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La ventana de agua (Tercera novela de la trilogía El Papiro).
La ventana de agua (Tercera novela de la trilogía El Papiro).
La ventana de agua (Tercera novela de la trilogía El Papiro).
Libro electrónico341 páginas4 horas

La ventana de agua (Tercera novela de la trilogía El Papiro).

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Científicos unen esfuerzos para encontrar el antídoto al letal virus anunciado en La Profecía de la Vera Cruz. Para lograrlo deben desentrañar el misterio de La Ventana de Agua, descrita en la misma profecía. El antropólogo Divor Klaus y otros miembros del Omne verum, protegidos por los Niños Luz o Elegidos de Dios sobre la tierra, una especie de ángeles de nuestros tiempos, comienzan un duro peregrinar tras las pistas que los conducirán hacia la enigmática Ventana, la cual encierra el secreto y curación de la peor peste jamás sufrida por el hombre. De fracasar en sus intentos, más de tres tercios de la humanidad correría el peligro de morir en apenas pocos días. El virus se transmite de mano en mano a través del papel moneda y no habría forma de evitar que se esparciese por el mundo. La Santa Sede, auxiliados por los Dei Pax, el ala armada del Vaticano, busca a toda costa apoderarse del papiro donde está la mortal profecía porque sospecha que La Ventana de Agua también revela el misterio de La Santísima Trinidad. Persecuciones, torturas y muertes sellarán el desconcertante final.

Cuadro de la portada:
La gota que emerge, Diego Fortunato ((Serie Horizontes Perdidos, 2005).-

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 jun 2013
ISBN9781301283330
La ventana de agua (Tercera novela de la trilogía El Papiro).
Autor

Diego Fortunato

SOBRE DEL AUTORDiego Fortunato, escritor, poeta, periodista y pintor italiano nacido en Pescara (Italia). Desde su más tierna infancia vive en Venezuela, su tierra adoptiva, país donde se trasladaron sus padres al huir de los rigores y devastación que dejó la Segunda Guerra Mundial en Europa. Cursó estudios académicos que van desde teatro, en la Escuela de Teatro Lily Álvarez Sierra de Caracas, pintura, leyes en la Facultad de Derecho y periodismo en la entonces llamada Escuela de Periodismo de la Universidad Central de Venezuela. Desde temprana edad fue seducido por las artes plásticas y la literatura gracias a la pasión y esmero de su madre, ávida lectora y pintora aficionada. Sus novelas, teñidas de aventura, acción y suspenso, logran atrapar en un instante la atención del lector. Sus poesías, salpicadas de delicada belleza, están tejidas de mágicas metáforas. La pintura merece capítulo aparte. En sus cuadros, de impactantes contrastes cromáticos y a veces de sutiles y delicadas aguadas, Fortunato establece sorprendentes diálogos con la luz y las sombras, como en el caso de sus series Mujeres de piel de sombra y La femme en ocre. La mayoría de las portadas de sus libros están ilustradas con sus obras pictóricas.ALGUNAS OBRASNovelas: La Conexión (2001). La Montaña-Diario de un desesperado (2002). Url, El Señor de las Montañas (2003). El papiro (2004). La estrella perdida (El Papiro II-2008). La ventana de agua (El Papiro III-2009). Atrapen al sueño (2012). La espina del camaleón (2014). 33-La profecía (2015). Pirámides de hielo-La revelación (2015). Al este de la muralla-El ojo sagrado (2016). La ciudad sumergida-El último camino (2017). Borneo-El lago de cristal (2019). El origen-Camino al Edén (2020). La palabra (2021). Cuentos: En las profundidades del miedo (1969). Dunas en el cielo (2018). Conciencia (2018).- Dramaturgia: Franco Súperstar (1988), Diego Fortunato-Víctor J. Rodríguez. Ensayos: Evangelios Sotroc (2009). Pensamientos y Sentimientos (2005). Poemarios: Brindis al Dolor (1971). Cuando las Tardes se Tiñen de Aburrimiento (1994). Lágrimas en el cielo (1996). Hojas de abril (1998). El riel de la esperanza (2002). Caricias al Tiempo (2006). Acordes de Vida (2007). Poemas sin clasificar (2008). Palabras al viento (2010). El vuelo (2011). El sueño del peregrino (2016). Sueños de silencio (2018).

