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En el nombre de Arcadia. Mensajes de ultratumba
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En el nombre de Arcadia. Mensajes de ultratumba
Libro electrónico441 páginas6 horas

En el nombre de Arcadia. Mensajes de ultratumba

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Arcadia no es un simple reino, es una identidad, una forma de vivir y convivir fundamentada en la espiritualidad.
La Luz Divina, su deidad, envía a los espíritus para advertir a los moradores del castillo de Clachgem del peligro inminente: el destronado ha regresado a la nación. La reconquista es un éxito en su avance hacia las tierras bajas. Pero los arcades no contemplan la palabra rendición. El rey y su senescal parten al exilio y piden apoyo a la poderosa reina Bouda II.
El joven Maddox, la princesa Alanna y los Bertram huyen hacia la isla fortificada de Naballachán, el último reducto. En caso de regresar, deberán hacerlo como militares. Contarán con una ventaja, un arma más poderosa que el arco y la espada: los espíritus están de su parte. Son mediadores de la divinidad, que les otorga el poder mediante dones.
Algo se oculta entre demonios y espíritus, algo que observa a Maddox en silencio, preparado para manifestar su poder.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 ago 2023
ISBN9788412738100
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    En el nombre de Arcadia. Mensajes de ultratumba - A. M. Lara Ríos

    Prólogo

    En la intimidad de la noche y de su hogar, Kelvin el bardo se enfrentaba al pergamino en blanco. Suspiró y acarició con un dedo los símbolos grabados en la cerámica del vaso antes de dar otro sorbo de vino. Empapó la pluma en tinta y se embelesó con la llama del candil, meditando cada palabra a plasmar. Un descuido le costaría su reputación y el resquicio de libertad que le quedaba.

    Estuvo en el lugar y el momento equivocados; o no. Gunnar X el Conciliador luchó contra los pueblos que se aliaron para conspirar contra él: los «pieles cenizas» de las Tierras del Fuego y los korwinianos de las «tierras perdonadas» de la nación de Clypeus. En las postrimerías de la guerra oyó a los primeros, llamados yeisati, leyendas traídas de sus Tierras del Fuego. Aunque regresó entre vítores a palacio, su mirada vacía no se correspondía con el momento de gloria. Desatendió el recibimiento de su reina, pues su corazón aún pertenecía a quien fuera su amante: Ailish, la dulce clannadur con quien tuvo a su hijo Sigfrid. Ticiano, por otro lado, era el fruto de su relación conyugal con la reina Briana.

    Durante tres años intentó desvelar el mensaje de los yeisati. Se obsesionó de tal manera que descuidó su vida familiar; incluso se olvidó de comunicar quién heredaría su trono: el primogénito o el legítimo. Aquel problema se agravó cuando el rey anunció su partida hacia una aventura a los infiernos que le conduciría a la muerte. Solo se supo que del éxito de su misión en la Montaña del Diablo dependía el futuro reinado del bien; ese porvenir en el que el mal dejaría de azotar a un mundo ya bastante castigado. En la gruta de la maldecida montaña hallaría la respuesta al misterio que trajeron los cenizos. Pero el rey no regresó y las esperanzas puestas en su hazaña se perdieron en la oscuridad de la cueva prohibida.

    Como vaticinaban, acabó sus días sin designar la herencia a la corona de Castrum y, por ende, al gobierno de la nación. Briana se autoproclamó reina regente, tomando la palabra que su esposo nunca le dio. Decidió por cuenta del difunto preservar el trono hasta que Ticiano cumpliera quince años. Sigfrid accedió a que el derecho a la corona no recayera sobre él, mas no simpatizaría con el modelo de gobierno planeado, basado en la opresión y la tiranía. Llegó el punto de inflexión en el primer aniversario de la desaparición de su padre, al consumar la regente y el legítimo la conspiración. Briana I se vengó por el adulterio de su esposo con la clannadur. Estando la familia de Ailish presente, incluido Sigfrid, permitió la última despedida antes de que aquella daga apagase el corazón de la noble mujer.

