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Anna Göldin. La última bruja
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Libro electrónico278 páginas3 horas

Anna Göldin. La última bruja

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El best seller y clásico moderno suizo basado en el juicio más controvertido del siglo XVIII.

Anna Göldin no es lo que se espera de una sirvienta de su época, y el resentimiento que su audacia suscita en la clase alta de Glaris acaba siendo su perdición: cuando la niña a su cuidado comienza a escupir agujas, la autoridad local decide que es una bruja y es sentenciada a morir.

En este clásico moderno de la literatura suiza, Hasler examina cómo una condena por brujería pudo tener lugar en el corazón de Europa durante el apogeo de la ilustración. Una novela histórica y feminista basada en hechos reales, un True Crime indispensable para entender la violencia milenaria contra las mujeres.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 mar 2023
ISBN9788418449963
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    Anna Göldin. La última bruja - Eveline Hasler

    foto-Eveline.tif

    © Erbengemeinschaft Dr. med. Peter Friedli

    Eveline Hasler nació en Glaris un 22 de marzo de 1933 y actualmente reside en Tesino, al sur de Suiza. Es miembro de la asociación Autorinnen und Autores der Schweiz y del PEN Club Internacional. Estudió psicología e historia en las universidades de Friburgo y París, trabajó como profesora en San Galo y es doctora honoris causa por la Universidad de Berna. Escritora prolífica, ha publicado más de cuarenta títulos de literatura infantil y juvenil, además de una veintena de libros de narrativa y poesía para adultos.

    Su obra ha sido traducida a doce idiomas y premiada en múltiples ocasiones. En 1989 ganó el Premio Literario Schubart y en 1991 el Premio del Libro de la ciudad de Zúrich. También fue galardonada con el Premio Droste (1994), el Homenaje de la ciudad de Zúrich (1988) y el Premio de Cultura de la Ciudad de San Galo (1994).

    Publicada originalmente en alemán en 1982 y traducida al castellano por primera vez en 2023 de la mano de Vegueta, Anna Göldin. La última bruja, gozó de un éxito comercial inmediato. Fue llevada al cine en 1991 y se convirtió en una de las producciones suizas más exitosas de la época.

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    Vegueta Narrativa

    Colección dirigida por Eva Moll de Alba

    Título original: Anna Göldin. Letzte Hexe de Eveline Hasler

    © 2021 Nagel & Kimche in der MG Medien Verlags GmbH

    © de esta edición: Vegueta Ediciones

    Roger de Llúria, 82, principal 1ª

    08009 Barcelona

    www.veguetaediciones.com

    Esta obra ha contado con el apoyo

    de la Fundación Suiza para la Cultura Prohelvetia

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    Traducción: José Aníbal Campos

    Diseño de colección: Sònia Estévez

    Ilustración de cubierta: © RooMtheAgency

    Fotografía de Eveline Hasler: © Erbengemeinschaft Dr. med. Peter Friedli

    Primera edición: marzo de 2023

    ISBN: 978-84-18449-96-3

    IBIC: FA

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91702 19 70 / 93 272 04 45).

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    Índice

    Y vino a él el tentador, y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan». Mateo 4, 3

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    La magia la de la existencia es enorme. Raúl Gustavo Aguirre.

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    Antes de que vuestros pies tropiecen en montes de oscuridad. Jeremías, 13:16

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    Epílogo de la autora

    Nota del traductor

    Y vino a él el tentador, y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan».

    Mateo 4, 3

    1

    Anna, triste celebridad.

    Solo piedras allí donde uno trata de encontrar su rastro. Sennwald, lugar de origen de Göldin, es paraje de escarpados prados y campos de labranza erizados de peñascos, de elevadas paredes de roca desmoronadiza y de montes picudos como dientes, como cuernos.

    Una vez hubo en los montes Kreuzberg un desprendimiento que llegó hasta el Rin. En Salez, los abetos aprisionan desde entonces unos pedruscos entre sus raíces. Nada rueda ya por las laderas, el polvo se ha disipado y los pájaros revolotean entre las ramas, pero la paz es engañosa.

