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Cuando todo se calme
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Libro electrónico165 páginas2 horas

Cuando todo se calme

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Un libro de historias "En el momento perfecto"

La vida previsible de Glenn Holloway terminó el día que le confesó a su familia que era homosexual. Como si eso no fuera suficiente, le echó sal a la herida al alejarse del rancho en el que había crecido para abrir el restaurante con el que siempre había soñado. Sin el apoyo de su padre y su hermano, y demasiado orgulloso para aceptar la ayuda de cualquier otra persona, tuvo que empezar de cero. Con el tiempo, todo salió bien: Glenn estableció con éxito un negocio sólido, creó un nuevo hogar y se forjó una vida de la que podía estar orgulloso.

A pesar de su éxito, el distanciamiento de los Holloway sigue siendo una herida que no logra sanar del todo, y una llamada pidiendo ayuda se convierte en la peor pesadilla de Glenn. Atado a una promesa, Glenn vuelve a sus orígenes para lidiar con Rand Holloway y encontrándose cara a cara con Mac Gentry, un hombre demasiado atractivo para el propio bien de Glenn. Todo esto podría conducir al desastre, por la débil reconexión con su familia y por el deseo que no sabía que albergaba en su corazón.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 nov 2019
ISBN9781644055601
Cuando todo se calme
Autor

Mary Calmes

Mary Calmes believes in romance, happily ever afters, and the faith it takes for her characters to get there. She bleeds coffee, thinks chocolate should be its own food group, and currently lives in Kentucky with a five-pound furry ninja that protects her from baby birds, spiders, and the neighbor’s dogs. To stay up to date on her ponderings and pandemonium (as well as the adventures of the ninja), follow her on Twitter @MaryCalmes, connect with her on Facebook, and subscribe to her Mary’s Mob newsletter.

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    Vista previa del libro

    Cuando todo se calme - Mary Calmes

    Tabla de contenidos

    Sinopsis

    Dedicatoria

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

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    Biografía

    De Mary Calmes

    Visite Dreamspinner Press

    Página de copyright

    Cuando todo se calme

    De Mary Calmes

    Un libro de historias En el momento perfecto

    La vida previsible de Glenn Holloway terminó el día que le confesó a su familia que era homosexual. Como si eso no fuera suficiente, le echó sal a la herida al alejarse del rancho en el que había crecido para abrir el restaurante con el que siempre había soñado. Sin el apoyo de su padre y su hermano, y demasiado orgulloso para aceptar la ayuda de cualquier otra persona, tuvo que empezar de cero. Con el tiempo, todo salió bien: Glenn estableció con éxito un negocio sólido, creó un nuevo hogar y se forjó una vida de la que podía estar orgulloso.

    A pesar de su éxito, el distanciamiento de los Holloway sigue siendo una herida que no logra sanar del todo, y una llamada pidiendo ayuda se convierte en la peor pesadilla de Glenn. Atado a una promesa, Glenn vuelve a sus orígenes para lidiar con Rand Holloway y encontrándose cara a cara con Mac Gentry, un hombre demasiado atractivo para el propio bien de Glenn. Todo esto podría conducir al desastre, por la débil reconexión con su familia y por el deseo que no sabía que albergaba en su corazón.

    Como siempre,

    gracias a Lynn y a Poppy

    por hacer que las cosas estén en orden.

    Capítulo 1

    —AHÍ, JEFE, gira a la izquierda.

    Giré siguiendo las instrucciones y las otras cinco personas que iban en la camioneta conmigo —tres en el asiento trasero y dos en el delantero— gritaron al unísono que era la casa de la derecha.

    Había un montón de luces encendidas y ropa, y animales de peluche esparcidos por todo el césped.

    Mierda.

    Me bajé y escuché la puerta del pasajero abrirse, así como movimientos en la parte trasera de la camioneta.

    —No —vociferé, dándome la vuelta para mirar fijamente al interior y a la parte de atrás de la camioneta mientras cerraba la puerta de golpe.

    Cinco pares de ojos, entre los dieciocho y los veintidós años, se clavaron en mí. Una cuarta parte de mi personal había insistido en ir conmigo, me engatusaron, y después se negaron a abandonar mi camioneta cuando me fui a recoger a Josie Barnes. El resto, los que eran lo suficientemente mayores para darse cuenta de que no podían dejar el restaurante durante el ajetreo de la cena, se quedaron allí, cuidando el lugar que se había convertido en un hogar para todos nosotros, no solo para mí.

    —Que todo el mundo se quede en la camioneta —ordené desde donde me encontraba en la calle—. No quiero que ninguno salga herido.

