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Espíritu en Llamas
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Libro electrónico2116 páginas32 horas

Espíritu en Llamas

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En una villa, un joven muchacho es condenado a la hoguera, pero antes, una extraña mujer le realizará un hechizo que le ayudará a escapar y le cambiará la vida. Por ese nuevo poder, es perseguido por una misteriosa orden, que hará todo lo posible para atraparle y, si es necesario, asesinarle.
Este joven tendrá que huir y sobrevivir en un mundo, donde los mosquetes y los cañones resuenan con furor, en medio de una guerra donde dos grandes naciones luchan por su supervivencia. Grandes batallas, intrigas políticas, asesinatos, asedios y mucho más, observará y aprenderá este muchacho, mientras se transforma en algo, que ni siquiera aquellos que le protegen pueden llegar a entender.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 dic 2017
ISBN9788417275334
Espíritu en Llamas
Autor

José Ignacio Sanz

José Ignacio Sanz Vázquez nació el 13 de julio de 1996 en Leganés, Madrid.

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    Espíritu en Llamas - José Ignacio Sanz

    8-1)

    1.

    CONDENADO

    Era un día de pleno verano, con el cielo cristalino de lucidez hermosa. Voluminosas nubes formaban parte del adorable algodón, con tantas formas modificables, que te invitan a pasar las horas, observándolas y jugar con tu imaginación. Las sombras, que recorrían los campos, eran un breve alivio de frescura, frente a la gran ola de calor que ahogaba el ambiente a las primeras horas de la tarde, permitiendo a las chicharras a componer su coordinada salmodia. Sobre las corrientes de aire, volaba el milano real, tan elevado sobre los cielos, haciendo realidad el sueño de alcanzar esas alturas lejanas. De volar tan cerca de las nubes. Tan magnífica ave de presa que quedaba bordada en el tapiz celeste, plegando sus alas pardas y blancas, sobre los llanos campos labrados. Hectáreas de cultivo separados en barbecho y trigo, rodeados de solitarias encinas y los blancos molinos de viento, con sus brazos sin lonas y sin empuje para el movimiento.

    Uno o dos caminos eran las principales vías, que constituían las ramificaciones que se unían al tallo principal que transcurría entre los campos arados. Era por aquella vía pecuaria, por donde andaba una anciana encorvada y amplia vejez, cubierta por los pliegues de una túnica melada clara y arrugada por el intenso uso. La capucha que cubría su rostro, la protegía de los agobiantes rayos del sol. Portaba en su mano izquierda un bastón de roble enrollado como escalera de caracol, rematando su cabezal en una clara esfera, rodeada por varios aros áuricos. Un bastón que le servía de apoyo para su paso, que no era débil ni cojo, con sandalias de paja que marcaban sus huellas por el árido camino, entre el secano cultivo. Se dirigía hacia una población, no muy grande ni muy importante, pero, desde las lejanas distancias se hacía comprender, que fue en su tiempo, una plaza estratégica sobre aquel páramo llano. Una pequeña villa en el pleno campo, sustento de alimento por sus cultivos y negocio para los señoríos, vigilada por un viejo fuerte levantado en una colina.

    Mientras avanzaba, la extranjera contemplaba como los jornaleros, tanto hombre como mujeres, recogían el pequeño y duro trigo de aquel año. La sequía de los anteriores meses había echado a perder todo sus esfuerzos y las espigas eran bajas e insignificantes. Nada bueno podía sacar el trillo de ellas. Y la demanda externa les obligaba a recolectar ya sus jóvenes cosechas.

    Escasea la gente por estos lugarespensó la anciana escondida en su túnica, en referencia a la poca gente que estaba en lo sembrado, con sus camisas, chalecos, faldas y los indispensables sombreros de paja y pañuelos, atareados y agobiados por el trabajo rural.

    De pronto, un sonido atrajo la atención de la peregrina, meseta abajo. Se trataba de un pequeño grupo de albinas ovejas, guiadas por dos ancianos con garrote en mano, gorra plana y bolsas de cuero. No había perro pastor ocupando su oficio y el pequeño grupo, apenas tenían ovejas adultas que alcanzasen los dos años. Las borregas, en ocasiones se paraban y se alimentaban del carrizo seco. Luego, eran conducidas allá lejos de la villa, hasta el verde que crecía bajo la arbolada de álamos y una vegetación de espliegos vivos, de estériles cañahejas, a la sombra de los pinos albares y madereros.

    Mientras el grupo ovino se alejaba más de la villa, la forastera alcanzó las primeras casas que constituían la periferia. Hogares con tejados de cerámica y paredes de piedra, con ventanas abiertas de par en par, muy diferentes a las puertas, que solo su parte superior se abría para que corriese el aire y combatir el ardor solar. Las chicharras seguían cantando entre las rocas, y la cebadilla loca, muerta a falta de la brisa que necesitaba para desplegar sus semillas secas. Al cántico de las chicharras, se les sumaron el revoloteo de las moscas, sobre el intenso olor que desprendían las boñigas que dejaban los animales en sus correspondientes lugares. Tanto cerdos, como vacas, gansos, ranseros o caballos de tiro.

    A la viajera no le importo aquel ambiente tan rural, que ya bien acostumbrada debería de estar. Todo parecía estar muy acomodado, en aquel pueblo edificado para albergar a los cientos de familiares que trabajaban en el campo. Pero, más que un pueblo, era aquello ya una villa, avanzada incluso para conservar su estado rural y convertirse en ciudad. Pequeña ciudad, bajo el mando de una persona que imponía en los tablones de anuncios, un trozo de papel con el escrito en imprenta. En dicho documento, aislado del resto de los anuncios y notas informativas de trabajo, búsqueda o cacería, las letras en conjunto formaban un mensaje formal que lo leyó la forastera en silencio:

    Deseando garantizar una estabilidad social en la villa, Yo, el Regidor de (…), don Nefario de la Sierra, comunico a todo recién llegado y habitante, tanto alfabeto como oyente, que por muy malos tiempos que pasemos, estoy con vosotros.

    Pero para mantener el Orden y la Ley, debo recitar que no seré justo con los criminales que osan imponerse sobre el derecho legítimo de cada conciudadano local. El crimen en estos días se ha multiplicado por toda la provincia y entre los muchos refugiados que huyen del frente militar, estos pueden incitar al desorden local y volvernos los unos contra los otros. Por ello, se aplicará la justicia castrense, sin excepción alguna.

    Cada artículo que constituye las leyes militares, serán impuestas tras un juicio sumario. Según su delito, se sentenciará al criminal con el castigo exigido: hurto menor o disputa local, se aplicarán latigazos. Si se trata de algún alborotador o defraudador, se mantendrá al preso en prisión hasta nueva orden (…). Por último, si se ha cometido delito de sangre, el acusado será sentenciado a muerte, tortura o pena menor que le incapacitará para el resto de su vida, como mandan las nuevas órdenes.

    No deseo haber asustado e incitado la marcha de todo aquel que venga, pero en momentos como estos, la mano dura debe aplicarse con fuerza sobre la espada rebelde para quebrantarla. Espero que con esto se haga uso de razón y todo siga tal y como está, hasta que, por fin, finalice la guerra.

    Buen día a todos

    Las manos de la anciana, tan tiesas y rechonchas como suaves, buscaban la luz solar sobre el bastón. Aparentaban no tener vida, salvo el pulgar, que realizaba círculos horarios con sumo cuidado.

    ¿Tan mal están las cosas por aquí?—comentó en su cabeza, al mismo tiempo que suspiraba profundamente con desánimo.