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    La ventana de agua (Tercera novela de la trilogía El Papiro). - Diego Fortunato

    La ventana de agua

    Por Diego Fortunato

    SMASHWORDS EDITION

    La ventana de agua

    Copyright © 2011 by Diego Fortunato

    Smashwords Edition, leave note

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    DIEGO

    FORTUNATO

    La ventana

    De agua

    -Tercer libro de la Trilogía El papiro-

    §

    Editorial

    BUENA FORTUNA

    Caracas

    DIEGO FORTUNATO

    Editorial Buena Fortuna

    Caracas, VENEZUELA

    Todos los derechos reservados

    © Copyright

    La ventana de agua

    Copyright © 2011 by Diego Fortunato

    Cubierta copyright © Diego Odín Fortunato

    Pintura de la portada La gota que emerge

    copyright ©Diego Fortunato

    ISBN 978-1502432810

    Depósito Legal: If25220108002200

    Publicado por

    Diego Fortunato en www.smashwords.com

    Fotocomposición y Montaje: Graphics Center, c.a.

    Impreso en Venezuela por: Graphics Center, c.a.

    Primera Edición: mayo del 2011

    E-mail: diegofortunato2002@gmail.com

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, lugares, caracteres, incidentes y profesiones son producto de la imaginación del autor o están usados de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas actuales, vivas o muertas, acontecimientos o lugares, es mera coincidencia. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del autor y editor.

    Al Todopoderoso,

    que me condujo hasta el final de la Trilogía.

    1

    Divor Klaus apenas tenía tres días de haber regresado del Kukenán, la mágica montaña enclavada en el corazón de la Gran Sabana, al sureste de Venezuela, donde hizo el descubrimiento arqueológico más importante de la cristiandad al hallar sobre un gigantesco cuarzo color violeta La Vera Cruz, la cruz de la crucifixión de Cristo, la cual estaba perdida desde el año 33 después de la muerte de Jesucristo. Más asombrosas aún eran las nuevas y aterradoras profecías contenidas en un papiro que estaba incrustado en uno de los extremos de la cruz.

    La Cofradía del Omne verum, a la cual pertenecía Divor Klaus, no quería perder tiempo. El doctor Aristócrates Filardo, el famoso científico que halló el cromosoma lumínico en el ADN de los Elegidos de Dios y director de la hermética y secreta cofradía, convocó a sus miembros a una reunión en los laboratorios de Via della Lungara, en Roma. El hallazgo de La Vera Cruz y las primeras revelaciones del papiro, indicaban que debían iniciar sin demora un estudio minucioso de las profecías si querían salvar de muerte segura a millones de personas en todo el planeta.

    De sus cinco miembros sólo quedaban cuatro, ya que el viejo arqueólogo italiano Pier Francesco Gagliardi fue expulsado de sus filas al descubrirse que espiaba a favor del Vaticano. A la cita también había sido invitado Hans Müller, su nuevo aspirante, y fray Benítez, convertido recientemente en asesor espiritual del pequeño grupo que integraba la cofradía.

    Lo urgente de la reunión lo ameritaba el análisis de una de las tres profecías del papiro, cuyas palabras se entrelazaban formando un delicado garabato color tierra quemada que a simple vista semejaba una vieja cruz romana de madera, pero que al acercársele una lente de aumento podía leerse claramente un mensaje escrito en arameo, la lengua que hablaba Jesucristo. La hermosa cruz bordada con letras y grafías tenía en cada una de sus aristas un vaticinio.

