El timonel extraviado
Por Abelardo Ferroi
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El pasado de nuestros ancestros nos pertenece. De ese crisol venimos. Y por supuesto, lo que ellos vivieron y cómo lo afrontaron para brindarnos la oportunidad de nacer, nunca aparecerá en los libros de Historia.
Víctor Labrador, un timonel extraviado que detrás de un sueño atraviesa el mundo intentando demostrar lo indemostrable, vive sus pasiones inconclusas al ritmo huracanado de los acontecimientos históricos recientes.
A la hora del chocolate con pandebono que se publicó hace algunos meses en esta misma editorial y que tuvo excelente acogida, es parte de esta saga.
La saga es circular (termina donde empieza), y su columna vertebral deja esbozadas las historias que vendrán después.
El narrador -que explora un estilo hipnótico y estimula la imaginación del lector para que cada uno lea un libro distinto- saca a flote lo mejor y lo peor de cada personaje de manera imparcial, sin justificarlo ni comprometerse con él. Y "con un humor fino e irreverente nos transporta a la cruda realidad que hemos vivido los pueblos latinoamericanos desde nuestra "emancipación". Una saga "para que los lectores maduros recuerden, los jóvenes aprendan, y ambos reflexionen". Y si "alguien dijo que el humor es cosa seria", esta saga "demuestra plenamente la exactitud de esa afirmación".
(Apartes de la opinión de Enrique Hernández, lector de A la hora del chocolate con pandebono )
Es una obra de colores fuertes, climas ardientes y datos precisos, donde cada capítulo -como recurso psicológico especular- empieza con la frase final del que le precede. La agilidad de la narración se interrumpe con frases contundentes que resumen lo anterior, permitiendo que el lector descanse y reflexione sobre lo leído.
El libro que ofrecemos hoy, El timonel extraviado, es la primera parte de esta saga que el autor empezó a bordar en su infancia.
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El timonel extraviado - Abelardo Ferroi
Primera edición: mayo de 2017
© Grupo Editorial Insólitas
© Abelardo Ferroi
Portada: Federico Fierro
ZOOM. De la serie «Saturación Domestika» 2006
Acrílico, óleo, pastel al óleo y laca sobre tela / 120 x 50 cm
Colección privada
ISBN: 978-84-17005-56-6
ISBN Digital: 978-84-17005-57-3
Ediciones Lacre
Monte Esquinza, 37
28010 Madrid
info@edicioneslacre.com
www.edicioneslacre.com
IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA
Para Elizabeth,
Federico Alberto,
Laura Mercedes,
Juan Fernando,
Mara Juliana
y Ulysse
ÁRBOL GENEALÓGICO
DE LA SAGA
1
El sábado enterraron a Alejandro Labrador.
Los primeros que lo encontraron le calcularon medio siglo, aunque su documentación indicaba que se trataba de un hombre muy viejo. Esta circunstancia, que no pasó desapercibida a la hora del levantamiento del cadáver, no significó, sin embargo, nada más que otra curiosidad inexplicable a las que las autoridades nunca se acostumbrarían en aquella ciudad de nadie. El cadáver ingresó a la morgue predestinado a engrosar las estadísticas del mes, pero el escándalo que se armó cuando los forenses descubrieron el rejuvenecimiento inexplicable de su sistema digestivo, lo convirtió de la noche a la mañana en un importante muerto de jueves. Los científicos que llegaron a las carreras a estudiar lo inexplicable, no pudieron investigar aquel comportamiento contradictorio que revertía el irremediable proceso de la decrepitud, porque las vísceras que intentaban estudiar, se desintegraron en un caldo amarillo de vapores fosforescentes.
Alejandro Labrador había nacido en el otro lado del continente, al sur, en una población de frontera y a noventa kilómetros de aquel mar ocre, del que un día desembarcaron noventa piratas extraviados dispuestos a quedarse para siempre, después de haber desafiado los vientos cruzados del Estrecho de Magallanes para saquear las poblaciones costeras de los mares del sur, y de haber sobrevivido a las serpientes marinas que abordaban los barcos en alta mar, anidaban en los cofres de los tesoros, y se dormían plácidas en los cañones de los arcabuces.
Las nativas no tardaron en sucumbir al encanto irresistible de sus rancios olores, de sus barbas desaliñadas y de sus candongas rutilantes, y de un día para otro abandonaron familias y rebaños, y se unieron sin remordimiento, en carne y hueso y para siempre a aquellos invasores de padres ignotos que fornicaban al revés y hasta cuatro veces por día, y aunque el Consejo de Ancianos recomendó prudencia y tiempo para que el tiempo encontrara una solución prudente a aquel conflicto de posiciones importadas, el enfrentamiento de civilizaciones se hizo inevitable con los primeros soles de junio.