    Prosiguió su avance y más adelante, el llano suelo quedaba cubierto por el heno y la paja olvidada, junto a la cebadilla loca y otras plantas del estío, tan tristes y pálidas por su muerte deshidratada. Las calles empezaron a proseguir una estructura bien lineada, con farolas en las paredes de las casas del interior, constituidas por una base de granito, muros de parda piedra, y el ladrillo rojizo, revistiendo los grandes ladrillos pétreo y cada una de las cuatro esquinas, de cada domicilio local. Los pinos, que se encontraban a lo largo de las avenidas, proporcionaban una buena capa de acículas sobre los rojos tejados, o sobre sus raíces desnudas, que se deslizaban sobre el suelo, tan sucio por las inmundicias y las hojas muertas de las enredaderas de los muros. Un esquelético gato pardusco, vagabundeaba sobre cada tejado, aparentando ser un fantasma de cacao que huía de los hambrientos caninos miserables, que se protegían del sol bajo el arco de la entrada de alguna casa, junto a sus amos con poca bebida en sus vasos.

    Llegaba por el camino un grupo de mujeres, vestidas con camisones blancos y faldas largas, de diferentes tonalidades pero que apenas variaba del marrón y el ocre, pero lograban demostrar las tonalidades de su piel clara en sus brazos y en sus hombros desnudos. Este grupo de cinco individuos, eran señoras de mediana edad, de cabellos negros y castaños, con algunas canas y arrugas sobre sus pieles cansadas y morenas por el sol veraniego. Iban hablando sobre sus temas, mientras cargaban en sus brazos las cestas, rellenadas de ropas de trapo, piel y cuero. La vetusta forastera las escuchó, inmóvil, como si no apreciara lo que se iban contando entre ellas.

    — ¿Os habéis enterado de lo que ha sucedido en la iglesia hace varios días? —habló quien se encuentra a la cabeza del grupo. El resto respondió con una negación pronunciada—. Pues resulta que don Pálido Judicato, el inquisidor que llegó hace tres meses, ha estado interrogando a las jovencitas en la villa, una por una.

    — ¿Y para qué?

    — Pues —volvió a hablar la señora con el pañuelo blanco sobre su azabache cabello —, resulta que ha estado preguntándolas sobre todos sus hábitos y relaciones. Según lo que he oído, hay muchos soldados y refugiados que llegan de otros lugares y engañan a las jovencitas, engatusándolas con halagos de amor y ternura, para obtener alimento, dinero o un lugar para dormir.

    — Mi hija fue una de las citadas, pero me contó que tan solo estuvo con él durante una hora —expuso otra mujer, de cobrizo vestido—. Le preguntó lo mismo que has dicho. ¿Qué tiene todo esto de especial?

    — Verás el otro día me enteré de que varias chicas, fueron citadas por su orden para mantenerlas bajo su jurisdicción. Un grupo de siete chicas, todas realmente guapas, atractivas. Jóvenes mujeres, para que me entendáis.

    — ¿Y? —manifestó una oyente al final del grupo, casi indistinguible por sus prendas como el resto, con el mismo vestido camisero del brillo de la noche.

    — Que resulta extraño todo esto—emancipó su desagrado con un alto gesto de su mano izquierda, como si azotara a la abeja extraviada en aquella ciudad, sin retama en la que posarse, sin flor que admirar—. Estuve pensando y creo, que ese hombre puede estar aprovechándose de ellas… ya sabéis… en conducta lasciva.

    — ¡¿Qué tontería es esa?! —exclamó las más mayor de todas, con sus arrugas y piel moteada. A pesar de su edad y tener un vestido largo, se adelantó a la vanguardia del grupo y casi lo obligó a detenerse—. El Hermano Judicato está aquí para ayudarnos en todo lo posible.

    — Crea Dios que sea verdad, pero. ¿Y si nos está mintiendo? —protestó la última mujer, más joven y bajita, que reanudó su marcha tras una breve pausa porque se le había enganchado la falda en unos diminutos picos de los cardos secos—. A mí me sorprendió la cantidad de aclios que tuve que pagarle en la última misa.

    — Pues, para qué va a ser, tonta, sin no es para ayudar a los más necesitados, tonta—volvió a defender la veterana, que caminaba con paso firme por delante—. La clase de esos hombres, pueden ser un poco cerrados en su ley eclesiástica, pero todo el mundo sabe que el dinero lo recauda para enviárselo a sus superiores. Y estos a su vez, lo utilizan para poder subvenir a los más necesitados, por buena caridad. No creo que sea de buena moral que se desacaten de los deberes que Dios les impuso sobre sus hombros...

    — ¿Y por qué no reparten el dinero aquí? —protestó una cuarta moza, de pecas marcadas por el sol.

    En esos momentos, estaban pasando cerca de la anciana encapuchada y se quedaron calladas durante un rato. A pesar de su apariencia, las señoras se sorprendieron de su imagen más lucrativa y simple, pero las mujeres más jóvenes la confundieron con una simple vagabunda que lo había perdido todo y ahora deambulaba por el mundo, en solitario. La mujer de las pecas volvió a hablar.

    — Ves lo que os decía, no hace falta ir tan lejos para observar cómo están las cosas en estos días.

    — Si, ya lo sabemos. Siempre es así. Pero no debemos de confundirnos, señoras. Dinero debemos de pagar, claro que sí. Pero ¿acaso preferís que venga alguno de esos ladrones que deambulan en las afueras y sean ellos quien os robe?

    Ninguna respondió a la mayor, sabia en temas vividos y repetidos en la historia de aquel lugar apartado. Marcharon y continuaron su conversación, saliendo de la villa para ir al río y buscar algún paraje con agua donde poder lavar las ropas, muchas de ellas no de sus familias. Mientras parloteaban, las palabras apenas llegaron a los oídos de la forastera, ausente de deseo en el cotilleo local.

    Prosiguió en solitario el paseo, llegando hasta una de las avenidas principales donde la imagen de la gente, trabajando o descansando, no era muy llamativa. Muchos locales estaban cerrados o aparentaban están abandonados, con el polvo sobre sus tablones de madera que tapaban sus puertas y ventanas. La desgracia era la dueña de aquella villa, donde la escasa gente que había por allí, eran portadores de materias primas para los carpinteros, alfareros o taberneros, los cuales lograban cumplir su horario laborar con amplias clientelas que bebían y descansaban bajo los árboles y su sombra.

    Muchos villanos comenzaron a apartarse a los lados, como si algo grande los empujase mediante el uso del terror. La anciana se echó a un lado y pudo entender quién era el causante de aquel repentino cambio. Un grupo de ocho guardias, equipados con casacas de ocre oscuro con un guardapecho blanco, cerrados por botones de brillo dorado que se prolongaban hasta sus cinturas donde empezaban sus calzas largas de diversos colores. Los soldados más pobres en sueldo debían de caminar con unos zapatos desgastados y sin las polainas negras que les cubriesen sus gemelos. Y, aquel que era su oficial, contaba con el blanco en sus calzas, protegidas por unas polainas nuevas que se cerraban alrededor de sus botas, y un sable noble que colgaba de su cinto blanco.

    Cuando apareció dicho grupo de hombres con mosques al hombro, muchos ciudadanos intentaban dirigir su mirada, solamente al pregonero que iba ante ellos, distinguido del resto por llevar los manuscritos en la mano y un tricornio emplumado. Se detuvo aquel hombre y tras él la guardia, con pobres chacós negros, con su escarapela en su costado izquierdo, asimilándose a una margarita de invertidos colores. El pregonero, que contaba con una pluma blanca en la prenda de la cabeza, dio un paso al frente y extendió el manuscrito para poder leerlo.

    — ¡Se ha de saber que, a las diez de la noche, se realizará en la plaza Mayor la ejecución de tres presos en la horca, por delito de sangre cometido! —gritaba con fuerza, con varonesa voz— ¡Además, tras cumplirse la sentencia, se realizará la ejecución del joven hereje en la pila de la hoguera, por orden explícita del Inquisidor, don Pálido Judicato!