    Las piedras dieron nombre también al pequeño condado: Sax, Sassum son nombres germanos para piedra. En 1615, cuando al conde de Sax se le acabó el dinero y solo le quedaron pedruscos, vendió el territorio a los habitantes de Zúrich, que hasta la revolución iban a tenerlo bajo su «honorable autoridad y jurisdicción».

    Y en Zúrich, los que en su día entregaron vidas y bienes por la libertad, envían ahora a sus gobernadores, a veces a un tal Ziegler, otras a un tal Ulrich, a habitar el castillo de For­steck, situado sobre el montículo rocoso en el que se produjo aquel desprendimiento y entre cuyas hayas se abrió un claro. Y allí permanece sentado el gobernador, tras su pesada mesa de roble, y lleva pulcra cuenta de sus súbditos en libros para «libres» y «vasallos». Porque hay familias libres y otras que no lo son, y hay familias en las que se mezclan ambas categorías de dependencia: si una mujer libre se casa con un vasallo —o viceversa—, su primer hijo es propiedad del gobernador, el segundo es libre, el tercero no lo es y así sucesivamente. Pero incluso los llamados «libres» están sujetos a la autoridad de Zúrich; solo han comprado su libertad en relación con ciertos pagos.

    Cuando seguía el rastro de Anna, busqué en esos libros a los paisanos de aquellos campos pedregosos. Ya en el siglo XVIII, más de un tercio de los habitantes de Sennwald lleva el apellido Göldi. Un nombre que suena a oro —gold—, pero que poco esconde del preciado metal, sino que responde más bien a la raíz de una palabra recogida en el diccionario dialectal de la zona: Gôl, Gôleten, que significa rocalla, canto rodado. También los nombres propios se parecen entre sí: hay muchas Annas, muchas Anna Göldin.

    Por la época en la que Anna nació, a finales de agosto de 1734, su padre había sembrado las primeras patatas y un surco de maíz de la variedad llamada «turca». Con esos nuevos cultivos se libraron por un tiempo de los diezmos a la autoridad y contuvieron los decretos supervisados y aprobados por los respetables señores de Zúrich, abordando un periodo de gracia que les permitió sobrevivir.

    En el campo de lino de Adrian Göldi se alza una roca imponente. La pequeña Anna la conoce bien; conoce las grietas y ranuras en las que crecen el cedacillo y el geranio; conoce sus blanquecinas vetas de cuarzo. Un castillo almenado, un Forsteck en miniatura en medio del campo. Las cabras trepan por la roca y alzan sus cuernos hacia las nubes hebrosas que surcan el cielo, empujadas por el cálido aire alpino; Anna y su hermana Barbara siguen a las cabras y las ahuyentan con sus varas de avellano.

    Pero el regidor no soporta la roca.

    Confía en obtener mayor rendimiento de los campos de sus súbditos si los limpia de piedras. Envía a un siervo del castillo a dinamitar la roca junto al padre de Anna.

    La madre lo observa todo desde la puerta de casa; las niñas, con los rostros rubricados por la curiosidad y el miedo, se aferran a los extremos de su falda. ¡No, no!, grita Anna, pero los hombres le vuelven la espalda sin escucharla y siguen maniobrando con la pólvora y las mechas.

    La piedra escupe otras piedras, grandes como puños, que impactan contra el campo de lino y ruedan entre las plantas de maíz.

    Nadie debería enfadarse con las piedras, solía decir el padre de su padre, quien, por lo demás, se enfadaba con todos y era siempre requerido por el gobernador por ser un pendenciero y un patán beligerante.

    Han querido deshacerse de una piedra y ahora tienen cientos de ellas repartidas por doquier, dispersas por el campo de maíz que silba al viento. El terreno está plagado de ellas. Las niñas se agachan a recogerlas y se llevan las manos a la espalda, doloridas.