    El que más preocupaba al doctor Filardo era el que estaba, colocando la cruz a la altura de los ojos, en su lado izquierdo. Su texto revelaba que una peste muy letal azotaría a la humanidad y que sólo en los dos primeros días mataría a millones de personas. Esa, al menos, fue la primera interpretación que hizo de ella Divor Klaus cuando leyó, ayudado por una pequeña lupa, aquel texto en el Kukenán, lugar donde hizo el hallazgo.

    De la segunda predicción, asentada en el lado derecho de la cruz tejida con filigranas de letras, los miembros de la cofradía no habían podido descifrar nada porque no entendían en qué alfabeto había sido escrito, aunque era muy similar al arameo antiguo. Y de la tercera, cuyos caracteres comenzaban en el pedestal de la cruz y terminaban en su ápice, sólo sabían que se refería a la llamada Parusía, la próxima venida de Cristo a la tierra y de La ventana de agua, de la que habló el ángel Santiago en el Kukenán antes de esfumarse entre las rocas del tepuy.

    Durante el vuelo de regreso a Roma, mientras repasaba sus notas el arqueólogo encontró nuevas pistas sobre la extraña ventana a la que hacía alusión la profecía. En un primero momento las desechó todas por confusas y fantasiosas. Luego, al volverlas a examinar más calmado y con acuciosidad científica, encontró nexos entre palabras y hechos que podrían tener cierta coherencia. Sus deducciones las sometería al escrutinio de sus compañeros esa misma tarde.

    El primero en llegar a las oficinas de los laboratorios de Via della Lungara fue Hans Müller. Luego lo hicieron los demás. Todos fueron puntuales. Sólo faltaba José Pedro, el joven arqueólogo que encontró el Cuarzo de María Magdalena en Las Cascadas del Ouzoud, en Marruecos. Esperaron un tiempo prudencial y al no presentarse decidieron iniciar la reunión.

    –No sé qué pudo haberle pasado, pero comenzaremos sin él. Posiblemente estará atascado en el tráfico –expresó el doctor Filardo buscando disculparlo, aunque el laboratorio estaba situado en el Trastevere, en la antigua Roma, un lugar solitario y de poca circulación automotor.

    –O alguna bella chica se le atravesó en el camino –manifestó en son de broma Rafael Delamadrid, quien con su camisa hawaiana de vivos colores y verdes palmeras se veía rejuvenecido.

    –Vendrá. No se preocupe, doctor –terció Müller, al ver al viejo científico algo contrariado porque quería a aquel joven como al hijo que nunca tuvo.

    Todos estaban sentados a lo largo de una mesa rectangular que hacia parte de la desordenada y muy particular oficina del doctor Filardo. Grandes carpetas yacían arrumadas una sobre otras en las esquinas. Muchas de ellas, al llegar a una altura en la que les era casi imposible sostenerse niveladas, se deslizaban hacia los lados y dejaban caer parte de su contenido, el cual quedaba esparcido alfombrando parte del piso. Cuando las curiosas y reprochables miradas de sus amigos o de quién fuese a visitarlo eran más que obvias, el científico se disculpaba diciéndoles que estaba reorganizando el laboratorio y que debía tirar a la basura esos papeles que ya no servían para nada. Pero nunca lo hacía.

    A los cinco hombres allí reunidos sólo los separaban del corazón del laboratorio los paneles de vidrio que cercaban la oficina. A través de los cristales podía verse gran cantidad de tubos de ensayo, cubetas y materiales propios de investigación perfectamente alineados y ordenados sobre espaciosas mesas muy parecidas a la que ahora estaban sentados. Desde su techumbre descendía un enjambre de cables que sostenían unas baterías de diminutos reflectores que podían ser movidos fácilmente y al antojo. Computadoras y monitores colocados a ordenada distancia unos de otro, mostraban gráficos y números que iban cambiando automáticamente según la programación establecida en su cerebro madre. En el centro, como presidiendo el laboratorio, un potente microscopio electrónico estaba semicubierto y protegido por una delgada funda plástica. En el recinto no había asistentes. Todo el trabajo era meticulosamente realizado por el propio doctor Filardo. Éste no confiaba en nadie y prefería, aunque le tomase mucho más tiempo del estipulado, hacer las cosas por si mismo. Cuando necesitaba ayuda o creía que un trabajo en particular no expondría a la luz pública la raíz de sus investigaciones, contrataba a algún profesor amigo, y de suma confianza, para que lo ayudasen.

