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Memorias de un sargento de milicias
Memorias de un sargento de milicias
Memorias de un sargento de milicias
Libro electrónico289 páginas3 horas

Memorias de un sargento de milicias

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Publicada originalmente en 1852 como una novela por entregas y posteriormente (1854 y 1855) en dos volúmenes recopilatorios, Memorias de un sargento de milicias es reconocida como una de las más destacadas novelas del siglo xix brasileño. A manera de viñetas humorísticas e incluso satíricas, se siguen las aventuras y las desgracias de Leonardo, desde las travesuras y la picardía de la infancia, la holgazanería de la juventud hasta el encuentro que lo convierte en un sargento de milicias. Con una fluidez notable —que en español conserva magistralmente la traducción de Paula Abramo—, Manuel Antônio de Almeida recurre a un lenguaje cotidiano que da cuenta de muchos detalles sobre la vida en las calles de Río de Janeiro y permite advertir las sutiles e incisivas críticas a la sociedad y la cultura urbana del Brasil del siglo xix.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 abr 2023
ISBN9786071677938
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    Memorias de un sargento de milicias - Manuel Antônio de Almeida

    Portada

    COLECCIÓN POPULAR

    878

    MEMORIAS DE UN SARGENTO DE MILICIAS

    MANUEL ANTÔNIO DE ALMEIDA

    Memorias de un sargento de milicias

    Traducción y notas

    PAULA ABRAMO

    Fondo de Cultura Económica

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    Primera edición en portugués, 1852-1853

    Primera edición, 2022

    [Primera edición en libro electrónico, 2023]

    Distribución mundial

    Título original: Memórias de um Sargento de Milícias

    D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

    www.fondodeculturaeconomica.com

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel.: 55-5227-4672

    Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere

    el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

    ISBN 978-607-16-7663-4 (rústico)

    ISBN 978-607-16-7793-8 (electrónico-epub)

    Impreso en México • Printed in Mexico

    Tomo I

    I. ORIGEN, NACIMIENTO Y BAUTIZO

    ¹

    ERAN tiempos del rey.²

    Una de las cuatro esquinas que forman las calles de Ouvidor y de Quitanda³ al cortarse mutuamente se llamaba, en ese tiempo, El rincón de los alguaciles; y el nombre le venía bien, porque aquél era el punto de reunión preferido de todos los individuos de esa clase (que entonces gozaba de no poca consideración). Los alguaciles de hoy no son sino una sombra remedada de los alguaciles de los tiempos del rey; ésos sí eran gente temible y temida, respetable y respetada; conformaban uno de los extremos de la formidable cadena judicial que involucraba a todo Rio de Janeiro en una época en que las demandas eran un elemento vital entre nosotros: el otro extremo eran los desembargadores.⁴ Los extremos, no obstante, se tocan, y éstos, al tocarse, cerraban un círculo dentro del que se entablaban los terribles combates de citatorios, pruebas, causas principales y finales, y todos esos ademanes jurídicos a los que se llamaba proceso.

    De ahí su influencia moral.

    Pero tenían además otra influencia, que es precisamente la que falta a los de hoy: la influencia que derivaba de su condición física. Los alguaciles de hoy son hombres como cualquier otro; nada tienen de imponentes, ni en su semblante ni en su vestir, se confunden con cualquier procurador, escribano de notaría o recadero de oficina pública. Los alguaciles de esos buenos tiempos no se confundían con nadie; eran originales, eran todo un tipo: en sus semblantes se traslucía cierto aire de majestad forense, sus miradas, calculadas y sagaces, anunciaban chicanas. Vestían una circunspecta casaca negra, calzas y medias del mismo color, zapatos de hebilla, un aristocrático espadín al lado izquierdo, y en el flanco derecho se colgaban un círculo blanco, cuyo significado ignoramos, y coronaban todo esto con un grave sombrero de candil. Plantado bajo la importancia ventajosa de estas condiciones, el alguacil usaba y abusaba de su posición. ¡Era terrible cuando el ciudadano, al volver una esquina o salir por la mañana de su casa, se topaba con una de esas solemnes figuras, que desplegaba a su lado una hoja de papel y empezaba a leerla en tono confidencial! Por más que se hiciera, no había, en esas circunstancias, otro remedio que dejar escapar de los labios el terrible: Me doy por citado. ¡Nadie sabe qué significado tan fatídico y cruel tenían esas pocas palabras! Eran una sentencia de peregrinación eterna pronunciada contra uno mismo; querían decir que se comenzaba un largo y fatigoso viaje, cuyo lejanísimo destino eran las cajas del tribunal, y en el que habría que pagar el derecho de paso en un sinfín de momentos; el abogado, el procurador, el interrogador, el escribano, el juez, inexorables Carontes, estaban a la puerta con la mano extendida, y nadie pasaba sin dejarles, ya no digamos un óbolo, sino todo el contenido de sus bolsillos y hasta el último gramo de su paciencia.

