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El apocalipsis según Asmar
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Libro electrónico175 páginas2 horas

El apocalipsis según Asmar

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Pocas novelas conjugan tan bien la simpleza con la psicosis, el entretenimiento con la angustia, la alegría con la crueldad. El Apocalipsis según Asmar tiene una personalidad irresistible, adictiva como un videojuego.

Lejos de la catarsis de la literatura del yo, los traumas se exponen bajo una descomunal obsesión narrativa que hace de lo carnavalesco su código genético. Esta no es solo una novela, es una road movie catastrófica escrita con el corazón.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 may 2020
ISBN9789871959907
El apocalipsis según Asmar

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    El apocalipsis según Asmar - Lucas Asmar Moreno

    salvación.

    1

    Antes de levantarme de la hamaca me distrajo algo en el cielo. Sobre la plaza se formó, espontáneo, un remolino de nubes violetas y moradas que se ensanchaban y giraban como un agujero negro.

    No era el único que se daba cuenta del fenómeno: los chicos habían suspendido el partido y unas madres con cochecitos de bebés decían algo sobre el cambio climático.

    Los colores poseían una textura similar al olio y al moverse creaban un encanto tridimensional. Cuando la nube sobre la plaza cubrió el sol, generó un filtro crepuscular. Todos nos narcotizamos mirando el cielo. El tránsito se detuvo sin que suene una sola bocina. También noté que varios remolinos se creaban a lo largo de la ciudad, sectorizados simétricamente como un tablero de damas.

    Asombro que cedió a la incredulidad cuando del vórtice se abrió un túnel irradiando una luz parda, similar al brillo de un oro tóxico. La apertura de la nube se acompañó de un sonido tajante como la compuerta de una nave espacial. Esta luz parda se intensificó en consonancia con un viento huracanado.

    Varios empezaron a retirarse mientras yo permanecía en la hamaca, mecido por ráfagas que llegaban desde direcciones incomprensibles. Las nubes restantes también ganaron volumen y se fueron abriendo aleatoriamente, como si un reflectorista jugase con una parrilla de luces cósmicas. El conjunto adquiría el aspecto de una tormenta demencial, un horizonte derramando tintura violácea con resplandores de luz mugrienta.

    Los vórtices escupieron manchas negras como enjambres de moscas. Estas manchas se precipitaban sobre nosotros y allí el lirismo tétrico dejó de tener gracia: algo malo se acercaba.

    Las manchas a lo lejos simulaban pterodáctidos, pero cuando estuvieron a pocos metros descifré que eran ángeles montados sobre unos caballos con cabezas de lagartos envueltos en ese fuego verde de las hornallas cuando están mojadas. Mitad equino, mitad reptil, un híbrido sacado de un cuadro de El Bosco.

    La horda de jinetes mutantes descendió sobre la plaza y sentí un miedo ubicado en el centro del estómago. Salté de la hamaca y me trepé a un árbol. Oculto entre las ramas deshojadas en parte por el otoño y en parte por el huracán, contemplé cómo un grupo de jinetes rodeaba la plaza desplegando sus alas al igual que esos depredadores que ensanchan su volumen para intimidar a las presas. Desenvainaron unas espadas negras fosforescentes y tuvo origen una masacre muy estimulante para la psicodelia y muy desastrosa para la dignidad humana.

    Gritos desesperados se entreveraron con los graznidos afónicos de los caballogartos. Los ángeles, en cambio, no emitían soplidos viriles como en las películas bélicas; de ellos sólo se escuchaba el filo de sus espadas surcando el aire y atravesando personas.

    Ningún chico del partido se había fugado y algunos inclusive filmaban el espectáculo con sus smartphones. Niños ávidos de un registro audiovisual, desprevenidos de la muerte: cuatro jinetes cubrieron los laterales de la cancha mientras otros dos se encargaron de decapitarlos.

    Una de esas madres que mencionó algo del calentamiento global intentó refugiarse con su hijo debajo de un tobogán. Inmediatamente un ángel parecido a Daniel Day-Lewis la interceptó y le arrebató el bebé. Con los dientes le arrancó una mano para escupírsela sobre el rostro a la madre, ya enloquecida de impotencia. Luego el ángel trituró el cráneo del bebé como una nuez y lo dejó caer. La mujer se arrojó sobre el cuerpo intentando acomodarle las facciones, suponiendo estar ante un muñeco de plastilina. Daniel Day-Lewis no mató a la mujer: contempló la escena con soberbia muda y se marchó.