    En ese momento, la gente que quedaba en los extremos comenzó a hablar sobre aquel acontecimiento singular y llamativo, en relación con el joven muchacho. Conversaron aquellas personas de sombreros de paja y pañuelos en la cabeza, de si asistirían al evento o si se quedarían en casa. Pero la mayoría, aceptaron aquella invitación. Muchos de ellos se olvidaron de que estaba ahí presente la guardia local, pero eso no parecía ser una preocupación. Y entre ellos, se comentaron algunas ideas de cómo se realizará dicha condena final.

    Mientras la patrulla proseguía su camino, uno de los guardias en la cola del grupo, se detuvo en cuanto la forastera con su bastón se le acercó y le preguntó:

    — Perdone vuestra merced, pero… ¿Me puede decir donde se encuentra el cuartel de la guardia…? —tuvo problemas para averiguar su nuevo nombre.

    — Civil, señora—contestó aquel alto hombre afeitado de cabeza pequeña para aquel ancho cuello oscuro que rodeaba su pescuezo. Alzó una mano, mostrando ver que el uniforme le quedaba grande, puesto que su manga doblada, cayó hacia su codo con gran gentileza—. Se encuentra unas calles más allá —explicaba dándose media vuelta y señalando con su mano suelta, mientras sostenía con la otra, el mosquete apoyado en su hombro izquierdo. Su compañero se detuvo y se quedó sosteniendo el arma de fuego con las dos manos, sin miedo a que la bayoneta calada pinchara a alguien—. Gire en el próximo cruce a la derecha y al tercer cruce, junto a un gran alcornoque, tuerza a la izquierda. Todo recto y se topara con el edificio. La entrada principal se encuentra hacia el oeste, en dirección a la plaza Mayor. Si tiene duda, bordé el edificio y busqué el campanario. Ese será la indicación que le marcará el oeste.

    — Gracias por la referencia, señor —la anciana inclinó un poco la cabeza, ocultado siempre su rostro bajo su capucha.

    El guardia volvió junto a su compañero y se marcharon los dos, aunque la anciana pudo escuchar perfectamente entre aquel barullo:

    — ¿Te has fijado en las marcas blancas que lleva esa señora en los hombros? —mencionó con detalle el otro guarda y ambos observaron de reojo de nuevo a la señora, que seguía las indicaciones al pie de la letra.

    A medida que avanzaba, se adentraba en aquel ambiente tan deplorable e inseguro. Se divisaban más patrullas, algunas a caballo, entre los adultos y niños que jugaban en la calle, debido al cierre de los centros educativos. En cuanto llegó al primer cruce, que hacía esquina con una panadería que dejaba correr el vacío, sin ninguna hornaza calentándose en su interior. Era una casa vacía, con dos hombres sentados en un banco compuesto únicamente por una gran piedra de granito viejo. Ambos señores de viejas generaciones refunfuñaban debido a que no tenían suficiente dinero para el tabaco:

    — Maldita sea esos guardias, joder —habló de forma grosera un hombre de nariz rechoncha que no dejaba de rascarse el único cuero cabelludo que le quedaba en su nuca.

    — ¡Quieres dejar de hacer eso, que todos pensarán que tienes piojos! —le ordenó su amigo, con bolsas en sus ojos y dientes torcidos como su compañero.

    — Lo siento, pero no aguanto a esos… sinvergüenzas. Ha pasado un año desde que cayó el gobierno por esos malditos capas meadas y ahora, han sustituido a nuestra milicia por ese grupo uniformado. Guardia Civil ¡Ja! Lo que nos faltaba…

    — Te recuerdo que ese era el antiguo uniforme reglamentario —le reprochó el otro— Incluso en los sables tienen todavía la concha marina en el pomo en su guarnición. Siguen igual de siempre sus aspectos. Y siguen siendo nuestros vecinos.

    — Ya, pero ahora tienen mucho amarillo y mucho blanco en las bandas, los cintos, e incluso en las vainas de sus armas. Parecen una tuna universitaria con esas escarapelas y pañuelos en los brazos, tan claros como las damiselas —un cosquilleo de repugnancia recorrió su espinazo— ¡Pffft! Joder. Me da igual que sea la guardia. se puede ir todos ellos a la mierda. Todos aquellos que se ofrecieron voluntarios para ser unos lameculos del regidor.

    — ¡Chsss! —habló en susurros— ¡Cállate, ¿quieres que los altiaristas te detengan?!

    — Jod… Lo siento —se tranquilizó, pero seguía furioso—, pero aún estoy mosqueado con él. Con ese tipejo. Y dice que el crimen ha aumentado en estos últimos meses. A ver, es normal que haya delincuencia, debido a los sucesos que están ocurriendo al este de Acliauria. Nos están llegando muchos refugiados y apenas hay alimento para nosotros. Los soldados se llevan nuestras cosechas, ganado y nuestras reservas para el invierno. Luego ese grupo religioso al mando de ese Judicato, no paran de reclamar impuestos, tanto de bienes como monetarios. Dicen que es por la causa, por el bien de todos nosotros… Incluso incitan a aquellos que no tienen nada, a unirse al servicio militar, a pesar de que ya estemos hasta arriba de las putas quintas. Cada tres meses…

    Su conversación se fue disolviendo, al igual que la sal en el manto de agua, entre los grupos de personas y la mayor distancia que había entre ellos y la mujer misteriosa, que ya había alcanzado el gran alcornoque, con varios mirlos en sus ramas. Una vez allí, marchó hacia el norte, por una vía más ancha con altas farolas de aceite y un cuerpo constituido de un pilar de metal fundido, a diferencia del resto por donde había pasado. A lo lejos, se observaba un edificio que aparentaba ser un gran muro de ladrillos. Mientras avanzaba hacia esa pared y sin molestar la marcha de algún grupo de señoras y jornaleros, con sus sacos y telas al hombro, la encapuchada torció su cabeza hacia un grupo de nueve muchachos adolescentes, entre nueve y doce años.

    — Espero que ese mequetrefe haya aprendido la lección —hablaba uno de ellos, con el pelo atado por la espalda en una trenza, y los ojos casi cerrados, con aire de líder matón. Él, al igual que sus amigos, iba vestidos con ropas humildes de tonos tristes y cortos, para soportar aquel calor veraniego.

    — Si, eso le pasa por listillo y ser un idiota —decía otro, algo más gordo que los demás.

    — Pues… a mí me da algo de pena —comentó sin miedo una chiquilla, de pelo castaño claro, y más baja que los demás.

    — ¡Oye, Clara! La culpa fue suya por hablar y hablar cuando lo único que debía de hacer era callarse mientras le gritábamos —habló de forma más brusca, uno de los mayores—. Tuvo bien merecido su castigo.

    — ¿Pero sabes que le hicieron?

    — A mí no me importa nada —comentó otro del grupo—. No es de los nuestros. Es un sin padres que, en vez de unirse a nosotros, prefería hacer otras cosas, muy estúpidas. ¿Leer? Bah, ¿quién lee estos días?

    — Ya, pero… ¿Recuerdas por qué le encarcelaron?

    — Sssh, cállate —amenazó el más grande—. No hables o nos meteremos en un buen lío.

    — ¿Pero por qué? —preguntó una chica al inicio de su desarrollo para ser mujer, con un cabello largo y suelto, sobre su chaleco y sus hombros desnudos.

    — Porqué sí y porque lo dicen nuestros padres y… ¡No hay más que hablar! —protestó de nuevo el mayor.