    Pero volvamos a la esquina. Quien pasara por ahí cualquier día útil de aquella bendita época habría de ver, sentado en unos asientos bajos de cuero, ya entonces gastados, que se llamaban sillas de campaña, a un grupo más o menos numeroso de esa noble gente, platicando pacíficamente sobre todo lo que era lícito platicar: la vida de los hidalgos, las noticias del Reino⁵ y las artimañas policiacas de Vidigal.⁶ Entre los elementos que conformaban esta ecuación alguacilística que se operaba en la esquina, había un denominador: Leonardo-Pataca. Así llamaban a un rotundo y gordísimo personaje de cabello blanco y carota rubicunda, que era el decano de la corporación, el más antiguo de los alguaciles que vivían en esos tiempos. La vejez lo había vuelto flojo y pachorriento; con su lentitud atrasaba los asuntos entre las partes; no le daban trabajo, y por eso no se movía de esa esquina; allí pasaba los días sentado en su silla, con las piernas estiradas y el mentón apoyado sobre un grueso bastón que, desde que había cumplido cincuenta, era su infalible compañero. La costumbre que tenía de quejarse todo el tiempo porque sólo le pagaban la módica cantidad de trescientos veinte reales por citatorio le había valido el apodo que añadían a su nombre.⁷

    Su historia poco tiene de notable. Leonardo había sido vendedor ambulante en Lisboa, su patria; pero se aburrió del negocio y vino a Brasil. Al llegar aquí, no se sabe por influencias de quién, obtuvo el empleo que lo vemos ostentar, y que ejercía, como hemos dicho, desde tiempos remotos. Pero con él vino, en el mismo barco, no sé a hacer qué, una tal María de las hortalizas, tendera de los mercados de Lisboa, aldeana rechoncha y guapota. Leonardo, si hemos de hacerle justicia, no era, en esos tiempos de su mocedad, mal parecido, y sobre todo era vivaracho. Al salir del Tejo, estando María apoyada en la borda del barco, Leonardo fingió pasar distraído junto a ella y, con el zapatote herrado, le metió un valiente pisotón en el pie derecho. María, como si ya se esperara aquello, sonrió dizque avergonzada con el jugueteo y le dio, también con aire de disimulo, un tremendo pellizco en el dorso de la mano izquierda. Esto era una declaración en forma, según el uso portugués: pasaron el resto del día en pleno cortejo; al anochecer se repitió la misma escena del pisotón y el pellizco, con la diferencia de que esta vez fueron un poco más fuertes, y al día siguiente estaban los dos amantes tan extremosos y familiares que parecían serlo desde hacía muchos años.

    Cuando saltaron a tierra, empezó María a sentir unas náuseas: se fueron los dos a vivir juntos y al cabo de un mes se manifestaron claramente los efectos del pisotón y del pellizco; siete meses después tuvo María un hijo, un formidable niño de casi tres palmos de largo, gordo y rubicundo, peludo, pataleante y llorón, que, en cuanto nació, mamó dos horas seguidas sin soltar el pecho. Y este nacimiento es, sin duda, de todo lo que hemos dicho, lo que más nos interesa, porque el niño en cuestión es el héroe de esta historia.

