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El sueño de la oscuridad
El sueño de la oscuridad
El sueño de la oscuridad
Libro electrónico436 páginas6 horas

El sueño de la oscuridad

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Septiembre de 1886. Para el alguacil Bill Carson la monotonía de su cometido en la ciudad de Silver City se verá rota con la llegada de un preso y su custodio. Este hecho fortuito será el comienzo de una serie de extraños sucesos que irá transformando, lenta pero inexorablemente, la vida de esta comunidad minera amparada en las montañas Owyhee, en el territorio norteamericano de Idaho. Cada nuevo día significará para el sobrio alguacil un despertar a nuevos acontecimientos, cuyo nudo irá envolviéndolo a él y sus ayudantes en un abrazo oscuro y mortal.

A tan solo una semana de la captura del célebre apache Gerónimo, la novela se permite además hacer un ameno recorrido a través de los sucesos más significativos de lo que fue la conquista del Oeste. Por sus páginas desfilan, entre otros muchos, pistoleros e indígenas célebres, las cuitas del ferrocarril, las guerras entre indios y colonos, la fiebre del oro, Lincoln, los evangelizadores, la agencia de detectives Pinkerton, y un surtido de personajes históricos y reales que pincelan convenientemente la trama, tales como el médico Lipinkott, la familia Stoddard, el detective James McParland, Lobo Gris, y muchos más.

Si cruzáramos Río Bravo de Howard Hawks con Salems Lot de Sthephen King, tendríamos una obra tan intensa, original y fascinante como El sueño de la oscuridad, capaz de atraparnos desde el comienzo y transportarnos a un mundo vívido y apasionante del que difícilmente podremos sustraernos, aun cuando alcancemos el final de la novela.

En definitiva, estamos ante una obra genuina, capaz de aunar con gran precisión historia, misterio y aventura en una época convulsa y fascinante del viejo Oeste. Un género olvidado que ahora su autor coloca en el punto de mira de los lectores actuales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ene 2024
ISBN9788410229075
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    El sueño de la oscuridad - José Ramón Sales

    El_sue_o_de_la_oscuridad.jpg

    EL SUEÑO

    DE LA OSCURIDAD

    José Ramón Sales

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión por cualquier procedimiento o medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro, o por otros medios, sin permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    © Del texto: José Ramón Sales

    © Editorial Samaruc, s.l.

    978-84-10229-07-5

    info@samaruceditorial.com

    www.samaruceditorial.com

    AGRADECIMIENTOS

    A Mario García, siempre y ante todo, porque su amistad, amor por la aventura, pasión cinéfila y las amenas charlas de toda una vida, ha hecho germinar en mi corazón su amor por el lejano Oeste y las tribus norteamericanas.

    Un lugar preponderante tiene Alberto Santos, puesto que su amor hacia mi primera novela En la noche, lo llevó a insistirme una y otra vez para que escribiera este libro. He de reconocer que sin su pujante deseo esta obra nunca se habría escrito.

    A Mercedes, mi esposa, quien lo ha dado todo por mí y ha sufrido con paciencia mi exigencia literaria; y a mis hijos, Alex y David cuyo amor y buen talante ha beneficiado a mis libros en muchos y variados aspectos.

    Alberto Rodilla, el alma incontestable de Trapezzio Café, porque su cariño, apoyo y sensibilidad ha sido de gran importancia para la promoción de mis primeros trabajos. Mi sentimiento hacia él es imperecedero. Lo mismo puedo decir de Vicente Gomar, una firme luz dando nombre y efecto a Cullera, el faro que alienta mi espíritu e imaginación, con su horizonte multicolor posándose sobre el bello, omnipresente y misterioso mar.

    No puedo ni debo olvidarme de personas tan amables como Miguel y Úrsula, grandes lectores de mis libros y mejores amigos. También de Jesús y Eva, cuya amistad, aprecio y análisis de mis obras, ha fructificado al punto de hacerme ampliar una de mis favoritas: Al filo de la tiniebla. Tampoco puedo dejar de nombrar a Mercedes e Isabel, las cuales siempre han luchado por mis novelas, ya sea en privado o a través de Atenea, o la más reciente Samaruc. Su aprecio por la presente, hace posible esta edición.