    El grupo cesó la conversación y la vetusta oyente, que había estado escuchando perfectamente aquel diálogo, volvió a mirar al frente y prosiguió su camino, bajo la sombra de un piñonero de copa alta y redonda, y la incandescente estrella que no dejaba de imponer su fuerza contra las personas que debían de trabajar para poder comer. De pronto el suelo comenzó a inclinarse un poco, cuesta arriba. Tras dar varios pasos y golpes con el bastón sobre la calle alisada, llegó hasta el cuartel. Éste era un gran edificio de ladrillos rojos, constituido en tres pisos, marcados con sus ventanas rodeadas por grandes bloques de granito incrustadas en el muro enladrillado y bien ornamentado. Por la extensión de sus muros, se podía intuir que poseía una planta rectangular, pero con los jardines, y la verja negra que le rodeaban, no quedaba bien claro.

    Tras examinarlo con mucha tranquilidad, la anciana marchó hacia el oeste, bordeando el edificio rodeado por aquella verja de hierro tintado en negro con rasguños de dejadez. Tras él, había unos jardines con espliegos y arbustos medianos, que compondrían la ruta perfecta para poder entrar. En esa misma calle, había otros edificios. Locales para recibir a los guardias tras finalizar su turno, que buscan la diversión en la bebida, apuestas o el roce de alguna mujer. Cabía desatacar que, entre esos burdeles o tabernas, había un edificio, con un gran arco de piedra como entrada, en el cual llegaban o salían personas con cortes o amputaciones vendados. A la vista, se trataba de un centro médico para atender a los necesitados, aunque los escasos médicos que había ahora se dedicaban en su tiempo al estudio anatómico de los muertos que les proporcionaba su vecino castrense.

    Al terminar de llegar al límite del edificio, la anciana torció a su derecha y se encontró con otro brazo, entendiendo que, la forma de aquel edificio era en H. Una vez encontrada la puerta principal, frente a una gran avenida que llegaba hasta la plaza Mayor, ella se quedó en una posición estática durante un breve tiempo. La entrada estaba constituida por el enrejado, tan negro y alto, y con algunos remates y decoraciones conchales y florales, distinguibles en falso dorado. Dicha puerta estaba custodiada por dos guardias, con mosquete sobre el hombro y firmes ante cualquier indicio de desorden civil. La señora pasó entre ellos, de manera lenta y en silencio, pues no tenía necesidad de decir ninguna palabra equivocada. Tras el vallado y sus espliegos, el suelo estaba pavimentado, extendiéndose hasta alcanzar la pequeña plaza cuadrada donde unos ciruelos rojizos crecían a su alrededor. Los círculos en el suelo, formados por el granito y la caliza, eran visibles desde la alta torre cuadrada del cuartel, donde los dos vigilantes bebían de un botijo mientras hacían el turno de la tarde. Observaban a las personas, a sus compañeros y los funcionarios, luciendo en la calle sus casacas pardas, calzas, medias y zapatos al más estilo de la burocracia, aunque sin la peluca ni el bastón noble. Todos ellos, iban y venían de la entrada, con documentos y libros, saliendo entre los ciruelos que había junto a los dos hombres que custodiaban la puerta interior.

    La extraña viajera, llegó hasta dicha puerta de madera, junto a los árboles de hojas rojizas, bajo tres mástiles donde caían tres banderas tan cerradas que solo eran trapos con colores. La anciana comenzó a subir los escalones desgastado, pero los guardias ni se inmutaron ante su presencia.

    ¿Tan mal está la educación estos días, que estos caballeros no pueden ni siquiera abrir la puerta o ayudar a una pobre anciana? Maldito miedo… —opinó la pobre señora al ascender y llegar hasta ellos. Luego, fue ella quien abrió y por sus propios medios, entró en el cuartel.

    Dentro pudo apreciar, que la sala donde se hallaba era de inmenso tamaño, con paredes adornadas con el retrato de un militar pintado al óleo, y con algunos soportes con armas punzantes y otras armas de fuego, desde pistolas hasta mosquetones. La sala perdía volumen debido a las columnas, que dividían el lugar en tres proporciones rectangulares, donde se colocaban los faroles en sus soportes. Había una gran alfombra rojiza apagada en el suelo, a los pies de varias mesas en línea, repletas de documentos, revisados por los administrativos y los funcionarios.

    Frente a la puerta, sentado al borde de una mesa, se encontraba al corregido, don Nefario de la Sierra, un hombre estatura media, que se mantenía en forma y todavía no se apreciaban en él los símbolos de la vejez. Su pelo era bastante corto con un castaño oscuro e intenso, sin nada que cubriese las entradas en su melena. Tenía una cara tensa y puntiaguda, con ojos pequeños y penetrantes. Poseía el mismo uniforme que sus hombres, solo que él tenía el privilegio de quitarse la casaca y estar en camisa blanca, para soportar el calor, mientras hablaba con sus ayudantes, que organizaban los papeles de las denuncias locales, entre varios candiles apagados. La anciana fue directamente hasta él, de forma lenta, para que pudiese ser vista. Las luces de las ventanas del primer piso cayeron sobre ella, y la luz se reflejó como la luz que cae fulminantemente sobre un espejo. Pero, a pesar de ese destello que cesó, el regidor no se volvió.

    — Saludos a vuecencia, señor —habló por primera vez aquella desconocida, sin gallos ni cortes en sus palabras.

    El regidor dejó a un lado a sus subordinados y atendió a la recién llegada. 

    — Hacía tiempo que no escuchaba las palabras de las costumbres castrenses —la observó, de forma brusca. Se apreciaba en él un carácter autoritario y molesto con todo— ¿En qué puedo ayudarla, señora?

    Tenía una voz bastante grave y su mano zurda rozaba la textura del pomo de su pistola de chispa.

    — Quería preguntarle sobre los sentenciados que se ejecutarán esta tarde, señor —preguntó la anciana, yendo directamente al asunto.

    El regidor la miraba de forma estupefacta.

    — ¿Es usted alguna hermana de algún convento?

    — Solo soy una viajera que busca ayudar a cualquier menesteroso que la necesite.

    Nefario arcó una ceja y comentó su opinión con descaro.

    — Será espiritualmente, claro está —se rio sarcásticamente.

    — Por supuesto —no se molestó por su conducta—. Más bien, ayudo a que los demás se den cuenta que a veces es mejor arrepentirse de las cosas malas que has hecho en la vida.

    — Quizás…—con la zurda mano pidió que le trajesen el informe de la ejecución. Mientras esperaban durante escasos segundos, la señora apreció como aquella sala tenía varias puertas de nogal que enlazaban el edificio.

    Después de un rato, el regidor recibió la hoja de datos y comenzó a hablar.

    — Bien, resulta que hoy, se sentenciará a tres personas, un matrimonio de ladrones. Por lo visto la esposa empleaba su belleza física para engañar a varios mercaderes que llegaban a la villa y después, ayudaba a su marido a entrar en las casas y robar el botín. Cuando les cogimos, estaban haciendo su último robo y al parecer, no fue tan bien como ellos mismos se esperaban… Están acusados de homicidio imprudente y robo con violencia. El otro era un carnicero que, tras una disputa con un amigo, le atacó con un cuchillo. Su amigo se salvó debido a la rápida actuación de la guardia, pero ese arrebato de rabia que sufrió el carnicero, no se puede tolerar en ninguna circunstancia. Está acusado de intento de homicidio y tras el juicio, se dio por sentado que su carácter violento no puede quedar impune ante la justicia. Precavimos que pueda maltratar a sus seres más cercanos, aunque tan solo le queda una madre. No podemos dejarle suelto. Por ello, será ejecutado.

    — ¿Y el jovenzuelo? – pregunta la anciana con algo más de interés sobre el asunto.

