Alhambar en el crepúsculo
Por Ruy Alonso
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Alhambar en el crepúsculo - Ruy Alonso
La Tierra radiactiva
Yentonces, en el apogeo de su civilización, el hombre finalmente acabó con su mundo. Nadie vive en estos funestos días que recuerde cómo comenzó todo. Terrorismo, bloqueos, embargos, guerras comerciales, escasez de recursos, fundamentalismo… Palabras ahora carentes de significado. ¿Qué desató aquel conflicto final? ¿Quién atacó a quién? ¿Quién tuvo la culpa? Nadie lo sabe, pero ¿acaso importa?
Lo cierto es que el fuego nuclear —largo tiempo temido— barrió los continentes con la furia de un dios vengativo. Los cielos se tiñeron de colores extraños y los océanos hirvieron y se evaporaron como si nunca hubieran existido. En cuestión de horas, los orgullosos imperios se desmoronaron y sus ciudades se convirtieron en gigantescos cementerios repletos de cadáveres. Las ciclópeas estructuras de hormigón y cristal, que antes se habían erguido como monumentos a la soberbia de los hombres, de repente enmudecieron, sus fuegos eléctricos se apagaron para siempre y ya no fueron más que retorcidas osamentas abandonadas bajo el cielo. La mayoría murió sin llegar a saber qué pasaba.
Vientos envenenados se alzaron en el crepúsculo de la civilización, llevando la maldición nuclear, la maldición del Fallout, a todos los rincones del mundo. Lluvias de cesio, de estroncio y de otros isótopos de condenación, cayeron desde las nubes para emponzoñar la tierra y las aguas. En poco tiempo, la superficie del planeta se convirtió en un erial radiactivo, en un interminable océano de rocas y arena humeante, cubierto de chatarra oxidada e inservible, y de huesos blanqueados por el implacable sol.
Sin embargo, aquello no fue el fin de la humanidad. Tras la caída vinieron los Años de la Oscuridad. Las pandemias y el hambre acabaron con gran parte de los supervivientes del holocausto, y las plagas de sabandijas y alimañas, mejor preparadas para la maldición de la radiactividad, aparecieron para reclamar su lugar en este nuevo escenario. Sin sustento, entre las ruinas de un mundo devastado, los pocos hombres que quedaban enloquecieron y, como perros rabiosos, se lanzaron sobre sus hermanos para pelear por las pocas migajas aún disponibles: agua y cosechas contaminadas.
Cuando incluso estas escasearon, la sinrazón y el caos se adueñaron de todo. Los hombres se mataban los unos a los otros para robarse sus posesiones, e incluso para devorarse. Tan bajo habían caído en su degradación y miseria.
Pronto, amenazas de un tiempo anterior a la civilización surgieron para reclamar los despojos de la tierra. Saqueadores, esclavistas y caníbales acechaban en los desiertos aguardando al paso de una presa sobre la que abalanzarse. Solo los fuertes y despiadados sobrevivían en la barbarie que siguió al colapso de las naciones y la desaparición de cualquier orden o autoridad.
Y es aquí, en medio de esos yermos llenos de radiación, muerte y desesperanza, donde comienza nuestra historia…
I
Basa
–¡E h, viajero! Te compro tu esclava, es muy hermosa.
Quien así había hablado era un hombre bajo y enjuto; exhibía una mugrienta cara de rata y una única hilera de dientes amarillentos. Sus ojos destilaban lujuria.
—Te doy cincuenta piezas de cerámica por ella. ¿Cien, tal vez?
El hombrecillo permanecía de pie frente al nómada del desierto al que se había dirigido y lanzaba, de cuando en cuando, lascivas miradas a la mujer de pelo dorado que lo acompañaba. El tipo vestía una andrajosa túnica a rayas que apestaba a excremento de caballo. Pese a ello, en su mano sostenía una bolsa de piel de lagarto, que agitaba para que las piezas de cerámica entrechocaran en su interior. El nómada lo estudiaba con ojos fieros mientras sujetaba las riendas de un dromedario blanco con la piel cubierta de cicatrices.
