indolencia por el habitáculo. Escudriñó cada rincón del austeramente amueblado estudio, en el que tan sólo pudo encontrar una pequeña mesa, sobre la que dejó su casco, una silla desvencijada, un camastro tapado con una colcha deshilachada y una estantería, algo inclinada hacia un lateral, de la que despuntaban varios clavos oxidados, amén de la ya mencionada cortina. Las paredes estaban sucias, llenas de desconchones, y el revoque brillaba por su ausencia. Tras comprobar que la silla no iba a desarmarse bajo su peso, se sentó, apoyando los antebrazos sobre la mesa.

    —Es usted muy descortés con su prócer espiritual, amigo. ¿Acaso no sabe quién soy? ¿No es capaz de ofrecer algo de hospitalidad a un ilustre visitante?

    —Por supuesto, cómo no. Usted es Jaime de Torquemada, gran jefe kraken, sumo sacerdote de la Hermandad Dorada y gran inquisidor —contestó Raúl con un deje burlón.

    —Veo que conoce bien mis títulos, aunque le ha faltado el don. No me gusta su tono, amigo, así que le aconsejo humildad a partir de este momento. ¿Queda claro?

    Raúl permaneció en silencio, el semblante impertérrito. Había algo en la cara arrugada del gran jefe kraken que le molestaba, pero no conseguía determinar qué era.

    —Ya veo. Un gallito de pelea. Está bien, entrégueme a la mujer y le recompensaré olvidando sus impertinencias.

    —No sé de qué mujer me habla.

    Jaime se levantó con brusquedad, por lo que la silla se desplomó al partirse dos de sus patas podridas.

    —¡Qué lástima! —exclamó—. Tenía usted un piso tan cuidado.

    Entonces, en un gesto ya muy ensayado, se plantó de un salto delante de Raúl, amenazándole con el dedo en ristre y enarcando las cejas. No era fácil mantener la compostura con aquel rostro maligno mirándote desde las alturas.

    —Está usted sobrepasando un umbral muy peligroso, amigo. No tolero que me traten como a un imbécil. —Le miró a los ojos—. ¿Cómo es posible que un plebeyo se atreva a mentirme de forma tan descarada?

    Su tono de voz había pasado de la burla a una encendida cólera. Por Set, se dijo Raúl, no tiene cejas. Jaime comprendió que él ya se había dado cuenta de su estigma.

    —Si le parece bien, vamos a comprobar mis dotes detectivescas. Primero: la ventana de este estudio se encuentra situada justo encima del lugar en el que yacía la fugitiva cuando escapó de milagro. Segundo: el rastro de hojas dejado por la hereje termina justo delante de la puerta de su estudio. Tercero: hay montones de hojas (que Set nos libre de ellas) por todo el piso. Cuarto: éste es el único piso habitado en esta planta. Este inmueble abandonado es propiedad de la casa Luna, que ha rehabilitado —se rió— un apartamento en cada planta para empleaduchos como usted.

    »De todo esto deduzco que usted abrió la ventana (de ahí que haya tantas hojas desparramadas), guió a la hereje hasta la escalera y hasta este piso (de ahí que la hayamos perdido de vista), y la ha ocultado en el aseo, ya que no hay más habitaciones a la vista, entorpeciendo deliberadamente el trabajo de estos honrados veladores de la ley y el orden.

    »¿Observa algún error lógico en este razonamiento, amigo?

    Raúl se apartó de la mole humana que lo apabullaba con su retórica.

    —Da usted muchas cosas por supuestas, por lo que sus conclusiones no son más que un sofisma. En primer lugar, he podido abrir la ventana en cualquier momento durante la tarde. En segundo, la mujer ha podido quitarse los zapatos al llegar a la puerta de mi apartamento y ha seguido subiendo al piso siguiente. Por último, no soy su amigo.

    Los dos escoltas tensaron sus músculos al instante, llevándose las manos al cincho. Jaime los detuvo con un imperceptible gesto.

    —Está agotando mi infinita paciencia. Le voy a dar una última oportunidad. Vamos a inspeccionar el aseo con su aquiescencia. Si no encontramos a la mujer, le pediremos disculpas y nos marcharemos. En caso contrario, habrá contribuido a librar a nuestra sociedad de uno de sus gérmenes más nocivos, y quizá Set le recompense por ello.