    Tengo un débito especial con Howard Hawks y su Río Bravo, así como con Walter Brennan y su entrañable interpretación como ayudante del sheriff. En cierto modo este es mi pequeño homenaje a esta obra maestra del cine y al género del western. Otro filme y cineasta que me ha influenciado ha sido Anthony Mann y su Cazador de forajidos.

    Para finalizar, reconocer que son muchas las personas con quienes he creado un débito o un vínculo, resultando imposible citarlas a todas. Vaya por delante mi agradecimiento a todas ellas y a los lectores que soñáis y meditáis con mis escritos.

    El viejo indio sostenía con sus nietos una charla acerca de la vida. Les contaba una gran pelea entre dos lobos: uno negro y otro blanco. Y agregó que esa misma pelea tiene lugar dentro de todos los seres de la Tierra. El lobo negro representaba los valores buenos de la vida, y el blanco todo contrario, los cuales el anciano enumeró uno a uno.

    Luego de pensar un momento, los niños preguntaron a su abuelo:

    —¿Cuál de los dos lobos ganará?

    —Ganará el que más alimentes —respondió el anciano.

    Leyenda Sioux

    PRÓLOGO

    La madre eternidad de la que los hombres salen para caer en el olvido del mañana, no era su caso. Había nacido a la luz del sol y desarrollado entre incontables lunas. Su estirpe era larga; tanto, que no se podría llevar una cuenta sin perderse entre el ciclo de los tiempos. Los levantiscos hombres habían creado leyendas, erigido dioses y ungido reyes en su nombre. Todos creían conocerlo, y sin embargo era una sombra sin relieve entre ellos. Su otro yo había caminado por la tierra cuando ésta no era más que un maraña gigantesca de selvas, plagadas de seres extraños y monstruosos. Tan grande era la alzada de muchos y su aspecto tan terrorífico, que de haberlos conocido, aquellas elementales criaturas habrían formado parte del panteón de dioses idolatrados por la prolija civilización humana. Pero todo aquello aconteció antes del Gran Diluvio; y ahora de nuevo, el mundo se había poblado de grandes y bellas ciudades, como la que ahora lo acogía en su seno, siendo uno más entre muchos. Esto le hizo recordar la historia de Utanapistin y su arca, en la que introdujo una parte de los seres vivos del planeta, y a los que él fue diezmando conforme a su creciente necesidad de alimento. Utanapistin nunca supo a ciencia cierta quien gui su loco impulso al construir el gran barco, ni quien llevó hasta él la variada fauna; aunque sí lo conoció cuando decidió mostrarse ante él como pago a los desvelos y esfuerzos de un hombre tan notable. Utanapistin creyó que su polizón era alguien especial y que los dioses habían deseado que sobreviviera junto a su familia. Entonces le habló en la lengua de los hombres y llenó su mente de toda suerte de fantasías. Construyó sobre los anhelos del mortal la chanza del árbol de la vida, pues esta era la mayor preocupación del humano. Y cuando tiempo más tarde el rey Gilgamesh se embarcó en la búsqueda de la inmortalidad, creó para él la visión del árbol y su custodio, la serpiente-dragón. Pues él, y no otro, descendía de Marduk, y el dios estaba en su esencia.

    Mientras meditaba, los tonos escarlata del crepúsculo doraron las cúpulas y las majestuosas bóvedas de los jardines, en cuyas imbricadas terrazas se agolpaba lo más hermoso que la naturaleza hacía florecer. Un vergel de ensueño, por cuyos pasillos corrían hilillos de agua en busca de aquellos estanques en los que adormecer su cauce por unos breves instantes. De igual modo, el río Éufrates parecía retrasar en aquel punto el curso de sus gentiles aguas, como si disfrutara de lo que rozaba sus márgenes, sin importarle los impenetrables muros levantados en aquel lugar como sostén de aquel deslumbrante verdor.