Los invadidos, inferiores en tecnología de guerra pero mejor armados de paciencia que los invasores, se aprovechaban de su mala digestión y los atacaban a la hora de sus necesidades mayores, cuando sus nalgas enjutas eran blanco fácil de sus dardos ponzoñosos; hasta que el temor a morir en estado de indefensión e indignidad, generó un estreñimiento colosal que les obligó a construir un asentamiento tierra adentro, donde la topografía facilitara la defensa y la satisfacción pacífica de las necesidades individuales, ante la desagradable opción de tener que defecar en grupo para proteger mutuamente sus descoloridos traseros de los ataques matutinos.
Años después, los descendientes de aquellos fundadores estreñidos, más preocupados por combatir a los mosquitos que por continuar la gesta escatológica de sus ancestros invasores, construyeron una ciudad fea, de casas de bahareque y techos de paja, mal hecha, rodeada de la empalizada antigua que construyeron sus tatarabuelos para protegerse de los ataques de los nativos, y recostada contra unas montañas rojas, carcomidas por un bondadoso río impredecible, capaz de inundar sin misericordia los barrios bajos cuando llegaban las lluvias en abril, aunque en agosto se pudiera cruzar saltando de piedra en piedra sin mojarse las alpargatas.
La ciudad se convirtió en refugio de los que no tenían dónde ir durante las nueve guerras civiles oficiales que asolaron la región, y empezó a crecer sobre la margen derecha del río impredecible y hasta su desembocadura en el río Manso, que indiferente, recorría un valle plagado de ciénagas y marismas de los tiempos del mar de la creación, por donde los sábados bajaban sin prisa champanes rudimentarios cargados con guacales de gallinas y arrumes de plátanos, que a duras penas satisfacían la demanda creciente del mercado dominical.
Aprovechando que el suelo arcilloso permanecía húmedo buena parte del año, los hijos de los fundadores construyeron aljibes milagrosos en los patios de las casas para abastecer a las familias, hasta que la ciencia pública atribuyó la epidemia de cotudos adolescentes al consumo de agua sin tratamiento, y obligó a las autoridades a construir el acueducto municipal a las carreras, para alejar el maleficio con tecnologías de avanzada.
No obstante, tapados con gruesos tablones y disimulados con helechos y trinitarias, aquellos manantiales prodigiosos de los que sacaban agua con una totuma en los meses más crudos del invierno, fueron vitales durante las feroces guerras civiles que siguieron a la de la Independencia, cuando los ejércitos victoriosos castigaban a la población cerrando las válvulas de suministro para que todo el mundo comprendiera quién tenía el control de sus vidas; y sólo después de un siglo caerían en desuso, gracias a la concertación de una constitución alcahueta que puso fin a las guerras internas y facilitó la construcción de otro acueducto diseñado sin angustias, suficiente para satisfacer el crecimiento acelerado de la población durante la transformación industrial, pero insuficiente para combatir el incendio infernal que la consumió por los tiempos del meteorito, permitiendo construir, ahora sí, la ciudad pujante que conoció Alejandro Labrador.
El padre de Alejandro Labrador, un timonel fracasado que llegó con la pobreza en la piel y con el sueño de construir un mundo como el que había conocido al otro lado del mar, desembarcó en enero buscando con urgencia un barco con rumbo sur, porque el capitán del navío al que su incapacidad marinera había hecho encallar en la escollera de la bahía, lo estaba buscando para matarlo.
Parece que su destino inicial era el Fin del Mundo, donde anidaban gallinas monumentales ─gauchos vagabundos habían encontrado enormes huevos petrificados y las gallinas no debían estar muy lejos─, pero perdió el barco y lo que le quedaba apostando a los gallos, y no tuvo más remedio que sobrevivir como fuera, mientras el capitán de navío esperaba la reparación del casco y ahogaba su furia en las casas de lenocinio.
Por supuesto que Víctor no era su nombre de pila:
Víctor fue lo más parecido a Wienczyslaw que encontró el abogado amigo del funcionario incorruptible que sin hacer preguntas impertinentes lo nacionalizó, haciéndolo volver a nacer en un villorrio local que no aparecía ni en los mapas más detallados, y Labrador, el resultado de la traducción libre y espontánea que de su apellido impronunciable hicieron con la ayuda de un pirata holandés al que la artritis había obligado a quedarse en tierra caliente oficiando de intérprete portuario, y que justificó con maestría aduciendo que un apellido castizo podría evitarle dificultades futuras, si este país termina declarándole la guerra al suyo, porque en estos días, mi querido Wienczyslaw, uno nunca sabe lo que le espera a la vuelta de la esquina.
Y así fue.
Catorce meses después se encontró de golpe con unos ojos negros que lo condenaron a vivir y morir en tierra ajena, y al día siguiente se despertó asustado, con náuseas y dolores premonitorios, y no pudo volver a recuperarse de aquel ardor impreciso en no sé dónde, ni de la angustia de navegar con la brújula de los sentidos extraviada para siempre en un mar minado de pasiones inconclusas.
Era el amor.
Sucumbió a su embrujo