    Acabada su perorata, el gran jefe kraken se dirigió hacia la puerta del aseo. Sin embargo, Raúl se interpuso en su camino.

    —Lo siento, no puedo permitirlo sin una orden judicial. A diferencia del tercer anillo de las ciudades nobles, las ciudades independientes siguen protegidas, le guste o no, por el Estado de Derecho. Si entra ahí sin mi consentimiento, estará cometiendo un allanamiento de morada, y cualquier prueba que encontrara sería inválida.

    Los ojos de Jaime de Torquemada ardían con la llama de la cólera.

    —Ahora resulta que nos hemos topado con un pedante leguleyo. Su reticencia sólo puede significar que tiene algo que ocultar, y está cometiendo un delito muy grave, se lo advierto.

    —De nuevo, da muchas cosas por supuestas. No tengo nada que ocultar, pero este piso no me pertenece, sólo soy un inquilino. Sin el permiso explícito de la casa Luna, no estoy autorizado a permitir un registro, como aparece en las cláusulas de mi contrato de trabajo. Puede usted comprobarlo en su base de datos.

    Jaime de Torquemada se acercó a la estantería, donde comenzó a hojear algunos de los polvorientos libros que tomó prestados de las lejas, combadas por el peso.

    —Muy interesante, fenomenal, qué libros tan antiguos —decía en susurros, mientras pasaba las páginas ya amarillentas. Cerró el libro de un golpe, con lo que levantó una nube de polvo—. Bien, ya estoy harto de sus truquitos de mal pagador. Voy a enchironarlo de por vida, se lo aseguro. ¿Puede explicarme por qué tiene estos libros, prohibidos para plebeyos como usted? ¿Tiene algún permiso especial expedido por la casa Luna?

    Un embarazoso silencio siguió a estas preguntas.

    —Ya veo que se ha quedado sin más respuestas ingeniosas. Parece que tiene un tratado sobre botánica y otro de herboristería, y bastante detallados, por cierto, algo que está penado con dureza en nuestro Código Penal. No crea que es usted el único versado en leyes, mequetrefe. A eso voy a añadir una acusación de herejía, otra de adoración de símbolos arborícolas y una tercera de obstrucción a la justicia imperial por ocultar a una fugitiva setícola. Y ya se me ocurrirán más crímenes contra nuestro pueblo sagrado.

    »Y no crea que va a salvar a su bella damisela. Dejaré un guarda en la entrada del apartamento hasta que llegue la orden judicial. ¡Arrestadlo!

    Los dos acólitos hacía tiempo que esperaban esa orden. Raúl torció el rictus ante la inevitable necesidad de poner todas las cartas sobre la mesa, algo que había intentado evitar a toda costa. Se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta y extrajo una placa dorada que mostró a los barrenderos justo un momento antes de que lo agarraran por los brazos. En ella había dos dunas dibujadas en relieve, sobre las que se apoyaba un inmenso zopilote con las alas extendidas y el pico curvo girado hacia su derecha. Los dos hombres se quedaron paralizados al ver el blasón del Imperio.

    Jaime se envaró.

    —¿Qué diablos significa esto? ¿Es usted un agente imperial de incógnito? ¿Por qué no lo ha dicho antes? —De repente, soltó una carcajada—. Ya veo. Creo que ahora podemos tutearnos. Nos has gastado una broma de muy mal gusto, ¿no es eso? — Hizo un gesto con la mano a sus secuaces—. Bien, ya hemos perdido demasiado tiempo por hoy. Entrad en el aseo y arrestad a la mujer. En marcha.

    —¡Quietos en nombre del emperador! —bramó Raúl—. Repito que aquí no ha entrado ninguna mujer.

    Jaime de Torquemada se acercó de nuevo a Raúl. Su capa dorada barría las hojas esparcidas por el suelo.

    —No entiendo de qué va todo esto —le espetó mientras escudriñaba cada surco de su atezado rostro—. ¿Cuál es su nombre? Identifíquese.

    —Soy Raúl de Talavera, agente especial imperial y primer consejero de nuestro emperador Augusto III. ¡Que Set y el desierto lo preserven muchos años!

    —Vaya, vaya, nada menos que el mismísimo y ocultísimo consejero imperial, el rostro mejor guardado de todo el Imperio. —Jaime extrajo del bolsillo de su túnica una fina lámina cuadrada de tono plateado—. Por favor, coloca el dedo índice en el sensor de huellas. —La pequeña pantalla situada en la parte superior del aparato imprimió la identificación de Raúl—. Muy bien. Ahora que nos hemos presentado, me gustaría hacerte algunas preguntas.

