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Cuelgamuros
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Libro electrónico314 páginas4 horas

Cuelgamuros

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Cuelgamuros será siempre el centro de algo inexplicable, un ámbito de secretos que muchos han querido descubrir y pocos han conseguido.

En Cuelgamuros, el autor estimula la creatividad del lector a través de un realismo que nos lleva a la vez, en una simbiosis poco común, desde ese contacto real y directo, a un lugar de misterios, mágico y esotérico, por lo que subyace en él de espiritual e incierto. Quiere invitarnos a conocer y descubrir la historia, conocida o imaginada, a través de relevantes personajes y su común fascinación por ese lugar y su entorno. Siempre con El Valle como centro, sus protagonistas -Miguel y sus amigos, en estos días, y Napoleóno Felipe II en otra época, por ejemplo- viajarán por el tiempo y el espacio, llevándonos de sorpresa en sorpresa, justificando así en parte la fascinación y el misterio, hasta la zona que ocupa hoy el monumento más polémico de España, describiéndose a medida que avanza la novela la política y su influencia en la sociedad.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento26 feb 2021
ISBN9788418548499
Cuelgamuros
Autor

Amador García-Carrasco

Amador García-Carrasco, miembro de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles desde 1985, es doctor en Derecho por la UCM y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Coordina y dirige la tertulia cultural del Casino de Madrid. Autor de varios libros de poesía, en 2015 Adalid editó un resumen de su obra con el título Velada de octubre. Entre sus más de treinta obras de teatro, El banco fue estrenada en 2017 en el Casino de Madrid. Como novelista recientemente ha publicado El funcionario del emperador. En su obra literaria editada se cuentan Fábulas del reino de Xipanya, M Micro relatos, Cien columnas y otras, disponibles en Amazon. Próximamente se editarán sus novelas El rey de Castilla, Apocalipsis, El potentado, Fisgas y matracas, La cabellera del dios y El otro lado, obra ilustrada con dibujos originales, como El funcionario del emperador.

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    Cuelgamuros - Amador García-Carrasco

    1.- En la Revolución también se siega la hierba y se iluminan las mesas

    con candelabros

    El gabinete del doctor Marcus Mazim olía a heno recién cortado. Por el amplio ventanal situado tras la enorme mesa de caoba entraba a raudales la luz de una mañana fresca y alegre, como los dos pillastres que revoloteaban alrededor del caballero, vestido con un impoluto terno de montar, que se descalzaba las botas apoyándose en el trasero de un mozo de cuadra. Este, al tiempo que agarraba una pieza por la caña con soltura, comentó:

    —Un buen paseo, señor. La hierba huele más que el cuero viejo, según parece.

    El otro resopló, dando la patada que le desprendió de la bota y del criado, con el regocijo de los muchachos que aplaudieron como si estuvieran en un espectáculo de circo. El mozo sonrió. Era su público. Le gustaba ese oficio sin responsabilidad, y mucho aire libre. Caballos, siega, chicas ligeras de cascos como potrancas bien rollizas, y un amo viudo, educado y generoso.

    —Sí, Joachim. He paseado más que cabalgado. Hoy Servius estaba como pensativo. ¿Han traído ya la nueva yegua?

    Asintió el mozo, alegremente.

    —¡Así es, señor! Esta mañana, bien temprano. La hemos puesto a punto de caramelo, para la revista.

    —Pues Servius ya la olfateó, seguro. Le noto más distraído. Como tú, por cierto. Aprieta bien esas canillas, barbián. ¡Así!

    La segunda bota salió disparada entre los brazos de Joachim y las risas de los niños. Marcus también reía. Aunque su cabeza daba vueltas al problema de siempre.

    Esta noche tendrían que decidirlo. Y no era una decisión fácil. Al menos para él. No, no lo era de ninguna forma. Cierto que constituían una banda de malhechores, y él era, quiérase o no, el jefe.

    Pero también era el rey.