    Él se movía como un susurro entre las flores, a las que olía con especial delicadeza, ya que no podía acariciarlas sin que estas se marchitaran de inmediato. Las diversas fragancias, los humedales del río y la tranquilidad que allí se respiraba, relajaba el peso de su azarosa y longeva existencia. «El peso de la vida», como solía decir en tono sarcástico cuando hablaba de ello.

    Un vigía cruzó solemne por el pasillo ajardinado que conducía al mirador, unos metros más adelante. A pesar de que su silueta no reflejaba la luz ni creaba sombra alguna, prefirió quedarse agazapado bajo las ramas de una hermosa encina. La ley acuñada por Nabucodonosor prohibía la entrada del pueblo a los jardines, motivo por el que las gentes y los viajeros solo podían contemplar su magnificencia desde las aguas del viejo río. Aquellas por las que navegó, cuando «el país entre ríos» apenas era una floreciente región. El tiempo de permanencia en aquel próspero lugar le había hecho amar la tierra y las costumbres de las gentes que la habitaban; al fin y al cabo, aunque divino en herencia, era humano por naturaleza. En el transcurso de los siglos había visto nacer y morir ciudades y reinos, reyes y dinastías. Y también asistido a la eterna lucha del hombre por el poder y las riquezas. ¿Dónde si no debía permanecer? Su sitio estaba allí, en el punto más álgido de la civilización en la tierra, en el que por simple añadidura se libraban las batallas más vitales y sangrientas. Como las que pronto tendrían lugar, pues «los dragones de la montaña» descendían cada vez en mayor número y llegaban más y más lejos. Siempre era igual; tras un período de plácida calma la sangre llamaba a las puertas, y él estaría allí, presto a sorberla, puesto que él permanecía despierto viviendo el agudo silencio que provoca una vigilia eterna y paciente meciéndose en la nada, más allá de los bajíos de la propia naturaleza humana.

    Los suyos eran un nudo de sueños pétreos e informes sobre una pátina de humanidad, proporcionándole a su vez una continua desazón. Porque una vez fue y jamás volvería a serlo, deseaba el frío abrazo de la madre noche, lejos de la mirada del corazón que latía en su pecho.

    Pero, ¡cuidado!, el vigía de aquella parte del jardín se acercaba ahora más de la cuenta en su ronda, y esta vez no estaba dispuesto a rehuir el encuentro con aquel indolente, que caminaba por su propio pie hacia la fatalidad.

    UN NUEVO AMANECER

    La mañana siempre solía despertarse con rudeza en el árido pueblo de Silver City, con el sonido de alguna lejana explosión de dinamita en las entrañas de las minas. Así había sido desde siempre; sin embargo, para el adusto Bill Carson no pasaba de ser otro día más en la brecha, bregando contra todas las preguntas que le llovían sin descanso desde que el pueblo se había puesto patas arriba con todo aquel asunto del ferrocarril. El proyecto de ampliación de la línea del valle de Boise a Murphy no pasaba de ser un rumor, una sarta de especulaciones ante las cuales medio pueblo había comenzado a agitarse y a frotarse las manos, mientras la otra mitad palidecía. Era claro como el día, que levantar un tendido hasta Silver City era una empresa que tardaría años en hacerse realidad a causa del accidentado terreno. Solo había que sumar dos y dos; no obstante, ni los simples, con su escasa cultura, ni los más cultos, con su mucha avaricia, eran capaces de contemplarlo. Pero como no hay más ciego que el que no quiere ver, ya se hablaba de una hipotética alianza con la Southern Pacific y la Central Pacific. A fin de cuentas, el esfuerzo conjunto de estas dos grandes compañías obró el milagro del primer ferrocarril transcontinental, al unir Nebraska con California. Ya habían transcurrido seis años desde que las dos fuerzas y los dos tramos de raíl se encontraran en Utah, y el gobernador Stanford colocara en Promontory el célebre Clavo de Oro. ¡Cómo pasa el tiempo!, pensó Carson.