    Llegó el día de bautizar al muchacho. Fue madrina la partera. Sobre el padrino, hubo dudas: Leonardo quería que fuera el señor juez; pero tuvo que ceder a instancias de María y de su comadre, que querían que fuera el barbero de enfrente, que resultó ser el elegido. Ya se sabe que hubo fiesta ese día: los invitados del dueño de la casa, que eran todos de ultramar, cantaban desafíos⁸ según su costumbre; los invitados de la comadre, que eran todos de esta tierra, bailaban el fado.⁹ El compadre llevó su rabel, que es, como se sabe, el instrumento preferido de la gente de su oficio.¹⁰ Al principio, Leonardo quiso que la fiesta tuviera aires aristocráticos y propuso que se bailara el minueto de la Corte. La idea se aprobó, aunque era difícil encontrar parejas. Al final se levantaron una matrona baja y gorda, mujer de un invitado; una compañera de ésta, cuya figura era su más completa antítesis; un colega de Leonardo, pequeñito, bajito y con trazas de pícaro, y el sacristán de la catedral, un tipo alto y flaco, con pretensiones de elegancia. El compadre tocó el minueto en el rabel; y su ahijadito, tendido en el regazo de María, acompañaba cada movimiento del arco con un chillido y unas patadas. Esto hizo que el compadre perdiera muchas veces el compás y se viera obligado a empezar de nuevo otras tantas.

    Después del minueto se fueron perdiendo las formalidades y la fiesta empezó a bullir, como se decía en esos tiempos. Llegaron unos muchachos con guitarras y machetes:¹¹ instado por las señoras, Leonardo se animó a inaugurar la parte lírica de los festejos. Se sentó en un taburete, en un lugar aislado de la sala, y tomó una guitarra. Tenía un buen efecto cómico verlo, en el traje de su oficio, con su casaca, calzas y espadín, acompañando con el monótono zum zum de las cuerdas del instrumento el garganteo de una modinha¹² de su patria. Fue la nostalgia de su tierra natal lo que inspiró su canto, cosa natural en un buen portugués como lo era él. La modinha decía así:

    Cuando estaba yo en mi tierra,

    solito o en compañía,

    ¡cantaba de noche y día

    junto a una copa de vino!

    La modinha se interpretó con atención y se aplaudió con entusiasmo. El único que no pareció apreciarla del todo fue el pequeño, que obsequió a su padre como había obsequiado a su padrino: marcándole el compás con chillidos y patadas. A María se le enrojecieron los ojos y suspiró.

    El canto de Leonardo fue el último toque a rebato para que la fiesta se encendiera: fue el adiós a las formalidades. Todo, en adelante, fue bullicio, que rápido se convirtió en griterío, y más rápido aún en escándalo, y si no llegó a más fue porque de vez en cuando se veían pasar a través de las celosías de la puerta y las ventanas¹³ ciertas figuras que indicaban que Vidigal andaba cerca.

    La fiesta acabó tarde; la madrina fue la última en irse, bendiciendo a su ahijado y poniéndole en el ombliguero un ramito de ruda.¹⁴

    ¹ La presente traducción se basa en el texto fijado por Mamede Mustafa Jarouche para Ateliê Editorial (Manuel Antônio de Almeida, Memórias de um Sargento de Milícias, presentación y notas de Mamede Mustafa Jarouche, Ateliê Editorial, 4a. ed., São Paulo, 2006), que se basa a su vez en la primera edición del libro (1854-1855), cotejada con el texto que se publicó por entregas entre 1852 y 1853 en el Correio Mercantil. Agradezco el auxilio del doctor Jarouche para la resolución de múltiples dudas, así como los materiales que generosamente puso a mi disposición. Este volumen debe mucho a su trabajo.

    ² En 1808, con la ocupación napoleónica de Portugal, la Corona portuguesa, encabezada por el príncipe regente don Juan VI, se trasladó a Brasil, donde permaneció hasta 1821. Don Juan VI fue coronado rey en Brasil en 1816 y, cuando partió, dejó como regente a su hijo, don Pedro I, que proclamaría la independencia en 1822. Con tiempos del rey, el autor se refiere a esos trece años que don Juan VI permaneció en Brasil. Fue un periodo de especial desarrollo para la Colonia, que se vio convertida súbitamente en Metrópoli.

    ³ La novela transcurre en la ciudad de Rio de Janeiro. Las calles de Ouvidor y Quitanda, ubicadas en el centro de la ciudad, fueron en el siglo XIX dos de las más concurridas, espacio de socialización y comercio.

    ⁴ Se traduce aquí como alguacil el término portugués meirinho. Los meirinhos eran oficiales encargados de ejecutar mandatos judiciales. Los desembargadores, por su parte, eran los jueces encargados de las causas.