    Tras el duelo que compartió con sus hermanastros y el viudo, cuatro años le bastaron a Sigfrid para comprender que no podía seguir lamentando su orfandad; que las lágrimas se habían vuelto venenosas y su fuego interior ansiaba ser revelado. Por tres veces le reclamó el trono a Ticiano I, el día de su coronación. Ante la burla en su respuesta, el primogénito marchó, no sin antes pronunciar: «Por tu vanidad y tu tiranía, tanto te pesará la corona que desearás el destierro o la muerte».

    En siete años, el afligido pueblo de la nación aún no había derramado sangre inocente ni conocido las hambrunas y la peste; hasta el día de la primera luna del año 1012 después de los humanos, cuando Sigfrid regresó acompañado de un puñado de aliados para pronunciar su ultimátum. Ante la nueva humillación, su daga sentenció de muerte a Briana I. De nuevo, los latidos de un corazón fueron apagados por el acero; y la sangre derramada fue el precio a pagar por la ejecución de Ailish. Con la antigua regente de cuerpo presente sobre un lecho de sangre, el primer duelo a espada entre hermanastros marcó la declaración de guerra. Los enfrentamientos se sucedieron hasta que llegaron al castillo de Clachgem. En esta fortaleza, cargada de gran significancia para los hermanastros, tuvo lugar el último duelo.

    Dejó la pluma en el tintero y aprovechó la pausa para terminarse el vino de un sorbo. Tras un suspiro entrecortado, apretó los dientes y sus finos dedos. Esa vez agarró el útil con fuerza.

    La declaración no se había consumado, pues la guerra no comenzó hasta que sendos bandos de adeptos tomaron posiciones en la primera batalla. Reinos enteros se disgregaron, lazos de sangre cortaron las espadas y la traición se clavó como puntas de flechas, virotes y saetas. La guerra civil no se magnificó hasta que los hermanastros encontraron apoyos en las tierras extranjeras del norte. Ticiano I solicitó apoyo a Kolsen IV, rey de la usurpada isla de Eliandé. Aquellos que la perdieron, los keltes de la cercana isla de Gaídligur, aceptaron las peticiones de Sigfrid y se unieron a sus tropas. La contienda alcanzó tal envergadura en la nación que la propia miseria se convirtió en un ejército etéreo que terminó por sentenciar una derrota y proclamar una victoria.

    Ticiano I el Irrefutable se había obsesionado hasta tal punto que, por tratar de ganar una guerra de honor propio, permitió que la hambruna, la oscuridad y la enfermedad hicieran que no solo el pueblo y algunos nobles rogasen por su exilio o su muerte, sino que hasta sus propios vasallos perdieran interés en seguir mostrándole idolatría. Se había convertido en el rey de una región yerma, muerta y miserable. Se llegó a un punto en el que ni el propio Ticiano I vio interés en seguir gobernando Clypeus; apatía que le llevó a tomar la decisión de instalarse en la misma isla de Eliandé, acogido por quien todavía tenía esperanza en él. Esperanza que se mantendría hasta que Ticiano fuese capaz de cumplir con su parte del trato: corresponder a los berifaf del reino ocupado.

    El día de Año Nuevo del 1016 fueron coronados Sigfrid III y Donvina I, coincidiendo con el mes de sus nupcias y, por lo tanto, con la celebración de su luna de miel; fruto de la cual nació su primogénita: Áine. Pero el rey no encontraba la paz; y no solo porque debía levantar su nación desolada y corresponder a quienes depositaron sus expectativas en él. La venganza contra Briana por la muerte de su madre aún no había terminado. A lomos de su caballo gris, galopó hacia el gran templo de Lacus Capitis, el lugar donde yacían —bajo un reposo inmerecido— los restos de la antigua reina. Tras la exhumación, siguió la senda hasta los confines de la nación. Allí, en el norte, donde el mar golpea con furia contra la base de los acantilados, despeñó el cadáver de un puntapié. Su furia se reflejaría en la del embravecido oleaje y su angustia desaparecería como aquellos restos condenados al olvido del lecho marino. Y entonces, pudo reinar en paz.

