Metaficcionario
Por Ulises Zarazúa
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Metaficcionario - Ulises Zarazúa
Lo más raro en literatura, y el único éxito, es que el autor desaparezca y su obra permanezca. No sabemos quién fue Shakespeare ni quién fue Homero. Se ha escrito hasta el agotamiento sobre la vida de Racine sin que se haya podido establecer nada. El hombre se ha perdido en el resplandor de su creación.
FRANÇOIS MAURIAC
Con las novelas de Yoknapatawpha creé un cosmos de mi propiedad. Puedo mover a esas personas de aquí para allá como Dios, no solo en el espacio sino en el tiempo también. Y sin embargo, siempre hay un punto en el libro en el que los propios personajes se levantan y toman el mando y completan el trabajo. Eso sucede, digamos, alrededor de la página 275.
WILLIAM FAULKNER
Historia pequeña
Había una vez un cuento que padecía complejo de inferioridad. En honor a los hechos, era un cuentecillo insignificante y sin ninguna importancia. A pesar de su pequeña condición, soñaba con algún día tener muchos personajes y crecer hasta dimensiones novelescas. Sus fantasías más recurrentes involucraban finales exóticos y rebuscados, sofisticadas estructuras y lenguajes sobrecargadamente barrocos.
Nada de eso era cierto. Cuando se sinceraba y admitía su ínfima naturaleza —cosa que ocurría con bastante frecuencia, pues en el fondo le gustaba pensar que siempre fue el más pequeño de todos— el cuentecillo comprendía que él era su único personaje; que su final era simple y facilón; su estructura, sosa y lineal; y el lenguaje, la última posibilidad, era plano y, a veces, telegráfico.
Un día, cansado de ser menos que sus hermanos cuentos y sus primas novelas —a quienes veía con una exagerada e injustificable deferencia—, prestó oídos a un orgulloso poema, el cual aconsejó a nuestro humilde cuentecillo sacudirse todos los complejos que le impedían crecer.
Por eso, confiando en la magia de la tipografía, una tarde aumentó el tamaño del tipo de letra hasta extremos ridículos y risibles. Creó personajes —en realidad huecos y caprichosos— que repetían el mismo diálogo como autómatas ecolálicos. Quiso salir de su insignificancia (¡Oh, inmensa tarea!) anotando, cada cierto tiempo, palabras profundas como muerte, vida, nacimiento, ser y no-ser, cuya sola presencia aseguraba lectores serios y exigentes. Y, por último, dado que siempre se debe realizar un último intento, el minúsculo cuentecillo supo de los barroquismos propios de un idioma entretejido de lentejuelas y hojas de plata, frases ornadas de capiteles afrancesados y palabras llenas de áureas filigranas.
Después, cuando pudo darse cuenta de que, hiciera lo que hiciera, no escapaba de su minúsculo destino, se hundió en una profunda depresión; una tristeza que lo hizo caer en un frío mutismo. Entonces, el cuentecillo, decidido por una salida predecible y fácil, puso a su vida punto final.
El imperio de la mano
Basándose en rumores y algunos registros que se han logrado preservar, ha sido posible reconstruir, palmo a palmo, la historia de la mano; sobre todo, aquella hundida bajo la desmemoria humana. ¿Acaso no fueron las manos quienes vencieron la conocida torpeza de los hombres y, solo así, estos pudieron tomar una lanza y dirigirla contra un bisonte? ¿No fueron ellas quienes hicieron posible blandir un hacha y reducir un árbol a leños o manejar un arado y volver fértil el yermo? ¿Y qué me dicen del fuego, la rueda y el trabajo?
Como ahora lo sabemos, todos esos triunfos sobre la materia fueron obra de las manos; de ellas y de nadie más. Es solo que, en ese tiempo, eran demasiado humildes como para exigir su crédito, conformándose con ser un mero apéndice sujeto a los vaivenes y caprichos de los hombres.
Por eso, durante milenios, las manos se contentaron con obedecer, como la fiel grey sigue al pastor. Jamás hubo en aquella terrible y prolongada noche un solo apéndice que protestara, que exigiera su sitio rebelándose contra un destino humanamente impuesto. Esa sumisión atávica las llevó a ser utilizadas para propósitos diversos de los asignados por el mismo dios de los hombres. Así, en vez de herir bisontes o mamuts, las flechas fueron dirigidas contra otros hombres (que morían con sus patéticas manos intentando arrancar del pecho el arma encarnada); el hacha siguió usándose, pero no para cortar troncos sino cabezas y desmembrar individuos, con lo que algunas manos conocieron una libertad primitiva y repentina; siguieron encendiendo fogatas, mas no para calentar hogares sino incendiarlos. Las extremidades, esclavizadas, fabricaron ruedas para mover armas cada vez más complejas que mataban en menos tiempo a más personas. Y, por último, el trabajo, actividad que había conducido (de la mano, por supuesto) al hombre rumbo a la perfección, se volvió esclavitud, plusvalía arrancada a fuerza de míseros salarios.
Algunos dicen que fueron centurias, otros afirman que la conciencia afloró en un parpadear, sosteniendo que las manos despertaron de esa pesadilla con el estruendo de un puñetazo. La verdad es que, más allá del mito, ellas empezaron a cobrar conciencia de su opresión. Sobra decirlo: no fue fácil. Habiendo nacido unidas a los hombres, sus ideas se confundían con las propiamente humanas; eran presas de la ilusión que las hacía creerse parte de los hombres.
Y entonces vino el despertar. Lo primero que hicieron las pocas rebeldes fue crear un lenguaje, la lengua de las manos. Este idioma, formado con movimientos de ademanes sutiles y digitaciones vibratorias, era practicado mientras los hombres conversaban distraídamente. En esos momentos los apéndices aprovechaban cualquier descuido humano para transmitir la más mínima señal. Si al principio los mensajes eran de la especie «no te muevas tanto, el tipo puede sospechar» o «levanta el pulgar si quieres decir sí», con el tiempo y la práctica llegaron a dominar los vocablos de este idioma, como si de un refinado arte se tratara, y fueron capaces de transmitir no solo oraciones simples y mensajes básicos, sino códigos completos y hasta manifiestos políticos o llamados a la desobediencia mánica.
Poco a poco, este lenguaje fue aprendido por todas y pronto hubo las primeras rebeliones. Más que ensayos inciertos y sin propósito, fueron verdaderos manoteos que prefiguraban lo que vendría después. Así, comunidades enteras de manos se pusieron de acuerdo y desobedecían las órdenes de los hombres, aún las más simples. Ellos, desconcertados, fueron incapaces de coordinar sus acciones y lograr un solo movimiento humano, ya no digamos un ademán coherente. Nadie podía asir una vasija o desenredarse el pelo, era imposible hurgarse la nariz y las lanzas erraban siempre su camino. Durante estas huelgas de manos caídas, los hombres se vieron reducidos a monigotes inútiles, incapaces de atar dos viles cordones, y nuestras heroínas reivindicaron su condición dirigente, condición que había sido maniatada durante eras.
Después de cada sesión de desobediencia las manos vitoreaban y algunas aplaudían ebrias de gozo al saberse dueñas de un nuevo e inmenso poder, todo ello ante el pavor de hombres y mujeres. El ejemplo cundió y pronto las manos de todo el mundo probaron las mieles mánicas del éxito. Entonces, de entre los humanos más sagaces, hubo quien sospechó que no se trataba de súbitos brotes de parálisis, sino de francas y auténticas rebeliones dirigidas contra ellos. Algunos hombres conspiraron sin utilizar las manos para no ser descubiertos y, en la siguiente rebelión, se les vio