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La casa de la sangre insatisfecha
La casa de la sangre insatisfecha
La casa de la sangre insatisfecha
Libro electrónico386 páginas6 horas

La casa de la sangre insatisfecha

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Información de este libro electrónico

Un thriller latinoamericano pone en escena una investigación en el corazón de una de las urbes más azotadas por la corrupción y el crimen organizado. Aquí los "pranes" gobiernan desde la cárcel y los ciudadanos son sus víctimas.
El lugar común: “Cualquier pareci
IdiomaEspañol
EditorialDahbar
Fecha de lanzamiento6 oct 2021
ISBN9789804250422
La casa de la sangre insatisfecha
Autor

Walter Castro Salerno

Cursó estudios de Derecho en la UCV y en el Instituto de Estudios Políticos de la Sorbona (Paris). Colaborador permanente de prensa venezolana (Últimas Noticias, El Nacional, Diario de Caracas, Panorama). Participó en el círculo bohemio de Caracas, La República del Este. Publicó un ensayo literario tituladoLa literatura de la generación perdida americana (1992), con editorial Grijalbo-Mondadori. Ha sido docente de literatura latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar de Caracas.

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    La casa de la sangre insatisfecha - Walter Castro Salerno

    La casa de la sangre insatisfecha

    © Cyngular Asesoría 357, C. A.

    © Editorial Dahbar

    Corrección de pruebas: Mauricio Vilas

    Diseño de portada: Jaime Cruz

    Montaje y diagramación: Liliana Agosta & Gabriela Oquendo

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en sistema recuperable, o trasmitida en forma alguna o por ningún medio electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros, sin el previo permiso de Cyngular Asesoría 357, C. A.

    Índice

    Reconocimiento 

    PRIMERA PARTE

    PENUMBRA

    Capítulo primero. La casa de la sangre insatisfecha

    Capítulo segundo. La tierra de los hombres vacíos 

    Capítulo tercero. La siesta del volcán 

    Capítulo cuarto. Con la red que atrapa las palabras 

    Capítulo quinto. Ceremonial de una indagatoria 

    SEGUNDA PARTE

    CLARIDAD

    Capítulo primero. Ciertas tendencias destructoras 

    Capítulo segundo. el castillo de la guacamaya azul 

    Capítulo tercero. antorchas para la anatomía del pasado 

    Capítulo cuarto. salón méxico 

    Capítulo quinto. respiración del Café de nuit en el horno del diablo 

    APÉNDICE I

    Extractos de la parte dispositiva de la sentencia 

    APÉNDICE II

    Nota de prensa. Sucesos. 

    A Jennifer Alonso,

    Stella Matutina

    RECONOCIMIENTO

    El autor de La casa de la sangre insatisfecha, sujeto obediente del antiquísimo código, que quizá hoy luzca para algunos  anacrónico, pero para otros aún no del todo olvidado o desdeñable, que contiene las normas elementales de correspondencia ante quienes nos privilegian y fortalecen con su afecto y solidaridad,  desea dejar expresa constancia aquí de su sincero y profundo agradecimiento a la Fundación Rendivalores", en la persona de su presidente, Juan Domingo Cordero, por el decisivo estímulo, así como el apoyo y atención  que le fueron brindados constantemente. Ellos hicieron posible, junto con la sabiduría que da la experiencia y el benevolente interés mostrado por el editor Sergio Dahbar, la publicación de la obra.

    W. C. S.

    Viernes, 23 de marzo de 1900 (Agencia de noticias Havas)

    El arqueólogo británico Arthur John Evans ha comenzado los trabajos de exhumación del palacio de Cnosos, antiguo centro de la civilización cretense (siglo XVI a. de C.). Evans, quien posee una gran fortuna personal, realiza esta costosísima expedición totalmente a sus expensas, desde la compra de los terrenos hasta la restauración de los posibles hallazgos. Si sus trabajos tienen éxito, como es de desear, al concluirlos sabremos más sobre el fabuloso rey Minos y la perdida civilización que gobernó y que desapareció de una forma misteriosa y aún no del todo develada.

    PRIMERA PARTE

    PENUMBRA

    CAPÍTULO PRIMERO

    LA CASA DE LA SANGRE INSATISFECHA

    La sangre tiene dedos y abre túneles debajo de la tierra.