    —Pero jefe, su padre y su hermano están ahí. Tenemos que ir contigo —insistió Andy Tribble, uno de mis camareros—. No has traído como refuerzo.

    —Kevin estará aquí en un momento —le expliqué rápidamente—. Iba justo detrás de nosotros; él entrará conmigo.

    —Sí, pero… —comenzó a argumentar Shawnee Clark.

    —¡No! —grité, y luego los señalé a todos con un movimiento de la mano—. Cualquiera que salga de esta camioneta será despedido, ¿queda claro?

    —Pero fui yo el que contestó al teléfono cuando ella llamó —intervino Danny LaRue—. Debería entrar, porque le dije que iba a venir.

    Elevé una rápida oración para darme fuerzas.

    —¿Cuáles fueron sus palabras exactas, Danny? —Silencio—. No podemos perder tiempo.

    Tosió.

    —Dijo que ya que tú seguías de pesca que…

    —Ya que yo seguía de pesca. —Repetí—. Lo que quiere decir que, si yo estuviera, es a mí a quien querría, ¿verdad? —Nada—. ¿D?

    Resopló enfurruñado.

    —Sí.

    —Bien.

    Cuando me miró, tenía el ceño fruncido.

    —No debes entrar solo.

    Todos asintieron de inmediato en apoyo a su declaración.

    Sabía por qué. Lo sabía. Me necesitaban. Yo era el jefe; era mi negocio, nuestro restaurante, El Bronco. Lo había levantado de la nada y todos se habían refugiado allí conmigo de una forma u otra. Yo era el pegamento. Sin mí, si algo me pasara…, todos estarían a la deriva, lo que para unos pocos sería una experiencia totalmente nueva —aún eran demasiado jóvenes para haber vivido completamente solos—, pero para los otros significaría encontrarse sin ancla una vez más.

    Así pues, comprendí que a pesar de que sentían miedo por mí, también lo sentían por ellos mismos, un miedo real y tangible, de ninguna manera egoísta. Ninguno de ellos quería que corriera peligro.

    —Que nadie se mueva, joder —ladré, aquellas fueron mis últimas palabras al respecto.

    Hubo un montón de asentimientos y todos se quedaron donde estaban. Sin embargo, sabía que no era la amenaza lo que los mantenía en sus asientos, sino la expresión de mi cara. Estaba muy serio.

    Estaba casi en el porche cuando la puerta mosquitera se abrió de golpe y el hermano de Josie, al que ella llamaba simplemente Bubba, de unos veinte años, salió en estampida agarrando con fuerza una guitarra eléctrica. Como sabía que no era suya, desde nuestra fiesta de Navidad ocho meses antes, lo sorprendí y se la quité de la mano.

    —¿Qué diablos? —gruñó él, intentando alcanzarme mientras le ponía dos dedos en la clavícula para mantenerlo inmóvil.

    —Retrocede —bramé, y luego manteniendo mis ojos en él, grité—: ¡Kev, ven aquí!

    Mi jefe de barra, Kevin Ruiz, era un poco más alto que yo, rondando el metro noventa, y tenía el doble de musculatura. Había seguido a mi camioneta en su Chevy Avalanche, que eclipsaba a mi antigua Dodge. Lo había oído detenerse mientras cruzaba el patio.

    —Será mejor que salgas de nuestro porche antes de que llame a la policía —me amenazó Bubba.

    No me moví, solo le tendí el instrumento a Kevin hasta que él se acercó a mí por detrás y lo cogió.

    —Busca el amplificador —indiqué.

    —Sí, jefe.

    —¿Quién demonios crees…?

    —Cállate —advertí, chocando fuerte contra él al pasar a su lado, subiendo los escalones del porche para entrar en la casa.

    —¿Qué coño estás haciendo? —gritó, atrapándome cuando me dirigía a la sala de estar.

    El horrible panorama que se abrió ante mí provocó que un escalofrío me recorriera la espalda, a la vez que sentí cómo mi estómago se revolvía. El deseo de dar la vuelta y agujerear la pared de un puñetazo, cualquier pared, era casi abrumador.

    Josie Barnes, nacida Joseph William Barnes —algo que sabía porque cuando la contraté, tuvimos que hacer el papeleo juntos—, estaba en el suelo a los pies de su padre. El señor Barnes tenía una maquinilla en la mano y el pelo de Josie, que le había caído hasta la mitad de la espalda en espesas capas de color castaño, ahora estaba de punta con feos mechones desiguales y zonas rapadas hasta el cuero cabelludo. Llevaba el rostro sin el sencillo maquillaje que usaba normalmente, las pecas que salpicaban sus mejillas destacaban en contraste con su piel pálida. Ella estaba allí sentada desnuda, las bragas y el sujetador en el suelo, manteniendo las piernas cerradas con fuerza y las manos aferradas al pecho.