    Mucho habían competido entre sí ambas compañías, y no siempre de forma honorable, y mucho menos legal. En plena guerra, a la Unión le interesó unir sus territorios y abastecerlos con la mayor celeridad posible. La Unión Pacific, partiendo del este, trabajó en mejores condiciones sobre la base de un terreno más estable, y se sirvió de soldados y jornaleros irlandeses y mormones. Pero cuando llegaron a las grandes llanuras comenzaron los problemas con los indios. La invasión del «caballo de hierro» trajo miles de colonos, rompiendo así los pactos con las tribus, las cuales comenzaron a hostigar los campamentos de la compañía. A esto se sumó que los tiradores contratados abatían las manadas de búfalos que entorpecían el trazado de la línea. Con ello mataban dos pájaros de un tiro, ya que también dejaban sin alimento a los pobladores de aquellas tierras.

    Desde el oeste, la Central Pacific no lo tuvo menos difícil. Además, les tocó un terreno más abrupto; sobre todo al alcanzar las estribaciones de Sierra Nevada, donde tuvieron que excavar túneles a base de explosivos. Estos dieron buena cuenta de un gran número de jornaleros chinos, que fue la mano de obra de la que se valió la compañía para llevar a cabo su oneroso cometido. Y es que los chinos, a pesar de su endeble aspecto, eran más duros que los blancos y estaban acostumbrados a los pesados trabajos en las minas; y lo mejor de todo, trabajaban por una miseria. Fueron las cuadrillas chinas las que lograron el récord de colocar dieciséis kilómetros de raíles en un solo día.

    Mientras pensaba en todo aquello, y en lo poco que sabían los lugareños de Silver City sobre los pactos de la Central Pacific con otras empresas ferroviarias, y la oscura maniobra de absorción de la Southern llevada a cabo el año pasado, Carson dio un sorbo lento a la taza de café y metió en ella todas las reflexiones. Solo una quedó flotando sobre el pequeño y humeante charco negro, y fue lo concerniente al viaje que el Transcontinental Express efectuó en 1876, cubriendo la distancia de Nueva York a San Francisco en poco más de ochenta horas; un récord ya superado después de una década. Lo que solo unos pocos años antes hubiera sido un arriesgado viaje de meses, ahora se hacía en unas pocas horas. Y, desde luego, no cabía duda sobre el florecimiento de las actividades comerciales en todo el territorio americano, en especial en aquellas localidades que se habían visto beneficiadas de forma directa por el trazado del ferrocarril. No era de extrañar, pues, toda aquella oleada de exaltación a la que ahora se enfrentaba a causa de la posible expansión de la línea ferroviaria, tan necesitada allí a causa de la prospección minera. Durante veinte años, toneladas de mineral, en especial plata y oro, extraído de cientos de minas y procesado en una docena de fábricas, cubría de forma infatigable los casi cincuenta kilómetros que las separaba del ferrocarril. La gente y los mineros se decían, que si su homónimo en Nuevo México había conseguido recientemente que la línea sur de Arizona los conectara con la ciudad con Santa Fe, con próximas extensiones a El Paso y Tucson, ellos también podían conseguirlo gracias al volumen de las extracciones. Lo que no sabían los de aquí, era que los de allí contaban con George Herast, un magnate de los negocios y recién cesado senador, cuya gran fundición y volumen de mineral procesado hacía que cualquier milagro fuera posible.

    En todo caso, los rumores sobre cualquiera de las formas de enriquecimiento corrían rápido en aquellas tierras, y lo peor estaría al llegar en forma de especuladores y gente de mala ralea; la ciudad crecería, y lo que ahora era una docena de calles venidas a menos, se convertiría en un nido de problemas. Para los dueños de las explotaciones, el visible agotamiento de las vetas deseaban compensarlo con un mayor radio de acción, y para eso necesitaban que la línea de ferrocarril llegara más cerca de la minas, aunque fuera uno de vía estrecha con el fin de abaratar los costos. De lo contrario, el final de la ciudad tendría lugar en un plazo no muy largo, ya que desde hacía cinco años la población descendía a un ritmo alarmante. Lo que antaño fueron casi cinco mil almas, hoy día no pasaban de dos mil. Para Bill Carson era suficiente, pues llevaba años desgastándose como sheriff de aquella ciudad minera en las montañas Owyhee, en el territorio de Idaho.