    Pablo Neruda. Residencia en la tierra

    "Os pedimos que, pacientes,

    escuchéis nuestra tragedia,

    sometiéndonos humildes

    a vuestro fallo y clemencia".

    Esta historia comienza rápido y temprano, cuando en la madrugada de un martes 27 de febrero, un vehículo de marca japonesa, blanco, con enormes abolladuras en las puertas y ambos extremos, se desplaza a frenética velocidad por la autopista central que en una de las tantas ciudades de la vasta y turbulenta América, y de cuyo nombre no quiero acordarme, une sus zonas bajas y periféricas con las Meadows Easts, las Magnolia´s & Rose´s Heigths, las Alamedas de la Fantasía y los Bulevares del Ensueño. A esas horas la ciudad tranquila yace soñolienta en su valle, casi silencioso, y comienza a cobrar animación para sacudirse la levísima neblina quela cubrió durante la noche. El modesto y aporreado cochecito es conducido por João Silveira da Fonseca. Joven inmigrante y, como lo anuncian su nombre y sonoros apellidos, de obvio origen lusitano. Soltero, el muchacho, de apenas unos 24 años y copropietario de un expendio de verduras y frutas en el mercado periférico de la ciudad, el llamado Mega-Market. Veloz cabalga su albo y motorizado corcel a rendir, junto con las primeras tensiones y descargas seminales que libera el amanecer, emocionado y justo tributo de adoración a su Dulcinea, perdón, digamos, tierna, amada Socorro. Hermana menor de Encarnación Coutinho, Encarna, para sus familiares e íntimos, y titular de la conserjería del Creta. Y –para un escrupuloso registro de por mayores y pormenores detalles, en esta histórica relación de las ruinas del Creta, en este prostíthriller, para caracterizarlo de algún modo– oriunda ella también del costado occidental de la península ibérica. Viene Silveira del mercado. Tras áspera discusión y desbordamiento de un caudaloso río de cervezas, vinos y brandys con su socio, Amarildo Gouveia, habíase trabado un bestial combate que a punto estuvo de costarle el pellejo. Huellas de la feroz confrontación con Gouveia quedaban impresas en carne y ropas: negros cuajarones de sangre ensúcianle el pulóver, y la costura muy mal hecha de una severa cuchillada maltrataba lo que había sido agraciado rostro, solaz de las pupilas hipnotizadas de Socorro.

    ¡Oh, soberana omnipotencia del destino!

    ¡Inmisericorde arrogancia de la fatalidad que castiga a quien sea que se atraviese en tu sendero! ¡Prueba cruel que nos depara y a la cual nos somete, implacable y certero, el enigmático azar!

    Cuando se batían a puñetazos y arma blanca, con esa lúcida determinación que excita la conciliación de cuentas entre socios rivales, algo después de la medianoche en un sórdido galpón del Mega-Market, hacia las afueras de la gran ciudad, poco podían imaginar los dos comerciantes portugueses que apenas unas horas más tarde la urbe entera mutaría en una hirviente y encorajinada masa de sangre, fuego, rencor multiplicado por saña y destrucción, y que ni siquiera sus míseras e intrascendentes existencias, sus vehículos, almacén y galpones, enseres y víveres, todas sus pertenencias, haberes, documentos y efectos mercantiles, tendrían el valor elemental que poseen.

    Serían ellos también, como muchos otros centenares, millares de individuos, desvanecidos, machacados, rotos, mutilados, quemados vivos, ametrallados, violados, ensangrentados, destrozados, o llana y meramente muertos, lesionados o heridos graves agonizantes en sucias callejuelas, por la afilada hoja de un cuchillo, un limpio y temprano tiro de fusil, unos cuantos perdigonazos, el golpe certero de una piedra o de un palo, alguna bala perdida, durante aquella cruenta jornada. Simples números agregados a otros números. Refrigeradoras, automóviles y motocicletas, bultos de víveres y cajones de licores, vísceras y brazos y muslos humanos, cuartos enteros de vacunos, ovejas y cerdos, pollos vivos y también congelados, televisores y aparatos de sonido, computadoras, teléfonos móviles, estuches de cigarros y cigarrillos, cajas de ron y de cervezas, prótesis dentales y espejuelos, neumáticos y cocinas, artículos deportivos y de jardinería, útiles, insumos e implementos para la industria de la construcción y para la agricultura y la metal-mecánica, amontonados, aglomerados, fundidos todos en una sola caótica y humeante masa de ruina, muerte y desolación: ¡Habían llegado al fin, y exactos, el día y la hora para la hartazón de los gusanos!

