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Las Súplicas De Marino
Las Súplicas De Marino
Las Súplicas De Marino
Libro electrónico660 páginas11 horas

Las Súplicas De Marino

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Marino, el personaje central del libro, naci y se cre al amparo de una familia campesina, y en una comunidad rural de su pas. Como todo ser humano, naci sexuado, naci con instintos sexuales.
Muy temprano, a la edad de doce aos, siente una poderosa e instintiva atraccin por las personas de su propio sexo. Empieza a tener y vivir aventuras homosexuales que luego lo llevarn a entender sus preferencias sexuales reales. A pesar de ello, su familia lo acepta tal como es; por eso no sufre tanto por ese dilema: heterosexual u homosexual. El problema aparece, cuando, despus de graduarse como educador, llega a una comunidad intolerante a desempearse como maestro. All, cuando los miembros del poblado se dan cuenta de su preferencia sexual, le hacen la vida imposible. Lo denuncian en los Tribunales de Justicia por medio del complot, la calumnia y la conspiracin. Vive en los juzgados un Proceso Sui Generis y, al margen de la Ley, es condenado y enviado a prisin.
Luego, cosa que no hacen los juzgados, a travs de la investigacin, logra comprobar su inocencia y sale libre del penal al que le haban enviado. En esos descargos de culpa, pide y suplica a los diferentes poderes del Estado ; actuar con neutralidad, con la verdad en la mano y sin corrupcin. Hace pagar al Estado los errores de sus funcionarios y, aunque ya le haban destruido su vida, su profesin, su familia y realizacin personal; logra recuperarse relativamente.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento14 feb 2013
ISBN9781463345815
Las Súplicas De Marino
Autor

Juan M. Castro

Juan M. Castro nació en Costa Rica, provincia de Guanacaste. Creció en Palmares, Alajuela y cursó la Educación Primaria en la Escuela Joaquín L. Sancho. Fue Bachiller de Honor del Colegio Nocturno de San Ramón, donde terminó la Educación Secundaria. Es Bachiller y Licenciado en Sociología (U.C.R. – 1978 y 1980); Diplomado en Ciencias de la Educación y Licenciado en Ciencias de la Educación con Enfasis en Administración Educativa (U.N.E.D. – 1989 y 1994). Además, tiene una Maestría en Lingüística y Español que obtuvo en Colombia. Con esta novela de denuncia social y en lenguaje popular, Las súplicas de Marino, está iniciándose en el mundo de las letras y la literatura.

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    Las Súplicas De Marino - Juan M. Castro

    Copyright © 2013 por Juan M. Castro.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012920781

    ISBN:   Tapa Blanda             978-1-4633-4582-2

                 Libro Electrónico     978-1-4633-4581-5

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 15/01/2016

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    CONTENTS

    PREÁMBULO

    PRIMERA PARTE

    El Bautismo

    Poza Honda

    SEGUNDA PARTE

    Los Rosarios De Navidad

    El Colegio Nocturno

    Tengo Un Problema Que Me Tiene Inquieto

    Los Examenes Por Suficiencia

    Un Paseo A La Playa Mata De Limon

    La Graduacion

    La Excursion A Playa Samara

    TERCERA PARTE

    La Universidad

    El Viaje A Jacó

    Un Año Nuevo En Canjel

    Cesar

    Un Lirio Cayo Del Cielo

    Lunita De Miel

    Me Dieron Una Plaza Vacante

    El Cumpleaños Y Las Bodas De Plata

    CUARTA PARTE

    La Escuela De Cedros

    El Verano Del Noventa Y Cinco

    El Telegrama

    Proceso Sui Generis

    QUINTA PARTE

    El Divino Redentor

    La Noticia

    La Investigacion

    Les Suplico: Detenganlos En Su Delirio

    Volvamos A Moctezuma

    Glosario

    Dedico esta obra a todas aquellas personas

    que por tener una preferencia sexual diferente

    a la de la mayoría, han sido maltratadas, rechazadas,

    perseguidas y marginadas.

    PREÁMBULO

    "LA VERDAD ES DURA COMO UN DIAMANTE

    Y DELICADA COMO UNA FLOR".

    Gandhi.

    Y la verdad nos hará libres, y nos hará hombres, y nos hará sentir mejor emocionalmente. Y nos hará caminar libres, y con la frente en alto, y descansaremos después de decir la verdad. Y volaremos, como aves, hacia el infinito… donde está la verdad.

    Y desecharemos mitos y estereotipos y doctrinas y postulados y borraremos el pasado, y recogeremos los valores personales de nuevo y venceremos en el futuro.

    Y sabremos que "el concepto de género está sometido a manipulaciones sociales. Una convención impuesta. No asociada a factores biológicos. Nacer hombre o mujer no supone implicaciones de comportamiento irreversibles. Nos comportamos como tales por educación.

    Los roles sexuales se aprenden en función de los hábitos culturales. No son innatos. Las mujeres no son hembras porque lleven tacones. Los hombres no son machos por llevar corbata" (Etxebarria, España). Y existe, a lo sumo, la predisposición genética (y aún en investigación) que conduce a satisfacer la líbido sexual de distintas maneras, a como el ser humano lo quiera, y a…

    PRIMERA PARTE

    EL BAUTISMO

    Y Adán y Dulcelina viajaron la tercera vez a Puntarenas, porque tenían que bautizar a Marino. Venían de Moctezuma, un caserío de la Península de Nicoya. Pasaron esa noche en el Puerto de Puntarenas y allí observaron, y sintieron, y vivieron de todo, y…

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    Ese día, al emprender el viaje, ellos sabían que al cruzar el Golfo de Nicoya, amplio y profundo, estaban la provincia de Puntarenas, la capital del país en la Meseta Central, y la ciudad, y la ciencia, y la cultura, y… Aquí, a este lado del golfo, estaban los secretos y creencias de la Madre Tierra. Un poco más allá de la cabecera de la provincia de Puntarenas, a unos sesenta kilómetros, se ubicaba el cantón de San Ramón. Adán y Dulcelina eran oriundos de ese lugar. Desde que llegaron a Moctezuma con sus padres, habían vivido allí. Y, cerca de la costa, terminaron de crecer y vivieron su adolescencia y alcanzaron la juventud temprana y se casaron y procrearon. Habían transcurrido quince años entonces.