    Otro rumor llegaba ahora desde la calle Washington, dando vida a la negra premonición de Bill Carson, la cual iba a cumplirse antes de lo previsto y se vería acuñada de forma sorprendente, al punto de ver aquello como un presagio de futuros e inmediatos incidentes. A través de la ventana vio llegar al sobrio individuo montado en su caballo, rodeado de un grupo de niños y curiosos. Tras él, de una cuerda atada a la montura, un famélico individuo se arrastraba, más que andaba, tirado por la soga que asía sus manos maniatadas. Cuando estuvo más cerca de aquel desgraciado, se percató que se trataba de un chino. Lo primero que le vino a la cabeza fue que el tipo era alguno de los capataces de las minas, y el otro, uno de los muchos orientales que trabajaban en ellas. Como en cualquier estado americano, el color de la piel era un asunto a tratar en Silver City. Y cuanto más se empeñaba una raza en no ser asimilada por los colonizadores, más odio generaba en ellos. Esto ocurría con los chinos, cuyas antiquísimas costumbres y carácter los hacía hombres muy peculiares y raros. Las rencillas eran el pan de cada día, y la creciente mortandad se había saldado con la creación de un cementerio exclusivo para ellos. Así debía ser, puesto que los blancos no querían ver extrañas lápidas junto a las de sus seres desaparecidos.

    Carson apuró el café, ajustó en su pecho la oronda insignia de los alguaciles, enfundó el colt 45 en la canana de su cinturón y salió al encuentro del recién llegado sin cerrar la puerta a sus espaldas. A su izquierda, calle abajo, las figuras de Jeremías y Frank Pope, los otros dos ayudantes, venían a paso ligero.

    —¿Qué tal sheriff? —saludó desde su montura el recién llegado, al mismo tiempo que tocaba con su diestra el ala de su polvoriento sombrero.

    Carson lo saludó con cara de pocos amigos mientras echaba una ojeada al preso.

    —¿Quién es? —preguntó Pope, recién llegado.

    —Un maldito chino de la Central.

    —¿De la Central? —repitió.

    —¿Qué ha hecho? —Esta vez la pregunta la hizo Jeremías. Los oídos de los congregados se abrieron de par en par.

    —Que sea un fugitivo de la justicia no lo exime de un juicio y un trato justo —los ojos duros de Carson mostraron el desprecio por el trato que el cazarrecompensas dispensaba a su preso.

    —No se deje engañar, sheriff, este amarillo apaleó a tres funcionarios del ferrocarril en Sacramento —dijo el mercenario sin inmutarse, poco antes de desmontar y anudar la rienda en el travesaño. Acto seguido, se encaró a Carson—. Me llamo John Gillespie, y trabajo para la Central Pacific.

    —Bill Carson. Y estos son mis ayudantes, Frank y Jeremías. ¿Por qué lo trae aquí y no lo devuelve a quien lo contrató?

    —No hace falta. El amarillo está en fuga y captura desde hace meses —Gillespie extrajo un arrugado cartel de uno de las bolsas de la montura—. Vea, todo está en regla. La compañía denunció oficialmente la agresión y la suma ofrecida por su captura es de dominio público.

    —No ha contestado a mi pregunta.

    —Era el puesto más cercano. Encontré al chino a menos de una jornada de aquí, al norte del valle, cerca de las viejas casas abandonadas de los mineros.

    Los comentarios y cuchicheos corrieron entonces como la pólvora entre el cada vez más numeroso grupo de vecinos. Pope y Jeremías se miraron.

    —Entremos —ordenó Carson—. Vosotros dos, meted al preso entre rejas y dadle un poco de agua.

    Los dos ayudantes levantaron al chino, aflojaron las cuerdas de sus muñecas ensangrentadas y lo arrastraron hasta la oficina.

    —¿Qué es lo que ocurre, sheriff? —preguntó un suspicaz Gillespie.

    —Entremos —repitió Carson—. ¡Se acabó la función! ¡Mejor volved a vuestros quehaceres! —conminó a la muchedumbre.