    Casi en el mismo instante en que Silveira marchaba al Creta a degustar su desayuno de aceitunas y sardinas, su sopita de pan con ajos, aceite de oliva y cilantro en unión de su bien amada Socorro, Joaquín Ugarte, periodista, treinta y seis años, productor de guiones para cine y televisión, exhalante de bohemia y lujuria, ascendía penosamente las amplias y fatigantes escaleras del Creta, luego de una borrascosa noche de tragos.

    Joaquín Ugarte, aunque vivía en el Creta, era último vástago de una antigua familia del noroeste de aquel país de la inmensa y trémula América. Una familia acabada ya mucho tiempo ha por el alcohol, las sangrientas riñas clánicas y tribales, la locura y la sífilis y el incesto, y otra vez el pavor de la locura y la muerte. Joaquín maldecía de su borrachera y de la puta que con males artes le había embaucado. Se maldecía, por principio, a sí mismo, por su blanda, y por tanto inútil resistencia ante el alcohol y el sexo falaz y vulgar de la ramera. Maldecía igual a las ex esposas y a las amantes que había engañado o lo habían engañado a él, tornándolo ásperamente sarcástico y cruel con todos y aún más consigo mismo. Pero más maldecía a su padre, que había muerto y dejado como única herencia, fatídica, inesquivable y oprimente, la tendencia hacia las copas, la carne femenina de las boîtes y de los cabarets, y una vaporosa nostalgia de los ayeres gloriosos, de las cargas tremendas de caballería con el rojo violento del ocaso sobre las llanuras sin límite, de todo ese ropaje legendario con el que suele vestirse la historia para aparecerse y turbar así la vida de sus inocentes víctimas. Maldecía al Creta. Y a todos y cada uno de sus moradores. Al constructor que había ejecutado el plano demencial diseñado por el arquitecto Stefan Deídal, o Dédalo, como acostumbraban llamarle Joaquín y quienes abominaban de aquella colosal construcción, ajena a los cálculos clásicos u ortodoxos de moles, volúmenes y ángulos y rectas. Desde luego que maldecía también –en mucho menor grado– a la tía Julieta, quien le donó una estancia en el Creta precisamente a él, que desde muy niño sufría por la agónica añoranza del recio y antiguo esplendor y poder de aquella vieja familia, alucinado en la poética (y bien provista de alcohol) melancolía del tiempo pasado. Buscaba con ello la tía que aquellos apacibles, hermosos y opulentos jardines y orquidearios que rodeaban al Creta fuesen bálsamo milagroso para los delirios del atormentado, dilecto y amado sobrino. Una sanación que unida al pulcro y sereno ambiente de aquel piso provisto de una nutrida biblioteca, confort y comodidades no exentas de cierto lujo animaran el joven, al fin, a acometer la escritura de una obra literaria digna, bella y trascendente. Existía, por otra parte, expresa disposición testamentaria de que debía habitarlo. Jamás venderlo, permutarlo, arrendarlo, enajenarlo en cualquier forma que fuese, so pena de perder los beneficios colaterales de la herencia. De los cuales no era el menor la posibilidad práctica de realizar cada año un viaje durante quince, veinte días, o aún más, a donde le viniese en gana.

    En aquella chirriante cadena de maldiciones, hallaban amplio espacio itálicos, españoles o albañoles, portusanos, turcos y griegos por igual, asiáticos, emigrantes del coño sur, mestizos y mulatos, y cualquier otro obrero de imprecisa etnia o indeterminable procedencia geográfica, que hubiese estado entre todos los que habían dado vida a aquella construcción abrumadora y fantástica, cuyo laberíntico interior le sumía en exaltada condición de perplejidad, frustración y sorda iracundia. Abjuraba grandemente de lo que había sido noche cerrada e inútil, y a esa borrachera que, como se dijese, escasa o ninguna atenuación pudo aportar a la angustia que, por dentro, como un persistente fuego helado, le hería y domaba.