    »¿Qué pretendes conseguir ocultando a la hereje?

    Raúl lo miró desafiante, sin contestarle.

    —¿Acaso quieres llevarte la gloria de la captura? Sería absurdo por tu parte, pues la búsqueda de herejes es competencia exclusiva de los barrenderos.

    »¿O sólo esperas divertirte un rato con ella a cambio de dejarla en libertad? Tampoco parece probable, dado que a los agentes imperiales os resulta muy fácil conquistar a las mujeres con esa aureola de heroicidad que os rodea.

    »O quizá estás molesto por la creciente influencia de la Hermandad Dorada en las decisiones del emperador. Quizá algunos de tus últimos consejos han caído en saco roto. ¿Me equivoco?

    Raúl permanecía impertérrito.

    —Creo que la tercera es la más cercana a la verdad, pero se me ocurre una cuarta. He observado tu rostro, y no he encontrado ningún estigma nobiliario. Ya sabes que yo pertenezco a una casa noble insigne, pues te has fijado en mis cejas, o mejor dicho, en la falta de ellas. Es la marca de mi familia por muchas generaciones, y estamos muy orgullosos. Ni el más insignificante pelito crecerá jamás sobre mis ojos.

    »A no ser, claro, que tu estigma genético se encuentre en algún lugar no visible, como, por ejemplo, la entrepierna. —Los dos barrenderos soltaron una carcajada—. Aunque eso no es posible, ya que los eunucos no pueden tener descendencia.

    Los guardas reían ahora a pierna suelta, aunque Jaime los acalló enseguida.

    —Bromas aparte, veo en ti a un plebeyo advenedizo. Gozas de privilegios que deberían corresponder a la nobleza en exclusiva, como estos libros que guardas en este piso infame. Incluso me pregunto si tus padres o abuelos, o tú mismo, no serían católicos conversos a la Hermadad Dorada, o peor, setólicos.

    »Y no veo claro si no sentirás lástima, incluso simpatía, por esos herejes setícolas que tanto daño nos causan, si no te sirves de tu alta posición para ayudarlos a escapar de la ley.

    Raúl rompió su silencio.

    —Todos tenemos algún antepasado converso, eso es inevitable.

    —No te permito que compares nuestros linajes, plebeyo —bramó Jaime—. Te recuerdo que fue mi antepasado quien fundó la Hermandad Dorada, y que el cargo de sumo sacerdote pertenece en exclusiva a nuestra familia. Nosotros velamos por la salud de nuestra frágil sociedad, limpiamos la calle de toda esa chusma indeseable, combatimos a brazo partido con los árboles maléficos que intentan invadirnos. Si no fuera por el trabajo de los barrenderos y de la Hermandad Dorada, la plaga habría inundado y ahogado nuestro mundo.

    »En cambio, ¿qué hacéis los agentes del emperador? La mayoría sois plebeyos que habéis medrado a una alta posición, intrusos dedicados a un vacuo e inútil juego de espionaje político con el Pueblo Arborícola. Os mueve la ambición y la codicia de los privilegios, pero vuestra lealtad a nuestros valores sociales es más que cuestionable. No podéis comprender que una hereje portando una rosa puede ser un germen que genere un cáncer difícil de controlar.

    —¡Ya basta! —gritó Raúl, que, rojo de ira, perdía de nuevo el control de su voluntad—. Si has concluido con tus insultos, os agradecería que os fueseis y terminarais vuestro trabajo en las calles.

    —Si ésa es tu última palabra, nos iremos, pero te advierto que te arrepentirás de lo que has hecho. Tendrás que responder ante el emperador las preguntas que te he formulado, y no creo que entienda que su consejero se dedique a obstruir la acción de la justicia y a ocultar herejes. En poco tiempo habré ocupado tu puesto, te lo aseguro, y pienso enderezar el rumbo de la política imperial.