    En aquel momento, tomaron el barco rudimentario que les trasladó al Puerto de Puntarenas. Habían escrito una carta a un amigo de San Ramón para que se desplazara al Puerto de Puntarenas, pues querían que llevara a bautizar a Marino. Dulcelina venía feliz en la embarcación porque, al fin su hijo sería cristiano, al fin vería de nuevo la ciudad que recorrió quince años atrás, al fin compraría algunos vestidos nuevos, y algún librito de pintar para cuando Marino creciera, y unos trastos de cocina, y… Feliz porque, con la venta de huevos y gallinas al vecindario, había ahorrado algún dinero para darle a Adán una sorpresa en Navidad. Le compraría —pensó en el viaje— un reloj de esos que se usan en la muñeca de la mano, algo desconocido en el campo. En su monólogo se dijo: Adán se merece eso y más, aunque sea caro. Adán ha trabajado toda su vida a cambio de nada. Ahorró dinero, y contrajo nupcias, y tuvo un hijo, y una abra de cien hectáreas y sólo tiene dos vestidos —pantalón y camisa—para salir los domingos y días feriados. Todo el dinero de las cosechas ha sido para mejorar el rancho, y el hato lechero, y la familia, y en dos palabras: la situación familiar.

    Mientras, en la lancha, Marino sólo abría la boca para amamantarse. Dormía con sosiego, gozaba de buena salud. Adán, en el barco, habló con los suyos: campesinos por naturaleza que sabían muy bien —sin ser matemáticos ni economistas— cuántos sacos de arroz o de frijoles producía una cajuela de esos granos sembrados en tierra fértil; eran veterinarios sin título que conocían de los hatos lecheros, la pesca y la cacería. Ellos tenían la firme esperanza en un mundo mejor para todos. Hablaron de cuándo la Carretera Interamericana tendría ramales, aunque fueran de lastre, y llegasen a sus fincas; de cuándo podrían comprar una canoa nueva para el cabotaje; de tener un casa con madera aserrada; de comprar una montura nueva para el mejor de sus caballos; o una silla de montar de las que vendían en el Puerto de Puntarenas. Y Marino no sabía nada. Y Marino estaba en pañales. Y Marino iba creciendo.

    La lancha llegó al Puerto de Puntarenas, después de navegar cuatro horas. Los pasajeros bajaron entre asustados y somnolientos, y cada quien se dirigió a su cometido, después de husmear en diferentes sitios el fuerte olor a pescado. Así, Adán y Dulcelina desfilaron por el bullicio.

    38328.png

    —Lleve, lleve el marañón. Hay rojos y amarillos.

    —Son de Miramar —gritaba un chiquillo panzón, junto a su hermano.

    —Arrímese, arrímese. Aquí tengo lo que busca —decía un señor con baratijas.

    Adán y Dulcelina caminaron despacio, uno detrás del otro, al borde del Océano Pacífico, desde el rústico atracadero de embarcaciones, hasta el paseo Los Baños.

    —LLeve, lleve, lleve los pasaos. Están rete maduros —gritaba un morena descalza.

    —Aquí chucheca barata. ¿Qué le vendo, qué le envuelvo? —preguntaba un mozo trigueño, desde su carretón.

    —Tome, tome, señora, una imagen de la Santísima Trinidad. Compre, compre sus santos baratos —decía una anciana, detrás de su puesto.

    —¿Quién quiere pipas? Frescas y con mucha agua — gritaba otro vendedor.

    —Fresco, fresco el camarón. Cómalo, cómalo —gritaba una mestiza, con una gran palangana que colgaba de su cintura.

    —Sonvenires, sonvenires hechos en el Puerto de la Punta —decía un muchacho flacucho.

    —Monturas y aperos para su ruco. Son de puro cuero. Venga y le hago una rebaja —expresaba un empleado de una tienda esquinera.

    Allí en las aceras de los cuadrantes, se vendían todo tipo de artículos y baratijas. El ambiente que encontraron Dulcelina y Adán ese día en Puntarenas, era el incipiente comercio callejero de la década de los setenta. Caminaron por el bulevar, por las calles de piedra, hacia el Muelle de Puntarenas.

    Tranquilo y sudoroso, el Puerto daba un clamor campesino. Humilde, esperó el paso del tiempo para convertirse, en el futuro, en una ciudad turística y sucia por el descuido de comerciantes y compradores, intranquila, y con mucha densidad de población. Finalmente, con cientos de jóvenes que deambulan por las calles sin trabajo, sin estudio, con vicios, sin futuro y sin los apellidos del padre. Muchos de ellos chicheros y vagabundos que hurtan y viven a expensas de la calle. Esa segunda vez que Adán y Dulcelina visitaron el Puerto, todavía no había llegado allí el flagelo de la narcomafia, la drogadicción y el crimen. El Puerto, en ese entonces, no tenía los fenómenos sociales recientes. El Puerto de Marino era, todavía, rural y campesino, pacífico y seguro, un poco limpio y alegre, y era un lugar turístico por excelencia.

    Las tablas nuevas del Muelle de Puntarenas y los vagones del tren a la Meseta Central, le anunciaron a esta pareja y a su hijo, un futuro quizás promisorio y próximo a llegar. La inmensidad del mar que se les presentaba a la vista, con embarcaciones de diferentes tamaños, les sumergió las mentes en un montón de preguntas: ¿De dónde será ese barco que dice ‘United States of America’ ? ¿Cómo será un viaje en ese barco? ¿Será mejor la vida en ese lugar? ¿Le darán trabajo a los hombres pobres y campesinos? ¿Habrá algo mejor más allá del mar?’’. Hubo más preguntas sin respuesta, porque ellos no sabían de Historia y Geografía. Con mucho esfuerzo, cursaron el primer grado de escuela en un distrito del cantón de San Ramón. A duras penas, leían algo y medio escribían. Ese día, con mucha dificultad, leyeron unos cuántos rótulos con singular acento y creyendo que estaban bien escritos: Tienda el Cordové, Arina Gol Medá, Chikén Frito, Fereteria el Sinco Menos, Bonva Chevron", y otros más.

    Le habían prometido al futuro compadre que lo esperarían en el Bulevar de Puntarenas: Los Baños. Mientras Adán y Dulcelina estaban sentados en una banca de cemento del bulevar principal, a la espera de su posible compadre, Bartolo Pineda; y contemplando el panorama que en otro tiempo no se habían detenido a observar, una gaviota blanca surcó el cielo.

    —Esa gaviota ya no tiene comida en el Sur, va pa’l Norte hambrienta. Busca nuevos horizontes —le dijo Adán a Dulcelina.

    —Estás viendo gaviotas en el cielo, por el hambre que tienes — le respondió ella —. Yo no he visto nada. Busquemos, si te parece, una fonda para almorzar, ya deben de ser las doce, medio día. Recuerda que salimos a las cinco de la mañana de Moctezuma.

    —Caminemos a buscarla —le dijo él.

