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La última revolución
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Libro electrónico143 páginas1 hora

La última revolución

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En un país latinoamericano sin nombre ha tenido lugar una revolución que ya ha llegado a su fin. Los personajes, con diferencias de vivencias y de edad, se ven enfrentados a un destino común: lidiar con lo que quedó. La muerte violenta de una niña, que simboliza la inocencia perdida en Tierras Azules, una comunidad rural, desata la búsqueda de justicia de Izel, su joven madrina. Ello llevará a una revelación dramática.

Nadie quedará a salvo de ella y de sus consecuencias. Cada uno deberá enfrentar su propia historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 mar 2016
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    La última revolución - Ángel Saldomando

    LA ÚLTIMA REVOLUCIÓN

    Autor: Ángel Saldomando

    Editorial Forja

    Ricardo Matte Pérez N° 448,

    Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Diseño y diagramación: Sergio Cruz

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Primera edicion: abril, 2016.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de propiedad Intelectual: N° 258.931

    ISBN: Nº 978-956-338-196-2

    En una revolución, como en una novela,

    la parte más difícil de inventar es el final.

    Alexis Tocqueville

    Hemos inventado la revolución

    pero no sabemos qué hacer con ella.

    Peter Weiss

    1

    Están los hijos de puta y los hijos de la época. Los primeros tienen siempre el talento de sacarle el jugo a la vida, por cualquier medio. Lo segundos la sufren, la viven y a veces tratan de hacerla mejor, como puedan. Se requieren talentos distintos qué duda cabe, sin embargo cualquier consulta de libros de historia, incluida La Biblia, indica que los hijos de puta están infinitamente mejor dotados y son más eficaces que el resto a pesar de ser mayoría. Darwin podría haber dado una indicación sobre la selección de las especies relacionadas con la época y no con la naturaleza. Lo peor, sin embargo, es la capacidad de transmutación. Cada persona nace con el potencial de pasar de un estado al otro, lo que indica que pese a los talentos diversos requeridos esto era modificable, ello eliminaba el determinismo y dejaba abierta la pregunta sobre qué podía producir el cambio. Eran ideas bien complicadas para continuarlas a esa hora.

    Contempló las estrellas que parpadeaban en la noche asfixiante. Tumbado en la hamaca esperaba que la brisa hiciera soportable la decisión de meterse en la cama y alejara preguntas imposibles de responder. Las despeinadas ramas de las palmeras seguían porfiadamente fijas atrapando en su inmovilidad el resplandor de la luna. La noche era una bóveda que irradiaba desde un punto único y brillante un haz de claridad que envolvía todo objeto en una contradicción fantasmal de luz y sombra.

    Era una de esas noches en que la gravedad desaparece y en que con cada suspiro se teme disolver el equilibrio del mundo. El trópico posee el secreto único para crear esos momentos de unión e intensidad con la naturaleza que crean una suerte de inconsciencia pasajera. El zumbido agudo de los mosquitos que rondaban amenazantes se encargaba a su modo de mantener la realidad en un nivel aceptable de cercanía. Carlos los alejaba con un leve impulso del pie que hacía oscilar suavemente la hamaca. Era todo el esfuerzo que podía hacer aplastado como estaba por el sudor.

    El sonido lejano del teléfono fue una intrusión dolorosa que implicaba imaginar el doble esfuerzo de levantarse y responder, ambas acciones le parecieron desmesuradas y, la verdad, si hubiera anticipado lo que venía se habría quedado quieto. Pero el aparato siguió enviando su señal sonora sin desfallecer. Bajó una pierna y se incorporó lentamente para llegar hasta el objeto molesto, uno de esos aparatos antiguos de disco, cuadrados y pesados, más cerca de la pieza de museo que de la modernidad, pensó. ¿Pero qué es la modernidad?, le respondió su entumecido cerebro. Descolgó el auricular refunfuñando y esperando que del otro lado renunciaran antes de que pudiera responder, pero ello no ocurrió.

    –¿Diga?

    –Carlos, te habla Izel, disculpa la hora.

    –No es nada, Izel, dime.

    –Necesito que me ayudes.

    –¿Qué puedo hacer a esta hora y con este calor?

    –Necesito tu camioneta y que me consigas un ataúd.

    Dejó pasar unos segundos mientras la petición de Izel se instalaba en su licuado sistema nervioso, por fin se le ocurrió decir:

    –¿Ahora?

    Inmediatamente comprendió lo tonto de la pregunta, los muertos no esperan aunque tengan mucho tiempo por delante.

    –Sí, ahora, bueno el tiempo que te tome.

    –¿Y dónde estás?

    –En el hospital.

    Nada le extrañó, aquí todo era posible. Un ataúd en el medio de la noche, un muerto al desayuno, la petición de alguien que no veía frecuentemente y que pese a todo la consideraba una amiga que podía permitirse algo así. Esa era una gran palabra en un país donde la gente pasa, se usa y muere sin dejar rastro, porque aquí se muere mucho y de diversas maneras.

    La amistad buscaba sobrevivir como una raíz frágil, con la dosis de humedad indispensable que permitía que las existencias se prolongaran un poco más antes de ser olvidadas definitivamente.

    –¿Puedo preguntar qué pasa?