    Al tiempo que el joven lusitano se aproximaba a la conserjería del Creta a tomar su desayuno y contar sus cuitas a Socorro, aprovechando que era martes, día de mercado callejero por el área cretense, y en consecuencia la Encarna atareada con las compras estaría fuera hasta bien pasado el mediodía, y Joaquín Ugarte, aún muy ebrio y a tientas, buscaba el manojo de llaves y la cerradura de su apartamento en el quinto piso de aquel descomunal edificio, en el sexto, Salomón Rosenthal, anticuario, joyero de 78 años, abría sendos folletos de Christie’s y Sotheby’s para las subastas de primavera en Nueva York. Catálogos lujosamente impresos contentivos de piezas de numismática, miniaturas hechas de diversos metales, porcelanas, joyas, platería, muebles, libros raros y antiguos, portulanos, grabados, dibujos, maquetas navales de sobremesa de los siglos XVII y XVIII. Rosenthal ya había dado fin a su desayuno de jugo de lima y cerveza, con dos rebanadas de pan negro cubiertas de embutidos kosher y, arrebujado en su blando sillón, lejos del frío, del ruido y de la gente y sus sudores, se sumergía plácidamente en las aguas del lago de la belleza suprema y eterna que guardan los objetos de arte. Lago, por cierto, de aguas limpias y apacibles apenas onduladas por los vientos vivos de los colores de cada catálogo. Brillantes, plenos de imágenes de muebles construidos con materiales nobles. Maderas y piedras de soberbia presentación: elefantes de caoba y sándalo. Figurillas de pescadores calvos y decrépitos, curvados bajo el peso de enormes canastas rebosantes de peces. Piezas de jade, marfil labrado, bronce y objetos de laca de China, Japón, Persia y la India. Frágiles bailarinas envueltas en gasa blanquiazul. Espadas, dagas y estiletes de oro y plata, rubíes, ópalo y topacio. También de cobre y bronce. Pipas de espuma de mar. Ceniceros en surcos de ágata y piezas de ámbar. Tazas y platillos de porcelana. Jarras y jarrones, vasos, copas y cubertería de ardiente plata, trabajados febrilmente durante un remoto pasado en los ventisqueros de las cumbres peruanas, o en las desoladas mesetas mexicanas por anónimos, modestos y silenciosos orfebres. Opulentos relojes del barroco y el rococó francés, encofrados con fecundo esmero en nichos de cristal y oro, danzaban todos en el nomenclátor de Christie’s, con flores y arlequines y peces. Objetos gastados. Perfectamente inútiles, pero aún disecados, yertos en la materia que les contenía, guardaban todavía, y acaso hasta el postrer momento de su definitiva destrucción, el pasmo del instante trascendental en el que fueran concebidos y vaciados en sus moldes por los orespes del arte.

    He aquí –susurró Rosenthal– la verdadera vida. Nada existe o puede existir fuera de estas bellezas. Es esta –prosiguió quedamente, hundido en la profundidad de las pulcras aguas de aquel lago– la única y gran verdad.

    Luego añadió, no sin el estallido de una pequeña burbuja de alarma en la conciencia. ¿Llegaría yo a matar solo por la posesión y el deleite de tener a la vista y a la mano alguno de estos objetos, una edición rarísima de un manuscrito bella y suntuosamente presentado del Renacimiento italiano, o una de esas porcelanas?. Ahí quedó agazapada, como una alimaña peligrosa y explosiva, la pregunta.

    Poco antes de las llegadas, casi simultáneas, de Silveira da Fonseca y Joaquín Ugarte, uno a la conserjería y el otro a su apartamento en el quinto piso del Creta, y de que el señor Rosenthal diese plácido inicio, en el sexto piso, a su inmersión en el lago de los catálogos de arte de Christie’s y Sotheby’s, Ofelia García Larssen, por nombre y sexo hembra, y condición y edad divorciada, de cuarenta y tantos años, tibia y cimbreante dentro de su esbelta morenura, de profesión relacionista pública y/o anfitriona, y/o animadora de fiestas, saraos, zambombas, rumbas y/o dama de compañía u ocasión, pero sin llegar a prostituir completamente su cuerpo, y menos aun su mente, entraba en su bañera colmada de aceites, bálsamos y sales, y de inmediato comenzaba a ejecutar una difícil y excitante operación de rasuraje, poco a poco, lentamente, muy lentamente, del vello púbico, que nunca debía (ni podía) dejar que creciese poco más de medio centímetro cada tres días. Muy al contrario de lo que pudiera creerse al examen y sola vista de sus oficios, y particularmente de esa delicada operación de rasuraje, Ofelia jamás se trasnochaba durante la semana.