    ⁵ Por el Reino se entiende Portugal.

    ⁶ Miguel Nunes Vidigal (1745-1843) existió realmente. Fue subcomandante de la policía militar de Rio de Janeiro durante el tiempo en que don Juan VI estuvo en el poder.

    ⁷ La pataca era una moneda de plata que equivalía, precisamente, a la cantidad de 320 reales. El real fue la unidad monetaria en Brasil hasta 1945.

    ⁸ Los desafíos eran versos improvisados.

    ⁹ El fado, música de origen lisboeta, era muy popular en el Brasil de principios del siglo XIX. En ese entonces solía bailarse y su danza tenía fama de lasciva.

    ¹⁰ Los barberos, que por lo común eran africanos o afrodescendientes libertos, o bien esclavizados que trabajaban a jornal, solían tocar instrumentos de viento y cuerda, y su música se conocía como música de barberos. La música de barberos, que empezó a dejar de ser usual hacia mediados del siglo XIX, fue una de las primeras expresiones de la música popular urbana brasileña.

    ¹¹ Instrumento de cuerda pequeño.

    ¹² Género de música que fue muy popular en Brasil en el siglo XIX. Es un género lírico con letras románticas.

    ¹³ Era común cubrir puertas y ventanas con celosías o enrejados de madera, que dejaban pasar la luz y el aire.

    ¹⁴ La ruda tiene usos mágicos vinculados con la protección contra el mal de ojo. El ombliguero era una faja con la que se ceñía a los recién nacidos para protegerles el ombligo.

    II. PRIMEROS INFORTUNIOS

    PASEMOS por alto los años que transcurrieron desde el nacimiento y bautizo de nuestro personaje y vayamos a encontrarnos con él ya a la edad de siete años. Digamos únicamente que durante todo ese tiempo el niño no desmintió lo que había anunciado desde que nació: atormentaba a los vecinos llorando siempre a voz en cuello; era colérico; le tenía una ojeriza particular a su madrina, a quien no podía ni ver, y era raro a cual más.

    En cuanto fue capaz de caminar y hablar se convirtió en un azote; rompía y destrozaba todo lo que cayera en sus manos. Tenía una decidida obsesión por el sombrero de candil de Leonardo; si éste lo olvidaba en algún lugar que estuviera a su alcance, el niño lo tomaba de inmediato, sacudía con él todos los muebles, le ponía dentro todo lo que encontrara, lo frotaba contra la pared, y acababa barriendo la casa con él; hasta que María, desesperada por lo que aquello habría de costar a sus oídos, y tal vez a su lomo, le arrebataba a la víctima infeliz. Era, además de travieso, goloso: cuando no hacía travesuras, comía. María no lo perdonaba; le tenía muy maltratada cierta parte del cuerpo. Pero él no se enmendaba, porque también era necio, y las diabluras volvían a empezar en cuanto cesaba el dolor de las nalgadas.

    Así llegó a los siete años.

    A fin de cuentas, María no dejaba de ser una aldeana, y Leonardo empezaba a arrepentirse seriamente de todo lo que había hecho por ella y con ella. Y tenía razón, porque —digámoslo deprisa y sin más ceremonias— hacía cierto tiempo que había concebido fundadas sospechas de que ella lo traicionaba. Hacía algunos meses se había dado cuenta de que un sargento pasaba muchas veces por su puerta y clavaba miradas curiosas a través de la celosía. En una ocasión, al recogerse, le pareció verlo apoyado en la ventana. Pero esto quedó atrás sin mayores incidentes.

    Después empezó a parecerle extraño que cierto colega suyo lo fuera a ver a su casa para tratar asuntos del oficio a horas siempre insólitas, pero esto también quedó atrás en breve. Finalmente sucedió que, tres o cuatro veces, se topó, junto a su casa, con el capitán del barco en el que había llegado de Lisboa, y esto le causó serias preocupaciones. Un día, en la mañana, entró a su casa sin que lo esperaran. Alguien que estaba en la sala abrió precipitadamente la ventana, saltó de allí a la calle y desapareció.

    En vistas de esto, ya no era posible dudar: el pobre hombre perdió, como suele decirse, los estribos. Lo cegaron los celos. Arrojó deprisa a un banco unos autos que llevaba bajo el brazo y se dirigió a María, con los puños cerrados.