    Adán le dio un beso en la boca a Dulcelina, y caminaron, y saciaron el hambre, y compraron leche caliente para Marino. Y una vez finalizaron, se dirigieron de nuevo al lugar convenido con Bartolo Pineda en la carta: El paseo de los turistas, frente al Salón los Baños. Y estuvieron sentados, y en silencio, y dormitando, y esperando, y de pronto, alguien dijo:

    —Buenas tardes les dé Dios.

    Adán y Dulcelina levantaron la vista para mirar a quien les hablaba.

    —Buenas tardes, don Bartolo, ya pensábamos que no vendría —le dijo don Adán.

    —Perdonen, tuvimos atrasos en el autobús. Venía muy despacio —agregó don Bartolo.

    —¿Pero quién es su amigo? —le preguntó don Adán.

    —¡Ah !, disculpen. Les presento a mi amigo Serafín Usura —contestó don Bartolo.

    —Mucho gusto de conocerlo, señor —dijeron los esposos, a la vez.

    —El gusto es mío, jóvenes — respondió Serafín, mostrando mucha cultura con su pose.

    —Es de origen español, pero llegó a San Ramón hace años. Es gran amigo mío —les dijo Bartolo, con un gesto ostensible.

    —¡Qué bien, qué bien!, así estaremos cuatro en el bautizo de Marino —exclamó don Adán.

    —Esa es la idea, señor. Esa —dijo Serafín.

    —¿Se llamará Marino? ¿Así llamarán al niño? —les preguntó don Bartolo.

    —Ese fue el nombre que escogió Dulce. Usted sabe, en esas cosas la que manda es la mujer— le contestó don Adán, con la mirada puesta en su Dulce.

    —Pero, permítanme, déjenme ver al recién nacido —dijo el futuro padrino, con entusiasmo.

    Dulcelina se lo mostró sin colcha, casi desnudo, al aire libre. Marino sólo llevaba una camiseta de tirantes y un crucero de manta: vestimenta propicia para el calor del Puerto.

    —¡Qué hermosura! ¡Qué colores, qué pelo de criaturita! —exclamó don Bartolo—. El color de la piel es el mismo de su padre, ojalá no lo cambie. Los ojos son los suyos, Dulcelina: azules, color de cielo, con pestañas crespas.

    —¿Usted cree? —le preguntó Dulcelina, con humildad y casi dudando.

    —No lo dude, Dulce. Esa cara y esos camanances le repararán muchas mujeres. ¿Cuánto pesó al nacer? —preguntó el futuro padrino.

    —Ocho libras y resto —respondió don Adán.

    Los cuatro se habían sentado en la misma banca que habían ocupado Adán y Dulcelina, por varias horas, mientras llegaban sus invitados.

    —Espero que Dios me lo deje vivir muchos años —dijo don Adán y besó el niño.

    —Pero disculpen, quizá debemos buscar un lugar dónde dormir esta noche, dónde tomar un baño, dónde guardar las maletas —dijo Bartolo—. Luego charlamos otro poco.

    —¿Dónde quiere usted, Dulce? —le preguntó Adán a Dulcelina.

    —Quizá cerca de la Iglesia Central —le respondió Dulcelina—. Usted sabe por qué.

    Buscaron un hotel a pocas cuadras de la playa y de la Catedral de Puntarenas. Adán y Dulcelina tomaron un cuarto matrimonial en la segunda planta del hotelucho de madera. Bartolo y su acompañante, el señor Usura, alquilaron una habitación con dos camas en el primer piso. El hotel que encontraron estos inquilinos, tenía reservada la planta alta para matrimonios y parejas que se percibían más estables o venían con su familia. El primer piso estaba destinado a clientes de otro tipo: cuartos para citas rápidas, huéspedes individuales a la espera de un lance, ebrios que con mucho esfuerzo disimulaban su borrachera, parejas de hombres o mujeres que venían de vacaciones y a disfrutar de lo lindo, y gentes de otros tipos. Era un hotel modesto: con camas individuales o matrimoniales de madera, sin baño privado en las habitaciones, con muebles envejecidos por el tiempo y paredes perforadas por las manos de clientes sin escrúpulos. Al final del pasillo de cada piso, estaban las baterías de baños y cloacas. Todo el edificio tenía agua potable y energía eléctrica: una novedad para Adán y Dulcelina que se alumbraban con un candil de queroseno y se bañaban con agua de pozo; nada particular para Bartolo y Serafín que vivían en una ciudad incipiente, donde, por lo menos, había electricidad producida por un motor de diesel y una cañería recién inaugurada.

    Después de ubicarse en las habitaciones, los compadres y el amigo de Bartolo salieron a cenar en un restaurante situado frente al Hotel las Palmas. El sitio era mejor, en apariencia, a la fonda donde Adán y Dulcelina almorzaron. Bartolo y Serafín iban mejor vestidos que Adán y Dulcelina, y daban la impresión de pertenecer a otro estrato social. Quizás tengan más dinero —pensó Dulcelina—. Quizás paguen la cuenta.

    El restaurante se mostraba moderno: tenía mesas y sillas de metal con asientos y respaldares de vinil. Los empleados del mostrador llevaban uniforme gris y un gorro rojo en la cabeza. Los camareros vestían igual uniforme, sólo que sin quepis y con un pequeño corbatín en el cuello.

    Anfitriones e invitados cenaron despacio. Los varones pidieron cervezas, Dulcelina fresco de tamarindo. Adán se tomó la primera bebida alcohólica de su vida envasada en botella. Antes sólo había probado el ponche, con poco licor, que hacía Dulcelina. Mientras él se tomó tres cervezas, Bartolo y Serafín ingirieron el triple. Con los efectos de la bebida, el padrino se fue alegrando cada vez más. Bartolo le prometió a Adán y a Dulcelina que le iba a dar a Marino el mar y las conchas. Les contó que tenía una pequeña finca en San Ramón, pero no le producía nada porque los terrenos eran muy áridos. Por eso, se había convertido en comerciante, a igual que Serafín. Les iba bien en el negocio porque, por ejemplo, compraban un saco de frijoles en cinco y lo vendían en veinte, una vaca en treinta y la vendían en cien. Dijo que eran comerciantes de San Ramón que habían viajado a Puntarenas para, además de bautizar a Marino, ver si hacían algún negocio de compra y venta de productos agrícolas.

    Las cervezas causaron estragos en el estómago de don Adán. Se sintió mareado, con dolor de cabeza y con ganas de vomitar; entonces no dudó en pedirle la cuenta al salonero. Cuando el mesero la trajo, Bartolo y Serafín se disputaron el pago:

    —Yo pago —decía don Bartolo.

    —No, no, yo pago —expresaba Serafín.

    —Qué majadería la tuya. No insistas, yo también ando plata —dijo don Bartolo.