    Un zumbido grave surgió del intercomunicador de pulsera de Jaime de Torquemada. La voz asustada de fray Juan retumbó en el habitáculo junto al crepitar de la electricidad estática:

    —Don Jaime, estamos en una situación crítica. Los muchachos no pueden luchar contra esta marea que no cesa de crecer, están desesperados y ya casi no podemos movernos. Es imposible, no lo conseguiremos. La simulación muestra que…

    —¡Sois unos inútiles! —gritó el gran jefe kraken—. Los chicos van a seguir trabajando, van a ganarle la batalla a esos malditos árboles, o de lo contrario merecerán perecer sepultados. ¿Entendido?

    —Sí, jefe. Como diga. Pero supongo que esa orden no me afecta a mí.

    —Eres una rata cobarde. ¿Acaso has leído que el capitán deba abandonar el barco moribundo antes que nadie?

    —Pero, jefe, usted es el capi...

    El estruendoso sonido de los altavoces situados en las cuatro esquinas del techo del habitáculo ahogó el final de la frase.

    —¡ATENCIÓN, ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO! ¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA CIUDAD! ¡DIRÍJANSE A LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA EN TREINTA MINUTOS!

    Jaime de Torquemada se volvió hacia Talavera.

    —¡Mierda! ¿Ése es el tipo de consejos que le das al emperador? Ponte en contacto con él. Dile que retire la orden.

    —Lo siento, pero este tipo de decisiones está fuera de mi competencia. Si no recuerdas mal, yo me dedico a los juegos fútiles de espionaje.

    El crepitar de la estática interrumpió su conversación.

    —Don Jaime —sonó de nuevo la voz asustada de fray Juan—, tenemos que obedecer la orden de evacuación. Tiene prioridad máxima.

    —¡Muy bien! ¡Largaos, ratas! —graznó. Se dirigió a sus acólitos—. Vámonos. Y ya arreglaré las cuentas contigo y con tu hereje, agente imperial. No tengas ninguna duda de que la capturaré tarde o temprano.

    Los dos barrenderos apostados junto a la puerta abandonaron la estancia, seguidos por el sumo sacerdote.

    —¿Me permites una última pregunta antes de que te vayas? —Jaime de Torquemada se giró—. ¿De verdad habrías dejado morir a tus hombres sepultados bajo montañas de hojas? ¿Crees que Set aprobaría algo así?

    —Es una lástima, pero dada la situación algunos han de sacrificarse por el bien común. Es una triste necesidad.

    —¿Ésa es una respuesta cínica, o de verdad piensas que eres portador del bien a nuestro pueblo? Aunque claro, los dirigentes endiosados terminan por creerse sus propias mentiras.

    El sumo sacerdote lanzó una mirada cargada de odio a Raúl y cerró la puerta sin contestar. Sus pasos se perdieron con premura en la lejanía del pasillo.

    Mientras tanto, tras la ventana, apenas se veía algo a través de la tupida cortina de hojas que bailaban a gran velocidad y que, empujadas por el fuerte viento, golpeaban el cristal con furia antes de posarse sobre el lecho del torrente caudaloso que fluía por las calles.

    Raúl se ocultó de nuevo tras la cortina. Por espacio de cinco minutos, permaneció allí de pie, hierático, con el rostro pétreo, los ojos hipnotizados por el espectáculo que tenía ante sí, tratando de sofocar el tremendo desasosiego que le invadía. Sabía que había cometido una gran estupidez, que ahora se iba a encontrar en una situación muy difícil, entre la espada del sumo sacerdote y el fuego del emperador, pero también sabía que, de repetirse la misma escena, volvería a actuar de la misma forma.

    —¡ATENCIÓN, ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO! ¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA CIUDAD! ¡DIRÍJANSE A LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA EN VEINTICINCO MINUTOS!

    El estruendo de los altavoces sacó a Raúl de su ensoñación.

    —Ya puede salir —le gritó a la mujer—. Ya se han ido.

    La puerta se abrió con un chirrido.

    —Gracias, me ha salvado la vida —dijo con voz susurrante. La mujer estaba lívida. Se diría que no quedaba en sus venas una gota de sangre.

    —No me dé las gracias. Habría dejado que la devoraran los leones de no haber visto esa maldita rosa en su oreja. No vuelva a llevarla encima o seré yo mismo quien la arreste y la encarcele. ¡Ah! Y no se le ocurra mirarme o se arrepentirá, ¿entendido?

    La mujer se había quedado muda de asombro.

    —En cambio —continuó Raúl—, me gustaría que respondiera a algunas preguntas. Es lo menos que puede hacer como pago por su vida, ¿no cree?

    —Está bien, como desee —dijo con estupor.