El sol desdibujaba los contornos y los colores y amenazaba con derretir a todo aquel que no estuviera bajo los toldos del concurrido zoco. En las horas centrales del día tenía un maligno parecido con el claro de luna.
Cientos de personas se apretujaban frente a una infinidad de puestos donde se ofrecía cualquier mercancía que el bolsillo pudiera afrontar: extravagantes ropajes, joyas raras y exquisitas, viejos artefactos de metal o plástico y mercancías más exclusivas y siniestras, como la carne humana. Los gritos de vendedores y clientes —en una docena de lenguas— conformaban una cacofonía difícil de aguantar si se estaba acostumbrado al silencio de los grandes desiertos que cubrían el mundo. Los aromas de exóticas especias se amalgamaban con el hedor a sudor y a orina de animales. Pero el olfato entrenado podía distinguir un efluvio mucho más rancio y putrefacto bajo los otros olores. Una fetidez que aún acompañaba al hombre allí donde se estableciese, pese a que los cielos hubieran ardido con la furia del átomo y los mares se hubieran evaporado. El hedor de la civilización. Antigua y despiadada.
—No es mi esclava, perro. Pero yo que tú tendría cuidado… —le respondió el viajero, ceñudo, mientras el de la cara de roedor alargaba su mano hacia la chica— de no soliviantarla —concluyó torciendo la boca en una media sonrisa lobuna.
—¡Que te llueva estroncio, escoria! —explotó la muchacha alzando un puño de forma amenazante. Luego continuó saboreando cada palabra—. ¡Si se te ocurre tocarme te convertiré en una mujer!
Sus enormes ojos ardían como dos gélidas llamas azules. Se oyó un leve silbido y la mano derecha de la joven relampagueó bajo su túnica. El hombrecillo notó la hoja de un cuchillo de combate apoyada en su entrepierna. Un escalofrío recorrió su delgado cuerpo. El arma ascendió cortando el lino del sucio pantalón que vestía el individuo.
—Te…te pi…pido disculpas, mi señora. Yo… yo no tenía ni idea... —tartamudeó el desgraciado.
—¡Claro que no tenías ni idea! ¡Apártate de mí, basura! —gritó la chica a la par que propinaba una fuerte patada en el estómago que lanzaba al escuálido patán despedido al suelo. Después se agachó a recoger la bolsa del hombre—. Esto por las molestias, perro. Y da gracias de que no me haya sentido más ofendida.
El tipo se arrastró sobre la arena, se levantó, dolorido y se perdió entre la multitud que atestaba el mercado y que comenzaba a agolparse alrededor del trío.
El nómada sonrió. Era un hombre alto y moreno, de músculos largos y redondeados bajo la blanca túnica. Durante todo el incidente había permanecido pendiente de su dromedario, al que susurraba palabras cariñosas, como si solo fuera un mero espectador. Parecía relajado, sabedor de que la muchacha podía arreglárselas sola. Miró a su alrededor, frunció el ceño y masculló una maldición entre dientes. Hizo un gesto a la chica; ya habían llamado la atención de la muchedumbre más de lo necesario. La joven asintió. En silencio se encaminaron hacia un callejón cercano que se abría en uno de los laterales de la plaza mayor, y desaparecieron de la vista general.
La ciudad de Basa —si es que aquella miserable aglomeración de casuchas de adobe y grandes tiendas de lona podía llamarse así— era vieja y olía a estiércol y a orina de dromedario. En el pasado había existido cerca de allí una población de los Antiguos con el mismo nombre o uno parecido. Pero ya no quedaba rastro de ella.