    Otro grupo de microscopios, aparentemente en desuso o inservibles, estaban arrinconados sobre una gran mesa rectangular.

    –A ver Divor, qué nos tienes de nuevo. Si la profecía del papiro es irrefutable, el destino puso en nuestras manos el futuro y la vida de mucha gente –indicó Filardo mientras dirigía su mirada hacia la puerta de entrada en la certeza que de un momento a otro entraría José Pedro.

    –Claro que lo es… No tengo la menor duda al respecto. Pueden estar todos seguros de que mi interpretación es correcta… ¿No es así Rafael? –interrogó dirigiéndose a Delamadrid en busca de apoyo y aprobación.

    –Comparto la opinión de mi joven colega… La propagación de la plaga o del virus… O como quiera llamársele, está asentada de manera muy clara en el papiro. Eso no amerita discusión… Creo que más bien deberíamos centrarnos en las otras profecías. Por eso estamos reunidos aquí hoy ¿o no?

    – ¡Claro!… Claro... Pero también debemos buscarle una solución a lo del virus… Pensar que la peste matará a tanta gente no me deja dormir en paz –confesó con sincera preocupación el científico.

    –Me pasa lo mismo. Me lo imagino en sueños… Veo caras desesperadas, millones de ellas ahogándose en la muerte. De niños, mujeres y hombres que corren en busca de ayuda mientras de sus bocas se desprende una espumosa baba verde… ¡Qué pesadilla! –exteriorizó fray Benítez con el horror pincelado en su rostro.

    –Creo que esas imágenes y otras peores viven en la mente de todos nosotros. Por eso tenemos que evitar a toda costa que la profecía salga a la luz pública… Que nadie sepa lo que está escrito en el papiro… ¿Se imaginan el caos, el pánico que causaría? –aconsejó Delamadrid mientras se disponía a servirse una taza de café.

    –Es cierto… Todo este asunto debe permanecer en el más estricto secreto. No deberá salir ni una jota de nuestro círculo hasta que decidamos otra cosa –ratificó Filardo con cara de preocupación–. Por ahora no podemos hacer nada. Menos buscarle una cura, un antídoto, a algo que todavía no se ha dado, que no existe y de la que tampoco sabemos cómo es y su posible composición química o manifestaciones clínicas –explicó moviendo negativamente la cabeza–. Comenzaría a investigar ahora mismo si al menos tuviese un pequeño indicio sobre la mutación genética que señalan los escritos de La Vera Cruz.

    –Le creemos. No se angustie –opinó Hans–. No se trata de buena o mala disposición, sino de saber a qué nos enfrentamos. No se le puede buscar cura a algo que todavía no se ha manifestado… Siquiera sabemos qué es –manifestó secundado la opinión del científico.

    –Dejemos eso para posterior reflexión y vayamos a lo que no tiene aquí reunidos. ¿Han podido interpretar algo nuevo, algo que nos conduzca al antídoto, en las otras profecías? –preguntó Filardo dirigiéndose a Divor Klaus y a Delamadrid, quien sorbía con deleite las últimas gotas de café que quedaban en el fondo de la taza.

    –Al releer parte del manuscrito conseguí lo que aparentemente puede ser una pista… No lo sé… Tengo mis dudas –señaló Divor haciendo una mueca y posando sus ojos sobre la humanidad de Delamadrid, quien en ese instante sacaba del bolsillo de su pantalón un bolígrafo tan pintarrajeado de colores como su camisa hawaiana.

    – ¿Y usted, remozado profesor? –inquirió Filardo con una sonrisa en los labios haciendo alusión a la llamativa vestimenta del curtido arqueólogo.

