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Gaia durmiente III. Nuevo orden lunar
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Libro electrónico561 páginas7 horas

Gaia durmiente III. Nuevo orden lunar

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Marco, finalmente, se escapó de prisión. Ceil, aunque lo intentó, finalmente no pudo llegar a sacarlo de allí. Ella misma logró huir por los pelos de su inesperada aventura, perdida en el polo norte de Calisto con Shaorsa. Carla, en cambio, continúa en el frente de la guerra a punto de terminar. La presidenta Apfel, por fin, acepta la derrota, pero no se retirará sin un último rasgo final: destruir las lunas agrarias y generar suficientes hambrunas para que la nueva república no dure demasiado bajo las masas hambrientas. Para conseguirlo, prepara su último asalto desde los arsenales de Marte. Desde la torre negra, arrojará las bombas. Bheinn le encomienda a Shaorsa la misión de evitarlo con el grupo de su elección; entre ellos, Marco y Ceil, que se encaminarán hacia Marte bajo identidades falsas.
¿Podrán Marco y sus compañeros evitar el fatal desenlace para las lunas pétreas? ¿Y Carla? ¿Qué pasará con los indicios hallados en las nieblas del tiempo? Un momento, ¿qué está pasando? No, no puede ser. Todo se sume en las tinieblas, por doquier. ¡Qué final tan terrible para todos! Pero algo no encaja en el mundo. No es como se había vaticinado. Todo desaparece. Carla, finalmente, debe enfrentarse sola al terrible final. Afortunadamente, todavía le quedan algunos amigos para ayudarla en los últimos momentos. ¿Podrá Carla salvar al multiverso, malformado por la pérfida presidenta de la Corporación, y devolver la historia a su seno original?

Álex Sanahuja, autor aficionado, desde siempre le ha gustado la literatura de ciencia ficción, a la par con su oficio, la informática.
Convierte la distopía en el centro de sus relatos, encontrando en una forma de criticar esta realidad, sin caer en los sermoneos o el moralismo. Tal y como, en su opinión, debería hacer siempre ese género literario.
Tras muchos intentos fallidos, en 1997 empezó esta obra. Terminada en 2001. Modificada en el 2007 para quedar subdividida en 4 partes, de las que esta forma la tercera. Traducidas al catalán en 2010 y revisadas en 2016.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jun 2023
ISBN9791220142212
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    Gaia durmiente III. Nuevo orden lunar - Álex Sanahuja

    PRÓLOGO Supervivientes

    —¿Y bien?

    —Y bien, ¿qué?

    —¿Has encontrado algo en esos libros?

    —¿Como qué?

    —Indicios de que nos estén buscando.

    —No he encontrado nada.

    —Pues menuda poca utilidad. ¿Y en esa… Internet?

    —Tampoco nada.

    —Vaya…

    —Y tú… ¿Por qué no dejas ya ese negocio ilegal? 

    —¿Y de dónde sacamos el dinero? ¿Vas a volver a reciclar latas?

    —Deberías agradecerme. Me debes un favor…

    —¿Estás bromeando? ¿Agradecerte? Fuiste tú la que nos dejó atrapados aquí con tu estúpida idea de abrir el portal justo debajo de la tormenta eléctrica. ¿Y aun así pones en duda mis métodos?

    Habían pasado siete años desde que llegaran a aquel lugar. Ya quedaba muy lejos el tiempo de huir de la policía, que solía confundirlos con inmigrantes ilegales, en un país arrastrado por el pánico general que el incidente había provocado de forma generalizada. Pese a todo, Edhora continuaba teniendo miedo. En los últimos tiempos habían llamado demasiado la atención. Siempre se le ponían los pelos como escarpias cada vez que la campanilla de la puerta de la tienda sonaba anunciando la llegada de algún cliente. Siempre se le pasaba por la cabeza que quizá no lo fuera. «¿Y si es la policía?» se continuaba preguntando.

    Al principio, años antes, fue lo más caótico del mundo. Por los pelos, consiguieron huir del cráter donde acabaron al atravesar la grieta que el incidente había dejado tras de sí. Sin conocer el idioma ni el lugar ni la gente. De hecho, ni siquiera conocían la duración del día en un mundo donde la rotación del planeta era totalmente diferente. Veinticuatro horas. ¿Quién iba a decirlo? La enfermedad también se había convertido en un indeseado compañero constante. Fiebres, malestar, ataques de vértigo, vómitos, sarpullidos… La aclimatación y adaptación a la nueva gravedad y los patógenos que poblaban aquel ambiente fueron un proceso largo y arduo. Incluso eso habría sido leve de no ser por tener que huir continuamente de las redadas, las cuales se habían vuelto más radicales que nunca, por la nueva política a raíz del incidente espaciotemporal. El gobierno lo había calificado como algo totalmente distinto, al igual que la policía y la prensa ¿cómo no?: «El atentado terrorista en suelo europeo de mayor envergadura de toda su historia». Lo llamaron. La nueva policía, supuestamente profesionales ejemplares, había prometido mano dura. No dejaron a la pareja de crononautas ni a sol ni a sombra hasta que, con la ayuda de otros inmigrantes, organizaciones no gubernamentales y corpúsculos de anarquistas, lograron cobijo y comida durante un tiempo. Por fin, tras cuatro meses, empezaron a recuperarse. Comenzaron a comprender algunas palabras sueltas de aquel, para ellos, exótico idioma. Al menos Edhora consiguió pronunciar alguna frase entera con un extraño acento. La televisión, tan mediocre como Onirovisión les contó (si puede llamarse así) algo de lo sucedido. «Atentado con bomba sucia». Así las autoridades habían respondido al interrogante sobre la procedencia de los misteriosos gases y la radiación que se habían colado por la grieta. Sin embargo, nadie respondió nada sobre la extraña oscuridad y la negra lluvia de antes del acontecimiento. «Una simple tormenta», dijeron escuetamente. Pero los aficionados a la teoría de la conspiración sabían que aquella lluvia de ceniza era algo más. Algo no cuadraba con las explicaciones. 