    —¿Es el asesino? —preguntó uno entre muchos.

    —Todavía es pronto para sacar tales conclusiones, ¿no es así? Por lo que sé, tan solo se trata un pobre trabajador del ferrocarril que hirió a alguno de sus capataces. Y no me extraña, sabiendo cómo trata la compañía a estos pobres desgraciados.

    A través de una dura mirada al alguacil, Gillespie mostró su reprobación por aquel comentario. De todos los pueblos del territorio de Idaho, le había tocado un estúpido defensor de los derechos civiles, uno de esos que abanderaban la tonta proclama de Lincoln, meditó.

    Pope y Jeremías flanquearon a Carson, rifles en mano.

    —¡Queremos saber si es el culpable de la muerte de Frank!

    —¡Estamos en nuestro derecho! —gritó otra voz anónima.

    —¡Y lo sabréis en cuanto lo sepa! ¡Pero no levantemos el granero por el tejado! ¡Ahora, id a vuestras ocupaciones!

    Los tres hombres adoptaron una actitud más amenazadora y el gentío comenzó a disolverse a regañadientes. Antes de entrar, Carson llevó su mirada hacia las montañas y se lamentó del día que lo aguardaba.

    —Pope, acércate a casa de Lippincott y dile que tenemos un preso que requiere su atención —ordenó Carson al más inteligente y maduro de sus ayudantes—. No te entretengas, no quiero que este tipo se nos muera aquí —añadió—. Y tú, Jeremías, vigila afuera.

    Gillespie miró el recipiente de café sobre la mesa y después al sheriff.

    —Adelante, sírvase —ofreció el alguacil con desgana.

    —Gracias —la taza de Carson se llenó de nuevo hasta el borde—. Y no tema, ese amarillo del demonio es más duro de lo que parece.

    —Debe serlo si ha cruzado dos estados y ha eludido a blancos e indios —la mirada de Carson viajó entre los barrotes hasta la menuda y ensangrentada figura recostada en el camastro. Después la llevó hasta el cazarrecompensas.

    —Lo he traído vivo, ¿no? —Gillespie entrecerró los ojos al beber, deleitándose.

    —Porque la recompensa es mayor. Quinientos dólares y un suplemento de doscientos, si es apresado con vida. No está nada mal por un simple chino.

    —La Central tiene que dar buen ejemplo —dijo Gillespie al tomar asiento frente a la mesa del alguacil.

    —Si es tan importante el asunto, debería tener aquí un cartel —puntualizó Carson, señalando los que había en la pared a su espalda.

    —Ya no hay muchos, Todo cambia —pareció lamentarse el cazarrecompensas—. Los tiempos de Jesse James y de Butch Cassidy han quedado atrás. Gente como Wyatt Earp y Dan Tucker están terminando de limpiar el corral —Carson no cogió el chiste, y Gillespie fijó entonces su atención en el cartel de Wesley Hardin, considerado por aquel entonces como el pistolero más rápido—. De todas formas, no le hubiera servido de mucho; todos los chinos tienen la misma cara —añadió con una sonrisa.

    —No me gustan los mercenarios que amparándose en la ley se exceden en su cometido. Ese hombre, sea chino o no, es un ser humano y no merece un trato como el que usted le ha dado. Está medio muerto, no hay más que verlo. Y no me gusta usted, Gillespie.

    —No tenemos por qué gustarnos, sheriff. Basta con que cada uno cumpla con su parte del trabajo. Yo ya he hecho el mío; ahora le toca a usted firmar el recibo para que pueda cobrar mi paga. Y le aseguro, créame, que me la he ganado —los profundos ojos claros del cazador de hombres se posaron indiferentes en Carson— Y ahora, ¿por qué no me cuenta a qué ha venido todo ese lío de ahí afuera?

    Bill Carson estudió a su interlocutor. Odiaba a los tipos como él, tan fanfarrones como orgullosos y racistas. Siempre solían ser los más violentos y crueles. Pero, si los rumores se extendían, era mucho más sensato tenerlo como aliado. Todo sería más peligroso si el forastero creía divertido añadir más leña al fuego, alimentando la sed de venganza de los vecinos.