    — ¿Quién? —preguntó de nuevo aquel hombre, como si el conocimiento se lo hubiesen robado y ahora no fuese más que otro ignorante que desconocía el asunto en cuestión.

    — El muchacho que será quemado en la hoguera —detalló la señora, apoyándose sobre su bastón de roble.

    — Ese joven… a ver… —comenzó a explicar mientras rebuscaba en su memoria el nombre del chico, entre las largas listas de presos de los últimos días—. Ese muchacho… No es la primera vez que ha armado un escándalo. Quedo huérfano hace apenas unos meses cuando su madre falleció. El chico tuvo algunas peleas con los jóvenes del orfanato, e incluso, según los rumores, le incitaron a colarse en la Fortaleza de Jimena, cosa que está prohibido para aquellos que no están autorizados. No le pillamos, aunque todo esto se nos comunicó en cuanto le apresamos.

    — ¿Por qué? ¿Por qué le detuvieron?

    — Fue acusado de hereje y se emitió una orden de arresto por parte del inquisidor. Debido a su mala fama, labrada en blasfemar y predicar cuestiones tras cuestiones, no me extraña nada, que se le señalase como incitador. Nadie salió en su defensa —hizo una breve pausa para recuperar el aliento. Se dio cuenta que la forastera de capa melada estaba atenta a sus palabras—. Lo malo es que lo único que tenemos sobre el resto de sus familiares, es que iba a llegar uno de ellos para llevárselo, pero eso fue hace días, antes de que le apresaran. Lástima, porque creo que no podrá recoger ni las cenizas tras la incineración. El joven está acusado de ser un hereje convicto. De promulgar ideas heréticas, blasfemias contra las autoridades, y practicar hechicería maligna. Es más, esta mañana, el señor Judicato le hizo confesar su crimen con sus métodos disuasorios pronunció esa última palabra con gracia, a pesar de que no la tiene.

    La mujer miraba las patas de la mesa, para ocultar su tensión al escuchar que ya, se había practicado el tormento al joven reo. Pero luego, en cuanto su estado pasó, mantuvo su testa baja, mirando a los pies del regidor, de manera pensativa y dubitativa. Luego, tornó su cabeza hacia los lados.

    — Dígame… —le costaba hablar a aquella señora que no levantaba la cabeza—… que ese muchacho no se le obligó a confesar su culpabilidad en referencia a lo que está ocurriendo…

    — Lo cierto es que sí. Y con esa confesión, el juicio quedó sentenciado —aquel hombre la interrumpió de forma animada—. Verá usted. Sé que puede ser algo bastante absurdo a primera vista, pero es la cuartada perfecta para toda esta villa. La gente está bastante disgustada por cómo van las cosas y las pocas lluvias no ayudaron en nada.

    — ¿Le acusaron de ser el causante de todo mal en este lugar? —dijo con intuición feraz—. ¿Así lo dictaminó el tribunal?

    — ¿Tribunal? ¿Qué tribunal? —preguntó el regidor, y aquella anciana, en secreto, apretó sus dientes—. Aquí no hay nada de eso. Hay tantos criminales, que debemos de sentenciar día a día, para establecer el orden y garantizar el bienestar de la gente.

    — ¿Y no le importa ese chico? ¿O lo que pueda pensar sus vecinos?

    — La gente puede creer que alguien, practicó la magia negra y maldijo este lugar, con la desgracia…

    — Si usted conociese la auténtica desgracia —murmuró en silencio, de tal forma que el regidor no la oyó.

    — Por eso, no voy a oponerme a su castigo. Entiéndalo señora, es por el bien común.

    — Culpar a un inocente y sacrificarlo como a un animal ¿cierto?

    — ¿Y qué más da, si otros ya fallecieron por causas similares? —protestó con desagrado, de tal forma que se puso de pie frente a ella—. Ya han muerto muchos otros en esta condenada guerra. En el frente, allí ni se tomaba clemencia ni se preguntaba quién era fiel o santo…

    — ¿Estuvo en el frente?

    — No, pero si en la reserva. Y gracias al Guardián de que me libre de toda esa mierda.

    — Entiendo. Entonces… —ella retomó el asunto en cuestión— ¿Ha recibido alguna visita ese joven? ¿Alguien que no sea su abogado, el nuncio o su confesor…?

    — ¿Qué? —preguntó aquel hombre, como si no conociese ninguno de esos oficios—. Creo que… No. Además, no me importa. De todas maneras, el muchacho ha quedado recluido en su celda, y el señor Judicato prohíbe todo contacto del exterior con ese chico.

    — ¿Cuánto tiempo lleva encerrado?

    — Calculo… que… hace dos días, creo —la duda era bien visible en la cara del regidor.

    — Entonces —dijo sin vacilar y decidida—, me gustaría verle, si a vos no le resulta una molestia.

    Nefario la miraba con extrañez, mostrando en su rostro su deseo de que aquella mujer le dejará en paz.

    — ¿Está segura de que podrá? —estaba bastante extrañado— Y… ¿Para qué ver a ese muchacho?

    — Tal vez sienta conmigo la paz y confiese todos los males que lo rodean. Tal vez conmigo se retracte.

    — ¿Podrá hacerlo?

    — Nunca me han cerrado una puerta y me han negado seguir por mi camino —el regidor se sorprendió, uniendo sus sospechas a las pequeñas marcas que tenía en la túnica parda de aquella señora. Dichas marcas en sus hombros se constituían con la forma de un simple dibujo de un sol de mil rayos, con un epicentro subdividido entre el negro y el blanco, que fluyen en sentido horario y antihorario, emergiendo como un remolino que busca dos lunas, halladas en el plano horizontal de aquel gran sol, de sombra albina. Aquellas lunas eran también de diferente color: la de la derecha era negra; la de la izquierda, blanca. Y todo ello quedaba reducido en aquel sol, tan colorido como los pétalos de un girasol plenamente vivo.

    — Esta bien —miró a unos se sus ayudantes, uno bastante joven y sin sombrero—. Acompaña a esta señora hasta el recluso aislado.

    — Si señor—se levantó de la silla y cuando estuvo junto a ella, le indicó que le siguiese. Ella asintió con la cabeza y volvió a caminar, ayudada por su báculo de roble. Cuando se marcharon por una puerta a mano izquierda, el dirigente volvió a sus asuntos privados.

    El funcionario y la recién llegada caminaron por un amplio pasillo. Después, doblaron una esquina y siguieron por otro pasillo a mano diestra, repleto de mesas, tablones y estanterías, dejando atrás unas escaleras muy deterioradas. Guardias que caminaban y hablaban con sus sargentos y tenientes, se dedicaban más a pasar el rato que poner el interés en su trabajo. Dicho pasillo de alfombras escarlatas y áureos puntos, con paredes rojas de yeso cubiertas de cuadros a mano izquierda entre lámparas de aceite y con ventanas al otro lado, donde se mostraba otra plaza interior, idéntica a la entrada. Solo que, en esta, se encontraba el cadalso de madera con dos sogas colgantes, y varios pilares de madera. Algunos menores tenían cadenas para azotar, mientras que el resto, eran donde se apoyaban los condenados. Uno de ellos, estaba siendo usado, delante de una fila de reclusos acompañados por los guardias. La viajera observó cómo, entre dos guardias, a un condenado le encadenaron por las manos a una silla mientras, que un hombre de piel morena le daba vueltas a una manivela de hierro por detrás. El procesado agitaba la cadena con sus muñecas, debido principalmente a la estrangulación que le producía el mecanismo del garrote vil.

    La mujer con la túnica miró de nuevo a quien la acompañaba, cuando escuchó un crujido y una lamentación en el exterior. Se sentía incomoda por ver aquello.

    — Veo que se han puesto bastantes mecanismos para las sentencias ejecutables.