    2

    En septiembre de 1780 Anna tomó posesión de su último empleo en casa de los Tschudi, la familia del doctor y juez de paz en la corte de cinco jueces de Glaris.

    Ya había estado antes en la región, se había marchado y había regresado, cambiando varias veces de empleo. Un rastro bastante intrincado.

    Primero aquí, después allá.

    Y todo a una edad en la que otras ya se habían asentado hacía tiempo. Las mujeres no se comportan como ella.

    Al menos no las de su clase social.

    Derogar la ley de las piedras, que se quedan quietas allí donde caen. Los parientes dicen que debió quedarse en Senn­wald. Uno se queda en el sitio al que pertenece; quien no se queda, no pertenece ya a ningún lugar.

    Ella es la única culpable.

    A los cuarenta y tantos años, Anna sigue con aquel afán por cambiar de sitio, por buscar otro paraje, un espacio bajo techo ajeno, un lugar frente a otro fogón.

    Tira de la cuerda de la campana y echa la cabeza atrás para mirar hacia arriba, hacia lo alto del muro. Es una de esas casas señoriales de Glaris construida al estilo de la región: cinco plantas, techo a dos aguas, una torrecilla sobre la escalera. Robusta, inexpugnable, una pequeña fortaleza. Sólidas han de ser esas casas, resistentes, si pretenden subsistir entre las paredes de aquellas montañas.

    Le habría gustado servir en una de esas mansiones modernas con hastiales orlados y columnatas en el frontón, con alcorques en miniatura y laberintos en el jardín. En la «mansión del prado», por ejemplo, ahora habitada por el fabricante Blumer. Aunque también la casa que tiene ahora delante le parece digna para sí. Es la honra profesional de quien ha pasado por todos los niveles del servicio doméstico y ha obtenido cartas de recomendación de las mejores familias. Hija de campesinos, Anna empezó a trabajar a los catorce años en Meyenfeldt, una granja de estancias estrechas y sucias en la que apenas había algo más a lo que hincarle el diente que en la casa paterna, de la que tuvo que marcharse para no morir de hambre.

    Más tarde, en la vivienda del armero de Sax, tuvo más comodidades, de lo contrario no habría aguantado allí seis años, aunque eso no fue nada en comparación con la casa del párroco de Sennwald. Lo que la envidiaron por aquel trabajo. La gente es tonta, sin duda, y ella misma lo había sido al creer que aquella casa de madera correspondía a una vivienda distinguida. No fue hasta llegar a la región de Glaris, cuando trabajó con la familia Zwicki en Mollis, que supo lo que significaba la verdadera distinción. Qué duda cabe: la casa Zwicki suponía un empleo para toda la vida, uno con el que soñaría cualquier criada tras haber tenido que sacarse de la cabeza, a manotazos, la idea del matrimonio. Una vivienda confortable, vitualla abundante, señores afables… Mas resultó que aquel tampoco llegó a convertirse en un empleo para siempre. La vida le dio alcance, le pegó una sacudida y la echó de allí. Asentarse de una vez por todas, pues, siguió siendo un anhelo insatisfecho. Dondequiera que estuviera, la superficie del agua se crispaba como si alguien le hubiese arrojado un pedrusco.

    Los Tschudi vendrían a ser sus octavos o novenos señores, sin contar con los empleos que había tenido de por medio: en la casa del maestro de pescadores de San Galo, en la del encuadernador de Glaris… Eso, si es que llegaban a darle el empleo.

    Pero Anna no tenía dudas. Una criada llevaba escrito en el rostro si entendía lo que significaba hacerse cargo de una casa. Cualquiera que conociera un poco la naturaleza humana lo vería. Y quien no lo viera, tampoco merecía tener una buena criada.

    Su mano acarició el picaporte de latón amarillo oscuro, que casi ni se veía por la suciedad. Tampoco se habían limpiado los herrajes. ¡Si ella asumiera las labores de esa casa, todo aquello brillaría!