    Hermosa bestia diurna la había llamado alguna vez, con cierta maliciosa sorna, uno de sus innumerables amigos. De hecho, no solo por estrictas razones de seguridad personal se recogía temprano en su apartamento del primer piso del Creta la grácil diablesa de azabachada carne. Resultado también era del excesivo celo que tenía con todo lo que fuese el gobierno, cuido y administración de su cuerpo: dietas completas, una vez a la semana, con trozos de piña para asear la piel; masajes de algas y rodajas de piel de naranjas, limones, pepinos y capas de lechuga fresca sobre las pulposas nalgas y las suculentas tetas; anteojeras de rosas tiernas y olorosos jazmines sobre los párpados, una docena diaria de vasos de agua mineral sin hielo, cero caña, cero grasas y frituras, nada de humo de cigarrillos y, sobre todo, dormir, dormir y dormir. (¿Soñar acaso? No, no soñaba). Se mantenía en ese período de la vida más propicio a la maceración de las carnes que a su expansiva fruición en lozana exposición de una hermosa, fuerte y notable anatomía. ¡Qué de audaces ambiciones solían sacudirla de la noche al alba! ¡Cuántas y poderosas nubes albergando en su seno legiones de furiosos relámpagos no acosaban, raudas y brillantes, aquella carne de selva tibia y tensa!

    Dos pisos más arriba del apartamento de Ofelia García Larssen, y en el instante en que la morena beldad, ya convenientemente rasurada su pelusita púbica, se sumergía en la bañera a sedar el fogaje de sus carnes, Dennis Messeguer, dos veces viudo, tres divorciado, 58 años de edad, de mediana estatura, delgado, cambista, corredor de títulos valores y promotor y organizador de empresas, con audífonos incrustados en los oídos, y un Iphone apostado a su vista en el escritorio, anotaba en una gruesa libreta de piel de becerro las instrucciones de la clientela para la rueda bursátil que abriría a las diez en punto de aquella mañana memorable y sangrienta. Messeguer, después de sus sucesivos divorcios, tenía por costumbre jamás desayunar en casa. Solía hacerlo en La Belle Jardinière, una pastelería francesa ubicada en los alrededores del Creta y no distante de la Bolsa de Valores. Comía un par de croissants y dos tazones de café con crema, de pie y en riguroso silencio.

    Impávido ante el correr agitado de sirvientes, oficinistas y colegas, repasaba meticuloso y certero las órdenes de compra y venta de su numerosa clientela, con la vista fija en la cinta circulante de la pantalla de la TV, que daba cuenta instantánea de los movimientos de todas las plazas financieras del orbe. Pero aquella mañana había dispuesto el desayuno en su apartamento del tercer piso del Creta para discutir, junto a dos de sus socios y un representante del Transatlántico, el esquema definitivo de fusión de la inmobiliaria y la aseguradora con la casa de cambio y las operadoras de viajes y turismo. Había encargado el desayuno en el San Germán desde la noche anterior para muy temprano, mucho antes de las siete, acotó. A pesar de las múltiples complejidades de la negociación con el representante del banco, esperaba que, si todo andaba bien –y buenas razones había para esperarlo–, podría estar instalado en su despacho hacia las nueve de la mañana. Por cerca de dos años, incansable perseguía la ruta de esta operación, cuyo obstáculo había sido asignar a cada una de las empresas participantes, un valor que el Transatlántic estuviera dispuesto a reconocer y pagar. Durante dos años había emitido, primero, títulos millonarios para obtener la suficiente liquidez y adquirir los terrenos en las zonas adyacentes a los clubes y balnearios y, luego, otras obligaciones adicionales para respaldar el financiamiento de los proyectos turísticos. Pero en los últimos meses del año anterior, y como consecuencia de los continuos retrasos en la ejecución de las obras, el rating de sus bonos había descendido. La crisis económica europea, y el desplome en España de los bancos de suelo, cargados de los llamados activos tóxicos inmobiliarios, donde su grupo había invertido cuantiosos fondos, enrarecía la atmósfera de la negociación. Varias agencias de calificación de riesgos crediticios advirtieron sobre otra inminente reducción de su valor, a los tenedores de los bonos basura –como se atrevió a llamarlos un analista en un programa de TV. Y, ahora, al fin, voceros oficiales anunciaban no solo la reducción de tasas e impuestos diversos para proyectos turísticos en la zona, una amplia tregua fiscal en los distritos donde precisamente el cambista-promotor tenía la plataforma de los suyos, sino que también se habían aprobado las construcciones de un enorme embalse, de una nueva planta de tratamiento de aguas servidas, de dos nuevas vías de acceso rápido, de un muelle de cruceros y de un helipuerto.