    –Te explicaré cuando llegues, anota esta dirección, en ese lugar conseguirás que te vendan un cajón a cualquiera hora. ¿Cuento con ello?

    –Dale, nos vemos en la entrada del hospital –dijo resignado y colgó.

    Se fue a la ducha con la esperanza de reaccionar, abrió el paso del agua, esperó unos momentos pero no ocurrió nada. Otra vez el flujo estaba interrumpido. Se quedó contemplando la inutilidad del artefacto que pendía sobre su cabeza y las gordas y brillantes cucarachas que lo observaban desde el tubo, mientras se le ocurrían todos los insultos posibles sobre lo que no funcionaba. No quedaba más que usar el recipiente de reserva que guardaba para esos casos y comenzó a echarse agua lentamente con un cubo. El frescor se deslizó por su cuerpo y un vapor tenue lo envolvió.

    Una vez instalado en el vehículo condujo suavemente, recorrió con lentitud la ciudad dejando entrar el aire sofocante que rápidamente le secaba el cabello; no había mucho movimiento a esa hora. Grupos de perros con aspecto de hienas flacas y hambrientas escarbaban en la basura diseminada por todos lados. Desde la entrada de sus viviendas sumidas en la oscuridad, los que tampoco podían dormir lo observaron pasar, esperaban también la llegada del fresco que les permitiera caer en un sopor cercano al sueño. Unos cuantos, al ritmo de la silla mecedora, estaban en trance. Al doblar en una esquina escuchó música. En la entrada de un bar se aglomeraban taxis, niños, mujeres y vendedores que se confundían ruidosamente en espera de arrancar alguna ganancia.

    Luego de deambular, entrar y salir de callejones, encontró el sitio al fin y se internó en las callejuelas sombrías, dio varias vueltas más hasta encontrar la casa que ostentaba un cartel de taller, ferretería, funeraria y pulpería, aunque nada la distinguía de las demás. Golpeó la reja con el candado que sostenía la cadena. En el silencio de la noche el sonido se estiró como el de un martillo machacando el metal, desde algún lugar unos perros hicieron coro respondiendo con ladridos de alerta. Esperó un momento y volvió a insistir.

    Una ventana se iluminó delineando una sombra y luego un hombre asomó la cabeza preguntándole qué quería. El aire estaba petrificado, un líquido pegajoso le corría por la espalda en gotas gruesas que empapaban la camisa adhiriéndola como una segunda piel.

    Con el cajón instalado en diagonal en la parte trasera de la camioneta partió en dirección del hospital, pensó en la imagen que ofrecía transitando en la noche con un ataúd a cuestas pero no había nadie para contemplar el espectáculo. Llegó al estacionamiento y esperó que Izel apareciera. Ya eran las dos de la mañana y todo indicaba que lo que quedaba de la noche la pasaría despierto.

    Por fin se manifestó algo de brisa, era una suerte de bálsamo para el cuerpo sometido al apremio del calor y el sudor constante del día, ello interrumpía por momentos la tortura del aire húmedo denso e irrespirable que disuelve toda idea de movimiento. Esta vez la madrugada había iniciado por fin la transición de la pesadez al alivio y ahí estaba, sin más que hacer que continuar la espera sentado en el parachoques de la camioneta.

    Se levantó al verlos salir por una puerta lateral que daba al estacionamiento. Izel acompañaba a una pareja, el hombre cargaba un cuerpo envuelto en una tela que no pudo precisar. Cuando se aproximaban un brazo moreno y delgado escapó de la mortaja improvisada, se balanceó como si buscara atrapar algo en el piso hasta que quedó colgando inerte cuando se detuvieron. La sábana envolvía el cuerpo de una niña que apenas había puesto un pie en la adolescencia que ya no viviría.

    Pese a que había visto tanta muerte en los últimos años no pudo evitar que se le cerrara la garganta y que los ojos se le humedecieran. Los cuatro contemplaron el rostro dormido para siempre, mientras la madre dejaba escapar sollozos contenidos como si a esa hora de la noche temiera despertarla, en tanto murmuraba quedamente su nombre.

    Acomodaron el cuerpo y luego se instalaron para partir. La pareja joven se sentó atrás y antes que Izel tomara su lugar junto al volante la retuvo por el brazo con suavidad.

    –Izel, ¿qué se supone que hacemos ahora?

    –Vamos a enterrarla.

    –¿Ahora? ¿En el cementerio?

    –No, iremos a su pueblo.

    –¿No hay otra manera?

    –Ellos no tienen dinero, es lejos y yo no tengo transporte.

    Se quedaron en silencio mirándose como si estuvieran negociando secretamente algo más. Arriesgó otras preguntas.

    ¿Y tú qué tienes que ver?

    –Era mi ahijada, sus padres son campesinos de mi pueblo y me hicieron el honor de pedírmelo.

    –¿De qué murió?

    –Hablaremos luego.

    No pudo evitar que se infiltraran de nuevo las interrogantes que se mecían con él unas horas antes en la hamaca. Aquí las rutinas más previsibles y sin riesgo no existían. La angustia y la incertidumbre contra las que lucha constantemente la humanidad aquí no habían sido domesticadas, pese a

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