La actual Basa estaba rodeada de una muralla de chatarra: viejos automóviles y otros vehículos más grandes, del todo inservibles, cuyos motores habían muerto largo tiempo atrás y que ya nadie haría funcionar en este mundo. El arrojo de sus moradores por imponerse a la barbarie la había preservado de los ataques de bandidos, esclavistas, e incluso de ejércitos invasores de otras ciudades-estado. Era un pequeño reducto de civilización en medio de las pedregosas llanuras desérticas donde reinaba la anarquía y el salvajismo. Sin embargo, permitían la esclavitud o al menos no hacían nada para impedirla, y eso no agradaba al viajero ni a su acompañante.
Lanzaban ocasionales miradas hacia atrás comprobando si alguien los seguía mientras recorrían el laberinto de callejuelas. Muchas eran solo el espacio que quedaba entre viejos muros reconstruidos de forma precaria o entre simples tiendas de campaña levantadas sobre los cimientos de primitivas edificaciones de los Antiguos. Con todo, Basa era uno de los asentamientos más opulentos y desarrollados de la región.
La guardia tenía fama de no tolerar los escándalos en el interior de la ciudad. Habían tenido que dejar casi todas sus armas a la entrada, en unos armeros dispuestos al efecto. A cambio, les habían permitido conservar sus cuchillos de combate y los petos y las hombreras de cuero que llevaban sobre las túnicas, a modo de protección. Solo la milicia local exhibía armas de fuego, espadas o lanzas. Por eso, Greg Taylor —mercader nómada y guerrero del desierto— no se sentía cómodo. Podía pasar sin su escopeta de cañones recortados, pero no sin su espada corta o su lanza tribal. A través de los años de dura vida en los fondos del antiguo mar, ambas se habían convertido en una extensión natural de él. En ese instante presentía problemas y no le gustaba estar sin ellas.
Giró la cabeza a un lado y a otro de la estrecha y poco concurrida calleja que habían elegido para desaparecer. Hoscos rostros los observaban desde las sombras tras puertas y cortinas. Murmullos y carreras apresuradas resonaban en las esquinas a su paso. Sin duda, el incidente del mercado no había pasado desapercibido. Los rumores se extendían rápido en una población así. Puede que incluso aquel patán maloliente fuera alguien de importancia o que ya los hubiera denunciado. Taylor volvió a maldecir entre dientes.
Él y la joven Rhea de Meriya habían llegado a Basa en busca de un empleo, atraídos por su gran fama como enclave comercial en la ruta de las caravanas desde Sevilis y Cordaba hasta las ciudades-estado de la ribera occidental del mar Muerto. Su caravasar era el más grande e importante de las planicies pedregosas al sur de Sierramorna. El edificio en cuestión —una vieja y enorme nave con techumbre metálica situada en el sector este— era, con mucho, la construcción más imponente de la ciudad. Se destacaba sobre el mar de toldos y tiendas multicolores como una montaña en una llanura.
Casi cualquier cosa podía comprarse en la perversa Basa: armas, municiones, pertrechos de toda índole, comidas exóticas, diversión, sexo y otros placeres inimaginables. Incluso la muerte de alguien; o al menos eso era lo que se decía. Si tenías cómo pagarlo, claro.
Ambos se sabían avezados guerreros curtidos en la vida del desierto y estaban cansados de comerciar y de las peligrosas rutas por los fondos salados. Se habían desecho de su último cargamento de pieles de lagarto gigante en el cercano enclave de Úrkal por la mitad de su valor, y ya comenzaban a lamentarlo, viendo lo rápido que se evaporaban las piezas de cerámica —la moneda de cambio local— en esa región de la antigua Hispan’ya.
Esperaban ser contratados como guardias de una de las muchas expediciones comerciales que llegaban o salían de la ciudad cada día. Taylor ya había ejercido ese oficio en el pasado, en la lejana Trípoli. Era peligroso, sí, pero estaba bien pagado. Además, ¿qué no era peligroso en ese mundo salvaje?
—¡Tomates! ¡Tomates frescos!