    Bajo una penumbra violeta y un viento huracanado, los ángeles ejecutaban sus acciones con una elegancia asesina que hacía de la masacre un ballet tenebroso. Cada jinete tenía especificado su rango de acción sin entorpecer a otros jinetes, por el contrario, se complementaban en sus maniobras y potenciaban la eficacia homicida.

    Este aniquilamiento industrial ganaba más espectacularidad gracias a unos rayos turquesas que salían de las fauces reptilescas de los caballogartos, generando una combustión que reventaba paredes. Sobre los edificios se abrían boquetes, entonces los jinetes ingresaban buscando personas ocultas y las arrojaban a la calle como un adolescente sacando ropa de un placar antes de su primera cita.

    Por los ruidos lejanos y superpuestos, la masacre no estaba condensada en el casco céntrico de la ciudad: era una masacre desplegándose a kilómetros, quizá trascendiendo las fronteras de Córdoba.

    Supuse que mi escondite no duraría demasiado y que recibir un espadazo era una cuenta regresiva. Estuvo a punto de suceder. Un ángel similar a Mickey Rourke apareció de golpe, alzó su espada negra y la sentí atravesándome la frente, rebanándome en mitades horizontales exactas.

    Pero no: sonó un trombón wagneriano y con este leitmotiv grandilocuente los ángeles se detuvieron en seco. Noté un desconcierto generalizado. La expresión de Mickey Rourke fue insólita, parecía actuando en una comedia romántica junto a Meg Ryan. Todos los jinetes emprendieron la retirada y subieron hacia la luz parda, asemejándose otra vez a un enjambre difuso.

    Cuando no quedó ningún ángel, la nube se cerró con el mismo sonido de compuerta espacial. Esperé unos segundos, el viento mermó y me descolgué del árbol.

    2

    El aturdimiento disminuyó aunque persistía por dentro como un buffer. Mi primera conexión fue olfativa: mezcla de frigorífico y obra en construcción, un aroma pegajoso, de sangre de vaca y ladrillo en polvo.

    Los cadáveres o sus partes se desparramaban con naturalidad sobre el paisaje. Cabezas, vísceras, miembros amputados se acoplaban despreocupados sobre un entorno quieto y atroz. Habían muertos en el parque, la calle, la entrada a un museo de arte y un Mc Donald’s que contoneaba su eme amarilla a punto de desprenderse del cartel.

    El estruendo que habían provocado los ángeles, sobre todo con las explosiones de los rayos, contrastaba con un silencio indeciso. Atravesando el vacío acústico llegaban moléculas de lamento, ondas sonoras tan diminutas como gruesas: la respiración de una bestia durmiendo bajo tierra.

    Empecé a dar vueltas como un turista que no entiende su excursión. En este transcurrir torpe los sonidos ganaron nitidez y empezaron a separarse; descubrí gritos lejanos y agonías cercanas. Los llantos no eran uno solo compactado, sino miles, todos discernibles, en capas superpuestas. Uno de esos llantos pertenecía a la madre del bebé con la cabeza triturada. Me acerqué esquivando charcos de sangre.

    La mujer, joven, con su pelo teñido de rubio y sus ojos chinos ahora más achinados por el shock, seguía de rodillas intentando recomponer la cara estrujada del hijo, de la cual brotaba seso como fruta madura mientras pedazos de hueso asomaban en forma de pequeñas astillas.

    —Señora… —dije con voz gangosa. Había pasado mucho tiempo sin dirigirle a nadie la palabra y mis cuerdas vocales parecían a medio activar. Carraspeé y volví a intentarlo— Señora, ¿está bien?

    —Mecha… Mecha… —balbuceaba la mujer.

    —No la entiendo, señora. —Me llevé la mano a las cervicales y masajeé mi cuello—. Nos tranquilicemos, no es tan grave. Dígame cómo se llama.

    —Mecha… —repetía mecánicamente.

    —¿Mecha es el bebé?

    Le toqué la espalda y reaccionó como si le hubiese aplicado una descarga eléctrica.

    —¡¿Quién sos vos, quién sos vos?!