    —En primer lugar, quiero saber si de verdad es una setícola.

    —No, claro que no.

    —Sin embargo, le he oído encomendarse a un dios arborícola hace un rato. Bien. En segundo lugar, ¿por qué llevaba una rosa? ¿Porque es una hereje? ¿Porque es una rebelde? ¿O porque no sabe en qué mundo vive?

    La mujer había pasado del miedo al asombro y al desconcierto, y por último a la indignación.

    —¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? Me hace estas preguntas para detenerme, ¿no es eso? Sólo me ha salvado para llevarse la gloria de mi detención. Supongo que tendrán bonificaciones por el número de arrest…

    —¡Basta! —bramó Raúl—. Cállese o la arrestaré. Sólo quiero saber la verdad, y no nos queda mucho tiempo. En cuanto me contesté, la dejaré marchar.

    La mujer permanecía quieta, en silencio, sin saber qué hacer. Entonces, los altavoces volvieron a vibrar.

    —¡ATENCIÓN, ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO! ¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA CIUDAD! ¡DIRÍJANSE A LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA EN VEINTE MINUTOS!

    —Está bien, se lo diré todo. De todas formas estoy perdida. ¿Qué podría hacer frente a un agente imperial que tiene derecho a torturar a los sospechosos con total impunidad?

    —¡Vaya al grano! Se nos acaba el tiempo.

    —Si usted fuera valiente, saliera de su escondrijo y me mirara a los ojos, vería qué tengo de especial.

    —¡Por Set! —rugió Raúl al tiempo que apartaba la cortina. Se acercó a la mujer en dos zancadas y la taladró con su mirada. Enarcó las cejas en un inusual gesto de asombro.

    —Ya lo ha comprendido, ¿no?

    —Todo lo contrario. Tiene el estigma de la casa Trastámara, el ojo derecho azul claro, el izquierdo negro como el tizón. Entonces, es usted noble. ¿Por qué huía si no tiene nada que temer? El sumo sacerdote la habría dejado en paz con sólo mirarla a la cara.

    —Está muy equivocado, ya que no soy noble, aunque me correspondería por derecho. Sabe usted bien lo que les ocurre a los pobres hijos de nobles que tienen la desgracia de nacer sin el estigma de la casa, ¿no?

    —Por supuesto. Aunque oficialmente es ilegal, es habitual que sean repudiados por sus progenitores y enviados a un orfanato, donde crecen como plebeyos sin padres. Pero usted sí tiene el estigma.

    —Ahora sí lo tengo, pero no cuando nací. Mis padres se asustaron al ver que tenía los dos ojos azules, y, sin comprender que el color de los ojos es muy variable en los primeros meses de vida, se desembarazaron de mí.

    —Alguien tuvo que darse cuenta del error tarde o temprano.

    —En el orfanato, nadie se interesa por el color de tus ojos. No supe quién era en realidad hasta los veinte años, cuando un pretendiente descubrió en mí un filón.

    »Mis padres negaron la evidencia, así que intenté restituir mis derechos iniciando un juicio que al final me llevó dos años a la cárcel por impostora e intento de usurpación de personalidad. Fue el testimonio de mi pretendiente el que me condenó. Parece que mis padres le pagaron bastante bien.

    —Ya veo. Se siente ultrajada y por eso intenta vengarse de una sociedad que le ha usurpado sus derechos. Entonces, usted es una conversa a la religión arborícola. ¿Me equivoco?

    —No, no se equivoca.

    Raúl sonrió. No le había mentido al decirle que no era una setícola. Los altavoces se encendieron de nuevo.

    —¡ATENCIÓN, ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO! ¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA CIUDAD! ¡DIRÍJANSE A LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA EN QUINCE MINUTOS!

    —Debemos irnos o moriremos bajo las bombas —dijo la mujer.

    —¿Cuál es su nombre? —le preguntó Raúl sin hacerle caso.

    —Mi nombre verdadero es Coralie de Trastámara. Es el nombre que habían elegido mis padres antes de abandonarme.

    —Es suficiente. No necesito conocer su nombre oficial.