Los gritos del vendedor ambulante sorprendieron al nómada al doblar la esquina de una casucha de adobe. Aún miraba hacia atrás tratando de poner distancia entre ellos y los curiosos que asistían al mercado.
—¡No están contaminados! ¿No quieres comprármelos, viajero? —prosiguió el hombre.
El nómada observó de arriba abajo al mercader, un individuo calvo y delgado con la piel tan oscura y pegada a los huesos que parecía de cuero. En sus ajadas manos sostenía un par de tomates de un color marrón desvaído, como el de las rocas del desierto. Ante él tenía varias cajas de madera con hortalizas y frutas de dudoso aspecto. Sobre él, una serie de lonas y telas, agujereadas y sujetas con pértigas, hacían las veces de parasol y conformaban el sencillo puesto del hombre. Estaba algo apartado del resto del mercado.
Casi con un gesto automático, Taylor sacó un aparato rectangular de plástico color amarillo de debajo de su holgada túnica. Era un poco más grande que la palma de su mano y tenía un dial de cristal circular sobre un fondo blanco en el que descansaba una aguja negra.
Con determinación, lo acercó a los tomates y casi brincó de asombro cuando su contador Geiger permaneció mudo. Estupefacto, volvió a repetir la operación y el característico zumbido —como de plástico crujiente—, que denotaba la presencia de la radiactividad, no se produjo. La aguja que señalaba los milisieverts por hora permanecía inerte.
«¡Gran Desierto, era verdad! ¡Los tomates estaban limpios!».
Casi no recordaba cuándo había visto frutos de la tierra libres de la maldición. Por supuesto, a él no le importaba demasiado. Había consumido alimentos contaminados durante largos períodos de tiempo. Una extraña resistencia natural —que según creía, también le había hecho estéril— le preservaba de gran parte de los perniciosos efectos de la radiactividad. Sin embargo, debía pensar en Rhea; ella no disponía de esa ventaja.
El vendedor agitó de nuevo los tomates ante su rostro sacándolo de su ensimismamiento.
—Te lo había dicho, forastero. Están limpios y han sido cultivados aquí mismo, en la ciudad, en el huerto del Alcalde —concluyó con una forzada sonrisa.
«Entonces era cierto —pensó Taylor—. Esta gente cuenta con agua y suelo libres de la maldición en cantidades considerables, si puede permitirse plantar verduras no contaminadas».
—¿Cuánto pides por ellos? —intervino Rhea—. Tenemos cerámica —añadió mientras estudiaba el contenido de la bolsa del patán de la cara de rata.
Una algarabía comenzaba a destacar sobre el murmullo general del cercano zoco. Parecía provenir de las callejuelas aledañas y estar aproximándose a ellos. Taylor captó una silueta oscura que se movía por una esquina, a su izquierda. Su andar furtivo no le gustó nada en absoluto.
—No tenemos tiempo para eso, muchacha. ¡Vamos! —dijo tirando de las riendas del dromedario y obligándolo a andar. El rumiante protestó con un quejido lanzando un escupitajo al suelo, pero avanzó.
—¡Espera, Taylor! Hace mucho que no como tomates. ¿Cuánto? —repitió la chica dirigiéndose al mercader y mostrándole la bolsita llena de dinero.
—Es un producto muy exclusivo... Para ti solo cuarenta piezas de cerámica, bella viajera.
Rhea no pudo reprimir un escalofrío al comprobar que para aquella gente unos tomates, por muy libres de radiación que estuvieran, tenían casi el mismo valor que la vida y la libertad de una persona.
El ataque llegó sin previo aviso.
Solo un segundo antes, Taylor vio acercarse a los dos tipos por el rabillo del ojo: sigilosos y rápidos como serpientes. Uno de ellos les arrojó una red —como las que usan los esclavistas en sus razias—, mientras el otro desenfundaba una pistola automática que llevaba en una cartuchera colgada del cinturón, dándoles el alto con una orden tajante. Vestían viejos uniformes caquis y gorras del mismo color plagadas de emblemas y divisas militares de los Días Pasados. El retiario llevaba unas gafas de aviador para protegerse los ojos del polvo de las llanuras cercanas. Sin duda, eran miembros de la milicia de la ciudad.