    —No me hagas quedar como guiiindao —dijo Serafín—. Usted ya pagó los pasajes del bus.

    Bartolo, en su borrachera, reflexionó y sólo le dijo a Serafín:

    —Bueno, para eso te traje: diablos, para que pagues, para que invites. Y siguió el vacilón.

    Serafin pagó todo porque a Serafín le gustaban los tragos, la fiesta, la música, la vida alegre y gastar el dinero. Al fin, no le costaba ganarlo con la usura: compraba barato a los campesinos y vendía caro a los consumidores. ¡Vayan leyes de la oferta y la demanda!

    Amigos y compadres salieron ebrios del Restaurante La Punta. Caminaron rumbo al Hotel las Palmas. Mientras los invitados hablaban otras tonterías e incoherencias, Adán y Dulcelina escucharon en silencio. La noche de aquel mes de octubre de la década de los setenta, lucía cálida, cándida, húmeda y sin viento. Eran las once de la noche. Empezaron a manifestarsen los secretos de las noches del Puerto. Entre la luz y la sombra, se observaba toda clase de actos humanos: unos bebían en los bares, otros comían en restaurantes, algunos amaban en silencio y prometían amor eterno, las parejas se debatían entre promesas y los hombres ofrecían amor a cambio de sexo. Los campesinos pobres planeaban que hacer durante la noche o pedían una limosna. Adán y Dulcelina lo observaron todo, lo oyeron todo, y pensaron en todo.

    Tan pronto arribaron los inquilinos al Hotel Las Palmas, la sexualidad humana empezó a presentar sus múltiples facetas. Se manifestó El Mono Desnudo, de Desmond Morris. La realidad sexual, desnuda y sensible, brotó a los ojos; se dejó oir; se dejó sentir; se dejo palpar y oler. Se sintieron penes erectos y vaginas relajadas; anos complacientes y bocas sedientas; fricciones abruptas y succiones enloquecidas; labios húmedos y zonas erógenas al descubierto; gritos de placer y gritos de dolor. En las distintas habitaciones del Hotel las Palmas, el piso y las paredes comenzaron a temblar. Era un temblor erótico, uniforme, motivador. Cada quien disfrutó el sexo a su manera, según su propio concepto y preferencia.

    Bartolo y Serafín, cada uno en su cama, roncaban la borrachera, digerían la comilona. No oyeron nada. En el cuarto del lado derecho, una pareja desconocida soltaba tantos quejidos y ayayaís que parecía que estaban dejando este mundo, a no ser por lo que decía la hembra: Papi dame más, papi dame más, quiero más, quiero más. Llegó el climax y ambos respiraron profundamente. Se durmieron de placer. Más allá de esa habitación del lado derecho, un joven de veinte y tantos años, había hecho un pequeño agujero en la pared con su cuchilla. Desde allí, él vivió, también, la relación. Su excitación marchó al mismo ritmo. Yo con yo, friccionó con su mano el pene duro. Vio el miembro de su vecino, grande y mestizo, que entraba y salía cada vez más rápido. En su preámbulo sexual, el joven no sabía qué pensar o sentir: si tener aquel glande en la boca o en otra parte íntima de su cuerpo para que le produjese más placer. Estaba desnudo, anuente a compartir la excitación con cualquiera, aunque le doliera el hecho después. Eyaculó antes de que su punto de referencia se extinguiera. Un chorro de materia blanca le brincó en los ojos y la cara. Se puso la mano sobre la nariz y siguió oliendo el sexo, su sexo. Se quedó extenuado por unos minutos, luego tomó una ducha y durmió como un doncel.

    En el lado izquierdo del pabellón de cuartos, en el número catorce, permanecían dos hombres conversando: uno de veinticinco años y el otro de apenas veinte. De pronto, uno le dijo al otro:

    —Manuel, ¿no crees que bebí mucho? Estoy fumado, moto.

    —No creo. Eso está bien. A eso venimos, maje. A eso venimos: a disfrutar —le contestó Manuel—. Si no puedes, para que te metes en cosas de hombres. ¡Para qué carajos!

    —Bueno, al fin, la pasamos re—bien. ¿No es cierto? —preguntó el primero.

    —Caché. Pura vida, moto —le contestó el otro.

    —Lástima que la noche se nos terminó —dijo Vicente y se lamentó, e hizo un gesto raro.

    —¿Por qué no arrimas tu cama a la mía? —le preguntó Manuel, de pronto.

    —¿Para qué, maje? ¿Qué quieres, piecito? —le preguntó el primero.

    —Así podemos hablar más de cerca —le contestó el segundo.

    —Está bien. Ayúdame a correrla para no hacer ruido —le dijo Vicente—. No puedo moverme mucho, porque estoy borracho, porque me voy de bruces.

    Ambas camas quedaron unidas, formaron una área horizontal. Los dos jóvenes quedaron casi juntos, seguían hablando, a veces balbuceaban, por los efectos del licor.

    —Sabes, Manuel, odio que los malditos polizontes me impidan tomarme un trago en la cantina, con libertad y sin prisa. Ya soy todo un hombre.

    —Lo hacen con todos los que no tienen cédula de identidad. Tú eres menor— le dijo Manuel.

    —Un año más y se les termina la joda. Acaba la pega de chorizo —le dijo Vicente.

    —¿Cuándo cumples?

    —En el próximo octubre.

    —Ya casi, hombre, no te desesperes. Espera, espera con paciencia.

    —Oye; siento que me quiero tomar un trago. Algo para dormir —dijo Vicente, con una señal.

    Eran las cero horas y media del nuevo día. El restaurante La Punta todavía estaba abierto.

    —No te preocupes, Vicente, —prosiguió Manuel y señaló con el dedo el lugar donde estaba el licor— yo compré una botella de ron esta mañana. Está en el maletín.

    —¿Qué propones, bicho? —le preguntó el chico.

    —Si quieres, la abrimos. La rajamos. Vaya al frente y traes un par de refrescos. Así la bajamos mejor —le contestó Manuel.

    —Claro que quiero un trago de esos que queman la garganta. Que me llegue —dijo el joven.

    —Yo no tengo sueño. Tal vez, un tapis me lo devuelve —manifestó Manuel.

    Vicente cumplió con el mandado: trajo refrescos e hielo. Destaparon la botella, comenzaron a ingerir. Manuel se tomó un cuarto de ella, Vicente unos tres o cuatro tragos. De pronto, Manuel mostró cambios en su conducta.

    —Quedémonos en calzoncillos, hace mucha calor —le sugirió a Vicente.

    —A la mierda la ropa, estoy sudando como un caballo de jalar queso —le dijo el chico.

    —Así estoy yo: con un baño de sudor, re—mojado, re—caliente, re… —reafirmó Manuel.