    –Nada, absolutamente nada. Pero oigamos lo que tiene que decir Divor… ¿Cuál es esa pista que crees haber encontrado? –interrogó guardando en el bolsillo de su vistosa camisa el bolígrafo que momentos antes había extraído.

    –Creo que una de las inscripciones que está al lado derecho de la cruz, la cual hemos clasificado como la segunda profecía… Esperen un momento… –se disculpó y de entre unos papeles que había llevado sacó algo y prosiguió–. Como les decía, está inscripción no es arameo –afirmó señalando el sitio exacto en una copia ampliada del papiro cuya imagen proyectó a través de un aparato–. No pertenece a ningún alfabeto que, al menos, yo conozca… Me parece más bien griego y traducido significa la sombra del atardecer en Tyndaris vivirá… ¿Comprenden? –interrogó.

    –No, nada en absoluto –respondió Filardo.

    – ¿Y usted, profesor Delamadrid?

    –Sí… Es una pista… Inobjetablemente es una pista… Estoy de acuerdo contigo Divor. Pero eso que tu llamas la sombra del atardecer también podría traducirse como crepúsculo. ¿No crees?

    –Por supuesto… También lo había pensado y estaba a punto de decirlo cuando usted me interrumpió–manifestó amable Divor.

    –Yo no lo interrumpí, querido profesor… Usted me preguntó y yo le respondí.

    –Es cierto, disculpa Rafael –reconoció tuteándolo, cosa que muy pocas veces hacía debido al respeto que le inspiraba Delamadrid, toda una reputada autoridad mundial dentro del mundo de los huesos y las cosas antiguas.

    – Por amor a Dios, ¿podrían ser más explícitos? –solicitó Filardo mirando otra vez hacia la puerta en la esperanza de que pronto bajo su marco aparecería la figura de José Pedro.

    –Sí… Aquí dice Tyndaris –confirmó Hans Müller, quien se había levantado de su asiento y dirigido hacía donde estaba la pequeña pantalla con el papiro proyectado en gran tamaño–. No hay duda. Está escrito Tyndaris– aseguró volviéndose a poner sus espejuelos dorados, los cuales se había quitado para clavar los ojos muy cerca del detalle del papiro.

    – ¿Quién lo iba a creer?... Tyndaris, donde está la Virgen Negra… –señaló confuso fray Benítez.

    –Al parecer yo soy el único que no sabe de qué se trata. Pueden, por favor, decirme qué significa Tyndaris –solicitó irritado y con la cara encendida en rabia el anciano doctor Filardo.

    –Es una pequeña ciudad que fue fundada en la primera mitad del siglo IV antes de Cristo para conmemorar la victoria siracusana sobre Cartago. Allí hay un pequeño teatro griego y varias ruinas arqueológicas romanas y griegas –precisó con mucha seguridad Divor Klaus.

    Al terminar de escuchar la sucinta explicación, Delamadrid se tocó la barbilla y resuelto comenzó a hablar. N estaba muy conforme con la explicación de Divor. Según su criterio faltaba algo.

    –En el período imperial se convirtió en la colonia romana Augusta Tyndaritanorum y se mantuvo de pie pese a los muchos terremotos y hundimientos que azotaban la región hasta que fue destruida por los árabes en el siglo IX –agregó para demostrar que también sabía sobre la enigmática Tyndaris.

    – ¿Y dónde queda esa Tyndaris? –preguntó curioso y bastante calmado el neurocientífico mientras con una mano se alisaba su ensortijado cabello blanco.

    – ¡En Sicilia! –exclamaron casi al unísono los dos arqueólogos y fray Benítez.

    Hans Müller y Filardo se miraron la cara risueños ante la entusiasta y cantarina respuesta de sus amigos.

    –Y crees que esa sea una pista… ¿Una pista de qué? –inquirió Filardo.

    –No lo sé. Sea lo que sea tiene que ver con esa ciudad y sus ruinas. Los manuscritos siempre son precisos. No hay divagaciones en ellos y si en la profecía está escrito Tyndaris por algo será, ¿no lo cree usted profesor? –preguntó dirigiéndose a Delamadrid.