    También la escalera de piedra caliza está cubierta de manchas y muestra los rayones de la limpieza. Alguna de esas criadas jóvenes y poco versadas habría trabajado allí y restregado el suelo con toba volcánica, ese viejo remedio campesino. Ella misma lo había empleado en la casa del párroco, en Sennwald, pero luego aprendió otros trucos con la familia Zwicki.

    En ese instante se aproximan unos pasos. Anna se arregla la cofia, se alisa la falda de domingo.

    Una anciana la conduce escaleras arriba. Anna respira el agrio olor de los medicamentos, los aires del terruño en la casa de los Zwicki, cuando, tras la muerte de su padre, Melchior abrió la consulta médica en la planta baja de la casa.

    El salón es amplio, luminoso, pero Anna se horroriza al ver las ventanas, porque, aunque fuera hay claridad, los cristales están oscuros por culpa de la pared de roca amenazadoramente cercana, que lo cubre todo con un manto de penumbra. En el techo, molduras de estuco: alegorías de las cuatro estaciones. El diván, las onduladas sillas con dibujos florales, un espejo de pared enmarcado en oro, una estufa con sombrerete y escenas campestres en los azulejos. Una repisa con jarras de zinc y plata noble.

    Un rápido repaso al inventario, con la mirada avezada de quien está acostumbrada a trabajar en casas ajenas, la llena de satisfacción. No quiere bajar de cierto nivel de comodidades. Una tiene su orgullo.

    Los señores, en cambio, no sospechan que en realidad sus casas pertenecen a las criadas. Y a los gatos.

    Entre las paredes y los muebles se urden vínculos que, si pudieran verse, serían como telarañas. La dueña de la casa, sentada al fondo junto a una ventana, deja a un lado el bastidor de bordado, los hilos de colores y las agujas, y sale al encuentro de la nueva sirvienta.

    Saludos, señora doctora, soy Anna Göldin.

    Steinmüller, el cerrajero que esa mañana le había hablado de la plaza vacante, sabe que Elsbeth Tschudi está a punto de cumplir los treinta años y tiene cinco hijos. Ambos son parientes lejanos. Él ha alabado los rasgos de la cara de ella; su piel blanca, fina y transparente, como una taza de té inglesa a contraluz.

    Una comparación curiosa. A Anna casi le entra la risa. ¿Acaso han escapado a los ojos parpadeantes de Steinmüller, dañados por el fuego de la herrería, el rictus torcido en torno a la boca y las finas arrugas sobre las cejas?

    Es cierto que aquí, cuando sopla el cálido viento de los Alpes, la luz es como una navaja: su filo implacable lo saca todo a relucir.

    Ahora también acude el señor, que sale de su gabinete. Quiere saber a quién acoge en su casa.

    Saludos, señor doctor y juez de paz.

    Anna conoce bien la variedad de títulos de la región de Glaris; un haz de plumas de pavo real, traídas después de servir en ejércitos extranjeros; títulos heredados, adquiridos, adjudicados por el destino. Cualquiera que se preciase un poco se atribuía varios sin dudar: teniente alcalde, comandante de plaza, doctor de la Iglesia, juez de paz en tribunales de cinco o nueve jueces, consejero, alférez, tesorero… De ella se dice más tarde, cuando ya corren malvados rumores, que «no es una persona basta».

    Una mujer bien plantada, piensa el doctor Tschudi. No una criatura sin sangre como la última, con brazos como palillos, que parecía incapaz de cargar con una tina de agua. Esta no es demasiado joven, pero tampoco muestra rasgos que alerten sobre los inconvenientes de su edad.

    ¿Qué edad tenéis?

    Unos cuarenta.

    Anna se calla los años que, como la mala hierba, le crecen por encima de esa cifra. Es un asunto privado. Sabe que todos la toman por más joven. Entre los rizos oscuros que sobresalen de la cofia aún no se ven los hilillos plateados. Quien está obligado a sacudirse a cada tanto el polvo de los zapatos preserva la juventud. En cambio, quien se achanta en un sitio, se petrifica. En lo que a fuerza y movilidad se refiere, Anna puede medírselas con cualquier mozalbete.