    ***

    Kelvin no pudo retener la lágrima que acariciaba su rostro, pero sí disimular el temblor de sus manos, que sostenían el pergamino. De un momento a otro leería aquellas gestas ante la multitud del nuevo reino. Frente a él, los reyes de Castrum apadrinaban el acto de fundación y escuchaban fervientes las palabras de Éamon I de Arcadia.

    —El rey Sigfrid III y yo compartimos aquello que nos inculcó nuestra madre —se dirigió el monarca a los arcades congregados a los pies del cerro de Clachgem—. Gracias a tan inmerecida regalía, gracias a las mercedes de mi hermano, puedo decir que: sobre estas prósperas tierras, hoy, primer día de la quinta luna del año 1016, podamos dar la bienvenida a un nuevo reino; aquel que no termina en sus verdes colinas, en los deliciosos frutos que dan sus bosques, en sus esbeltos edificios y humildes chozas, o en esta «joya de piedra» donde me hallo. Hoy, consumamos el deseo de Ailish; el deseo de materializar el renacer de aquella legendaria Arcadia. Aquel lugar en el que, si no tenías las suficientes monedas para pagar el pan, podías ofrecer algo material o tu trabajo a cambio; en el que si eras honrado y diferente, no te sentías afligido en tierras extrañas, pues nadie te juzgaba por tus diferencias; en el que el más pobre era el más aclamado; y en el que el amor, la paz y la justicia eran los verdaderos reyes.

    »Nuestra madre tenía un sueño: que la vieja Arcadia regresara para erradicar los problemas que azotan el mundo. Pero era una utopía en un mundo de opresión, en el que lo más difícil era destacar. Creía que las limitaciones de los sueños no eran más que los propios límites que nos ponemos nosotros mismos; y nadie sabe dónde acaban sus capacidades. Eso no es lo que pretende representar el ímpetu de este reino. Arcadia es el ser de capacidades condicionadas que es apoyado por la comunidad para valerse de sus fortalezas; es la totalidad de esas gentes cuyas diferencias no condicionan la forma de ser tratadas; es la suma de aquellos para los que su sabiduría no es objeto de competencia, sino algo digno de ser compartido. Porque la estarán ayudando a tomar la Espada Divina y serán testigos de su gloria. Arcadia es la delgada línea que separa la luz de la oscuridad. Esa línea que marca la frontera entre la libertad, el respeto y el libertinaje; entre la recompensa y el castigo; o hasta qué punto se puede llegar para defender el bien, aunque ello implique cuestionar nuestra moralidad.

    »Antes de terminar y dar paso a la lectura por parte del bardo de las hazañas a lo largo del camino que aquí culmina: solo el corazón más puro podrá comprender y albergar la esencia de Arcadia.

    PRIMERA PARTE

    Capricho cristalino

    A fin de proteger al pequeño Howard de rizos rubios de lo que sus padres comentaban con unos conocidos de la ciudad de Tiodlacdia, el joven Maddox trataba de amenizarle el rato con imaginarios acerca de luchas contra reyes tiranos y sus voraces bestias. Mejor aquello que impregnarse de la dura realidad que atravesaba el reino. El muchacho prestó algo de atención a los hechos que se narraban.

    —El otro día asaltaron a una mujer en el mercado —comentaba Elvia con su voz aguda; la muchacha era rubia, al igual que su hijo, y vestía un brial verde—. Estaba a punto de recoger el tenderete cuando la sorprendieron, se hicieron con el género y ella acabó… Me cuesta hasta describir aquella situación.