    Se quedaron sólo con aquella pequeña prenda. Estaban echados en la cama. Manuel vio el cuerpo de Vicente: blanco, delgado y esbelto. Sintió un temblor de mandíbula y de dientes, casi no podía hablar. Sintió un frío de miedo. Vicente vio que el pene de Manuel se alzaba, dentro del calzoncillo a flores tipo bikini. Manuel habló con voz titubeante:

    —Te…ten…tengo una pregunta que hacerte —le dijo a Vicente

    —¿Cuál?

    —¿Te molesta si nos la corremos juntos?

    —No sé —respondió el chico—. Hace días que no lo hago con otros carajos.

    —¿Lo has hecho otras veces?

    —Hace unos dos o tres años, con unos amigos que iban a la plaza — le contestó Vicente.

    —¿Cómo así?

    —Después de la mejenga de fútbol, nos quedabamos atrás. Eramos tres. Nos sentábamos en lo oscuro de la plaza y nos la traqueteábamos.

    —¿Se lo hacía uno al otro? —le preguntó Manuel, deseoso de más información.

    —No. Cada uno con la suya, hasta acabar.

    Hubo un silencio. Respiraron profundo. Se acercaron más. Fingieron que se dormían. Al poco tiempo, cada uno sintió un pene diferente al suyo en la mano.

    —¿Hacemos el amor, ya? —le preguntó Manuel, sin rodeos.

    —¿Y…, y si se me hace vicio? — le preguntó Vicente, con duda, pero muy eréctil.

    —Eso depende de ti. Sólo de ti —le dijo Manuel—. Depende de lo que cada persona piensa.

    Manuel arrimó más a Vicente a su cuerpo. Le friccionó la cabeza, la espalda y las piernas.

    —¿Me das un beso? —le preguntó.

    Vicente no respondió. Las caricias crecieron. Se besaron con pasión. Excitados e inquietos, rodaron por las camas. Hicieron el amor dos, tres veces. Amanecieron desnudos, uno junto al otro, abrazados, con los cuerpos pegajosos.

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    Eran las ocho de la mañana del treinta y uno de octubre. Las campanas de la Catedral de Puntarenas llamaron a misa. A las nueve horas de ese día, el Padre Esteban bautizó a Marino y a otros más. Lo nombró Marino y lo declaró, bajo las leyes de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, verdadero cristiano. En esa época, quienes no cumplían con ese ritual, sólo estarían registrados en los libros oficiales del Registro Civil; vivirían en pecado venial o pecado menor y no podrían seguir con las convenciones del Cristianismo, decía Dulcelina.

    Después de la ceremonia, cada quien regresó a su casa. Marino y sus padres lo hicieron el tercer día, según el itinerario de la lancha. Bartolo y Serafín lo hicieron el mismo día. Luego de tomarse una cerveza para aplacar los efectos de la bebida de la noche anterior, abordaron un autobús destartalado rumbo a San Ramón. Antes de despedirse, Bartolo y Serafín le prometieron a Adán y a Dulcelina que pronto visitarían Moctezuma para conocer, para ver a Marino y, quizás, hacer algunos negocios. Esto porque, en el fondo, Serafín acompañó a don Bartolo a Puntarenas sólo con la intención de buscar negocios. El bautismo de Marino le salió sobrando. Pasó mucho tiempo para que Bartolo Pineda y Serafín Usura, hicieran el primer viaje a Moctezuma, Puntarenas. Ya Marino había cumplido los tres años. Desde esa vez, Serafín empezó a mostrar mucho interés en la finca que tenía don Adán. Ese terreno era, evidentemente, superior al que él tenía en Santiago de San Ramón. Los terrenos de Santiago eran secos y áridos. Muy malos para la agricultura. Al fin, este usurero logró hacer el trato final con don Adán. Hizo que don Adán le vendiera primero su finca a don Bartolo (obvio, con el dinero que le dio Serafín) y luego el padrino de Marino se la vendió a Serafín.

    POZA HONDA

    En la segunda visita que hicieron Bartolo y Serafín a Moctezuma, Puntarenas; Adán trató con Bartolo la finca que éste tenía en Santiago. Santiago era un pueblito en desarrollo, ubicado al suroeste del cantón de San Ramón. Adán y Dulcelina querían trasladarse a vivir allí con su família para estar más cerca de los hospitales y de las escuelas. Marino tenía escasos cinco años, cuando lo trajeron a vivir a ese lugar. El sueño de vivir cerca de una escuela de educación primaria, se le cumplió a Dulcelina con el traslado a Santiago. En Santiago, cuando ellos llegaron, había una escuela unidocente. Allí trabajaba la maestra Rufina Grillo, quien fue la primera docente de Marino.

    Marino creció en una pequeña finca de dieciocho hectáreas, sembrada de pasto y café, con un camino de tierra al frente, y con una escuela, y una iglesia cercana. Se creó en un ambiente rural, en medio de una familia unida y laboriosa, en medio de la fe cristiana, el amor y la comprensión de sus padres y hermanos. Aprendió a jugar con los amigos del barrio y de la escuela, en el cafetal, el repasto, la calle de polvo y los riachuelos vecinos. A los seis años, ingresó a la escuela. Desde que empezó a aprender a leer y a escribir, se mostró inteligente y vivaz. Desde que entró a la escuela, le gustaba ir al baño con los compañeros, para verles su órgano masculino.Ya había oído hablar del Río Grande y de la Poza Honda. Siempre sintió curiosidad por lo que se decía que ocurría en Poza Honda. En el barrio, la gente afirmaba que los chicos se bañaban desnudos en ese río.

    Marino ya tenía permiso de Adán y Dulcelina para ir con sus amigos al Río Grande, pero sólo a pocillos pequeños. Ese curso de agua formaba varios depósitos, distintos en profundidad y ancho, conocidos como pozas. La Poza Honda era la que más visitaban los adultos, los muchachos y los alumnos de la escuela que se escapaban sin permiso. Esa poza era diferente: estaba en medio de dos paredones, era oscura y profunda, y tenía varios puntos para lanzarse al agua. A los menores de doce años, les tenían prohibido ir a Poza Honda por el peligro que representaba y por los desnudos que allí se hacían. Sin embargo, como no era común que los niños menores de doce años usaran calzoncillos en aquel tiempo; Marino ya se había bañado desnudo, varias veces en el Río Grande, junto a sus compañeros de escuela. De esa manera, no mojaban los pantalones cortos y se libraban de la posible zurra, si llegaban mojados a la casa.

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    Marino estaba finalizando el sexto grado de escuela, cuando su primo segundo, Rubén, se trasladó a vivir a su casa. Su tío segundo, Luis Castro, lo trajo para que completara el sexto grado en Santiago, pues se había mudado a Hojancha de Nicoya y allá no había escuela de primaria. Don Luis quería que Rubén, por lo menos, sacara el sexto grado de escuela.