    –Absolutamente. En la antigua Tyndaris está la clave o al menos parte de ella. Además, Sicilia era el paso obligado de todas las cruzadas que se dirigían a Tierra Santa –aseveró categórico.

    –Sí, tiene sentido –reflexionó en viva voz Divor Klaus–. Mucho más porque está en la otra punta de la isla, hacia el mar Tirreno y no hacia el mar Mediterráneo y el canal de Sicilia, que era por donde embarcaban y desembarcaban todos los que querían pasar a África o entrar a Europa, sean conquistadores o civilizadores.

    – ¿Y eso qué tiene que ver? –indagó fray Benítez.

    –Mucho. Porque si quieres esconder algo lejos de las miradas y codicia depredadora de los viajeros, era un buen lugar… Un lugar perfecto. Tranquilo, apacible y frecuentado sólo por muy pocos viajeros.

    –Es así. Realmente tiene sentido. Te felicito Divor. Tu joven mente te mantiene despierto y siempre vas un paso delante de los otros. Me siento orgulloso de que formes parte de la Cofradía –expresó satisfecho Filardo.

    –Gracias... No creo merecer tanto. Pero me hubiese gustado tener también la confirmación de José Pedro –señaló sin petulancia.

    –No sé qué pudo haberle pasado. Mientras ustedes conversaban marqué varias veces su número celular y nadie lo toma. Está como muerto… Enseguida entra la contestadora pero no he querido dejarle ningún mensaje –manifestó preocupado el viejo científico.

    Desde que José Pedro era un niño el doctor Aristócrates Filardo se había convertido en su guardián y protector. Sus padres habían muerto prematuramente en un trágico accidente vial y el niño había quedado a la deriva a muy corta edad. No tenía más familia conocida o cercana, por lo que Filardo, gran amigo de su padre, se encargó de él.

    –Disculpen la broma que hice antes, pero también estoy alarmado. Aunque José Pedro no se caracteriza por ser puntual, siempre llega… Un poco tarde, pero llega. ¿Qué lo pudo retrasar si sabía lo importante de esta reunión? Además, estaba muy interesado y tenía sus propias teorías sobre el papiro – aseguró Delamadrid adhiriéndose a la preocupación de su viejo amigo.

    –Aparecerá. Tarde o temprano aparecerá y si le sucedió algo pronto lo sabremos. Pero no debemos desviar nuestra investigación por ese motivo –arguyó Divor Klaus, quien estaba compenetrado en un mapa de Sicilia que había llevado a la reunión, el cual ahora tenía desplegado sobre la mesa con los ojos fijos en un solo sitio.

    – ¿Qué estás pensando? –preguntó con agudeza Filardo–. ¿Quieres ir hasta Tyndaris, no es así?

    –Sí… Es así, pero me hubiese gustado ir con José Pedro, pero veo que no será posible.

    – ¿Cómo qué no será posible? –respondió alarmado el viejo científico–. ¿Cuándo piensas partir? –interrogó enseguida adivinando sus intenciones.

    –Mañana… Mañana por la mañana. Ya compré el boleto y hay varios cupos libres en el vuelo… Es una pena que deba ir sólo…

    –Si quieres, te acompaño –se ofreció Hans.

    –Gracias, amigo, pero tú eres filólogo y no me servirías de mucho, ¿entiendes?

    –Claro… Sólo me ofrecía para servirte de compañía –manifestó con cierta contrariedad el robusto profesor alemán acomodándose las gafas que se le estaban deslizando en cámara lenta sobre su nariz.

    –Disculpa, amigo. No quería ser grosero. Aquí serás mucho más útil… Trata de descifrar en qué idioma está escrita la profecía que no hemos podido leer… Tú eres muy bueno en eso –exteriorizó tratando de suavizar sus primeras palabras, aunque para nada quiso molestar con ellas a Hans.