    «Guerra química», así acabó resumido la totalidad del incidente espaciotemporal. A la pareja de crononautas no les extrañó el cuento. Nadie sabía la verdad, aun así, todo el mundo prefirió vender el miedo y el odio, inventándose una historia políticamente aprovechable, antes que reconocer el desconocimiento.

    En su época, el poder sufría de una estupidez similar. 

    —Las cosas están que arden. He pensado algo.

    —¿El qué?

    —¿Y si hemos provocado la extinción de esta especie? Quiero decir… ¿y si ese agujero en el tiempo es la causa del comienzo de las guerras?

    —Es una buena pregunta. Pero no creo que sea el caso. La humanidad antecesora no se extinguió hasta después de haber abandonado este planeta. Y por lo que sé tras haber construido los ascensores orbitales alrededor de las tres lunas capital y anclar las ciudades orbitales con la dinamo espacial alrededor de sus circunferencias. La historia nos cuenta que allí, fue donde evolucionaron las primeras generaciones de nuestras tres razas humanas, antes de descender por los ascensores. Algunas pruebas sugieren que, quizá durante un breve periodo, convivieron las cuatro especies. No creo que una paradoja se arrastre tantos miles y miles de años.

    —¿Estás segura?

    —Si me equivocara, nunca hubiéramos viajado en el tiempo. Nos habríamos esfumado. Desintegrados en esquirlas cuánticas. Pero no fue así. Aún estamos aquí, ¿verdad? 

    —Espero que tengas razón.

    —Sea como sea…, ya no podemos hacer nada.

    Olvídalo.

    Pasó el tiempo. Tras el pánico colectivo y el comienzo de la reconstrucción de la zona cero, Ayura y Edhora decidieron moverse a otra ciudad. Así fue como acabaron dando vueltas por toda Italia, como un par de vagabundos, moviéndose entre albergues y comunas okupas.

    —Ha pasado un año. ¿Por qué no buscas trabajo?

    —¿Qué hay de malo en las limosnas de la beneficencia? —preguntó Ayura.

    —¿Y tú eres cooperativista? ¿Acaso no te enseñaron que las limosnas, en realidad, no son ayuda para el que las recibe sino para el que las da? Son un sistema de control, se debe renunciar a ellas. ¿Cómo puedes ser así? Si te oyera Melor, te daría una paliza.

    —No hace falta que me lo recuerdes… Eso lo decía el maestro Mentelor en uno de sus libros prohibidos. Lo leí varias veces. Está bien…, tú ganas. Pero tú también, haz el favor de buscar algo.

    —Es lo que estoy haciendo…

    Ayura comenzó a conseguir trabajos temporales, como, por ejemplo, el de guardia nocturno en un edificio en construcción, mientras Edhora se dedicaba a recoger cartones, periódicos viejos y latas para reciclar. Aprovechaba aquellos textos, rótulos y etiquetas en los envases para familiarizarse con el alfabeto de aquella lengua, gran desconocido todavía para ella.

    Pensaron que su presencia allí podría seguir siendo peligrosa, por la teoría de la paradoja temporal. Por ello, intentaban pasar desapercibidos siempre que podían, sin contar las miradas indiscretas de algún transeúnte, que los confundía con veganos radicales o punks, al ver sus cabellos verdes y piel olivácea.

    Transcurrieron seis años más. Siguiendo el rumor de trabajos discretos, se mudaron a un pequeño pueblo en las montañas, cerca de la frontera con Austria. Allí, Ayura comenzó a buscar algo que les aportase una independencia económica mayor. Lo logró de forma rápida. No tardó en darse cuenta de que la gente para la que trabajaba eran parecidos a los contrabandistas de las lunas exteriores.

    —¿Así que has conseguido trabajo?

    —Así es.

    —¿Dónde?

    —Una organización al otro lado de la frontera.

    —¿Una compañía austriaca?

    —De hecho…, no. Son de un lugar al este. Mucho más al este. Hablan un idioma diferente. Creo que se llama Ucrania. He de conducir uno de sus enormes aerodeslizadores con ruedas para transportar a escondidas la sustancia lúdica de moda en esta época. Ya fui contrabandista antes de trabajar para el AS64L.

    Será pal comido.

    —Se dice pan comido.

    —Lo que sea…

    —Entonces…, ¿transportarás agente blanco?

    —Parecido. Aquí lo llaman mariguana y no es líquido, así que será todavía más fácil de transportar.

    —Vi en la televisión que los químicos lúdicos de ese tipo están prohibidos, a diferencia de nuestra época. No lo vas a tener fácil. ¿Y si te encierran?

    —¿Acaso no recuerdas que la comida sin licencia de cultivo también estaba prohibida por la Corporación? Las trasportaba y no me atraparon nunca. Y eso que aquellos sacos ocupaban más volumen. Ya he conseguido el trabajo. He terminado un transporte de prueba  y parecían impresionados. Ya verás, esto nos solucionará el problema del dinero; al menos, de momento.

    —¿Qué ya has hecho una prueba? ¿Y cuándo ibas a decírmelo?

    —Te lo digo ahora.