    En poco tiempo, Marino y Rubén se hicieron amigos íntimos. Iban a la escuela juntos; hacían las tareas juntos; arreaban el ganado juntos; iban al río y se bañaban juntos. Algunas veces, sin la presencia de otros, se habían bañado desnudos. Rubén ya usaba calzoncillos para nadar, Marino no. De pronto, como de súbito, Marino experimentó una sensación rara: le agradaba ver a Rubén y a sus amigos, cuando se bañaban desnudos. Cuando estaban en el río, le rogaba a su primo que se bañara sin ropa. Algunas veces, Rubén se negaba, otras no: lo complacía. A Marino le gustaba ver penes de diferentes tamaños, tonos y formas.

    Días más tarde, Marino había descubierto un agujero en una de las paredes del baño de su casa. Uno de esos días, se quedaron solos, mientras el resto de la familia colectaban los primeros granos de café del periodo. Tenían que asistir a la escuela en el turno de la tarde. Rubén decidió bañarse primero. Marino aprovechó para mirar por la rendija de la pared. Vio que su primo se estaba masturbando, que sentía algo raro porque hacía la cabeza para atrás y miraba al techo. El, también, sintió que su pene se ponía largo, duro, con la cabeza afuera. Quiso entrar al baño e interrogar a Rubén, preguntarle qué sentía cuando se la frotaba; decirle que él también la tenía larga y dura. Se contuvo, tuvo miedo. Todo pasó. Después que Marino tomó su baño, se vistieron y caminaron rumbo a la escuela. Las clases iniciaban a las doce y treinta.

    El fin de semana siguiente, Rubén convenció a Marino para que se escaparan y fueran al Río Grande o a Poza Honda, si es que no lograban el permiso de Adán y Dulcelina. Marino, siempre, había esperado ese momento. Quería ir a Poza Honda, quería ver al resto de hombres y muchachos bañándonse sin ropa. El quería meterse al agua desnudo y que Rubén lo hiciera también. A través de los ruegos que le hizo Rubén a Dulcelina y a don Adán, al fin lograron el codiciado permiso para el sábado siguiente.

    Ese sábado a las diez de la mañana, Rubén y Marino caminaron hacia el Río Grande. Poco más de veinte minutos río abajo, llegaron a la ansiada poza. Había mucha bulla. Varios muchachos conocidos del barrio, ya estaban allí. Unos se bañaban con calzoncillos; otros, desnudos. Un pelado se acercó a saludarlos. Les dijo que si deseaban bañarsen desnudos lo hicieran, pues esa era la coscostumbre en Poza Honda. Les dijo que allí no llegaban mujeres. Marino le vio el pene: era más grande que el suyo y el de Rubén. Marino le preguntó a su primo, si hacían clavados desnudos. Rubén le dijo que no, porque era la primera vez. Entonces, Marino tampoco lo hizo. Al poco rato, observaron penes de todos los tamaños, texturas y formas.

    Se bañaron largo tiempo, bajo el sol ardiente de setiembre. Olvidaron que tenían que almorzar. Sustituyeron la comida por naranjas y caña dulce que se hallaron en los predios cercanos. Se quemaron la piel de la espalda y de la cara. A eso de las dos de la tarde, abandonaron el río. Decidieron regresar por un trecho de montaña oscura que parecía más cercano a la casa. Transitaron entre el bosque tupido de árboles; por trillos indefinidos hechos por personas que, no con mucha frecuencia, pasaban por ahí. De pronto, Rubén decidió orinar. Voltió su cuerpo a los ojos de Marino, abrió la jareta del pantalón y el líquido salado empezó a brotar. Marino no resistió la tentación e hizo lo posible para mirar el miembro de su primo. Lo buscó y lo miró fijamente.

    —¿Qué ves, gran güevilas? —le preguntó Rubén de pronto, como preocupado.

    —¿Yo…, yo? Bueno, no sé. Sólo quería ver cómo tienes la pichula —le respondió Marino, con timidez y esperando la reacción de su primo. Marino le contestó con miedo.

    —¿Mi picha? ¿Mi pinga? Es igual que la tuya —agregó su primo, y siguió con la micción.

    —No, no, no es igual —aseguró Marino—. Yo la he visto más grande. Bueno, es que, además, te quería decir algo.

    —¿Algo? ¿Qué, güevón? —le preguntó Rubén, y terminó de orinar.

    —Es que me da vergüenza decírtelo —le dijo Marino, levantando los hombros, con dudas.

    —Haber, dilo, dilo, güevón, sin pensar más, sin tanta vuelta —le insistió Rubén.

    —Yo quería saber qué se siente cuando…, —Marino no terminó de decirlo.

    —¿Qué se siente? ¿Cuándo? —le preguntó Rubén, con cierta curiosidad—. Dilo, suelta.

    —Cuando te la frotas. Un día de éstos —expresó Marino—, yo te vi, en el baño de la casa, acariciándotela. Yo quería saber más de eso.

    Estaban solos. De un momento a otro, Rubén volvió a sacar su miembro que se hizo grande, rígido, igual a como lo había visto Marino, días antes, en la casa.

    —¿Quieres tocarlo? —le preguntó.

    —Sí —le respondió Marino, tembloroso y sintiendo un miedo infantil.

    Marino tocó ese miembro, con curiosidad. Más eréctil se puso el miembro de Rubén. Rubén sintió que tenía que masturbarse. Con un tintineo de dientes, le dijo a Marino:

    —Yo me hago la paja desde los once años. Haber, sácate el tuyo para ver cómo está.

    Marino le mostró su órgano viril a Rubén. A pesar de ser dos años menor que él, ya erecto, su miembro era del mismo largo y grosor. Rubén, también, tocó el de Marino. Marino empezó a sentir el placer y sin saber qué hacer. Mantuvo su cabeza recostada a un árbol. Una vez terminó la refracción sexual de ambos, se pusieron de pie. Caminaron hacia la casa.

    —Gracias primo —le dijo Rubén a Marino—, pero esto no se lo cuentes a nadie. Si tío o tía se dan cuenta, nos matan a palos, nos echan de la casa. Es malo hacerlo entre hombres.

    —Descuida, no lo sabrá nadie —le dijo Marino.

    —No te preocupes, pronto serás hombre. Es cosa de tiempo. Así me pasó a mí —le dijo Rubén—. Después te cuento más sobre el sexo. Corramos que ya es tarde.

    Caminaron más rápido. Llegaron a la casa y dijeron varias mentiras para justificar la tardanza. Se pusieron a leer un libro de Biología. Adán y Dulcelina se alegraban, cuando los veían leer.