    Me encolericé.

    Entré en tromba en la habitación, agarré del cuello al señor Barnes con una mano y con la otra la maquinilla. Me abalancé contra él con tanto ímpetu que cayó sobre el sofá, me volví y lancé la maquinilla contra la pared tan fuerte como me fue posible. Explotó en una lluvia de plástico y metal.

    —Oh, Dios mío, ¿quién es este hombre? —chilló la madre de Josie, Miranda, que estaba junto a la chimenea abrazando una biblia.

    —Soy su jefe —solté con un bramido a la mujer cuyo nombre solo conocía porque aparecía en el formulario de contacto de emergencia en mi oficina. Apostaba a que reemplazaríamos su nombre antes de terminar el día.

    Todos los hombres Holloway éramos grandes y fuertes; esa era nuestra constitución, así de simple. También teníamos pelo negro y mandíbulas cuadradas; éramos musculosos, obstinados y toscos. Y aunque yo era el más pequeño de la familia con diferencia, tenía el mismo mal genio y era igual de escandaloso. No había venido a debatir con nadie. Yo sabía perfectamente cuáles eran los hechos. Así que cuando rugí desde el diafragma, ella retrocedió, se deslizó a un lado y se pegó a la pared.

    —Sabes que es un chico, ¿no es así, gilipollas? —escupió el señor Barnes mientras se ponía de pie de forma vacilante.

    —No veo a ningún chico —contesté con franqueza, y de pronto noté una mano en mi pantorrilla. Al bajar la mirada, vi a Josie temblando.

    Solo podía imaginar lo que se veía en mis ojos cuando me volví hacia la señora Barnes.

    —Deme una manta, señora. Sacaré a su hija de aquí y nunca más la molestará.

    Mi acento, no muy pronunciado en condiciones normales, era realmente marcado cuando estaba furioso.

    —Sé quién eres —gruñó el señor Barnes, alejándose un paso de mí—. Eres el jefe de Joey, ese maricón que dirige El Bronco, donde él trabaja.

    No sabía que era gay. Soltó ese «maricón» por si acaso, como si me importara.

    —Sí, señor, ese soy yo.

    —Entonces, ¿vas a llevártelo a casa y tirártelo?

    La bilis subió por mi garganta. Era la hija de ese hombre, a quien él había llevado en brazos cuando era un bebé, con la que había jugado, a la que había cogido de la mano…. Desafiaba toda comprensión y compasión humana.

    —En realidad, no, señor —respondí con voz ronca, con un tono tan profundo y furioso como me sentía—. Josie es una chica. Yo solo follo con chicos.

    Me atacó, pero lo tiré al suelo. La señora Barnes gritó cuando arrojé a Bubba encima de su marido un momento después. Que un paleto o dos me lanzaran puñetazos me resbalaba. Me había criado en un rancho; había montado caballos, arreado ganado y luchado con cualquiera que quisiera pelear conmigo desde que era un niño. Comparado con el fofo padre de Josie y el flacucho de su hermano, yo era un dios.

    Agarré la manta que su madre me lanzó desde el sofá, me incliné, envolví a Josie con ella y la levanté en brazos. Los sollozos desesperados y dolidos comenzaron de inmediato.

    —¿Hay algo en esta casa que necesites? Dímelo ahora, porque no vas a volver.

    Ella suspiró.

    —¡Él-éel-él me ha roto la guitarra! No puedo…

    —No —la tranquilicé, dándome la vuelta y dirigiéndome hacia la puerta—. He cogido la guitarra; está bien. La tiene Kevin. ¿Dónde está el amplificador?

    Su expresión pasó de devastada a llena de luz y esperanza en un segundo, aunque su cara seguía inundada de lágrimas.

    —¿Has salvado mi guitarra?

    —Claro que he salvado tu maldita guitarra —refunfuñé, frunciendo el ceño—. ¿Dónde está el estuche?

    Ella lo señaló.

    —Ahí mismo, junto a la puerta.

    —¿Y el amplificador?

    —En el trabajo. Nunca lo traigo a casa.

    Resoplé.

    Kevin estaba fuera, en el porche, y cuando abrí la mosquitera dejé a Josie en sus brazos y cogí el estuche a tiempo de ver al señor Barnes, colorado y sudoroso, acercándose a mí con un bate de béisbol.

    —Reconsidérelo, viejo —le advertí—. Le daré de comer ese

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