    Edhora no puso buena cara ante las noticias que traía su compañero. Aun así, se conformó. De todas formas, si pasaba algo, estaba preparada para continuar ella sola, a la espera de que fueran a buscarlos desde su época. Estaba segura de que, tarde o temprano, descubrirían cómo se abrió el portal y alguien iría a buscarlos.

    Pasó otro año y las cosas comenzaron a cambiar. Tal como había prometido Ayura, no consiguieron atraparlo en sus peligrosos e ilegales viajes, ni una vez, gracias a su pericia, experiencia y, sobre todo, suerte. El dinero comenzó a llenarles los bolsillos. Temerosos por si llamaban la atención, se compraron un pequeño piso de segunda mano, justo en la plaza central del pueblo, mientras invertían el resto del dinero, poco a poco, en un negocio legal. Una nueva librería en el pueblo. Así fue como Edhora logró recuperar su verdadero oficio: bibliotecaria. Pronto fue conocida por todos los niños y adolescentes del lugar como la extravagante bruja librera de pelo verde.

    Los días seguían pasando. Edhora invertía más y más dinero en llenar su biblioteca. Ordenadores, internet, libros, libros, más libros… Su principal intención era conseguir información sobre cualquier otro incidente parecido en cualquier otro punto del planeta, o fuera de él, así como conocer la historia.

    Un día, buscando información sobre la identidad de aquella especie que les rodeaba, se encontró con su historia, mitología y religiones. Tenían personajes parecidos a los de su época. Las hadas en la mitología celta. Se parecían sospechosamente a los Síthiches. Y los Sajones, en sus mitos, hablaban de una gente rubia y con orejas puntiagudas. Elfos o llamados también El pueblo de las colinas. También se parecían sospechosamente a los bioroides. «¿Podrían ser crononautas que hubieran errado en la época donde buscarnos?», se preguntó. Fuera como fuese, había conseguido confirmar que aquella especie se trataba, sin duda, de la humanidad antecesora, en uno de sus ciclos más antiguos.

    —Como te digo Ayura. Por fin lo he demostrado científicamente. Estamos en Gaia. Nada menos que en la prehistoria. Mucho antes de que el planeta muriera. Imagínate, solo han sufrido dos de las cinco guerras planetarias descritas por los versos antiguos.

    —Cuesta creerlo. ¿Quién iba a pensar que aquellos versos tan estúpidos y aburridos estuvieran tan bien encaminados? —reflexionó Ayura.

    —¿Estúpidos y aburridos?

    —¿Qué quieres que te diga? Son aburridos de cojones. Me has dado la vara con ellos durante siete años.

    —Será mejor que… —Las palabras se le quedaron en la boca al oír la campanilla de la puerta de la tienda, de nuevo. ¿Otro cliente? De nuevo el miedo le atenazó el estómago. La sensación de que podría ser la policía seguía ahí. Alisando la blusa bajo sus pantalones de peto con los que se pasaba el día entre libros y atándose sus enmarañados cabellos en una abundante coleta verde oscura, salió de la trastienda.

    Frente a ella, una joven de unos 17 años, ojeando el estante de las postales para turistas. Nunca la había visto en el pueblo. Era hermosa. Llevaba sus cabellos color castaño atados en una larga coleta. Gafas de sol descansando sobre la cabeza. Vestía unos vaqueros ajustados, una camisa a cuadros anudada, la cual le quedaba muy bien gracias a su esbelta figura, y unas zapatillas de deporte blancas. En el hombro izquierdo le colgaba el bolso, color crema. Se volvió hacia ella. Fue extraño. Sus ojos parecían transmitir un conocimiento para nada acorde con alguien de su edad.

    —¿Puedo ayudarte? —Le preguntó Edhora en inglés al tomarla por una turista.

    —Edhora. Por fin nos encontramos. —La saludó en Mers-lor. Edhora casi se desmaya de la impresión al escuchar su propio idioma millones de años en el pasado, después de llevar siete escuchando solo italiano,  un poco de francés y alemán.

    —Entonces, ¿por… por fin nos habéis encontrado? No… no puede ser. ¡Ayura! ¡Ayuda, ven aquí!

    —¿Qué pasa? ¿Qué es tanto grito? Molestarás a los vecinos.

    —Por fin os he encontrado. No sabéis por lo que he tenido que pasar para lograrlo. Pero no hay tiempo que perder. Las explicaciones vendrán más tarde. He de poneros al día de lo que ha pasado en vuestra ausencia. Debéis regresar —añadió la joven.

    Ayura no pudo dar crédito a sus oídos. ¿Así, de repente los habían encontrado?

    —¿Un momento? ¿Cómo sabemos que no es mentira?

    —No seas ridículo Ayura. ¿Quién quieres que conozca el Mers-lor millones de años antes de que existiera? —Aun así, ¿cómo sabemos que no es corporativista? El sucio señor Unterdrücker puede haber desarrollado o robado esta tecnología de viajes en el tiempo, antes que nadie. Me niego a terminar mis días en una de las jodidas prisiones subterráneas de Gaia.

    —No soy corporativista, os lo garantizo. He trabajado para las milicias de Melor. También conozco a Bheinn, la administradora general de La Semilla. Viví allí. Ella me ha enviado. —Acto seguido, les mostró el pentáculo que llevaba colgando en el cuello, mientras sacaba un DVD con una copia del contenido de un chip de memoria. Contenía un vídeo con el testimonio, de primera mano, de Bheinn.

    —Si no os fiais, podéis enviar a analizar las imágenes, solo es un vídeo digital, en esta época se puede comprobar perfectamente si ha sido o no manipulado.

    —Pero ¿quién eres tú? Por tu aspecto, no eres Mers, Hur ni Bal ni tan siquiera Bioroide.