    Ahora que la tenía delante, Raúl podía apreciar con detalle los rasgos de su rostro. ¿Cómo era posible que pusieran en entredicho su verdadera identidad? Sin tener en cuenta el color de los ojos, los rasgos poco agraciados que había heredado de su padre, el ilustre Trastámara, eran inconfundibles. El puente recto y fino de la nariz que terminaba en dos abultadas aletas, las mejillas asimétricas, una rechoncha, la otra ligeramente hundida, las cejas pobladas, la tez macilenta o las orejas alargadas la asociaban de forma inequívoca con su progenitor. A diferencia de su cara, de rasgos poco proporcionados, su ceñida túnica perfilaba una esbelta figura de cintura para arriba, que se sustentaba sobre dos piernas cortas en exceso. ¡Por Set! Si es la viva imagen de Trastámara en versión femenina, pensó.

    De repente recordó un viejo chismorreo. Se decía que los Trastámara habían repudiado a una hija, y que ésta era fruto de un affaire que tuvo la mujer de Trastámara con el banquero Beltrán. Así que tu nombre oficial es Juana, pensó mientras esgrimía una sonrisa. Pero todos te llaman Juana la Beltraneja, aunque seas hija legítima de Trastámara.

    —Bien, Coralie. Quiero que me diga si sus paseos con objetos prohibidos son un simple acto de rebeldía o pertenece a alguna organización ilícita.

    —Ya he respondido demasiadas preguntas. Me largo. Usted puede quedarse y suicidarse si lo desea.

    —Tan sólo necesito saber si simpatiza con el FAD.

    —¿El Frente Antidesierto? A mí también me gustaría saber por qué le causa tanta desazón ver una rosa sobre la oreja, pero prefiero conservar mi vida. ¡Adiós!

    Por segunda vez en aquella tarde, le daban con la puerta en las narices sin contestar a sus preguntas.

    —¡ATENCIÓN, ATENCIÓN, ÚLTIMO AVISO! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO! ¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA CIUDAD! ¡DIRÍJANSE A LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA EN DIEZ MINUTOS!

    Sabía que tenía que marcharse sin dilación, pero sus piernas permanecían clavadas al suelo. Sin saber bien por qué, se agachó a recoger un puñado de hojas, que guardó en el amplio bolsillo de su chaqueta.

    De pronto la puerta se abrió con estruendo. Raúl de Talavera, sorprendido y aún en cuclillas, vio entrar a dos policías, un hombre y una mujer, uniformados con el traje de color sepia de la policía imperial. En una rápida inspección visual, Raúl se fijó en las dunas cosidas en las pecheras, las típicas gorras imperiales con visera triangular, las hileras de botones dorados que partían el pecho por la mitad y en los galones, dos zopilotes alados y un zorro del desierto, que destacaban en la manga izquierda de la mujer.

    Los dos agentes juntaron los talones, irguieron sus cuerpos en posición vertical y juntaron sus dedos para formar una duna con las dos manos, el saludo militar del Imperio. Raúl se levantó y respondió al saludo.

    —Soy la capitana Eva de Luna —dijo la mujer—. Tenemos orden directa del emperador de sacarlo sano y salvo de la ciudad.

    —Si el emperador lo ordena, no tengo más remedio que salvar mi vida —dijo Raúl, sardónico, y los siguió tras coger dos polvorientos libros de la estantería.

    Mientras ascendían por la escalera que conducía a la azotea, Raúl se fijó en la extravagante cabellera que asomaba bajo la gorra de la capitana. En la parte derecha crecía una melena de color verde que descansaba sobre el omoplato, la nuca estaba cubierta por un pelo rojizo de longitud algo menor; en cambio, la parte izquierda estaba rasurada por completo.

    Cuando salieron a cielo descubierto, o mejor dicho, cuando se adentraron en la corriente de hojas que barría la azotea, la visibilidad era nula. Caminaban de lado, como los cangrejos, para protegerse del envite del viento. Tras avanzar tres interminables pasos contra corriente, Raúl pudo distinguir el remolino de trocitos de hojas pulverizadas que surgía de las aspas del helicóptero.

    Subieron a la cabina y el aparato ascendió hasta emerger, cual submarino, a la superficie de aquel mar inaudito. Un sol brillante pendía de nuevo sobre ellos. El piloto viró rumbó al suroeste, y a su encuentro volaban de forma incesante helicópteros militares de combate cargados de proyectiles, bombarderos dispuestos a zambullirse de inmediato y soltar su lastre.

    —Volamos en el moderno modelo H-420, cuyo rotor principal dispone de palas afiladas como cuchillas —dijo la capitana—. Podríamos navegar aun estando rodeados de ramas de grosor medio.