    — Buena observación, señora —aquel joven ayudante con coletilla aparentaba ser inmoral.

    — ¿A cuántas personas ejecutan diariamente?

    — No sabría decirle. Esta villa es pequeña, pero nos llegan reclusos del campo y de otros lugares para darles… sentencia de muerte —explicó sin aflojar el paso—. Sería difícil de calcular el número de muertos que llevamos este año.

    — Y el regidor se lo toma bastante bien, por lo que he podido observar.

    — Ese Corregidor de capa y espada, no es más que un sinvergüenza—se mostraba disgustado y enojado—. Llegó a esta villa como capitán al mando de unos cuantos hombres para llevarse la artillería de la Fortaleza de Jimena y enseguida, se proclamó como el nuevo comisario… y días después, el gobernador de toda la villa, del cuartel y del viejo baluarte.

    — Pero ¿no se ha puesto en contacto el nuevo gobierno sobre este asunto interno?

    El trabajador de oficina abrió plenamente sus ojos castaños ante su estupefacción de que alguien tan mayor, pudiese estar al corriente de todo.

    — Si, y por eso nos enviaron al Hermano Judicato —su cara se maquilló de una clara decepción—. Lo malo es que ese hombre también es un malnacido, que se aprovecha de la fe de nuestros ciudadanos. Engaña a todos con sus misas, con su careta de bondad, y permite que los guardias estén del lado del regidor, absolviéndoles de pecados muy… crueles —explotó de rabia—. ¡Esto es una maldita organización que…! —se dio cuenta que empezaba a alzar la voz y enseguida se silenció por propia voluntad. La anciana dedujo que aquellos que no se encontraban en los círculos del fraude, temían por sus vidas. Así pues, dejaron de hablar para no llamar más la atención.

    Al final del pasillo, tras dejar atrás varias puertas, tuvieron de enfrente a otras dos. Una llevaba a los establos; la otra, a su destino. Bajaron por unas escaleras negras y se adentraron en un ambiente que podía ser más cavernoso. Pero la presencia humana allí abajo, hundía la moral con sus olores, tanto orina y de desechos de los reclusos, combinado con el sudor y la sangre de los torturados. Eran unos pasillos sin ninguna luz natural, repletos de calabozos. Jaulas de metal para personas, entre antorchas, que desprendían su luz junto a las lámparas de aceite que colgaban del techo. La paja que se amontonaba en el suelo de las celdas estaba húmedas y pútridas. Al otro lado de la gran habitación, había unas puertas bien cerradas con tablones pesados y cerraduras.

    El oficinista se acercó a uno de los guardias y le explicó la razón de su estancia, al mismo tiempo que la mujer de vida agotada miraba a todos los reclusos. Hombres y mujeres, huérfanos y ancianos, alguno aparentaba ser malvados y otros, inofensivos. Todos con harapos sucios y desgarrados, con heridas y moratones por los maltrataos recibidos. Todos formaban grupos separados para que no se cometieran violaciones o maltrato civil, aunque siempre podía haber alguna pelea entre iguales

    — ¡Eh, señora! —suplicó uno de aquellos hombres, mientras se aceraba a los barrotes de hierro. Su tono de voz era algo agudo, debido a su corta edad— ¡Sáqueme de aquí, por favor! ¡Yo no he hecho nada!

    — ¡Cierra puta la boca! —le grito un guardia, seguido de un golpe a los barrotes con un garrote— ¡Aléjate y vuelve a tu sitio, escoria!

    — Je, ¿qué te pasa, guarda? —comenzó otro preso, apoyado sobre la reja. Era bastante mayor, con un cuerpo repleto de cicatrices y otras heridas— ¿Te haces el duro delante de las abuelitas? ¿Te gustan tan mayores?

    — No tengo porqué malgastar mi tiempo con alguien como tú—intentó el guardia controlar sus nervios. Escupió contra el suelo—. Desecho social.

    La viajera había observado aquel comportamiento tan rudo, en silencio, sin decir ninguna palabra. Su joven acompañante volvió junto a ella con las llaves y la condujo hasta una de las puertas aisladas. Cerca de esa puerta, se escuchaba los gemidos humanos, pero de un hombre acurrucado junto a los barrotes. La mujer con el cayado con la esfera se le acercó:

    — ¿Por qué lloráis? —le preguntó con ternura.

    — No lo… entiendo —su alma estaba todavía sufriendo. Las lágrimas empapaban sus cabellos, zarcillos de azabache sobre su rostro barbudo—. Si a… aún muchacho se le condena… lo normal aquí son… azotes. Pero —sus lágrimas seguían cayendo como la lluvia en otoño—, porque a él… no. Sus gritos… ¡¿Por qué le hicieron eso?!... Yo sé que soy culpable, pero él… a él, le obligaron a asumir una culpa…y… y luego —le costaba hablar entre tanto sollozo—, luego le siguieron torturando por… por…

    — No siga, buen hombre—las palabras de aquella monja llegaron a los oídos de aquel hombre, con el rocío del perdón—. Has sufrido tanto como él, así demuestras de que posees un buen corazón. Si te arrepientes de lo que hiciste en el pasado y te convaleces del desgraciado, así, alcanzaras la paz purificadora.

    — ¿Paz? —le interrumpió una mujer, bella pero sucia, con enredos en su largo cabello rubio apagado—. ¿Qué paz? Qué más da todo, cuando sabes que tu única salvación es el garrote o el cadalso.

    La anciana no respondió al descontento de aquella mujer que hizo brotar una serie de murmullos y protestas entre los presos que esperaban su sentencia final, y aquellos que todavía debían permanecer allí durante más tiempo.

    — ¡Callad o al próximo que hable le meteremos con un toro en la próxima corrida! ¡¿Lo habéis entendido?! —la voz del teniente sobre los pasillos acalló todo rastro de griterío. El oficial de mayor rango, con las charreteras de plata sobre los hombros y con una cara repleta de brutalidad, pasó al lado de la anciana, pero apenas se percató de su presencia. Fue el trapo sucio del cual nadie lo echara en falta.

    Todo volvió a la normalidad. Los dos recién llegado llegaron hasta la puerta indicada, acompañados finalmente por el carcelero. A menos de cinco metros, el olor pútrido de la sangre era más fuerte, debido a la nula corriente de aire que hubiese sido de gran utilidad para limpiar aquella podredumbre en una mísera y pequeña sala. Era una sensación nauseabunda que mareaba a cualquiera que no hubiese estado ya en contacto con aquella experiencia. El joven empleado se tapó la nariz con un pañuelo, mientras retiraba el tablón de madera y las barras de metal. Después, introdujo la llave adecuada en el cerrojo, la giró, hasta que sonó un clac. Entonces, la anciana de túnica misteriosa y marcada dijo:

    — Si no les importa, entraré sola.

    — Se lo agradezco mucho—confesó el administrador—, pero ¿no necesitara ayuda…?

    — Estoy acostumbrada a esta clase de cosas.

    Él asintió con la cabeza aquel consejo, dando un suspiro de satisfacción al no tener que entrar en aquella sala.

    — Entonces, me retiro a mis asuntos, señora —inclinó un poco la cabeza en señal de respeto y partió por donde había venido.

    — Yo me quedaré a esperarla —habló con grosería el carcelero—. De todas maneras, es más divertido estar aquí que sacar ojos y uñas…

    Como un rayo llegó uno de los ayudantes del inquisidor, vestido con un ambarino abrigo largo sin mangas y de solapas abiertas. Colgaban de su cintura varios cintos de cuero armados con dagas y un estoque con el emblema de su orden, tallado en su cazoleta. Sus botas de trapo escondían los extremos de sus pantalones beige. Dichas botas eran bastante silenciosas, aunque más sonido hacía sus guardabrazos de su camisa negra con brazaletes de cuero con tachuelas de metal oscuro.