    – ¿Y de la votación?... ¿Qué hay de la votación? –preguntó Filardo al ver que Divor se disponía a abandonar la reunión.

    –Cuenten con mi voto de aprobación –afirmó al referirse a la incorporación de Hans Müller a la Cofradía del Omne verum– ¡Bienvenido, amigo! –felicitó mientras desaparecía tras la puerta.

    2

    La escena no podía ser más macabra. Parecía extraída de un cuento de terror o de un barato film policiaco. Pero era real y estaba ocurriendo. Olor acre y a excrementos vetustos. El perfume de la muerte y un frío gélido acompañaban cada suspiro. Voces solitarias y apagadas retumbaban entre mugrientas paredes envueltas en las penumbras.

    Una lánguida luz que estaba a punto de perecer era señal de vida. Alumbraba el cuerpo inerte de un hombre atado a una silla. Su rostro, pese al débil resplandor, se veía mancillado mientras tenues hilillos de sangre manaban de su boca y frente.

    En medio de la oscuridad, una voz retumbó clara y perceptible.

    –Tienes que hacerlo hablar. Espera que a vuelva en sí, pero no le des tan fuerte… ¡No seas animal! Si se nos muere no averiguaremos nada de lo que queremos saber y todo habrá sido una estúpida pérdida de tiempo –indicó un sujeto regordete que tenía unos antiguos mostachos a lo Salvador Dalí.

    –El muy bastardo está renuente. No sé qué hacer… ¿Y si usamos el pentotal? –preguntó el que fungía de verdugo.

    Estaban torturando a alguien con la intención de hacerlo hablar pero no habían logrado sus propósitos. Eso era más que obvio.

    En un lateral del pestilente recinto lleno de antiguos huesos y calaveras, a la izquierda de donde estaba el regordete matón con facha de caricatura salida de épocas pretéritas, otros tres hombres observaban la labor del verdugo. Sus corbatas descuajadas al desdén y camisas desbrochadas hasta el segundo o tercer botón hacían adivinar que se trataba de rufianes de poca monta y no de cultos académicos. Las cachas de grandes pistolas patinadas en negro que llevaban prensadas de su cinto en contraste con las inmaculadas camisas blancas que vestían así lo delataban.

    Como si tratase de un bolso de paseo, uno de ellos llevaba colgada del hombro una pequeña metralleta. Otro una lupara, la letal escopeta cañón corto que en tiempos del célebre Salvatore Giuliano, bandido para unos y Robín Hood de la era moderna para otros, era utilizada por la mafia siciliana, aunque ciertos delincuentes de descendencia italiana todavía las usan hoy en día. Esa gente era escoria sacada de los bajos fondos. No había duda.

    –Pentotal no. A veces es peor… Bajo sus efectos muchos comienzan a inventar historias. Y nosotros no queremos historias ni cuentos de hadas, sino la verdad… Para eso nos pagan, ¿no es así? –inquirió el pequeño gordinflón dirigiéndose a todos los que estaban en aquella derruida guarida.

    –Está bien, se hará como digas… –respondió con sumisión el corpulento malhechor al que le habían asignado la siguiente sesión de torturas.

    –Por favor, que alguien apague ese maldito teléfono… ¡Me está enloqueciendo! –espetó con furia el hombre de los mostachos a lo Dalí refiriéndose a un celular que estaba tirado sobre una mohosa banqueta no muy lejos de allí.

    – ¡Voy!… Yo tampoco lo soporto, pero como usted dijo que lo dejásemos ahí, yo lo hice –se excusó el matón con su jefe.

    –Muy bien, pero ahora apágalo… ¡Capito! –rugió con enfado el capo gordinflón.

    Un mal encarado truhán que tenía enfundado un hermoso revólver plateado en su sobaquera de cuero color brandy, se dirigió a pasos apurados a cumplir el mandato. Tomó el teléfono en sus manos y en la pequeña pantalla vio el nombre de la persona que llamaba con tanta insistencia. Sacó del bolsillo trasero de su pantalón una pequeña libreta de notas, desencajó el lapicero que tenía terciado en la presilla de la camisa y lo anotó.