    —Asmar —respondí. Ella me miraba enajenada, con un estupor milenario, sin entender quién era yo, quién era ella y quién era esa carroña que tenía delante de sí y que minutos antes le sonreía desde un cochecito. Cuando su mirada se me hizo insoportable, escuché un grito a mis espaldas. Del conjunto de cuerpos y cabezas en la cancha de fútbol, uno sacudía los brazos y quería levantarse pero se caía constantemente. Pronto empezó a aullar. Dejé a Mecha para ver qué le pasaba. A medida que me acercaba a la cancha el terreno se hacía pantanoso, como si se hubiese roto una cañería de sangre. Debía usar las cabezas de los niños a modo de piedras, hasta que ya no encontré ninguna cabeza. Empecé a pegar la vuelta pero los aullidos de este chico eran anzuelos tironeando algún resto de moral. Inhalé y hundí mis zapatillas en el lodo. Una tibieza se filtró por la tela, traspasó las medias y se adhirió a la piel. El aspecto del chico sobreviviente me atascó los pulmones: tenía la cabeza rebanada, el cerebro al descubierto con un trozo de lóbulo que le caía como un mechón de pelo. Debió agacharse cuando un ángel quiso decapitarlo y la espada negra, en lugar de darle en el cogote, le machacó el cráneo. El chico se incorporaba y volvía a tumbarse. Entonces gritaba, pero no de dolor porque al parecer no sufría, gritaba como un oligofrénico ansioso por hacer coordinar su cuerpo.

    —¿Cómo te llamás, pibe?

    —¡Agh, agh! ¡Agh, agh!

    Lo tironeé de su camiseta del Barcelona y lo saqué de la canchita. Mientras el oligofrénico daba manotazos y se tropezaba, vi un smartphone flotando en el pasto húmedo. Levanté el aparato.

    —¿Es tuyo?

    —¡Agh, agh!

    El celular estaba grabando. Lo sequé con mi remera. No lucía averiado. Detuve la filmación, guardé el archivo bajo el nombre Tormenta-Masacre, me lo llevé a un bolsillo y continué arrastrando al oligofrénico. Pasamos al lado de Mecha pero no se dio cuenta: seguía obsesionada con el bebé deforme.

    La ciudad se despertaba de un sueño inquieto y se daba cuenta de que estaba atrapada en otro sueño peor. Con el oligofrénico bajamos por Hipólito Yrigoyen en dirección al Sanatorio Allende. Lo dejaría en la guardia y seguiría por mi propia cuenta. Ya más cerca de los edificios, noté cómo además de las víctimas de Tormenta-Masacre había gente aprisionada entre los escombros. De un silencio discreto ingresábamos a la estridencia. Se desplomaban paredes, chirriaban estructuras, sonaban alarmas de autos, algo estallaba en algún lugar enigmático. Los gritos de socorro se acumulaban demasiado rápido. Desfilaban humanos sin brazos ni piernas, otros incendiados, magullados, destripados, o enteros y sanos, pero enroscados en tentáculos de pánico, todos desorientados tratando de encontrar un rumbo, alguna acción coherente. Uno podía cerrar los ojos para no ver esta panorámica de horror, inclusive taparse los oídos para no escucharla, pero era imposible disipar el olor a sangre. Un olor con la extraña virtud de invocar maldad, nervio y fatiga.

    El niño oligofrénico me asestó un cachetazo en la oreja, lo solté y vi su rostro empapado en sangre, representando a un mini-Cristo con una corona de masa encefálica. Hizo un par de círculos en medio de la calle y cayó amortiguado por sus nalgas. Así se quedó, encorvándose como si el cansancio le llegara de golpe. En esa postura exhibía su cerebro sobresaliente apenas retenido del cráneo por un par de cables. Quise filmarlo con su smartphone pero no acerté la clave para desbloquear la pantalla de inicio.

    3

    Vivía en una zona céntrica que también estaba en ruinas, salpicada de cadáveres, la mayoría estudiantes universitarios.

    La puerta de ingreso a mi edificio ya no existía y en el palier los espejos rajados devolvían perspectivas ilógicas. No había luz así que trepé por las escaleras. Llegando al quinto piso tampoco había pared, apenas algunos hierros sueltos. Los escalones se estrechaban como si un Chomp Chomp de Súper Mario hubiese mordido el edificio hasta llegar al límite de su

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