    — ¡¿Qué pasa aquí?! —intentaba recuperar el aliento. La cruz de veinticuatro de puntas que colgaba de su cuello se movía como hoja con el viento, y bajo su sombrero, se desprendía el sudor de su melena sobre su frente—. ¿Qué va a hacer esa mujer hay dentro?

    — El Regidor dio su consentimiento —explicó el carcelero medio calvo.

    — ¿A sí? Ja… Aun así —se irguió aquel hombre de cicatriz en la siniestra mejilla —, el señor Judicato negó rotundamente que nadie podía entrar. Queda completamente prohibido.

    — No se altere, por favor—intervino la señora encapuchada—. De todas maneras, solo quiero aliviar el sufrimiento a ese mucha…

    — ¡No, de ninguna manera! —estaba alterado aquel hombre—. ¡Está prohibido! Y si se empeña en entrar, tengo del derecho a encerrarla a usted también, señora.

    — ¿Qué tiene usted de derecho? —la vetusta viajera, que parecía ser tan pacífica, ahora se comportaba de forma, amenazante, agarrando con fuerza su bastón con ambas manos nutridas pero pálidas—. Usted, que debe ser alguien que dedique su vida al bien común, tan solo oculta su rostro bajo un disfraz y unos símbolos de su fe. Si de verdad cree en sus creencias, no me hable de que derechos posee usted sobre mí.

    Aquel ataque de palabras le penetraron en la conciencia de aquel hombre con patillas. Y era cierto, porque su religión hablaba de igualdad entre todos, tanto hombre y mujeres, sin diferencias por la piel o las costumbres. Pero, la otra razón por la cual él dejo su cometida, fue que sintió una sensación, que le obligaba a retirarse. Algo le empujaba, de huir de ella. En silencio, se marchó, amargado y derrotado, mientras que ella, obtuvo su beneplácito.

    Durante su despedida, la anciana agarró el picaporte y lo giró. La puerta se abrió con un chirrido agonizante y de ella, se escapó una ola de aire podrido hacia el resto de los calabazos. Apareció ante sus ojos una sala oscura, con una lámpara de araña colgada del techo, con ocho velas casi consumidas, con insuficiente fuerza para iluminar toda la habitación. En el centro, había una mesa de tortura, donde atar con correas al condenado y agonizarle con los utensilios del oficio. El suelo estaba en peores condiciones que en los calabozos, pues la suciedad se juntaba con la sangre, produciendo el mareo a causa del olor a muerte. Las moscas revoloteaban sin parar en un cubo de sangre con trapos que aparentaban ser un trozo de carne podrido. En una pared colgaban algunas cadenas con grilletes y varios soportes de madera con varios objetos como clavos, martillos, un embudo, y otros materiales de tortura, entre ellos, un juego de látigos de diferentes modalidades. Y al otro lado de la sala, había una figura humana, arrodillada y encadenada del techo, que se dejaba caer como la alegría asesinada por la cruda realidad.

    La anciana lo estaba mirando intensamente mientras cerraba la puerta a sus espaldas. Camino lentamente hasta él, resonando sus pisadas ante el suelo húmedo. En cuanto se acercó, pudo comprobar que se trataba de un joven de once años, algo más bajo que ella. Tenía el pelo castaño oscuro y de apariencia desnutrida. Estaba encadenado por las muñecas, obligado a mantener los brazos heridos en alto, debido a la poca longitud de las cadenas. Sus pies estaban bastante ennegrecidos como el calzón sucio que le cubría.

    Aquella desconocida comprobó que el joven había sido torturado de diferentes formas. Las manos las tenía rojas, seguramente se las rompieron a golpe de martillo. La respiración la tenía agitada, al ser obligado a tragar agua con el embudo. Todo su cuerpo estaba sucio y lleno de golpes, por una paliza recibida. Pero lo que más le llamó la atención a aquella forastera, fue ver los ríos que marcaban su tronco, que nacían de su espalda. Al rodearle, encontró una de las peores imágenes que en su vida había visto. El dorso lo tenía teñido de sangre y estaba completamente, marcado por unas heridas infligidas por latigazos. Latigazos que le habían arrancado la carne, mediante un látigo dentado. Los huesos los tendría también dañados, pero más duros habían sufrido sus músculos y era imposible creer que todavía siguiese con vida. Un total de cincuenta marcas había por toda su espalda. No tenía ningún tratamiento médico y las más viejas ya estaban coaguladas. Veinticinco fue la primera vez, pero la segunda ronda, tuvo un rastro de ser más lento, y después, se cambió de látigo a uno de cuero, para golpear más violentamente.

    — ¡Animales! —dijo con rabia y casi se le derramaba una lágrima al ver esa injusticia. No hacía falta saber más, porque esas pruebas indicaban que cuando el muchacho confeso, sus ejecutores todavía prosiguieron hasta finalizar su recuento, con más bravura, y con locura.

    La señora de avanzada edad se acercó a la cabeza del desgraciado y comprobó que estaba desmayado, a causa del sufrimiento que se le implantó. Sus ojos sellados, ya no podían brotar de ellos más lágrimas y su boca buscaba, desesperadamente, una bocanada de aire, manteniéndola abierta, entre el sudor helado en su cuerpo. Las moscas, que estaban sobre su cabello, salieron volando, como ladronas que hurtaban en la desgracia ajena. Su cabeza estaba inclinada hacia adelante, debido a que sus brazos estaban tan lejanos que no llegaba a tocarlos ni con el sudor de su barbilla goteante.

    — Castigado con crueldad, por causas injustas—hablaba la anciana mientras daba la vuelta al cuerpo y quedarse frente a su cabeza. Sabía que el chico no la oía, pero prosiguió con sus palabras mientras que estaba realizando cosas extrañas. Agarró un collar que portaba bajo su túnica. Un collar sin igual, el cual se constituía de una esfera azulada claro-oscuro, y dos pequeñas perlas blancas—. Solo… sin ayuda de nadie… ¿Hasta dónde puede llegar el egoísmo y la maldad de la gente? ¿Cuántos más deben sufrir por ello?

    Ella se agachó junto al rostro del huérfano y colocó su mano derecha en la cabeza del muchacho, con suavidad para no asustarle. Pero él se mantenía inconsciente, agotado tras recibir las torturas.

    — Ésta será la única vía de escape que vas a tener y será el castigo de este lugar, que ha caído en la oscuridad. No me escuchas… pero tú, estate tranquilo…

    Entonces, con una increíble fuerza, clavo su bastón, imantándolo a la roca, al granito del suelo. La sala se cargó de una extraña energía que apagó las velas y sumergió a toda la sala en la oscuridad. Fue en ese momento, cuando por fin la anciana alzó la cabeza y dejó a la vista su rostro oculto. Una cara redonda y envejecida, pero bien conservada durante años, que aparentaba ser más joven de lo que era. Más astuta, más sabia era el rostro de su tiempo envejecido. Su cabello era como el café. Tenía todos los dientes, y patas de gallo que sobresalían de sus ojos grandes. Estos eran algo impresionante, pues su iris y la pupila, eran una única mancha blanca, tan luminosa como la luna llena.

    Junto sus manos con un aplauso y las acercó a frente, con los pulgares sobre el centro frontal. Murmuró una serie de palabras. Una oración. Y después, comenzó a abrirse, como si sus manos agarrasen una esfera de aire. Después, las colocó a cada lado de la cabeza del muchacho, y comenzaron a dar una serie de vueltas. La izquierda giraba en sentido antihorario, mientras que la derecha, en sentido contrario.

    El cuerpo yace muerto en la tierra, pero el alma se reencarna. Libérate del mal y salva tu vida en paz.