    —Lo conozco a la perfección, su período de pruebas terminó hace tres semanas. Le doy las gracias por la información, pero creo que mi sueldo no me permite comprarme uno.

    —¡Vaya! —exclamó Eva sin enfadarse—. Posee usted la rudeza, falta de tacto, ironía y causticidad de un arborícola. Sin temor a equivocarme, creo que es usted nogal: espontáneo, agresivo, contradictorio y sarcástico.

    Raúl la miró con el ceño fruncido.

    —Así que es usted aficionada al horóscopo arborícola.

    —Pecando de inmodestia, puedo decir que soy una experta en el tema —dijo la capitana sonriendo. El lejano rumor de las explosiones llegó a sus oídos.

    —Curiosa afición en una noble.

    —Veo que también es observador.

    —En realidad no lo soy. Pero es difícil dejar pasar por alto la falta de pelo en una mujer joven y atractiva. Además, hace tiempo que conozco el estigma de la casa Luna.

    —¡Vaya! —se rió Eva—. Si va a resultar ahora ser un conquistador.

    —En modo alguno. Sin embargo, creo no equivocarme al pensar que es usted algo frívola.

    —¿Ah, sí?

    —¿No es un clavel lo que asoma del bolsillo de su chaqueta?

    —¡Oh, sí! Es mi flor preferida, tan aromática.

    —Me sorprende que hable con tanta ligereza del pueblo enemigo y su horóscopo, un tema tabú, y que acuda a una misión de rescate con plantas prohibidas en los bolsillos. Si a un plebeyo se le ocurriera decir en voz alta algo parecido, sería arrestado por los barrenderos y acusado de herejía. Incluso usted, como capitana de la policía, se vería obligada a detenerlo y ponerlo en manos del sumo sacerdote. ¿No es algo incoherente?

    —Escuche: mi labor consiste en hacer cumplir la ley, no en emitir valoraciones subjetivas. Los nobles tenemos permiso para tener cualquier tipo de planta o de interesarnos por la cultura arborícola siempre y cuando demostremos día a día nuestra lealtad al régimen y a la Hermandad Dorada.

    —Claro, por supuesto. Si la ley le favorece, ¿para qué plantearse cambiarla?

    —Ya veo, es usted un plebeyo que pretende rescindir los derechos históricos de los nobles. ¿No es eso?

    —Por cierto —dijo Raúl, sin contestar la pregunta—, ¿qué hace la hija de un prestigioso noble trabajando en la policía, cuando podría dedicarse a la vida contemplativa?

    —Yo soy abedul, por lo que tengo un cierto nivel de ambición y no me conformo con ser sólo la hija de un noble. Además, ya sabe que en la policía los puestos de mando corresponden en exclusiva a los nobles. Y no me va a sacar de mis casillas, si es lo que pretende. Los abedules somos muy calmados.

    —Sólo pretendo despertar su adormecida conciencia. Creo que debemos guiarnos por nuestros sentimientos y no sólo por las obligaciones contractuales con el régimen. Me parece que su interés por la naturaleza y el Pueblo Arborícola va más allá de la mera curiosidad, que usted ama las plantas. ¿Me equivoco? Y, no obstante —continuó Raúl sin esperar respuesta—, es parte activa del mecanismo imperial que reprime la naturaleza. ¿No es incoherente?

    —Ve usted la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo. ¿Acaso no es usted un plebeyo que trabaja como agente imperial, un miembro del mecanismo imperial que reprime a los de su clase?

    —No creo haber mostrado ninguna simpatía hacia la plebe. Quizá me podría llamar traidor a mi clase social, pero no incoherente. A diferencia de usted, yo hago lo que me dicta mi conciencia.

    —¿Y su conciencia le dice que torture a herejes plebeyos?

    —Sabe muy bien que la tortura es competencia exclusiva de Jaime de Torquemada. Yo ayudo a mantener a raya al Pueblo Arborícola, protegiendo así tanto a nobles como plebeyos de su posible expansión.

    De pronto, el piloto inició el descenso.

    Los tres anillos concéntricos que formaban la ciudad de Lunburgo se hacían cada vez más grandes e impresionantes a medida que el aparato perdía altura. En el centro se erguía el colosal palacio de la casa Luna, rodeado por el bosque de algarrobos, pinos y nogales,

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