    —Es una viajera en el tiempo. Os cruzasteis con ella durante el incidente —intervino una vocecilla. De pronto, el bolso bajo el brazo de la joven comenzó a agitarse. De este salió disparada una Síthiche, la cual se mantuvo flotando, ante la incrédula pareja. Permanecía con las manos en la cintura. Ayura estuvo a punto tropezar con uno de los estantes de libros a su espalda por el respingo con la impresión ante la aparición de semejante criatura.

    —¿Qué haces Alpha25? Te dije que no debías salir.

    —Oh, vamos…, por nada del mundo me perdería las caras que ponen. Mira… Mira… Ja, ja, ja.

    —No puede ser… Una Síthiche… Así que es cierto.

    Pero… ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

    —Me llamo Carla…, Carla Fiorentini. Y he venido a buscaros.       

    Marte. El lugar estaba saturado. ¿De veras aquel Geofrontal solo se dedicaba a la producción de armamento militar?

    Se encontraban en la zona de tránsito previo: una bóveda levantada sobre el rojo desierto de la superficie de Marte. No poseía acceso alguno hacia la gran cavidad subterránea, pues los portales de viaje que todavía le quedaban a la Corporación se usaban como la única forma de llegar. Su destino, sin duda, se encontraba a kilómetros bajo sus pies.

    Grúas cargaban materiales en el interior de níveos vagones; ingrávidos trenes de mercancías, colocados en posición vertical, como albinos gusanos horadando hacia el centro de la tierra, estaban formados por aquellos vagones. Deberían encajar en estrechos túneles descendentes. Uno iba hacia el portal de acceso al final de este, y el otro, de regreso hacia el portal de salida del planeta, justo en la parte más alta de aquella cúpula. Dirección a cualquier destino donde se necesitaran los materiales.

    Grandes cubos de superficie pulida se apilaban en perfecto orden, con casi una cincuentena de Necrosoldados firmes en su interior, preparados para el combate, esperando ser cargados en aquellos vagones. Saldrían de allí junto a intendencia, equipamiento y armamento pesado, como tanques multípodos. También se cargaban cajas y cajas de lanzaagujas nuevos, munición, armas de plasma, recambios para los dirigibles, tecnología nanoide militar, uniformes y mucho más.

    —Buena organización… No entiendo cómo estamos ganando la guerra —reflexionó Marco.

    —No te fíes de las apariencias. Fíjate…, acaban de mudarse aquí, pero su administración sigue siendo igual de corrupta —añadió Ceil.

    —¿De qué hablas?

    —Mira eso… —le indicó señalando con el dedo. A unos pasos, uno de los encargados separaba ciertas mercancías del resto—. Están cargando material sin registrarlo primero. Acabará en manos de cualquiera para su uso privado, y está pagado con dinero público. La Corporación continúa vaciando las arcas del gobierno y nadie dice nada… Pronto no tendrán con qué pagar la deuda con el banco Confederación.

    —Ja, ja, ja.

    —¿De qué te ríes?

    —Me resulta gracioso que, sea la época que sea, el poder sigue igual de corrupto.

    —¿Así que en tu época era igual?

    —Con ciertas diferencias, pero se parece más de lo que crees.

    —Pss, pss, por aquí… —lo interrumpió Shaorsa.

    —Veo que se ha ampliado la colonia humana —añadió Hengel observando el entorno a su alrededor bajo la bóveda.

    El primer escollo, llegar hasta aquel paso intermedio, aquella cúpula, había sido fácil. Las identificaciones como supervisores y ayudantes enviados por el señor Diener habían funcionado bien. Sin embargo, después de aquello, había llegado el momento de lo más complicado.

    Descender al Geofrontal.

    Asentamientos humanos en forma de edificios comunitarios rodeaban las vías de los trenes. Estas podían cruzarse mediante pasarelas elevadas, y plataformas antigravitatorias que se movían sin cesar, transportando gente de lo más variopinta de aquí para allá, atareados como abejas de un panal. Todos trabajaban conjuntamente para que los trenes pudieran ser cargados y movidos eficientemente hacia el portal de salida o el de entrada en el Geofrontal.

    Cantinas, tiendas, comercios, lupanares, bloques de viviendas… Todo construido con piedra multimórfica para conseguir engendrar una ciudad vertical en un tiempo récord, a base de ir apilando las construcciones una sobre la otra. Cuadrantes separados lucían formando pegadas torres bajo aquella bóveda transparente, mientras más ingrávidas plataformas hacían la función de calzadas, separando los niveles uno sobre el otro y comunicándose después.

    —Desde que los centros de producción de apoyo en lunas rocosas como… Carpo cayeron, la actividad se ha vuelto vertiginosa. Han concentrado todas las funciones aquí, en menos de un día —añadió Ceil.

    —Creí que había poca gente. Esto es muy diferente, será complicado de la hostia infiltrarnos —añadió Hengel.

    —No seas pesimista… Será al contrario. Además, nuestros pases han funcionado hasta ahora — respondió Shaorsa.

    —Pero tomar el tren es diferente. ¿Habéis visto esos Necrotrabajadores? Menudo brío —añadió Marco al ver lo incansablemente que trabajaban.

    —No son Necrotrabajadores. Esos están abajo. Aquí, en las puertas bajo la cúpula, todos los trabajadores están vivos. Solo se encargan de la parte de la carga y descarga. Ninguno baja para mantener el secreto del Geofrontal. Nadie sabe lo que hay ahí. Maldito gobierno, y sus secretos…

    —Me imaginaba algo… diferente —respondió Marco. —¿Como qué?

    —Algo más… automatizado. Más digno de un lugar creado por la humanidad antecesora.