    El señor de la casa estiró los dedos de los pies, y el criado comenzó a masajearlos.

    Una costumbre que el médico trajo de Oriente, en uno de sus viajes, y que apreciaban bien sus pacientes gotosos y las damas cansadas de calzar esos zapatos estrechos a la moda. Lo llamaban reflexología, una ciencia novedosa que alivia la tensión de los músculos de piernas y pies, reduce la congestión y la hinchazón de los tobillos y mejora la circulación.

    Quería abstraerse el doctor de todo lo secundario, como suelen hacer las mentes privilegiadas, concentrándose en el objeto de su interés, pero era demasiado potente la distracción que lo acompañaba.

    Joachim le puso mecánicamente unas botas de paseo, perfectamente limpias, y dispuso la colación frugal de cada noche en una mesita auxiliar, junto a la chimenea.

    Sirvió una buena copa del amontillado preferido por su amo que reflejaba en los tonos del cristal la uva dorada del sur de España. Cuatro huevos pasados por agua, al punto de sal y una pieza de fruta, preparada con almíbar. Luego traería el café y aquel extraño aguardiente, también oriental, en cuya botella dormía un lagarto, y que asustaba a los niños.

    Después, el doctor fumaría su pipa, leería la Enciclopedia de Diderot y aguardaría la llegada de sus invitados.

    En la chimenea crepitaban buenos troncos de encina vieja.

    La cita nocturna, en el amplio despacho, que era a la vez sala de reunión y comedor auxiliar de la casona, tuvo lugar ya de madrugada. Los conspiradores salieron furtivamente de sus mansiones, acompañados de un criado y un guardaespaldas, que lo cortés no quita lo valiente.

    La masa de auxiliares hacía patria común con los criados del doctor, en la bodega de la servidumbre, el lugar preferido para esperar sin prisas.

    El ventanal luminoso por el día enmarcaba de noche un paisaje de sombras, la fascinante cara de la luna, las estrellas por miles, jirones de humo que se enlazaban y ascendían hasta las nubes deshilachadas por el suave viento, y el murmullo de la granja, el frescor joven de la naturaleza.

    El doctor Mazim pensaba que los seres humanos la estropean, como dijo en varias formas el filósofo, y que el contraste de sus decisiones con la belleza de la vida era un obstáculo insalvable para la felicidad.

    En sus viajes por Oriente había aprendido la diferencia entre la felicidad material y la espiritual. Una dicotomía que todos parecían conocer y todos pasaban por alto en la práctica.

    Alguien estaba encargado por un destino inexorable de recordarlo al mundo, cuando los poderes se hacían demasiado fuertes y menospreciaban al individuo, como esas especies que perecen casi en su totalidad para salvar a unos pocos que las perpetúen.

    El mundo pasaba periódicamente por pestes y castigos, humanos y divinos, que lo diezmaba. No era cuestión de olvidar el instinto de conservación, como parece que sucede en momentos de manipulación de las masas a manos de los poderosos.

    Pero debían sacrificarse. Y enseñar a hacerlo con su ejemplo.

    Como hizo, finalmente, el rey. El primero. Luego vendrían más. Todos.

    Los hermanos de las antiguas colonias inglesas ya se habían emancipado. Las testas coronadas temblaban, cuando no acababan en el cesto del verdugo.

    Otros hombres de valor sustituirían a los reyes destronados, en nombre del pueblo. Como aquel valeroso oficial, el Pequeño Corso, le llamaban: Napoleón.

    Los niños jugaban aún en los dormitorios, situados lejos, en el piso alto. Sus voces llegaban muy atenuadas, pero inquietaron a Marcus. También el relincho de su caballo. Todos se reclaman. Como la sociedad hace con sus protectores, los llaman para que los salven. Un compromiso, un deber. Y esos protectores se aprovechan de ellos, los engañan, les absorben los jugos como la araña a sus víctimas, enredadas en la tela viscosa que parecía darles refugio.