Pero si ellos eran rápidos, el nómada del desierto lo era más. Como una exhalación rodó por el suelo esquivando la red por centímetros y arrojándose, acto seguido, sobre el que la había lanzado. En un segundo, su cuchillo de combate relampagueaba en su mano.
Rhea no tuvo tanta suerte. La red cayó sobre ella mientras aún estaba encarada con el mercader y, en un instante, se vio atrapada. Sin embargo, tampoco perdió el tiempo. Se arrojó a tierra pataleando y forcejeando con ella. Como pudo, extrajo su propio cuchillo y comenzó a cortar la red que constreñía sus movimientos. Iba a ser un trabajo lento y duro, pero la joven era tenaz.
El de la pistola repitió su orden observando las evoluciones de la muchacha, pero viendo que su compañero miliciano tenía problemas con la acometida de Taylor, decidió ayudarlo. El vendedor de tomates, ante la escena que se estaba desarrollando frente a su puesto, dejó abandonada su preciada mercancía, puso pies en polvorosa y desapareció tras una esquina.
El nómada y el guardia que había arrojado la red se revolcaban por el polvoriento suelo como dos furiosas bestias del desierto en una desesperada lucha a muerte. Cada uno tratando de hundir su propio cuchillo en el pecho del otro y con la otra mano impidiendo sufrir el mismo destino a manos de su adversario. El segundo guardia apuntaba su «nueve milímetros» de forma dubitativa: no quería herir a su compañero. Miraba de forma alternativa hacia Rhea y hacia Taylor. No sabía qué hacer.
Cuando se disponía a enfundarla y a ayudar al otro guardia en la lucha cuerpo a cuerpo, aulló de dolor y sus ojos estuvieron a punto de desencajarse. La valiente Rhea había conseguido liberarse de la red y, desde el suelo, le había lanzado su puñal al hombro del brazo que sujetaba la automática. El miliciano soltó el arma maldiciendo y cayendo él mismo de rodillas. Como podía se sujetaba el hombro herido. La hoja de acero quedó entre sus dedos. Un torrente carmesí se derramaba empapando el viejo uniforme.
En el tiempo transcurrido, Taylor había maniobrado bien. Usando la propia fuerza de su oponente, había conseguido hacer un corte en su muñeca y lo había obligado a soltar su hoja. Se hallaba a horcajadas sobre el guardia y sostenía el cuchillo en su cuello de forma amenazadora.
—Dile a tu compañero que se rinda o te corto el cuello —le dijo apretando los dientes.
—¡No, ríndete tú! O será esta belleza la que muera.
La voz había venido de algún lugar a sus espaldas.
El guardia que tenía bajo él tragó saliva levantando la hoja del cuchillo con la nuez al hacerlo; gotas de sudor frío resbalaban por su frente. Taylor lo fulminó con la mirada. Luego le hizo una advertencia muda de que no se moviera y giró su cabeza hacia atrás.
A unos pocos metros, Rhea permanecía de pie temblando de pura rabia. Un negro enorme la sujetaba por el pelo con una mano mientras apoyaba el azulado cañón de un Magnum 44 contra su sien. Tras ellos, había cuatro guardias más, armados con viejos fusiles de asalto y caras de pocos amigos.
El del revólver era un tipo fornido y grande, mucho más alto que Taylor. Iba vestido con el mismo mono caqui que el resto de los milicianos de Basa, pero exhibía más divisas, si eso era posible. En su hombro izquierdo destacaba un rectángulo compuesto de dos franjas rojas con una amarilla, el doble de ancha, en el centro. Taylor lo identificó como el emblema de una