    —¿Qué te hace pensar que el Geofrontal puede haber sido construido por la humanidad antecesora? —añadió Ceil.

    —Bueno, porque también hay dos más en Gaia.

    —Rumores. La humanidad antecesora fue directamente a Júpiter. Es historia. Lo leí en los libros de Lantea.

    —Entonces, algo en la cronología no encaja. Debe haber más eras entremedio.

    —Ja, ja, ja —continuó Hengel—. Ya debatiremos sobre historia otro día. Sea como sea, solo se usan sistemas automáticos y robots cuando los portales son de acceso a espacios con entornos tóxicos o sin aire, como Gaia por ejemplo… Con el resto, no se hace así desde el final de la rebelión Bioroide, por el pánico que les entró a los humanos con esa tecnología. Ahora, cualquier simple robot, vuelve paranoico a todo el mundo. Lástima que a los militares no les pase lo mismo.

    —Entonces, ¿hay aire allá abajo? ¿En el Geofrontal?

    —¡El administrador es humano! Necesita aire, como todos —intervino Herel rascándose insistentemente los conectores en su nuca.

    —Shhh. No grites. Recuerda que solo eres un esclavo. Intenta que no sepan que el collar inhibidor que llevas, únicamente, es de atrezo.

    —Este collar es jodidamente horrible… Me pica.

    ¿Y qué esperabas? No está hecho para la comodidad. Los esclavos Bioroides, sobre todo los que se compran en los mercados de Calisto, no se enteran de esas cosas… Están todo el día idos —contestó Omage125 agitándose disimuladamente dentro de la mochila que Shaorsa llevaba a la espalda.

    —Allí está el acceso a la plataforma del tren. Creo que ha llegado el momento de separarnos.

    —¿Quién se encarga de hackear los registros? — preguntó Helia.

    —Omega125 lo hará —añadió Hengel.

    —Los trabajadores no deben ver al Síthiche acercarse a los paneles de control. Si debe introducir los registros antes de subir al tren, tendrá que hacerlo conectándose a través de la red —explicó Milva.

    —Entonces, tendré que usar uno de esos intercomunicadores públicos tan viejos. Ja, ja, ja. Lo que faltaba —se rio Omega125.

    —¿Tu software será compatible?

    —Lo será. Tranquilos.

    —No sé…, algo no me encaja —añadió Marco observando a su alrededor.

    —¿El qué?

    —Mira esa gente… Parece como si nos estuvieran mirando de reojo —añadió señalando disimuladamente los transeúntes a su alrededor.

    Generalmente, el personal solía pasar aquellas horas descansando y comiendo algo mientras los créditos les alcanzaran. La comida más asequible allí era el Sauriopollo con salsa de judías negras dulces y el arroz azul. Aquellos trabajadores no eran una excepción, con sus sombreros al estilo de Uk y sus ropas desgastadas, permanecían sentados sobre incómodos taburetes. Se quedaban mirando a los extranjeros de reojo, mientras consumían sus cuencos de arroz, apiñados frente a las ventanillas de servicio de los pequeños locales itinerantes de comida rápida anunciándose con paneles holográficos que flotaban sobre el techo.

    —Nos toman por supervisores, es normal que les pongamos nerviosos.

    —Creo que Herel les llama la atención.

    —Muchos supervisores llevan esclavos Bioroides — dijo Herel.

    —Claro. Los usan para asistencia técnica —explicó Helia.

    —Sea como sea…, creo que estamos fuera de lugar. Con un lugar tan corrupto. Tal como está funcionando… se preguntarán ¿por qué se necesita ahora una inspección para aprobar nuevos materiales? Y todo mientras cientos de cargamentos se quedan sin apenas vigilancia. No entiendo por qué nadie pone ni una pega… ¿No será que nos han descubierto? —concluyó Marco.

    —¡Bah…! Estás paranoico…

    —Lo que dice… tiene sentido —continuó Ceil.

    —¿Lo crees realmente? ¿Y cómo se han enterado? Solo conocemos el plan nosotros ocho y los tres coordinadores. ¿Estás sugiriendo que aquí hay un espía?

    —Todavía existe otra posibilidad. Es posible que nos hayan descubierto simplemente escuchándonos. No paráis de hablar alto…, utilizando expresiones poco usuales demasiado a menudo.

    —Ja, ja, ja. Eso ya estaba pensado. Por eso todos, al igual que tú, nos hemos inyectado AX20. He hackeado los naonoides para que traduzcan nuestras conversaciones a la casi extinta lengua Bal-lor. Nadie sabe lo que decimos. Nos toman por oriundos de las Lunas Pardas —añadió Omega125.

    Podrías haberlo dicho antes. Ni siquiera lo he notado.

    —Ja, ja, ja.

    —No os entretengáis. No podemos perder más tiempo —intervino Shaorsa mientras no paraba de sudar desde hacía rato.

    —¿Qué haces? No te toques el maquillaje. Si lo deformas, aún llamarás más la atención.

    —Los malditos implantes plásticos me dan calor. El sudor los está fundiendo. No entiendo cómo a ti no te pasa.

    —A mí también me dan calor, pero no los estoy sobando como tú —le recordó Ceil con cierto aire de autosuficiencia mientras se alejaban hacia la plataforma de llegada del tren vertical que los llevaría a su destino.

    —Shhh, silencio las dos… Shaorsa, no entiendo por qué habéis venido Ceil, Milva y tú. El dichoso maquillaje para ocultaros el rostro nos está retrasando —protestó Herel.

    —¿Creías que iba a autoexcluirme? No seas ridículo, te recuerdo que Bheinn me encomendó esta misión a mí. Y, en lo que respecta a ellas dos, son nuestras mejores esgrimistas. Toda ayuda es poca.

