El bello Antonio
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El bello Antonio - Rolando Rojo Redolés
I
Sesenta y nueve mujeres, de entre dieciocho y cuarenta años, vestidas de riguroso luto y con un clavel rojo en las manos, caminaron detrás del féretro que contenía el cuerpo mutilado del Bello Antonio. Eran las viudas no oficiales del muerto, que después de tres semanas de intensa búsqueda, había aparecido en una playita del río, medio comido por las ratas y carcomido por efecto de alguna droga o veneno. Seis negros musculosos, con los torsos untados en aceite de lobo marino, descalzos y sin más vestimentas que un ceñido taparrabo púrpura, transportaban el cajón en los hombros fornidos. Con pasos marciales de soldados turcos, recorrieron los doscientos metros de un sendero de gravilla adornado con rosas blancas. Subieron las treinta gradas de mármol que antecedían al palacio y depositaron la urna en la cureña dorada, junto al fuego de una antorcha eterna.
En ese sitio descansó el cuerpo del malogrado Bello Antonio durante los cinco días que duró el velorio antes de ser cremado para convertirse en una ceniza parda, destinada a ser aventada en el Lago de las Aves Tristes.
Detrás de los seis negros senegaleses, marchaban, con una banderita griega en las manos, los veintisiete infantes rubios, de ojos azules y nariz griega, hijos naturales del difunto. Todos menores de quince años y bautizados con los nombres de Antonio, Toni, Antoine, Anthony o Toño. Más atrás, Helena y Aristóteles, los padres del difunto y Gonzalito Lira, el último amigo del occiso. El Orfeón Municipal, interpretaba el Ave María de Schubert. Al final, el pueblo: amigos y enemigos del difunto, los sindicatos de panificadores, artesanos, músicos, titiriteros, billaristas, cantantes de bolero y en la cola del funeral, las pintarrajeadas y bulliciosas mujeres de los tres burdeles del pueblo, acompañadas por sus cafiches, matones y proxenetas. En total, unas cinco mil personas en aquella asoleada mañana de abril, junto a los restos mortales del más seductor y bello de los hombres.
Sin embargo, ninguna campanada de iglesia sonó en la postrera despedida del muerto. El sacerdote jesuita, Sinforoso Henríquez, no hizo la menor mención sobre el desgraciado suceso en la misa del domingo. Era claro que el muerto representaba las antípodas de la moral cristiana y de los mandamientos de la religión católica o de cualquier otra.
Durante los días que duró el velorio, se sucedieron en la explanada de la terraza conjuntos de bailarines rusos, húngaros y chinos; divertimentos de magos y acróbatas búlgaros; ventrílocuos poliglotas de Madagascar; pirotecnias alemanas, barítonos italianos y adivinos brasileños.
Las doce mujeres más viejas del pueblo, cuyas edades acumulaban mil quinientos años, fueron contratadas para llorar las veinticuatro horas de cada día que duró el velatorio.
Antonio Prokurakis, el Bello Antonio, hijo único del matrimonio formado por el comerciante griego Aristóteles Prokurakis y la escultora Helena Nicolaides, llegó al país al año de su nacimiento desde el puerto griego de El Pireo, y moriría, en nuestro pueblo, a los treinta años en extrañas circunstancias.
Acusado por un crimen pasional que no cometió, don Aristóteles Prokuralis tuvo que abandonar su patria, su trabajo en el puerto griego de El Pireo, a su mujer y a su hijo recién nacido, y buscar refugio en América. Desde Buenos Aires emigró a nuestro país y se radicó en las grandes ciudades del norte. En la primera trabajó en su oficio: constructor de barcos, veleros y yates en los astilleros «Ultramar». La suerte, sin embargo, volvió a darle la espalda. Se le responsabilizó del naufragio de un velero de lujo en alta mar donde se ahogó el alcalde de la ciudad, su mascota, un loro que hablaba garabatos en tres idiomas y su amante, una vedette argentina, famosa por haber sido la concubina de un popular Jefe de Estado trasandino. Aristóteles fue despedido del astillero, declarado «persona non grata» en la ciudad y requisada, a perpetuidad, su patente de constructor de navíos.
En la segunda urbe nortina, Prokurakis quiso incursionar en la principal industria de la zona: la minería. Tenía juventud y fortaleza para tan duro oficio. Sin embargo, en el bar del hotel donde se hospedaba, conoció a los ingleses Peter Low y Fritz Roy que lo tentaron con un trabajo ilegal, pero «lucrativo» y que —según le aseguraron— le permitiría, al cabo de algunas semanas, acelerar la reunión con su familia.