    ¡Buenas razones tenía Messeguer, en efecto, para esperar el final exitoso de aquel período de difíciles negociaciones! Había tenido un intenso período de viajes en aviones, veleros y trenes, almuerzos, cenas y cocteles en los lugares más opuestos del globo: al borde de charcas pantanosas infestadas de zancudos y en las lujosas suites de algún hotel en Nueva York, Hong-Kong, Londres, Miami, París, Madrid o Zúrich. Messeguer había descartado golpes rápidos y audaces de la Bolsa. Despreció manipulaciones con divisas y especulaciones cambiarias con falsos importadores de alimentos, insumos y equipos; incluso había desechado inmejorables ofertas de compra por la casa de cambios y la inmobiliaria con un grupo japonés. Pero por experiencia, sabiduría, o simplemente instinto u olfato mercantil, dio prioridad a la fusión de todos los componentes del conglomerado –la promotora y ejecutora del proyecto con la inmobiliaria, la aseguradora y la operadora de cambios, viajes y turismo– para ofertárselo todo, en maciza bandeja de oro puro, como solía decir, al Transatlantic. Allí, y en eso estaba, pues, Dennis Messeguer, elucubrando el último detalle para coronar por medio de absorciones y compraventa de títulos. La soberbia cabeza de aquel negociador daba vida a su bien definido proyecto postrero de vida gracias a una elástica hermenéutica de códigos y leyes bastante alejada de aquellos y desafiando con sinuoso ritmo a estas. Había logrado levantar doradas estructuras y un nuevo y pujante señorío de empresas partiendo del agua barrosa, del aire salobre, de la tierra nutrida durante milenios por los residuos de minerales, plantas y osamenta de animales del jurásico, de las marismas pútridas y de los fétidos manglares, y del cambio sudoroso de billetes y monedas.

    En el cuarto piso, Leonor Ferrara, soltera, apetitosa rubiecita de 34 años, con palpables sabrosuras en la cuasi perfecta redondez de nalgas y tetas, guías francas para ubicar junto con el apellido su ascendencia ítalo-americana, también se disponía a darle ánima, sangre, aire y cuerpo a una empresa –aunque bien distinta a la de Messeguer– en la Escuela de Artes y Letras de la Universidad. Leonor aborrecía hasta enfermar su sangre italiana, y mucho de lo que a su cultura se asocia: los tallarines, los ñoquis, los ravioli, los canelones, los pastichos y lasañones, el minestrón, las óperas de Verdi cantadas por Pavarotti, las anécdotas insulsas e interminables de la mafia, la camorra, los patadones y cabezazos de los delanteros del Inter de Milán, del Lazio FC y del Nápoles FC.

    La literatura Occidental en el siglo XX era la conferencia que le correspondía dictar a las 8:30 de esa misma mañana y con la cual ansiaba sentar sólida cátedra. Con cinco diplomas brillando sobre su pecosa y ostensible pechamenta, Master of Arts por Harvard en American Studies, no era bella como la Scarlett O´Hara, de Lo que el viento se llevó, pero cuando los hombres se percataban, ya estaban enamorados o embrujados por la ilusión. Lo cual, desde luego, equivale a decir exactamente lo mismo. Tal simpleza tautológica no nos debe llevar, sin embargo, a solapar o desdeñar la imagen de su hermosura. Quería comenzar la conferencia con un texto que, según su esclarecido criterio, fuese uno de los fundamentales dentro de los grandes clásicos literarios del siglo XX. Tres resonaron en su mente:

    Stately, plump Buck Mulligan came from the stairhead, bearing a bowl of lather on which a mirror and a razor lay crossed. A yellow dressinggown, ungirdled, was sustained gently behind him on the mild morning air.