    —Es cierto —añadió Ceil mirando a Milva. Esta desvió la mirada sin mediar palabra. Ceil frunció el ceño de nuevo. No lograba recordar el motivo por el cual su provisional compañera actuaba así cada vez que se cruzaban sus miradas. «¿Acaso me odia? ¿Le habré hecho algo? Mierda, ojalá pudiese recordarlo. La inconsciencia tras la experiencia en el polo norte de Calisto me ha dejado los recuerdos llenos de lagunas», pensó.

    —Muy bien, vamos a separarnos de una vez.

    ¿Cómo lo hacemos?

    —No tenemos tiempo de votar. Ceil, Milva y Herel, conmigo. Marco, Hengel, Helia y Omega125 iréis en el otro grupo.

    —¿Por qué tenemos que separarnos? —protestó Marco.

    —¿Acaso crees que os voy a dejar juntitos, solo porque estéis jodiendo? Mira que eres tonto… Precisamente por eso os he separado. Juntos corremos más peligro. Sobre todo si te pones a pensar con la verga antes que con el cerebro —le espetó Shaorsa.

    —Tú bien que vas con Herel.

    —¡No me jodas y obedece!

    —Oh, por favor… ¿Es necesario ser tan vulgar?

    —A mí me parece bien la clasificación —dijo Milva cortando la discusión.

    —A mí también. Marco… Quédate con esto —añadió Ceil pasándole un estuche cilíndrico que llevaba colgado a la espalda de unas correas.

    —¿Qué es?

    —Es la espada que usaste en Gaia. La guardé para ti. La dejé en La Semilla justo antes de ponernos a intentar rescatarte. Utilízala solo si es estrictamente necesario.

    —Es increíble que la guardaras.

    —Está bien, vamos —dijo Shaorsa con impaciencia. Marco se colgó el estuche al hombro sin añadir más.

    —Bien. Ya conocéis el plan. Omage125…, camuflaje ahora. Tú y tu grupo os encargaréis del hackeo. Buscad un sitio seguro desde donde operar. Mandadnos la señal cuando esté listo y tomaremos el próximo tren para bajar. Vosotros tomaréis el siguiente.

    —Y, mientras dura el trabajo de Omega125, ¿qué hacemos? —preguntó Hengel.

    Llevo algunos créditos. Comeremos algo en uno de los puestos.

    —Son para trabajadores… Lo tomarán como una provocación.

    —Mejor… A ver si así se rebelan de una puta vez estos jodidos cobardes.

    —Omage125, esa lengua… ¿No recuerdas lo que te dijo Alpha50?

    —Está bien, está bien… Lo sieeeento.

    Por fin en acción. Marco, tenso, simulaba emplear el telecomunicador de la cabina pública con la frente perlada de sudor por los nervios que le causaba el gentío a sus espaldas haciendo cola. A un lado, la verdadera razón de aquella comedia. Omega125, oculto con su camuflaje, empleaba la cabina para hackear los registros de acceso a los portales. Aquellas cabinas eran el único sistema de comunicaciones dentro de la colonia y podían contarse con los dedos de una mano. Los trabajadores no tenían derecho a nada más. Ni comunicadores móviles ni consolas holográficas. La caduca tecnología provocó la tardanza en el acceso por parte de su diminuto compañero, lo cual, Marco temía que comenzara a resultar sospechoso.

    —¿Qué diablos está haciendo? No entiendo por qué tarda tanto. Se supone que los Síthiches son modelos más eficientes que los Bioroides, pero creo que Herel podría hacerlo mejor —le susurró Hengel a Helia terminando de apurar su cuenco de arroz y echándoles miradas de reojo desde la distancia.

    —El problema no es Omega125, sino esa cabina. Debe tener por lo menos treinta años.

    —No entiendo por qué no puede conectar directamente.

    Porque no hay señal inalámbrica. Aggg, no hables con la boca llena, pedazo de guarro —le reprendió Helia. —¿Quieres un poco?

    —Esa comida no es para Bioroides. De todas formas, no tengo hambre, tengo un nudo en el estómago. No sé cómo puedes comer ahora.

    —Ja, ja, ja, ya estoy acostumbrado.

    Los minutos pasaban y a Marco se le acababan los comentarios insustanciales que decir a su inexistente interlocutor a través de aquel auricular que le recordaba un teléfono de principios del siglo XX, si no fuera por sus decorativas rayas oblicuas negras y amarillo chillón, de tono apagado por la mugre, del que se había teñido por el uso.

    —¡Coño, vamos…! ¡¿Qué cojones estás haciendo, pedazo de imbécil?! —oyó a su espalda.

    —Omage125, ¿por qué tardas tanto? No puedo aguantar más. La gente se está poniendo nerviosa — susurró.

    —¡No tengo la culpa…! ¡Este software es una puta mierda! —gritó Omega125 imitando la voz de Marco.

    —¡Vaya…,       pero       si       es       un       cerebrito…!       ¿El telecomunicador no es del agrado del señor destacado? —intervino, socarrón, alguien más en la cola.

    —Joder…, Omega125, cállate y acaba. Creo que están a punto de partirme la cara.

    —Espera, ya lo tengo.

    —¡Bueno…, puto canijo…, ya es suficiente! —gritó alguien. De pronto, una mano descomunal le tiró por el cuello del jubón hacia atrás para sacarlo de la cabina.

    —Joder… Marco, no permitas que cuelguen el auricular o perderé la conexión —susurró Omega125 tras retomar el vuelo.

