Los círculos concéntricos y otros relatos
Por Carlos Patiño
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Un artefacto oscuro y fantástico.
Los círculos concéntricos y otros relatos es una colección de 22 textos que abarcan desde el género negro al fantástico por medio de violentas espirales narrativas. La obra se divide en cinco partes: «Remix», «Noir», «Flash», «Horror» y «Bonus Track».
Varios de los relatos han sido premiados e incluidos en antologías, entre ellos el que da título al libro, «Los círculos concéntricos», ganador del premio de cuentos de El Nacional, el concurso de mayor tradición literaria en Venezuela.
Carlos Patiño
Carlos Patiño(Caracas, 1978) es escritor de ficción y no ficción. Abogado, investigador y activista de derechos humanos, colabora en varios medios digitales. Publicó su primer libro de cuentos en 2014, Te mataré dos veces (Editorial Ígneo) y en 2016 participó del International Writing Program (IWP) de la Universidad de Iowa. Los círculos concéntricos y otros relatos es su segundo libro de ficción.
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Los círculos concéntricos y otros relatos - Carlos Patiño
Los círculos concéntricos y otros relatos
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417984465
ISBN eBook: 9788417984892
© del texto:
Carlos Patiño
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
© de la imagen de cubierta:
Shutterstock
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
«¿Pero qué es este nuevo horror?».
J. R. R. Tolkien
, El señor de los anillos
REMIX
Los círculos concéntricos
«Yo sentí el horror de los espejos
No sólo ante el cristal impenetrable
Donde acaba y empieza, inhabitable,
Un imposible espacio de reflejos».
Jorge Luis Borges
, Los espejos
«Si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser; pero como no es, no es».
Lewis Carroll, A través del espejo
En la última página del San Cono de mi abuela hallé el extracto del Libro de los Muertos. Era la hoja arrancada de una versión latina de 1607, transcrita al español y oculta por años en la biblioteca del poeta Cruz Salmerón Acosta. Aquel fragmento del capítulo treinta y cinco denominado «Oculus» era, al mismo tiempo, la puerta de acceso al más allá y el secreto para ganar a la lotería.
Había regresado a la península de Araya por la venta y demolición de la casa. Como abogado, me correspondía poner todo en orden y dar a cada uno lo suyo —véase Ulpiano—. La muerte de Munda, nuestra mater familiae, trastocó el frágil equilibrio del universo Menard.
En vida, superó la pobreza apostando a la lotería. Mi ludopatía nació admirando su prodigio. Mujer del hijo bastardo del hermano del poeta, debió bregar sola mientras el hombre se reproducía en cientos de hijos ilegítimos¹. Del marido ausente heredó los espejos circulares y la página suelta del Necronomicón.
Recuerdo que de niño me enviaba a las casas de apuestas a jugar terminales y triples, combinaciones numéricas y zoológicas y a cobrarle las ganancias al día siguiente. Al verificar los documentos y bienes por motivo de la herencia, supe que ganó más de un millón de dólares en casas de juego de todo el país. Solo el cáncer la detuvo.
Crecí intentando descifrar sus secretos. Ya en la universidad, las apuestas consumían la mesada que me enviaban mis padres y debía, como todos, recurrir a ella por un «préstamo». Fui estudiante de Derecho, pero también astrólogo, tarotista, estadístico y filósofo autodidacta —quise encontrar la verdad como en el Hayy ibn Yaqdhan de Ibn Tufail—. Endeudado por la compra masiva de billetes, inventé nuevas fórmulas aritméticas y sistematicé todas las combinaciones factibles que doblegaran al azar.
En mi primer año de graduado, en vez de patear tribunales, levanté una estadística de los números ganadores de la Lotería Nacional para no jugarlos, por simple lógica de probabilidades de que no repetirían. Descarté ese razonamiento de inmediato porque mi estudio demostró la existencia de combinaciones recurrentes; un fantasma en la máquina. Los patrones de las series premiadas favorecían, mayoritariamente, a dos números impares y a uno par intercalado. Así, pude dar con los tres números más sorteados de los últimos veinticuatro meses y armar mi triple ganador: el tres dos cinco. Me propuse jugar ese mismo número durante los siguientes trecientos veinticinco días con la certeza de mi éxito. Terminé en la ruina.