    Los inocentes no tienen capacidad de reacción, son las piezas de una caza fácil.

    Así se habían comportado los reyes, y los aristócratas. Y también quienes, en ocasiones, los manejan.

    El doctor Mazim tenía una intuición característica de los videntes: captar por una energía peculiar que irradia de todo el mundo los efluvios buenos o malos, como sucede también con el atractivo sexual, las feromonas. Y la organización era más capaz que el individuo de discernir lo más acertado para protegerse. Las minorías más preparadas, que son objeto de persecución por los poderosos.

    Ahora debían ser las piezas a las que batir. Y ellos los cazadores.

    Tendrían que actuar con sigilo, cautelosamente. Incluso en aquel recinto habría enemigos, Judas traidores, vendidos al poder.

    El poder cambiaría de manos. La duda era si las nuevas manos no iban también a corromperse.

    Eso iba a decidirlo el tiempo. Como siempre.

    2.- El Nuevo Orden Mundial empieza constantemente,

    y nunca finaliza

    Las sociedades secretas suelen ser conocidas por todos. Das el brazo a un desconocido y te hace el signo masónico. Siempre esperan su momento y, de hecho, lo han tenido en ocasiones. Y continúan. Si escarbas esa capa de tierra que cubre la semilla, allí la verás, quieta por fuera, implacable y genesíaca por dentro. Un enigma.

    Eso es lo que las hace atractivas. El misterio. ¿O lo sería Egipto, a pesar de Antonio, César y Cleopatra, si no fuera por la gran esfinge y las pirámides? Sus monumentos se alzan al cielo, obeliscos que como antenas señalan a Horus-Ra donde están sus templos, en los que aguardan sus adoradores. Y luego están los dioses, humanizados, animalizados, visibles o no, poderosos, inmortales.

    Opuestos entre sí, como Cristo y Horus. Como los planetas enemigos, como la luz y la oscuridad, la energía y su destrucción.

    Y así se mueve la historia.

    Washington, una ciudad estelar coronada con el obelisco más alto del mundo, tiene el nombre de un presidente esclavista, como Jefferson. Pero su Constitución imponía la igualdad de todos los seres humanos. El poder interpreta hasta a los dioses, o se hace a sí mismo dios. ¿Espera el poder a los otros dioses?

    Todo está lleno de símbolos. Hasta los billetes, ese arquetipo del poder. Pero en zonas ocultas, la energía fluye o espera. Sin esa carga el aparato se detiene.

    Combustible para la generación de los mundos. Cada individuo lo es. Cada ser sobre la Tierra. Y en los millones de mundos.

    No hay más que observar. En un paisaje de la Biblia se ordena: «Tolle et lege». ‘Toma y lee’. La realidad es un libro abierto. Pero no prestamos atención a su contenido. Nos distraen. Nos manejan. Nos manipulan, se burlan de la ingenuidad maligna, de la banalidad del mal, una frase mal comprendida.

    3.- Los franchutes se van. ¿Han ganado o

    han perdido la guerra?

    La orden era terminante.

    Soult, mariscal del Imperio, apuró el jerez, mascullando entre dientes: «Sherry lo llama ese bastardo inglés. Siempre bautizando todo con su jerga».

    Desde la ventana del palacio miró las fortificaciones alrededor de la Alhambra. Iba a echar de menos sus jardines y sus fuentes, que los sucios españoles habían descuidado desde hacía dos siglos. «Teníamos que llegar a este país para arreglarlo, como dice ese bribón de Hamlet: El mundo está desquiciado. Qué fastidio haber nacido yo para tener que arreglarlo». Le cansaba el teatro inglés, prefería mil veces a los autores de la Comédie, y recordaba, pensando en su emperador, que Racine había muerto de ansiedad porque Luis XIV le había mirado mal.

    El mal de ojo, que decían los gitanos del Albaicín.