    Llegó la noche de ese día. A Marino le gustó la primera experiencia. Ellos dormían en el mismo cuarto, sólo que Marino en una cama y Rubén en una colchoneta en el piso, junto al pie de la cama de su primo. Una vez que Marino notó que el resto de la familia estaban dormidos, le preguntó a Rubén:

    —Hey, Rubén, ¿estás dormido?

    —No, ya casi me duermo.

    —¿Puedo dormir allí abajo?

    —¿Para qué? Usted tiene su cama.

    —Son ganas, sólo ganas de dormir en la colchoneta.

    Rubén recordó el viaje por la montaña.

    —Ven, ven si quieres. Pero tú tienes cama, güevón —le dijo Rubén otra vez.

    Pronto, Marino estuvo al lado de Rubén. Los dos dormían en calzoncillos. Rubén sintió que su primo le acariciaba. En la colchoneta las posiciones corporales eran mejores. Rubén, sin percatarse, sintió que Marino le arrimaba más el suyo para que se lo acariciara. Se desnudaron. El umbral de la relación fue intenso. Rubén sintió un escalofrío en el cuerpo de Marino. Marino suspiró. Luego, se cambió a su cama. Otra vez soñó que estaba en el río. Vio órganos de diferentes colores, tamaños y formas; navegó en un colchón de plástico; hizo clavados a veinte metros de altura.

    A partir de esa fecha, Marino sintió más proximidad con su primo. Lo siguieron haciendo en la casa, cuando estaban solos; en la lechería, en el cafetal y en el río. Se compenetraron más en el secreto, en la intimidad. Marino sintió amor por su primo. Sentía un amor diferente al que le tenían Adán y Dulcelina. Siguieron haciendo las labores de la casa y de la escuela juntos. Vivían el secreto a plenitud: el problema de uno era el del otro. Intercambiaban ropa, zapatos, lápices, y cuadernos, golosinas y cualquier cosilla. En ese periodo, compartieron la cama, las manos, los baños a solas en el río, los viajes por el repasto y el cafetal; los mandados a la pulpería. A veces, amanecían con ojeras, cansados, como trasnochados. Al verlos así, Dulcelina le decía a don Adán que eran los cambios y las características del desarrollo de los muchachos las que los afectaban.

    En relación al estudio, se les veía preocupados el uno por el otro. Los dos estaban en el mismo grado, pero no obtenían calificaciones iguales. Rubén, siempre, sacaba unas centésimas menos que Marino. Se motivaron mutuamente. Eso les valió para que, ese año, fueran los primeros promedios de sexto grado. El primer promedio le correspondió a Marino, pero como la maestra sabía que eran primos, estudiaban juntos y compartían la vivienda; premió a los dos en el acto de graduación: a Marino le regaló el libro La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset; y a Rubén, El Moto, de Joaquín García Monge.

    Tanto los padres de Marino como los de Rubén, estuvieron en el acto de graduación. Luis y su esposa aprovecharon la ocasión para visitar a sus familiares. Los padres de Rubén permanecieron tres días en la casa de Dulcelina. Fueron los últimos tres días que aprovecharon, Rubén y Marino, para hablar, en la intimidad, de sus asuntos. Ya Marino sabía que se llevarían, de nuevo, a su primo a Guanacaste. Por eso, vivieron la intimidad, antes de que Rubén se fuera. Lo hicieron, de noche, en la bodega de la lechería, el último día. Cuando terminaron, Marino lo interrogó:

    —¿Es la última vez que hacemos esto, Rubén?

    —No sé. Pienso que sí —le contestó Rubén—. Si no, yo vengo aquí o usted va a Hojancha. Ya veremos. Hay que pensarlo bien.

    —Yo quería un acuerdo contigo, antes de que te marches.

    —¿Cuál? —le preguntó Rubén—. ¿Cuál, primo?

    —Mira, cuando yo hice la Primera Comunión no había pasado esto. Desde que lo hacemos, no me he confesado. Ahora que te vas, pienso confesarme el ocho de diciembre, el Día de la Purísima. Mamá me lo pidió —le explicó Marino.

    —¿Confesarte? ¿Tú? !Boberías! —exclamó Rubén.

    —Sí, sí, me voy a confesar —le respondió Marino—. Lo que quiero saber es si le digo o no eso al padre. Usted sabe que lo que estamos haciendo es pecado. Tal vez pecado venial.

    —No seas güevón, Marino, éste es un secreto de nosotros dos. No me metas en problemas. No digas nada. Aunque el padre diga que eso es un pecado, yo creo que no es cierto. Son bobadas de ellos y de la iglesia. Un día de estos te dije que era malo hacerlo, pero sé que no.

    —¿Por qué crees que son bobadas? —le preguntó Marino.

    —Porque todos los hombres lo hacen. Un amigo mío de Liberia, tres años mayor que mí, el año pasado que fue a la casa, me dijo en el corral de las vacas: Mirá, Rubén, ya te la podés correr. Es rico y no duele. Pregúntale a otros güevones por los sobos

    —¿Eso te dijo ese cabrón? —le preguntó Marino.

    —Eso. Sólo que al chaval no le gusta hacerlo con otros hombres. Me dijo que se hacía la paja, mientras encontraba un culito mal puesto. Tú sabes, una hembrita. Me dijo que se la sobaba a nombre de todas las mujeres del mundo —le afirmó Rubén.

    —Está claro —agregó Marino, con un gesto de duda—. No voy a confesar eso. Te lo juro.

    —Entienda, al irme, no quiero que nadie sepa esto. Sólo así, quizás, lo haremos otra vez —le dijo Rubén.

    —No. No lo haré. Váyase tranquilo, primo —le reiteró Marino.

    Regresaron a la casa. Rubén empezó a preparar las maletas.

    Llegó la partida de Rubén. Ese día, con el argumento que iba a echarle de comer a los terneros, Marino se fue antes de que se despidieran. Cuando lo buscaron, no estaba. Entonces, Rubén fue hasta donde él se hallaba. Lo encontró cerca de la acequia que proveía de agua a la lechería.

    —Vengo a despedirme —le dijo—. Gracias por todo. Dame un abrazo, primito.

    Rubén abrazó a Marino. Marino empezó a llorar. Rubén lo abrazó más fuerte.

    —No llores, yo siento lo mismo por ti. Realmente, realmente yo te quiero, aunque seamos primos. Nadie se había portado así conmigo. Nunca, nunca. Espero que nos veamos pronto.

    Rubén lo soltó, dio la vuelta y caminó rápido. Marino lo vio caminar, entre el pasto que se estaba poniendo amarillento. Después de llorar largo rato, Marino se lavó la cara en la acequia. Nadie podía saber que estuvo llorando. Todo tiene su inicio, todo tiene su final —pensó y regresó a la casa.