    O, acaso mejor aún:

    "Longtemps je me suis couché de bonne heure. Parfois á peine la bougie éteinte, mes yeux se fermaient si vite que je n’avais pas le temps de me dire: «Je m’endors».

    O tal vez:

    Ya era de noche cuando K llegó. La aldea yacía hundida en la nieve. Nada se veía de la colina: bruma y tinieblas la rodeaban….

    Se castigaba levemente por el peligro que suponía la indefinición ante aquellos tres textos sagrados de la religión literaria del siglo XX, pero se sentía bien afligida por el peso del enclaustramiento y del correr veloz del tiempo. Cosa bien sabida es que este todo lo sofoca, hunde, usa, y, a la postre, en rigor, destruye. Leonor Ferrara, sin dormir ni probar bocado alguno, echó mano a sus voluminosos cuadernos de notas, a los anteojitos color de piel de tigre, y se dispuso en súbito asalto al día a evaporarse rápidamente del Creta y encontrarse con su clase magistral en la Escuela de Artes y Letras. Justo en el momento en que la Ferrara bien decidida iba disparada, ¡oh, blonda y rauda flecha!, hacia el círculo retórico e inflamado de las letras, Jean-Claude Bouvier-Couturier, solterón septuagenario, funcionario jubilado de la Policía Judicial Internacional, con una mano firmemente apretada sobre la hirsuta pelambrera del lado izquierdo del tórax, se preparaba en la sala de baño de su apartamento en el segundo piso a recoger, con una cucharilla y un pequeño envase plástico, una muestra de sus hechuras fecales y orina para llevarlas temprano al laboratorio clínico más cercano al inmueble. Hubo de dejar encendido el ordenador para observar y escuchar por la red, www.radiofranceint.com, la masa de noticias que a través de la pantalla escupían a frenética velocidad la pareja de locutores, buscando así desprenderse de la punzada dolorosa que salvajemente le hería el pecho desde la madrugada. Efectuada calmadamente la recolección de sus fecales deyecciones y turbios meados, se desplomó Bouvier sobre una deshilachada y temblequeante poltrona. Le hablaba el hambre con insistentes rugidos y, bien pasadas las primeras ocho o nueve horas de esa mañana crucial y decisiva para todos, tras la toma de la sangre, no podía responderle. El laboratorio abriría sus puertas a las ocho, y acaso debía esperar largo rato.

    ¿Qué podía más en aquella pesada carnación de inercia?

    ¿El hambre? ¿El pavor de mirar, ya muy próximo, el rostro de la muerte? No creía temerle. La había visto de cerca varias veces en el curso de su carrera. Esa experiencia no lo había impresionado en demasía. Pero la vejez, ah… esa sí la había temido. Una enfermedad mortal, y la incapacidad, la absoluta indignidad de la edad senil, la pérdida del decoro, la intimidad, la vista de la compasión de los pocos amigos. Por eso despreciaba, y así se lo hacía saber, al joven bohemio borracho del quinto piso, quien malgastaba sus energías, el poder de su juventud y su clara inteligencia, porque la tenía y exhibía con crueles sarcasmos en cuanta oportunidad de encuentro se le ofrecía: las reuniones de Navidad, los ascensores, el sauna, los jardines, o las puertas de Creta. También mostraba visiblemente su desdén hacia las mujeres (una joven y la otra no tanto) que ocupaban los pisos primero y cuarto del inmueble. La víscera suelta y desenfrenada a galope tendido sobre la sabana del pecho le ardía como nunca. Técnicamente –lo sabía muy bien como buen investigador policial que era– el músculo cardíaco podía paralizar sus movimientos en cualquier momento. Aun así, desde el butacón, envejecido y de gastada armazón, como la suya propia, quizá podría respirar con mayor normalidad y recoger y reservar fuerzas para la próxima movilización al laboratorio y clínica anexa.