    Echó un vistazo desde las ventanas laterales, Todo parecía en orden, si esa palabra tenía algún valor en aquellas tierras. Un griego, Anaxágoras, dijo que la mente ordenó el caos. Tenía que haber estado allí un par de años para ratificarlo.

    Las baterías de artillería de los Alixares reforzaban la zona de Santa Elena —no podía prever Soult que l’empereur iba a unir su destino con ese nombre—, la más alta del recinto nazarí.

    Rebuscó entre los planos y cartas, que se apilaban sobre la enorme mesa del despacho.

    El palacio arzobispal le había servido de refugio y algo más.

    Iba a echar de menos los espléndidos chocolates del mitrado y a su barragana, una morisca de carne dulce como el membrillo. Pero no habían podido cumplir el encargo del emperador en su totalidad. Una fruslería. Sin embargo, conocía bien cómo se las gastaba el general vestido de húsar cuando algo se le torcía. Y lo único que tenía claro y derecho era su voluntad. Como en los antiguos reinos absolutistas, su voluntad era la ley.

    Vivir para ver. Pero él era un militar. Le daba igual quién mandase y cómo lo hiciera.

    Había dado instrucciones para buscar el dichoso libraco, seguramente un fraude, porque los incunables ya habían sido cargados en el equipaje del rey José. Al menos tenía esa excusa, las prisas del buen hermano por escapar.

    Echó un vistazo a las estructuras de defensa, que estaban siendo desmanteladas con tanta precisión como habían sido montadas.

    La Torre de los Siete Suelos, la del Agua, la Torre del Cabo de la Carrera. Qué nombres tan exóticos daban los andaluces a sus castillejos. Serían las primeras en caer, como la Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro, la China, destruida por los ingleses después de expoliarla los franceses.

    Le habían llegado rumores del gran asalto a los tesoros del monasterio de El Escorial. Cerca estaba ese lugar extraño que buscaba el emperador.

    A él le habría gustado llevarse la Alhambra, piedra por piedra, a sus fincas de la dulce Francia, junto al Garona.

    Horace la había cuidado bien, y él no iba a ser menos que Sebastiani. Los palacios nazaríes seguirían en pie, no iba a caer sobre la cabeza de generales de Napoleón la ruina de la historia. La limpiaron a fondo, como una casa abandonada, repararon las rotas techumbres, arreglaron los jardines —y en eso eran expertos— siguiendo los trazos de la herencia árabe, que perfumaba las acequias.

    El rey José había empaquetado a París las joyas de la Corona española. No debía, por tanto, tener escrúpulos uno de sus generales para llevarse toda la colección de Murillos, de entre los que prefería La cocina de los ángeles y Fray Junípero y el mendigo. El sevillano hacía hablar a sus personajes, más aún que Velázquez, que, a su juicio, estaba sobrevalorado.

    Los grandes carros de seis mulas habían salido ya con más de doscientos cuadros, bien embalados. No iba a suceder el desastre de las pérdidas por un almacenaje torpe como en Madrid, cuando José los llevó a los conventos del Rosario y San Francisco, llenos de ratas y humedad.

    «Tanta religión y tan poco Dios», masculló Soult.

    Había trazado una ruta alternativa, para evitar a ese pirata, lord Wellington, que había interceptado y llevado a Inglaterra varios convoyes franceses atiborrados de tesoros españoles. «Los españoles trabajan para hacer ricos a otros, holandeses e ingleses, con el oro de América, y ahora nosotros. Hemos copiado la perfidia de Albión».

    Y así era, porque en ese momento docenas de cuadros de Velázquez viajaban desde Vitoria a la nación aliada, Inglaterra, como muestra de su desprecio al pueblo español.

    El mariscal de los ejércitos que dominaban la vieja Europa bostezó, aburrido. Pero algo le decía que su emperador, como siempre, tenía buenas informaciones. «Más espías que soldados», había dicho Junot.