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    A mediados de la década de los setenta, la vida en el campo, en el país de Marino, transcurría menos agitada. Era la tendencia, tanto en el ámbito rural como en el urbano. Los pueblos y barrios se formaban, por lo común, alrededor de una iglesia, una pulpería y una plaza o área dónde practicar el fútbol. La escuela aparecía después. Las familias vivían en casas distanciadas, dispersas y, por lo general, contaban con una pequeña porción de terreno: finca, parcela, abra o denuncio. A menudo, se oía hablar de haciendas de café, de caña de azúcar o ganado, pero no era la regla en el pueblo donde vivía Marino. En ese ambiente pueblerino, los muchachos del barrio se acostumbraban a viajar y correr por el campo; ayudaban a sus familias en las labores cotidianas; y los ratos libres los pasaban en la pulpería del lugar, oyendo cuanto chisme llegaba a diario. Ese era el único centro de información informal; ellos no conocían los periódicos, las revistas, la televisión y la música en discos compactos. Los domingos y días feriados, iban de pezca, de caza, a bañar a los ríos o si había una plaza en el lugar, practicaban el fútbol. Las madres con hijos pequeños, visitaban a sus vecinos e insistían en llevar a su prole a misa los días que se celebraba en el lugar.

    La misa, ese momento quincenal o mensual, la aprovechaban los muchachos y las muchachas, para iniciar una relación de amistad o de noviazgo. Era una excelente ocasión para aquellos que les gustaba el chisme. Después del rito, se gastaban horas y horas hablando lo que no era cierto, dejando sin pellejo al vecino, metiéndonse con la vida ajena y disgustando a las familias. Allí se sabía cuál muchacha adolescente estaba embarazada, cuál era novia de quién, cuál esposa le ponía los cuernos a su marido, quién estaba destilando licor clandestino, cuáles animales habían destruido los cultivos del mengano, cuál familia estaba perdiendo la fe cristiana, quién se robaba las limosnas de la iglesia, cuál hijo del fulano era maricón, y mil tonterías más.

    En ese ambiente se movía Marino. Ya había terminado la escuela primaria y, aunque Dulcelina quería que fuera al colegio, la única institución de educación media estaba distante y por ello se le dificultaba asistir. Además, Adán no contaba con suficiente dinero para pagarle hospedaje en la ciudad. Por eso, Adán y Dulcelina le habían dicho a Marino que trabajara un tiempo más en la finca. Si las condiciones económicas mejoraban, era posible que lo enviaran al Colegio Julio Acosta. En su lugar y mientras tanto, para que no perdiera la costumbre de leer, le iban a comprar libros de su agrado como revistillas de vaqueros, novelillas baratas, el Eco Católico y otros.

    Ese verano y para suerte de Marino, el dueño de la pulpería, Lencho Quirós, compró un motor de diesel con el que produjo electricidad para el negocio. A la vez, compró una innovación: un televisor Sanyo en blanco y negro. Acondicionó una bodega que tenía desocupada para destinarla a sala de televisión pública. Allí, los viernes, sábados y domingos, días que la planta eléctrica funcionaba de las seis de la tarde a las once de la noche, se veían programas de televisión. Lencho cobraba diez céntimos de colón para entrar al espectáculo desconocido por muchos en el barrio. A los menores de dieciocho años, les permitía estar en el lugar hasta las nueve; a los adultos, hasta las once. Con el argumento de que las películas después de la nueve, eran prohibidas para menores, cobraba doble tanda. La mentalidad de comerciante de don Lencho, tuvo buen impacto en los jóvenes y adolescentes del barrio que no tenían como divertirse. Los sábados y domingos, hacían fila para ver programas y películas como Bonanza, El Gran Chaparral, algunas de Cantinflas, los Tres Chiflados y Sábados Musicales de música ranchera mejicana.

    En esa sala, se reunían todos los muchachos que se bañaban en Poza Honda. Cuando venían los comerciales, daban todo tipo de bromas, hacían algazara, contaban chistes, gritaban y comían. A Marino le gustaba la Sala de don Lencho: en el sitio compartía con quienes deseaba estar. Adán le daba, cada fin de semana, un colón para que lo gastara en la pulpería de don Lencho. Iba solo. Se sentaba solo. Volvía solo. Pero, realmente, le gustaba ver a los muchachos que iban a la sala.

    Marino pasaba su adolescencia solo. Aunque a esas alturas ya tenía siete hermanos y hermanas, estos eran escolares con intereses distintos a los suyos. María del Carmen y Pilar jugaban con muñecas de tela; Antonio y los otros usaban caballos de palo y carritos hechos con latas viejas. Dulcelina decía que todavía Marino no tenía edad para hacerse de novia. Ella creía que los muchachos debían buscar pareja, cuando fueran adultos y responsables. Además, según las costumbres de la época, a las chicas, después de las seis de la tarde, no las dejaban ni asomar sus narices a la puerta de la casa. Parte del tiempo, Marino pasaba con su padre en las labores agrícolas. La otra parte de los días, eran una rutina para él: iba a Río Grande; visitaba la sala de televisión de don Lencho; a veces, en las tardes, jugaba fútbol y leía novelillas de vaqueros y de Corín Tellado. Esta última, fue la buena literatura que le compraron sus padres. El libro que le regaló la maestra de sexto grado, Carmen Salas, lo tenía guardado. Era una reliquia para él. Todas las novelillas del oeste norteamericano, que invadieron en ese entonces el mercado del país, ya se las sabía de memoria. Las novelas de amor, las de Corín Tellado, le tenían harto. Siempre concluían en lo mismo: una joven de otro país que se enamoraba de otro joven ajeno al país de Marino, con acciones, personajes, lugares y escenas que no correspondían a su realidad.

    Ese tedio, la repugnancia por las novelillas baratas y el aburrimiento de Marino, se aliviaron un poco cuando, dos años más tarde, Adán compró un televisor de doce pulgadas en blanco y negro. Ahora, toda la familia se reunía a ver la televisión en las noches. Marino le prometío a su padre trabajar más duro para comprar las baterías del televisor que se gastaban cada mes, pues la casa no contaba con servicio de energía eléctrica. Ahora, Marino tuvo la oportunidad de ver los programas de televisión denominados prohibidos por Lencho; tuvo el ingenio para discernir que ellos no tenían nada en particular y que lo que buscaba el dueño de la pulpería era cobrar doble jornada en la sala.

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    A Marino lo que le gustaba, de verdad, era ir a Poza Honda para ver cuántos muchachos del barrio se bañaban desnudos. Desde

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