    —Hace un par de días encontramos en su granja el cuerpo sin vida del viejo Alvarado, al norte del Silver City, no muy lejos de donde usted ha capturado a su hombre.

    —Al venir flanqueé una granja solitaria al este, a poco más de dos kilómetros del camino.

    —La misma.

    —¿Creen que lo pudo hacer el amarillo?

    —No corra tanto, amigo. Sé por dónde va. No hay nada que se pueda demostrar al respecto, así que no espere que se suba el montante de la captura.

    —No me malinterprete, Carson; ¿puedo? —Gillespie alzó la taza vacía.

    —Sírvase el que guste.

    —Mire, que no le caiga bien no quiere decir que no sea un profesional como usted. Quiero estar al tanto de todo aquello que tenga que ver con mi persona, ¿entiende? No me gustan las sorpresas, sobre todo cuando yo estoy por el medio.

    El alguacil permaneció en silencio mientras tanteó la situación. Pronto llegaría Cooper, el juez de paz, y no tendrían ocasión de hablar. Pensó que sería mucho mejor tener de su parte al cazarrecompensas.

    Gillespie se impacientaba, el preso tosió sin fuerzas, y Carson cogió el toro por los cuernos.

    —Reconozco que es una coincidencia, pero no creo que este sujeto sea el asesino. Usted, Gillespie, lo debe conocer algo mejor.

    Ahora fue Carson quien sacó del armarito a sus espaldas una nueva taza y llenó ambas.

    —El hambre y la necesidad a veces enajenan a un hombre. No sabría decirle. Para su talla, es un amarillo bastante fuerte; me lo ha demostrado sobradamente.

    —No es el caso. Al viejo y tozudo Alvarado lo hubiera abatido con facilidad cualquiera. Pero el crimen… —Carson quedó algo traspuesto al evocarlo—. Verá, Gillespie, el granjero estaba casi desangrado, y parte de su sangre tintaba las paredes de la casa. Y lo peor es que con ella habían dibujado una estrella de cinco puntas rodeada con un círculo, en medio del cual estaba el cuerpo del viejo —el alguacil rozó su insignia con la yema de los dedos.

    —¿Y el móvil? Parece una venganza, o cosa de indios.

    —Nadie tenía asuntos pendientes con el viejo; tampoco era alguien adinerado. De todas formas, no hubo indicios de hurto; ni siquiera de comida —puntualizó mirando al preso—. Y que yo sepa, la captura de Gerónimo hace seis días no ha causado ningún revuelo entre las demás tribus.

    —No sabía lo del apache.

    —Pues ya está al corriente.

    —Es una buena noticia.

    Carson quedó pensativo y siguió frotando la placa. Entonces Gillespie cayó en la cuenta.

    —Una estrella y un círculo. ¡Vaya! Es la insignia de muchos alguaciles. Le habrá dado más de un quebradero de cabeza.

    —No lo dude. Algunos han llegado a pensar que el viejo tenía alguna cuenta que saldar con algún sheriff. Otros, a pesar de la incongruencia, culpan a los indios. Ya sabe, una venganza por lo del apache; aunque la mayoría piensa que se debe a algún turbio asunto con la comunidad china, la cual es aquí muy numerosa a causa de las minas. La situación es muy tensa; y ahora, para agravarlo más, llega usted con este oriental —Carson apuró el café—. Aquí, en Silver City, la gente es tan recelosa en cuestiones de piel como en cualquier otro lugar. No importa que sean negros, cobrizos o amarillos. El temor y el odio hacia los pieles rojas los ha vuelto recelosos y estúpidos.

    —Tiene un problema, Carson.

    —Estas gentes son incapaces de distinguir entre un shoshón, un mescalero o un navajo, y menos aún entre un cherokee, un sioux o un pie negro. Para ellos todos los indios son iguales: salvajes despiadados, crueles y traicioneros, capaces de matar por una gallina, y más aún por un caballo —Carson consultó su reloj. Pope tardaba más de la cuenta.

    —De todas formas, las fechas son coincidentes —reflexionó Gillespie.