    Como un sabueso de lujo, siguió trasegando el Jerez y ojeando, con un rigor que a muchos desconcertaba, todos los papeles del escritorio, sobre todo los del secretaire, un vulgar escondite inventado por los artesanos de la bella Provence hacía siglos, cuando las damas y los caballeros intercambiaban secretos de amor creyendo que los mantenían a buen recaudo.

    Y al fin, pudo verlo. ¡Allí estaba! El obispo era muy cuidadoso en su empeño por acumular riquezas e información. Una cruz indicaba, como la vieja señal de los tesoros piratas en los cuentos, la última residencia del incunable.

    Después de un tranquilo sueño, sin aderezos románticos, Soult madrugó más de lo que acostumbraba. Tomó su chocolate con dulces de la Alpujarra, unos pestiños endulzados a la miel y piononos borrachos. También en eso los árabes dejaron su impronta, que él agradecía sin reservas.

    Palpó las sedas que cubrían su repleto abdomen, y se dispuso a dar las órdenes de la jornada. Para eso era el general.

    Una partida de cuidadosos burócratas se desplazó hasta la cueva del Albaicín, donde se escondía la biblioteca oculta de los nazaríes. Otra, a la de los jesuitas, por aquello del doble juego al que esta secta negra acostumbraba, y una tercera siguió hurgando en las entrañas de los escritorios.

    Napoleón no iba a quedar defraudado.

    Aquella noche, junto a la cama con dosel castellano de Soult, sobre una mesita repujada con la marquetería granadina, reposaba el infolio custodiado por una gruesa piel de becerro.

    La salida de los ejércitos imperiales hacia los Pirineos no fue, desde luego, la de un ejército vencido. Más bien parecía una retirada estratégica, un cambio en la ruta que el gran Pequeño Corso trazaba para el mundo. Y con las huestes del hasta entonces campeón viajaba el mayor expolio que pudiera acometerse.

    Parte de esos tesoros fueron interceptados, pero muy pocos devueltos a sus legítimos dueños, si es que hay legitimidad en lo que ha sido logrado con la explotación del ser humano, bajo la apariencia de progreso y arte.

    Los oficiales de más rango, salvo honrosas excepciones, más llevaban, joyas y oro, sobre todo. Algunos connaisseurs arramplaron con tesoros bibliográficos y tablas medievales de los monasterios.

    Y alguien, bien guardado con el sello imperial, acompañaba el capricho de Napoleón, que llegó intacto a Fontainebleau.

    El sire se encerró tres días con sus noches y alguien le oyó farfullar frases como «ahora no tendremos problemas para terminar l’Arc de Triomphe».

    Días después, una cohorte de extraños personajes, con la cara semioculta y caminar serpentino, se desplazó al palacio. Entre ellos el conocido como nuevo Saint Germain, alquimista que decían había servido a Richelieu, haciendo joyas que comprometieran a sus enemigos, como el famoso collar de la reina.

    Lo cierto es que, desde ese momento, y hasta 1815, no faltó oro en los ejércitos ni las expediciones ni los proyectos de Napoleón.

    4.- Los ingleses, rapiñeros insaciables. Y sus aliados. Frente a la roña hispana

    Pero ese año, justo en vísperas de Waterloo, los ingleses se apoderaron del manuscrito. Y cambiaron las tornas.

    Hasta la fecha, los grandes depredadores habían seguido la pista de la pieza, y consiguieron hacerse con ella. Pero no tenían los planos. Y algo indicaba a los servicios de espionaje de Su Majestad que podía haberlos llevado un águila imperial a su nido.

    Sin dinero no hay victoria. Alejandro conquistó el mundo comprando mercenarios, y un ejército pobre está ya derrotado.

    Porque nadie lucha por un ideal ajeno a sus intereses.

    Y así llegó la caída de Napoleón, y el dominio, que aún permanece, de los británicos.

    Mucho hay escrito sobre los nazis y el acuerdo que nunca llegó a través de Rudolf Hess. Churchill no iba a ceder la llave del laberinto, ahora que había podido encerrarlos.