Era imposible que a mi abuela se le revelaran los números en sueños, efemérides, caricaturas del periódico o en la superstición de que un vendedor determinado empavara su racha. Jamás di con su método —véase Descartes—. No hasta después de velarla entre los rezos católicos y los cánticos budistas que irremediablemente separan a los Menard.
Vender su casa fue algo en lo que nunca estuve de acuerdo; sin embargo, la mayoría se impuso y debí regresar al pueblo a recoger los últimos enseres antes de que fuera demolida para convertirse en un pintoresco supermercado de pueblo.
Tomé un vuelo a Cumaná y desde allí me trasladé en bote, atravesando el golfo hasta la costa donde fueron esparcidas sus cenizas. Desde la embarcación pude respirar la cálida brisa, mientras surcaba las aguas negro azuladas que bordean colinas fracturadas como restos fósiles. Divisé el castillo en ruinas, el desierto amarillo hendido de cicatrices, las rosadas lagunas con súbitas montañas de sal.
Arribé al siempre concurrido muelle. Saludé a algún conocido y eché a andar bajo el sol de mediodía. En el agreste camino divisé viviendas precarias con ojos curiosos tras las puertas, niños sin camisa exhibiendo miseria, botellas de cerveza vacías como rastros del quehacer cotidiano y siete chivos bebiendo agua en pozos estancados.
La casa Menard estaba apartada, a pocos metros de la playa. Su sombra rectangular se proyectaba en el muro amarillo que la cercaba. Al llegar, abrí la oxidada verja y me sostuve de una palmera del patio, exhausto y fundido por el calor. Mi lengua humedecía el salitre reseco en mis labios.
Solté mi bolso dejándolo caer al piso de cemento y me quedé viendo el cielo sin nubes, retrasando la oscuridad que profanaría al penetrar su puerta roída y sus paredes desconchadas de color indescifrable.
Mi abuela tenía un apartamento en Caracas y otro en Cumaná, así que era poco lo que podía rescatarse. Mis tíos se habían llevado o regalado el mobiliario y solo quedaban utensilios rotos y un portarretrato con su foto que alguien olvidó. Habían cortado la luz y el agua, por lo que debía devolverme en el último bote de la tarde. Pero no fue así.
Revisé la sala y la cocina, corrí cortinas e inhalé el polvo de los dos cuartos principales, dejando de último el que estaba al final del corredor. Ese que era casi un depósito.
Hallé ropa vieja, colchones destajados, objetos inservibles y una docena de cajas mohosas. Descubrí tras un escaparate de madera carcomida, ocultos bajo una sábana, dos espejos redondos idénticos. Junto a estos había una caja casi vacía que sobre el cartón tenía escrito en marcador negro: «Libros del tío Cruz Salmerón». Allí estaba el San Cono, libro de los sueños de Munda, y dentro de él, el manuscrito del conjuro.
Ella comentó una vez que esos espejos pertenecían a la casita de retiro del bardo, en la cual se ocultó quince años mientras lo consumía la lepra; en la época en que el pueblo era apenas una aldea de pescadores subyugada por la dictadura del general Gómez —véase La casa de agua—. El poeta del martirio sostenía la pluma con su mano descarnada mientras miraba su deforme y lacerado reflejo multiplicarse en ambas paredes.
En una noche solitaria cualquiera, al mirar con amargura su facies leonina, hubo de pasar al otro lado. ¿Cómo si no explicar el hecho sobrenatural de su famosa predicción, vaticinando que a partir del día y la hora de su muerte llovería por semanas luego de un año de sequía que estaba matando a los pobladores?
Luego supe que los espejos enmarcados en oro y con el talle de un ojo como único ornamento llegaron con los soldados españoles que ocuparon el castillo de la Real Fortaleza de Santiago de Araya en 1626 para defender las valiosas salinas de incursiones holandesas; se cree que traídos por el conquistador catalán Joan Orpí i del Pou. No es de extrañar que al pasar los años fueran adquiridos por la familia del escritor, una de las más ricas de la península.
Y por algún giro impredecible, la humilde Munda Menard, sufrida mujer del sobrino natural de Cruz Salmerón Acosta, encontró las instrucciones para hacer funcionar los arcanos.
Tomé el San Cono y retiré la hoja suelta del Libro