    Dejemos, pues, es hora, al hinchado, purpúreo y problematizado comisario Bouvier en su dilema –a medio camino entre la sala de baños y el sillón en su apartamento del segundo piso del Creta– para subir hasta el séptimo y último, el penthouse del edificio, y presentarles al en muchísimas formas misterioso proyectista y realizador de esta construcción: Stefan Deídal. Arquitecto, escultor y artífice de las piedras para fraguar, también como el otro, laberintos. De edad prácticamente indeterminable, Deídal se interroga, en la altitud soberana de su balcón que mira desde la falda de las montañas al valle donde crece la urbe, sobre el origen, funcionalidad y efectos que sobre los hombres ejercen las casas, edificios, monumentos y otras construcciones similares. ¿Qué es la casa, se interroga al abrir el alba sus rubores en Creta –ese martes 27 de febrero–, una cueva, una caverna, una gruta, (¡Oh, la Capilla Sixtina del arte rupestre!), donde hombres huraños dibujan la anatomía de bisontes, ciervas y caballos? ¿Una estancia? ¿Un aposento? ¿La casa ateniense? La talasocracia griega, el milagro griego del siglo V, se dice, nos dice Deídal, es el esplendor de Atenas y Palas meditabunda, recostada en su lanza para velar por la integridad de la polis. Y Pericles, cuando se acallaron los ruidos de las obras del Partenón: Si todas las cosas están condenadas a decaer, decid por lo menos de nosotros, siglos futuros, que construimos la ciudad más célebre y más feliz…. ¿La casa romana, donde la gens lucha contra el olvido y la barbarie, se multiplica y expande la soberbia del imperio por mares y tierras del orbe entero? ¿Una lujosa mansión en las colinas de la ciudad? Y entonces: ¿las chozas de bahareque, arcilla y lodo no son casas? Deídal piensa en la casa que hizo Gauguin en Hiva-Oa, en las islas Marquesas. Cabaña construida por Tioka y Kekele, carpinteros de bohíos a orillas de playas espumosas en los legendarios mares del Sur. La casa de la pradera, organizada alrededor de la chimenea-hogar; casas para la clase media estadounidense, con líneas horizontales largas y bajas que evocaban una intimidad cálida con la tierra; las casas de Winslow, Dana, Willits y Cooley y Roble, diseñadas en la primera década del XX por Frank Lloyd Wright. Y eso mientras paradojalmente Gaudí hacía en Barcelona la Casa Calvet, en piedra arenisca de Montjuich. Restauraba la Casa Batlló con formas lobuladas en los balcones. Barandillas con hierros retorcidos. Las fachadas perdiendo su tradicional esquema como muro de cerramiento. Revestidas ahora de cristales de colores y de piezas de cerámica. Luego romperían aun más las concepciones clásicas del arte de erigir edificios Le Corbusier y Villanueva. Después vendrían von Sprekelsen, Roger & Foster y Jean Nouvel, y la casa establo hecha por Botta en Suiza. Sí: ¿qué es la casa?, se plantea Deídal esa mañana del 27 de febrero. El hogar es la madre, se dice, nos dice, el arquitecto. Residencia, donde estamos. Residimos. ¿Y el domicilio? Ese es un término legal. El domicilio es donde se abren los afanes del hombre. Los gritos del comercio, las emanaciones de los billetes, las exudaciones de las monedas. El calor de la avaricia juntándose con el deseo del lucro. La campana donde tañe sus ruidos y el espejo donde refleja y sacia sus deseos más recónditos la ciudad. Los apetitos, triunfos, derrotas y miserias de la turbamulta. La casa es el lugar de los sueños. ¿Qué es una casa?, se repite obstinadamente Deídal. ¿Acaso para los oradores de ‘Creta’ sus apartamentos, visibles desde el panóptico que he dispuesto para servarlos a todos, son ‘sus’ casas?. Y concluyó: ¿O las mías?. Se acercó a uno de los estantes de la biblioteca y en el escritorio encendió el ordenador y buscó en la Wikipedia. Casa, casa, casa… Hay:

    Casa abierta: domicilio, estudio y despacho del que ejerce arte, industria, oficio, profesión….

    Casa de aposento: la villa de Madrid daba al Rey una parte de todas las casas para el servicio de la Corte.

    Casa de Banca: para operaciones de giro, cambio, descuento.

    Casa de camas o de mancebía: casa de putas. Casa de lenocinio.

    Casa de citas: aquella donde se ejerce la alcahuetería.

    "Casa de compromiso. Casa de trato. Casa llana. Casa de cocinas. Casa de juegos. Casa de comidas y de huéspedes. Casa de portas. Casa de locos (manicomio), de orates, de

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