    El doctor ha estado últimamente sumido en el estudio de los Fragmentos fisionómicos de Lavater: esa criada es de complexión rellena pero bien proporcionada, tiene el cuello flexible y unos ojos grises y ágiles que dan fe de una mente despierta; la nariz robusta, estrecha en su nacimiento, habla de su independencia, y también el mentón es expresión de autonomía, mientras que el óvalo descendente de la cara promete armonía y proporción.

    Sana, sin duda.

    Se le nota en la piel clara y libre de impurezas, en las manchas rojizas del arco cigomático, que hablan de una buena digestión y una circulación magnífica.

    Una persona sólida, de buena presencia.

    Mejor que una moza inmadura como la última criada, la Stini. Hace poco ha leído un alarmante escrito de su colega Friedrich Benjamin Osiander en el que se habla de las tendencias pirómanas de ciertas jóvenes sirvientas. La atracción por las llamas, el gusto de prender fuego a las cosas, está relacionado con la situación hematológica de las mujeres. En sus años de desarrollo, el sexo femenino es dominado por una venosidad desmedida y la congestión venosa en la zona de los nervios oculares genera avidez de luz… Teorías demostradas a partir de ejemplos cercanos. Hacía poco, en Näfels, una joven de dieciséis años, sin que mediara conflicto previo alguno, prendió fuego a la casa en la que servía.

    Por eso es importante observar con atención a las sirvientas.

    Una criada con la que se puede contar, piensa la señora Tschudi. Con experiencia, versada en todas las labores de una casa; la podrá dejar hacer y deshacer a su antojo.

    Aunque precisamente esa idea es la más inquietante.

    A juzgar únicamente por su figura, esa mujer ocupa el doble de espacio que ella misma.

    Es cierto que no ha tenido mucha suerte con las criadas demasiado jóvenes. La Stini, por ejemplo, demasiado dócil y tímida, dejó que los niños le tomaran el pelo y, a la larga, aquello resultó ser demasiado para ella. Ayer mismo se levantó y se largó. Justo el día que esperaban invitados: el teniente Becker, el expresidente Heer, el alférez Zwicki. No era de recibo. La voz correría como el fuego por toda la ciudad. Ya se comentaba, de hecho, que en su casa no había criada que aguantara mucho tiempo. Esta, en cambio, parece capaz de poner en la mesa comida para doce personas, con calma y en poco tiempo…

    No obstante, no sabe bien qué pensar.

    Tal vez sea la propia actitud de la Göldin: no hay rastro de sumisión en ella. Ha conocido a otras que solicitan empleo y, en su nerviosismo, no saben qué hacer con las manos. Esta, en cambio, se mantiene erguida y le sostiene la mirada.

    Pensándolo bien, viste con demasiada arrogancia. La señora Tschudi examina la ropa de Anna Göldin. ¡Una falda con los colores de moda! Solo la esposa del teniente Marti posee una prenda como esa. Se dice que ese violeta chillón, tirando a marrón, es la última moda en París. En su último encuentro para tomar el té, las damas pudieron constatarlo: hoy en día es preciso mirar dos veces para distinguir quién es señora y quién sirvienta.

    También la cinta de seda en torno al cuello. Vaya moda tan estúpida. La plebe lo llama Bettli y se supone que con ella la piel parece más blanca.

    Anna sostiene a la patrona su mirada escrutadora.

    ¿Dónde ha estado empleada?, se apresura a preguntar la señora Tschudi.

    En varios sitios. En la casa de un maestro de pescadores en San Galo, más tarde en Sennwald, en la parroquia…

    ¿Y en la región de Glaris?, inquiere el doctor.

    El último empleo fue en la casa de un encuadernador. Antes en otra parroquia.

    ¿Dónde?

    En Mollis.

    Anna nota la mirada pensativa, se sonroja, se traba cuando explica que el pastor murió cuando ella llevaba cuatro años trabajando para él y que entonces se quedó junto a su viuda y sus hijos ya crecidos, uno de

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