    —¡Grandisísima…!

    Y la injuria que iba a soltar era tan grande que se atragantó… y se puso a temblar con todo el cuerpo.

    María reculó dos pasos y se puso en guardia, porque tampoco era de las que se asustaban con cualquier cosa.

    —¡Sácate de aquí, Leonardo!

    —No vuelvas a llamarme por mi nombre, no vuelvas a llamarme… porque te cierro esa boca a golpes…

    —¡Lárgate! ¿Quién te mandó a coquetearme en el barco?

    Esto exasperó a Leonardo; el recuerdo del amor inflamó el dolor de la traición, y los celos y la rabia de que estaba poseído se desbordaron en golpes a María que, tras un intento inútil de resistirse, se echó a correr, a llorar y a gritar:

    —¡Ay… ay! ¡Auxilio! ¡Señor compadre…!, ¡señor compadre…!

    Pero el compadre le enjabonaba en ese momento la cara a un cliente y no podía dejarlo. Así que María pagó caro y de golpe todas sus cuentas. Se encogió lloriqueando en un rincón.

    El niño había presenciado toda esta escena con imperturbable sangre fría: mientras María era apaleada y Leonardo rabiaba, él se ocupaba tranquilamente en romper las hojas de los autos que su padre había arrojado al entrar, y en hacer con ellas una gran colección de cucuruchos.

    Cuando, pasada la rabia, Leonardo pudo ver más allá de sus celos, reparó en la meritoria obra que ocupaba al pequeño. Volvió a enfurecer: levantó al niño por las orejas, lo hizo dar media vuelta en el aire, alzó el pie derecho y lo asestó de lleno en sus glúteos haciéndolo caer de sentón a cuatro brazas de distancia.

    —Eres hijo de un pisotón y de un pellizco; mereces que un puntapié acabe contigo.

    El niño lo soportó todo con un valor de mártir, sólo abrió ligeramente la boca cuando lo levantaron por las orejas; en cuanto cayó, se levantó, salió corriendo por la puerta, y en tres brincos estaba dentro del establecimiento de su padrino, aferrándose a sus piernas. El padrino alzaba en ese momento sobre la cabeza de su cliente la bacía que había apartado del mentón: con el golpe sufrido, la bacía se inclinó y el cliente recibió un bautizo de agua jabonosa.

    —Caramba, maestro, ¡ésta sí que es buena…!

    —Señor… —balbuceó él—, fue culpa de este endiablado… ¿Qué te pasa, niño?

    El pequeño nada dijo; sólo dirigió los ojos temerosos hacia delante, señalando con la mano trémula en esa dirección.

    El compadre miró también, prestó atención, y entonces escuchó los sollozos de María.

    —¡Hum! —rezongó—; ya sé de qué ha de ser… bien decía yo que… ¡pues ahí está…!

    Y, disculpándose con el cliente, salió de la tienda y fue a atender a lo que pasaba.

    Por estas palabras se ve que había sospechado algo; y sepa el lector que había sospechado la verdad.

    Espiar la vida ajena, preguntar a los esclavos qué pasaba en el interior de las casas, era, en aquellos tiempos, cosa tan común y arraigada en las costumbres que aún hoy, pasados tantos años, quedan grandes vestigios de ese lindo hábito. Sentado, pues, al fondo del establecimiento, mientras afilaba, para disimular, los instrumentos de su oficio, el compadre había presenciado los paseos del sargento ante la celosía de Leonardo, las visitas extemporáneas de su colega, y, finalmente, los intentos del capitán del barco. Por eso contaba con que, tarde o temprano, sucediera lo que acababa de suceder.

    Al llegar al otro lado de la calle, empujó la celosía que el niño al salir había cerrado y entró. Se dirigió a Leonardo, que aún mantenía una postura hostil.

    —Oiga, compadre, ¿perdió usted el juicio?

    —¡El juicio, no —dijo Leonardo en tono dramático—, sino el honor…!

    María, al verse protegida por la presencia del compadre, cobró ánimos y, enderezándose, dijo en tono de burla:

    —¡El honor…!, ¡honor de alguacil…! ¡Vaya!

    El volcán de despecho, que las lágrimas de María habían apagado un poco, volvió a borbotear con ese insulto, que no sólo ofendía a

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