    —Eso es lo peor.

    — De una manera u otra, el amarillo tiene los días contados.

    —Creo que tiene usted razón.

    —Puede que el granjero lo descubriera y el amarillo se pusiera nervioso, forcejearan, lo matara, y ante la magnitud del crimen se diera a la fuga, sin más. Y luego pintaría aquello para despistarles.

    —Podría ser una posibilidad; pero merece un juicio justo en el que pueda tener la oportunidad de explicarse y defenderse. Y no solo esto…, hay algo más. Algo que he descubierto y me inquieta, y aleja toda sospecha de este infeliz. Pero no puedo probarlo.

    Unos golpes repiquetearon en el cristal de la ventana. El joven Jeremías hacía señas desde el otro lado. Carson enseguida vio lo que el ayudante le indicaba: una pomposa procesión con Vernon Cooper a la cabeza. Junto a ellos, Pope y el médico.

    —Me temo que hemos de dejar aquí nuestra charla —dijo Carson, firmando el recibo al cazador—. El banco abre a las nueve. Le agradecería, Gillespie, que cobrara su paga y se largara de aquí cuanto antes.

    —¿Quiénes son? —preguntó el cazador, observando a través del sucio cristal.

    —El juez Cooper, y Colligan, del Comité de Vigilancia.

    Gillespie se volvió hacia Carson.

    —Pues me temo que va a tener trabajo —dijo Gillespie sin dejar de mirar a los que se acercaban, cruzando la calle principal de Silver City—. Por cierto, dónde puedo echar un buen trago; y cuando digo «bueno», me refiero a algo digno, y no a las porquerías que le sirven a uno en una gran parte de este maldito territorio.

    —Puede ir al salón de Ian —Carson se separó de la ventana. El grupo estaba ya al otro lado de la puerta—. Y si piensa en algo más, el hotel Águila de Guerra o el Idaho, le quedarán bien.

    —Aquí llegan.

    —Me preocupan más los representantes de la comunidad china. En esta ciudad todo pende de un hilo muy delgado, y que se rompa antes de la cuenta es asunto mío —añadió Bill Carson.

    · · · · · · · · · · · ·

    Mientras examinaba al preso, Lippincott movía su cabeza de un lado a otro, mostrando su desaprobación ante el lamentable estado del oriental. Del otro lado de la estancia todo era igual de desagradable. Allí estaba el juez Cooper y su séquito; a saber: Mortimer, el habilidoso banquero, a la vera del predicador Ascott; Evans, el comerciante, muy ceñido la presidenta en Silver City del Movimiento por la Templanza, la señora Lilith Sanders; y Aidan Colligan, un duro irlandés, cuyo puño de hierro presidía el Comité de Vigilantes. Y por supuesto, Anderson, el altivo e inútil yerno de Cooper.

    Al mirar tan ilustre elenco, entre tanto Gillespie relataba lo suyo, Carson no pudo ocultar su mueca de insatisfacción, que fue cazada al vuelo cuando el cazador desvió la mirada hacia él, mientras hacía un comentario favorable. El yerno de Cooper asintió con la cabeza, y enseguida derivó la atención hacia su esbelto mostacho, al que afiló con esmero. Bill Carson estaba convencido de que si alguna vez caía en mano de los indios, estos despreciarían sus cada vez más escasos cabellos y se llevarían como trofeo su frondoso bigote.

    Terminada la plática, Gillespie se despidió y partió junto a Mortimer con el fin de cobrar los setecientos dólares. Los demás se encararon a Carson.

    —Estamos de enhorabuena —habló primero Ascott, un pastor protestante de ideas tan beligerantes como el propio ejército de la Unión—. Al parecer, la Providencia ha traído la justicia a Silver City.

    Jonathan Ascott se consideraba descendiente de los primeros anglicanos arribados en 1607 al actual estado de Virginia. Se veía a sí mismo como un misionero designado por Dios para llevar la Palabra al territorio de Idaho y luchar contra otros credos, en especial contra el avance de los mormones, desde que su líder, Brigham Young, saliera a cajas destempladas del este a causa de su creencia en la

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