    El tirón hizo perder el equilibrio al pobre Marco que acabó con el trasero contra el suelo de una forma ridícula, entre las carcajadas del resto de trabajadores. El auricular había quedado colgado del cable. Omega125 no podía tocarlo o el objeto flotando solo revelaría su existencia.

    El responsable del tirón, un Mers de tatuados y musculosos brazos enormes, se acercó a la cabina con el típico rechinar de fábrica en las juntas de las piernas cibernéticas de aquella marca que usaba. Tomó el auricular que quedaba empequeñecido entre sus enormes dedos.

    —¡No!… Está a punto de colgar. Mierda… ¡Haced algo! —gritó el Síthiche al resto que, dejándolo todo, intentaron alcanzarlos a toda prisa. Sin embargo, la inusitada reacción de Marco los dejó patidifusos a medio camino.

    —¡Eh… tú! Sí…, te hablo a ti, gilipollas. ¿Sabías que, tan verde y con esos músculos, te pareces al puto Hulk? Ja, ja, ja.

    —¡Será hijo de puta el canijo! —respondió el forzudo devolviéndole una furiosa mirada a través de sus oscuros ojos cibernéticos.

    Dejando ir el auricular, justo cuando solo le faltaba un milímetro para colgar, se encaró hacia quien tenía a su espalda. Marco, cayendo en la cuenta de que Ceil lo miraba desde alguna parte de aquella zona de tránsito, se mantuvo firme ante semejante monstruo con la intención de impresionarla.

    —¡Pelea! ¡Pelea! ¡¿Quién apuesta por Holtor?! — gritó alguien.

    De pronto, un corro de trabajadores se formó alrededor vitoreando a uno y otro, impacientes por una nueva distracción, olvidando el telecomunicador. —Estupendo… Ha sido inteligente… Omega125 termina antes de que le partan las piernas —añadió Herel.

    —Esta distracción es una chorrada…, los drones de Orden Público se nos echarán encima.

    —¡Pues deja de protestar y acaba, coño! —gritó Hengel.

    —¡Eh, tú! ¿Qué me has llamado? ¿Qué cojones es un Kulk?

    —Se llama Hulk, pedazo de ignorante… Vamos… repite conmigo: «¡Hulk… estar… furiosoooo!». Ja, ja, ja —se burló Marco imitando la voz y posturas del famoso personaje de cómic.

    —¡Holtor, ese bastardo se está burlando de ti! No lo permitas —añadió alguien.

    —¡Aaggg, te voy a dar una paliza, bastardo! —gritó mientras se le abalanzaba para intentar agarrarlo. Era increíblemente lento. O, al menos, eso le pareció a Marco, acostumbrado al vertiginoso ritmo de entrenamiento al que Ceil lo tenía acostumbrado.

    —Pero ¿qué hace? —se preguntaban a su alrededor. Justo cuando su atacante se encontraba a unos milímetros, Marco lo esquivaba moviéndose de un lado a otro, usando las técnicas para la espada. Lo hacía tan rápido que de él solo se podía distinguir un borrón en el aire. En conjunto, recordaba a los malabarismos de un payaso de rodeo.

    —¡Cuidado, es un esgrimista! —Aquel grito agradó a Marco sobremanera, dejándolo henchido de orgullo. Su enorme oponente intentaba alcanzarlo dando pesados golpes una y otra vez, como quien intenta aplastar una mosca, pero únicamente logrando darle al aire.

    —¡Mierda…, estate quieto! ¡Pelea normal, cobarde!

    —le espetó.

    —¡Vamos, Holtor, no te dejes humillar, dale un par de hostias!

    —Apuesto 20 créditos por el canijo…

    —Yo apuesto 30. —Se empezó a escuchar el corro a su alrededor.

    —¡Maldito seas…, para de moverte!

    —Ja, ja, ja. Vamos…, vamos Hulkito… Hulkito, estoy aquí.

    Gritando a pleno pulmón, el forzudo se le abalanzó de nuevo. Marco decidió terminar con aquello de una vez, antes de que sonara la sirena de fin de descanso o llegaran los drones de Orden Público. Confiando en que el tiempo ganado fuera suficiente, se lanzó sobre su oponente al mismo tiempo y lo atrapó con una llave de pinza, inmovilizando el brazo agresor, tal como Ceil le había enseñado. A continuación, utilizando su propio peso, lo lanzó al suelo retorciéndole el brazo en una postura antinatural, hasta obligar al enorme forzudo a gritar de dolor.

    —Escucha       Hulkito,       mi       llamada       era       muy importante… y me has interrumpido. Pídeme perdón o te rompo el brazo y te quedarás sin empleo.

    —Aaahh, no por favor, es el único ingreso con el que cuenta mi familia.

    —Entonces, ¿qué se dice?

    —Está bien… perdón. No volverá a pasar, pero no me rompas el brazo —suplicó al borde del llanto.

    Marco lo dejó ir. Este, tambaleándose, se levantó para desaparecer entre la multitud sin mirar atrás.

    —¡El canijo es el ganador! ¡Hurra!

    —Será cabrón el tío… ¿Quién coño eres? — preguntaron los espectadores.

    —Me llamo Marcios del Bosque Rojo. Pero todos me conocen como El Perro Negro de Florencia. Ja, ja, ja —rio mientras todos se miraban entre sí sin entender.

    —¡La hora! —gritó alguien interrumpiendo el espectáculo. La sirena de inicio del nuevo turno resonó por todas partes bajo la cúpula. Las corredizas, como en un hormiguero pisado por un niño, se convirtieron en la norma. En un segundo, la zona de descanso y los puestos ambulantes habían quedado desiertos.

    Marco y Omega125 aprovecharon para alejarse; habían completado la operación con éxito, hackeado el sistema e introducido los datos.