Soportó tres meses el frío, la soledad y la barbarie. Se trataba de matar animales marinos en la Patagonia, Tierra del Fuego e islas adyacentes. La crueldad con que se sacrificaban a garrotazos a los lobos de dos pelos, para obtener las pieles, la grasa y la carne de las focas, se le hizo insoportable. El arma se le caía de las manos y el llanto le impedía sostenerse en píe.
Durante meses, no pudo sacar de sus pensamientos ni de sus sueños, la tierna mirada de los animales antes de ser sacrificados, el llanto de las crías, el olor nauseabundo de las cavernas donde se internaban con música de «Pavana para una infante difunta», con el fin de adormecer a las manadas de mamíferos acuáticos y asesinarlos a golpes de garrote.
Regresó al continente y se instaló en la tercera ciudad del norte para especializarse en una nueva actividad: pastelero. Se adiestró en la cocina griega, en la elaboración de los baclavá, kourabiedes, melomakaromo, bougatsa. La venta de esos productos lo llevó por distintos pueblos, villorrios y ciudades, hasta desembocar en la nuestra y fue tal el encantamiento que terminó afincándose en estas tierras. Aquí logró forjar una estabilidad económica que le permitió traer a su mujer y al pequeño Bello Antonio a su lado.
Los primeros días, don Aristóteles se dedicó a recorrer las plazas, avenidas, monumentos y negocios de nuestra ciudad (la mayoría dedicados a la agricultura, la ganadería y la industria). Todos con un ícono en la entrada para advertir a la población analfabeta. Un caballo embalsamado para el negocio de cueros y calzados; un pez espada disecado en la pescadería, una pala y un rastrillo a los agricultores, una cabeza de vacuno identificaba la carnicería, etcétera. Le sorprendió, gratamente, que las casas estuvieran pintadas de atractivos y variados colores. Había barrios azules, naranjas, verdes, rojos, lilas, cafés. «Desde la altura semejará la acuarela de un pintor loco», pensó divertido. Las numerosas estatuas no eran homenajes a héroes ni gobernantes muertos, sino a conceptos. Se erigía, por ejemplo, la estatua al Hambre, a la Amistad, a la Belleza, a la Solidaridad, etcétera. Las calles tampoco tenían nombres de próceres; las que se orientaban de sur a norte llevaban nombres de flores y las de este a oeste, de estrellas. Los alrededores, con cerros y quebradas verdes, un río de aguas cristalinas y un hermoso lago llamado «De las Aves Tristes», le trajeron amables recuerdos de su lejana tierra natal. «Solo falta el mar para que todo sea perfecto», —se dijo placentero.Tampoco había policías, sino una amistosa guardia civil formada por vecinos que, en cualquier momento dejaban de lado las obligaciones para una partida de ajedrez o una pichanga de barrio, detalles que terminaron por ganar la admiración del prófugo y la decisión de establecerse definitivamente en «este sitio de maravillosa locura».
Cuando indagaba sobre el terreno donde levantaría los cimientos de su casa, se enteró que los colores de los barrios obedecían a una útil y original razón. Estaban pintados según el color que identificaba la singularidad de sus moradores. Existía el Barrio Mostaza de los Turcos con sus negocios de géneros, hilos y costuras; el Barrio Amarillo de los Chinos y sus comidas típicas; el Barrio Rojo de las prostitutas; el Barrio Azul de los músicos y cantantes de boleros; el Barrio Celeste de las Vírgenes; el Barrio Rosado de los Artesanos; el Barrio Café con Leche de los «Tiznados», (obreros de la Maestranza); el Barrio Morado de los Tarotistas y Videntes; el Barrio Blanco de los Jardines Infantiles; el Barrio Gris de los billaristas y jugadores de poker .
El olfato comercial de don Aristóteles, detectó la grieta en un negocio que él se encargaría de rellenar. El más elemental de los alimentos quedaba entregado a las manos y habilidades dispares de las dueñas de casa. De esto resultaba un pan sin forma, —o mejor— con infinitas formas: pelotas, cubos, rectángulos y una mezcla no muy afortunada de sabores, «duros como el alma del forajido y el principal culpable —según los vecinos— de los desdentados del pueblo». Aristóteles Prokurakis haría disfrutar de este elemental alimento a toda la comunidad. Buscó recetas, dibujó formas y texturas, investigó ingredientes, estrenó manipulaciones y, de su horno de barro, nacieron las primeras marraquetas, hallullas, croissant, buñuelos, bollos y otra infinidad de sabores.