    –Es la misma persona que ha estado llamando durante los últimos minutos –reportó a su jefe mientras guardaba el celular en el bolsillo de su sacó, el cual pendía de una silla plástica en un rincón del recinto, lo suficientemente alejado para que no fuese a salpicarse con la sangre del rostro de su prisionero.

    –Tenemos que hacerlo hablar… No me gustaría perder la paciencia… Si la pierdo lo mataré yo mismo –sentenció con repugnante placer el cabecilla del grupo mientras con los dedos se afilaba su ridículo bigote.

    –Tú eres el que maneja esta vaina con psicología –espetó uno de los rufianes–. Cuando despierte te lo dejo a ti… ¿De acuerdo? –dijo dirigiéndose al matón que momentos antes había ido por el celular.

    –No sé… Déjame pensar… El hombre no tiene familia ni pariente alguno por donde presionarlo… No se le conocen hijos y si los tuvo quién sabe por dónde andarán –reflexionó en alta voz el psicólogo del grupo.

    –Los que nos mandaron a agarrarlo dijeron que era un picaflor... Qué seguramente lo encontraríamos al lado de una mujer, pero no fue así… Ese puede ser su lado débil –recordó otro de los fortachones.

    –Sí, pero qué tiene qué ver eso ahora –preguntó confuso el que lo estuvo golpeándolo mientras con un pañuelo se quitaba los restos de sangre que le quedaron adheridos en los nudillos.

    –Que lo amenazaremos con anularle su apellido… ¿Entiendes?

    –O sea que le cortaremos las bolas si no habla –espetó con morboso sadismo su compañero abriendo de par en par sus perversos ojos castaños.

    –Así es. Y, por favor, la próxima vez usa guantes de cirujano… Te podrías infectar con tanta sangre… ¿Y si el tipo tiene Sida?.. ¿No habías pensado en eso, imbécil? –recriminó el regordete cabecilla–. Por favor anda a lavarte… No quiero gente sucia a mí alrededor –escupió con un asco irracional.

    –Hazle caso a Calígula y ve a asearte –le sugirió en voz baja otro de los matones mientras el pequeño capo se retiraba hacia el fondo de aquel pestilente lugar–. Por menos de eso ha matado a unos cuántos… El jefe no soporta el sucio y las cosas desordenadas… Es un loco maniático… ¡Lo altera la suciedad!

    –Bueno, si tú lo dices iré a lavarme… ¿Dónde consigo agua? –preguntó con enfado y sin mucha convicción.

    Era evidente que el contrariado maleante nunca había estado en ese lugar y que tampoco conocía de las obsesiones de Nicola Del Prete, el pequeño y repugnante gordo de bigotes a lo Dalí, a quien en los bajos fondos llamaban Calígula porque era tan cruel, sanguinario y extravagante como el presumido emperador romano. De allí su apodo.

    Quienes conocían a Nicola Del Prete decían que todo su odio hacia la humanidad se debía a una infancia triste plagada de vicisitudes y dolor profundo. Afirmaban que su calvario había comenzado cuando, sin siquiera haber cumplido los seis meses de nacido, fue abandonado como si se tratase de un fajo de basura en el pórtico de un viejo edificio de apartamentos de un barrio romano. Nadie se conmovió del pequeño vástago. Las autoridades de la época tampoco quisieron encargarse del caso porque sospechaban que el niño era el desecho de alguna prostituta que vivía en el mismo vecindario. Habría quedado allí y muerto a la intemperie si no hubiese sido por la compasiva disposición de un matrimonio de entrada edad y sin hijos que residía en el mismo edificio donde fue dejado, quienes conmovidos por aquella mísera estampa lo recogieron y criaron. Pero la dicha duró poco. Debido a los constantes maltratos y vejaciones a los que era sometido casi a diario, a los seis años de edad Del Prete se

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