    De modo que Hitler siguió la suerte de Napoleón.

    No fueron las estepas rusas, ni los ejércitos aliados, sino la producción de energía, la carencia de combustible atómico, lo que derrotó al Reich.

    El ejército imperial japonés ocultó las reservas más importantes de oro en las cuevas birmanas, y sus laboratorios transformaban el núcleo de los metales, en una alquimia inversa.

    Esa fue la razón de los bombardeos inhumanos de Hiroshima y Nagasaki, un ataque doble, por la acumulación de católicos en esas dos ciudades.

    Luego el libro con las fórmulas desapareció, y los que llamaban maletines del diablo fueron ocultados. Como en el arca de la alianza, sin embargo, nada podía ocultar su energía. Pero esa ya es otra historia.

    Napoleón había dejado en los archivos una huella tan profunda como la que en el emperador había dejado la guerra de la Independencia.

    Pero, curiosamente, nadie hasta entonces había tenido interés en consultar esa faceta tan peculiar.

    Y es que los investigadores no pierden su tiempo con leyendas sobre tesoros escondidos por los moros. Y una carta de Talleyrand a Napoleón hablándole de lo extraño que fue para los reyes católicos encontrar, de repente, la financiación para dominar el mundo.

    Lo que los historiadores achacan al oro de América es falso, dice, porque allí solo había plata. Sin embargo, en España abundaba el oro.

    —Mi sire, ese reino seco y crispado allende el Pirineo, encerró los mayores tesoros de la humanidad, en metales ricos y en sustancias prodigiosas, que algunos de sus reyes y príncipes utilizaron para alquimias y para trasladar los tiempos. Por eso los espías de Felipe II conocían tan pronto los movimientos de sus enemigos. El traidor Pérez se llevó los planos de ciertas sedes donde ocultaron oro y pedrería, y también los sortilegios y fórmulas para transmutar lo innoble y desplazarse en el espacio y en el tiempo.

    Napoleón dejó al cuidado de sus mariscales la guerra, pero, sobre todo, el hallazgo de lo que iba a servirle para sojuzgar al mundo.

    Sin embargo, todo falló, y, en primer lugar, su soberbia, que como en tantos casos iba a cegar el genio.

    Lo dijo Chateaubriand:

    —La incredulidad es la causa principal de la decadencia del gusto y del genio.

    Así, por soberbia, perdió Jerjes, el Gran Rey, su imperio y su vida, en batallas que tenía ganadas de antemano. Así el gran Alejandro, que abarcó demasiado, hasta querer invadir el corazón de sus amigos, y todos los imperios que acaban, como una luciérnaga, apagándose al amanecer de cualquier día. Los griegos, Sófocles, Esquilo, fueron maestros en discurrirlo con su teatro.

    Ahora los imperios se ganan haciendo cómplices y manejando a las multitudes como rebaños.

    5.- El tesoro de Cuelgamuros

    La leyenda había llegado a los palacios y las tabernas. En los palacios prosperó. En las tabernas se la bebieron y fueron más felices.

    Pero aquella tarde la reunión improvisada de los socios de la agrupación astronómica acabó en los bajos del Ayuntamiento de El Escorial, frente a la plaza donde se asienta el restaurante Charolés, cerca del Café Suizo, con su buen chocolate y sus mesitas del Novecento, y de la pastelería donde mejor se hace el empiñonado en el mundo.

    Un trece de agosto, Día de San Lorenzo, en plenas fiestas de la urbe y de las lágrimas del santo, que caían sobre la sierra a puñados.

    —Nunca habíamos visto una lluvia de estrellas así. Hemos tenido suerte.

    El astrólogo del grupo, medio expulsado por defender ideas poco ortodoxas, como la excelencia de los mapas celestes medievales, e incluso antes, el acierto en la fijación de eclipses de monjes y estudiosos del Éire, había triunfado.

    —Aunque luego me hacéis el boicot, como al sargento del dicho, nadie puede negarme la

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