    Tras estas palabras, comenzó a emitir un cántico con tan solo un "om", mientras su mano izquierda empezaba a emitir un brillo blanco, al igual que su otra mano. Sin embargo, ambas eran diferentes, pues la derecha, girando horariamente, empezaba a ser recargada por un brillo amarillos que se iba tornando a rojo atardecer, al sol rojizo, mientras la izquierda, contrariamente, tornaba a un brillo blanco azulado, a la luna azul. Ambas energías iluminaban la sala y no dejaban sombra existente, ante la impetuosa luminosidad que solamente, obedecía a aquella mujer que después, tras crear con ambos brazos dos esferas de energía pura, arrastró esas manos, llevándose así esas increíbles luces, esa energía fluyente como el agua, hacia arriba, sobre la cabeza del pequeño. Así, ambas energías se fusionaron en una nueva fuente de luz, tan clara y reluciente como la púrpura que cada vez más, se tornaba a una luz blanca, que iluminaba aquella sala del mal. De nuevo habló ella, pero con una voz combinada con otras, más graves y ancestrales:

    Na’rhiemlizxiur… vegri’ux.

    A zhiarzhirn-dlum…

    Rhu’seuriem.

    A zhia’en.

    Pronunció mientras fusionaba toda la energía en un punto concreto. En un punto, totalmente ligado a la corona del muchacho, que inconscientemente se fue volviendo recta, alzando la cabeza en busca de aquel calor ancestral, tan relajante y confortable.

    A maõrux…

    Rhiuirurm-zhuaurm.

    Isirurm…

    Nailehinxria

    A maõrux…

    Veirirurm-zhuaurm

    Neivuirurm…

    A Idlia.

    Na’rhiemlizxiur…

    Xiu’rid-suaom…

    Ihē’rixîm.

    Yuom-Na’iexîm

    Rhielid’riud-suaom…

    Na’rhiemlizxiur…vegri’rurm

    Na’rhiemlizxiur…rhiui’rurm

    Na’rhiemlizxiur…ilri’rurm

    Na’rhiemlizxiur…gheisi’rurm

    Zaa…

    La inmensa luz blanca, que iluminaba el cielo y oscurecía el suelo, empezó a volverse en un dorado, en una luz amarilla que relucía al igual el agua bajo el sol más reluciente que se haya podido imaginar. Lentamente, fue expandiendo sus brazos para que cayese esa energía sobre el muchacho. Poco a poco, fue rodeando su cabeza y luego, fue pasando ante su frente, su rostro, y su cuerpo. En el proceso, esa luz fue bañando al chico, quedando en la periferia aquel brillo dorado que poco a poco, mientras ella iba finalizando, se tornaba a púrpura, al morado después y luego, al denso color del lugar. Tras concluir el recorrido, a la altura del corazón del muchacho, la misteriosa anciana volvió a juntar sus palmas y en su cara se mostraba el agradecimiento y el agotamiento radiante de su sudor.

    —… Naraamm…²

    Tras pronunciar aquel suspiro rendido, ella se agachó un poco, hasta que su frente tocase la del muchacho. Habló con franqueada y suavidad, tiernamente, y con compasión.

    — Perdóname por dejarte aquí. Perdóname por si te resulta extraño todo esto, pero era necesario. Te pido perdón en nombre de aquellos que no te escucharon—pausó unos segundos—. Os pido perdón, por lo nuevo que llegará.

    Después, volvió a tomar su bastón con el cabezal esférico y con aros áureos, y empezó a marcharse de allí, consumida por el esfuerzo. El joven recluso, miraba de reojo con sus ojos castaños oscuros, aquella extraña persona que había sido la única que había venido para despedirle. Aquella persona, desapareció por la puerta, dejándole solo en esa sala mugrienta y cerrada, en la oscuridad.

    Fuera, la anciana se topó de nuevo con el carcelero que le pidió la llave para cerrar de nuevo.

    — ¿Ya ha terminado? —sus palabras reflejaban su desconocimiento de lo que había pasado dentro. Ella afirmó con el cuello y su rostro oculto bajo la capucha de su túnica.

    Mientras se dirigía hacia la salida, observaba a todos los demás, como si ignorasen lo que había pasado dentro.

    — ¿Qué señora? —la llamó un recluso a su espalda—. ¿No va a confesarnos a todos?

    Ella se detuvo y tras meditar fugazmente, pronunció mientras se marchaba:

    — El sufrimiento que soportáis, es la prueba de vuestra vida. Podéis rendiros y no hacer nada, o podéis intentar avanzar por el buen camino.

    Se silenció entre la confusión de todos. Se marchó tan rápido como llegó, desapareciendo de los calabozos, del cuartel y de la villa, como un espíritu que no dejaba rastro tras de sí.

    Mientras pasaron las horas, en las tinieblas permanecía aquel muchacho colgado. Más tarde, aparecieron por la puerta, entre los destellos que le obligaron a cerrar los ojos, dos de los ayudantes del inquisidor, con sus uniformes y sus machetes y espadines de taza con el símbolo de su fe en la guarnición. Ambos desencadenaron al muchacho, dejándole caer contra el suelo. Él apenas podía mantenerse de rodillas pues las tenía heridas, al igual que sus muñecas forzadas. Le pusieron unos grilletes y le obligaron a pasear ante ellos, por los cincuenta metros de pasillo. Los encerrados le observaron. Algunos bondadosos se ocultaron de él o no le miraban, mientras que el resto le tiraba todo lo que encontraba, desde arena, heno, sus heces o algunas piedras, entre gritos e insultos que le acusaban de culpable. El mancebo ni se inmutó, pues era autómata de sus agresores, y deambulaba como el alma del condenado que buscaba su cuerpo. El grupo subió por las escaleras y una vez arriba, entraron en los establos. El portón de roble estaba plenamente abierto. A fuera, esperaba una columna con un carro con una jaula por detrás de un grupo de tres personas con grilletes en las manos y en los tobillos. Estaban rodeados por los guardias de la villa y el tamborilero mayor. Todos esperaron a ver como el joven recluso fue obligado a subir los peldaños del carro. Y luego, fue empujado al interior de la celda de hierro. El pequeño ni se enteró cuando cerraron la compuerta con cerrojo ni que pasaba a su alrededor. Uno de los ayudantes del inquisidor, maldijo su suerte al mancharse los guantes blancos de la mugrienta sangre del muchacho.

    Entretanto, el sargento al mando de la línea realizó una inspección de cada miembro. Durante ese tiempo, el pequeño condenado a la hoguera observaba a los caballos amarrados o tras el vallado de madera de los establos, con cubo para el agua y el heno fresco. Animales que desconocían la brutalidad de sus amos, tan bien cuidados y mimados.

    — Bien —el sargento terminó de tachar una última cosa en una hoja y a continuación gritó— ¡Adelante!

    El grupo inició el paso guiado por los lentos golpes del tambor. Los reclusos caminaban con los grilletes de la deshonra, enlazados los unos a los otros, envueltos por hombres armados con mosquete y pistola, que no durarían en dispararles en cualquier intento de huida. El carro, tirado por un solo caballo, avanzaba sin velocidad, divulgando el sonido del tambaleo de la madera y sus pezuñas sobre el pavimento. El sol se encontraba tras el edificio, representando su dorado colorido en los altos cipreses comunes, tan altos como la fachada trasera del cuartel. Crecían los árboles a ambos lados del camino, donde aguardaba más guardias y parte la multitud local. Tras pasar la verja, la columna se desvió de aquel camino que conducía directamente hasta el viejo bastión.

    El grupo bordeó el cuartel de la guardia entre los gritos e insultos de la gente, estacionada en la calle y en los balcones. No fue hasta que comenzaron a ir

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