    —¡Au! —se quejó, por el golpe.

    —Hengel, ¿qué haces? Me has hecho daño.

    —¡Tonto del culo!

    —¿Y eso a qué viene?

    —¿Cómo se te ocurre llamar la atención de esa manera? ¿Estás loco? ¿A qué ha venido todo eso? ¿Y… qué era esa gilipollez de El Perro Negro de Florencia? Creí que solo era una tapadera para la prisión. Pero veo que te lo crees.

    —Bueno…, es que necesitábamos más tiempo, y…

    —Hengel, no seas duro con él, ha hecho un buen trabajo —añadió Helia.

    —No seas blanda, niña. Nos ha puesto en peligro.

    —A mí me ha parecido increíble. Ja, ja, ja —río Omega125 pululando animado alrededor de Marco.

    Ceil observaba desde su andén en una posición más elevada. Desde donde había presenciado lo sucedido, mientras desaprobaba negando con la cabeza. «Exhibicionista…», pensó.

    —Ya tengo la señal. Está preparado —transmitió por el intercomunicador portátil oculto.

    Terminaron sus cuencos de arroz con carne de Sauriopollo especiada.

    —Agg, no sé cómo podéis comer eso…

    —¿Quieres un poco? —se burló Shaorsa.

    —¿Comer carne aquí? ¿Estás loca? Ni hablar, qué asco. Estos tugurios son insalubres.

    —Ja, ja, ja.

    Se dirigieron con celeridad al andén de llegada. Unos segundos pasaron. La electrónica silueta holográfica de una joven, perfilada con láser rojo, pedía amablemente, mientras flotaba sobre ellos, mantenerse tras la línea blanca de seguridad pintada en el suelo. La plataforma tembló bajo sus pies. En un segundo, como un rayo, el tren descendió en vertical ante ellos, como una nívea flecha, desde el portal de llegada en lo alto de la cúpula. Estaba prácticamente vacío, pues los viajes de llegada a aquellas horas solo eran de mercancías. Justo en el borde del andén, apareció, ascendiendo del suelo, una consola para la identificación. Había llegado el momento de la verdad. La prueba de fuego, para saber si el hackeo de Omega125 había sido correcto. Muchas miradas indiscretas se clavaban en ellos mientras se dirigían hacia allí, a paso acelerado, entre los atareados trabajadores. ¿Qué eran aquellas miradas? Herel estaba acostumbrado a reacciones humanas de desprecio hacia un esclavo. Pero aquellas miradas eran distintas. Lo notaba.

    —Esto no me gusta. ¿Habéis visto aquel operario en la cabina de la grúa?

    —No tenemos un zoom en nuestra visión como tú.

    —Ese individuo nos estaba mirando con una media sonrisa en la cara. Es como si supiera quiénes somos.

    —Te lo estás imaginando… Ya lo hemos discutido antes, nadie sabe nada de nosotros —respondió Shaorsa.

    —Pero si lo piensas… ¿Cómo sabemos que no se han enterado? Es posible que hayan encontrado los cuerpos de los auténticos inspectores. Los dejaron enterrados en la nieve en Europa. De acuerdo que se llevaron las cabezas con los códigos de barras identificativos en sus cerebros, pero ¿es suficiente? Los tres coordinadores generales no son infalibles. Creo que nos estamos confiando demasiado —añadió Milva.

    Los vagones blancos como la nieve parecían brillar con la luz del espejo orbital que les llegaba desde el otro lado de la cúpula de aquella ciudad. Entre estos, un vagón de pasajeros con el logotipo azul de la Corporación les llamó la atención. Era el que se había detenido justo tras la consola identificativa. Un tubo totalmente liso sin juntas apreciables ni ventanas pues no necesitaba. Todo el conjunto parecía un enorme gusano lechoso que se preparara para horadar la tierra de camino a su centro. Un pedazo de su superficie se deformó separándose para formar una entrada sin juntas ni bisagras. Los materiales inteligentes que la formaban podían ser moldeados a la voluntad de la electrónica para alternar estructuras lisas y formar puertas o ventanas.

    —Pero ¿qué carajo…? —se quejó Shaorsa. De repente, Necrosoldados acompañados de furiosos

    Sauriobestia aparecieron del interior del vagón.

    —¿Qué cojones hacen aquí? ¿No se suponía que las identificaciones eran infalibles?

    —¿Lo veis? Ya lo decía yo…

    —Shhh. No sabemos si están aquí por nosotros — intentó tranquilizarlos Ceil.

    Los Necrosoldados, sujetando las correas de aquellos escalofriantes animales, los iban acercando a cualquiera que se cruzara en su camino. Los olfateaban, mientras el azulado teleobjetivo en la frente de los yelmos de sus amos escaneaba el rostro de cada trabajador.

    —Tenemos que alejarnos de aquí.

    —¿Y cómo lo hacemos? Están bloqueando el acceso al único vagón accesible desde este andén.

    —Atención… Todos los ocupantes del andén 25 y los pasajeros con destino al Geofrontal serán provisionalmente retenidos para su inspección. Colaboren con las fuerzas del orden, por favor. Y recuerden, estamos aquí para ustedes… —anunció la holográfica imagen de una atractiva joven sonriente, ataviada con el típico uniforme de la Corporación y el brazalete azul de rigor, flotando una vez más sobre sus cabezas.

    Por sorpresa, el aire se pobló de los llamados drones de Orden Público. Comenzaron a pulular como enormes moscas armadas con cañones de plasma contra los cuales cualquier chaleco deflector resultaba inútil.

    —Estupendo. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Y si nos colamos por el túnel hasta el portal?

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