    —Me enteré —ratificó su amigo al tiempo que intercambiaba una mirada cómplice con su esposa—. Los testigos afirmaron que eran tres gaelas. No parecían del reino y a ningún arcade se le pasaría por la cabeza robar un simple vaso de cerámica, menos torturar y abusar de una inocente. Todavía no han dado con su paradero, aunque confiamos en que pasen por nuestra justicia y lo paguen caro, muy caro. Que vean lo que para nosotros significa el «ojo por ojo y diente por diente».

    —Que rabien con el dolor de la marca de fuego en la frente en caso de que se les conceda la gracia del perdón ante su arrepentimiento —intervino con su imponente voz el esposo de Elvia, Ansgar, el caballero del brial de ante que apretaba la mandíbula—. Que por siempre muestren su deshonra; y, si no, que sientan cómo cada gota de sangre abandona sus cuerpos y se consuman poco a poco sus vidas.

    »Sabemos que todo forastero es bienvenido y no hay cabida para los prejuicios, pero no vamos a postrarnos ante quienes nos agreden. Aquí tratamos de convivir en armonía. Esa es la base de nuestro reino. Pero ¿quién acogería en su casa a un arrogante, un insolente, a alguien que no conoce el significado de la palabra «respeto» o a un criminal? Ahí está la cuestión.

    —¿Y si somos nosotros los malos? —preguntó el esposo de la amiga de los Bertram—. ¿Qué explica entonces tal maldición? ¿¡Y los que están cayendo por esas fiebres pestilentes!?

    —Arcadia cumplió ayer medio año de vida y ya se hunde —lamentó Elvia.

    Los mechones ondulados le acariciaban la frente por la brisa. Algunos bailaban frente a sus ojos castaños, cuya mirada estaba perdida como la esperanza en el que iba a ser un hogar prometedor para ella, su familia y amigos.

    —No quiero ni imaginar el día en el que mi hijo dude de nuestra promesa —dijo Ansgar mientras alzaba su mirada al frente—. Le prometimos una nueva vida en la tierra de paz y libertad de la que nos hablaron. Pero se ve que el paraíso es cosa de cuentos de hadas y que en nuestro mundo o no existe, o hay que labrar la tierra para que de las semillas que hemos plantado broten los retoños verdes. Creo que Arcadia no es un regalo al uso, es el fruto de lo que obramos y lo que hagamos por mantenerla.

    »No sé vosotros, pero no pienso seguir lamentándome por faltar a mis votos. Puede que un puñado de arcades y yo no consigamos hacer realidad el designio de nuestro reino; sin embargo, no diremos que no hemos sudado, sacrificado y que no hemos puesto toda la carne en el asador antes de rendirnos. No quiero inculcar a mi hijo la figura de un padre mentiroso y holgazán. Tampoco le enseñaré que nada es gratuito; que, si queremos alcanzar un objetivo, hay que esforzarse. Si creíamos que Arcadia era sentarse en la hierba a escuchar el canto de los pajaritos, hemos demostrado ser inconscientes y la ignorancia es el punto ideal por el que entrar a atacar.

    Maddox aprovechó la pausa para proponerle a los padres del niño dar un paseo por los alrededores, ya que el pequeño se aburría y la conversación se intuía larga.

    —Tened cuidado y no os alejéis mucho —exhortó la madre—. Tampoco tardéis; cómo mucho os quiero ver de vuelta antes de la puesta de sol. Si no estamos aquí, nos vemos en su casa —señaló a la pareja de conocidos.

    Daban los primeros pasos cuando el pequeño ya se entusiasmaba con su juego habitual: fantasear con gestas en las que ellos eran protagonistas. Antes de doblar una esquina echaron un último vistazo atrás. Tanto los Bertram como sus amigos no perdían ojo.

    Howard se hizo con un par de ramas. Su padrino sabía que le proponía emular un combate.

    ***

    Maddox convino en regresar, pues el sol ya se ocultaba tras las casas enlucidas de arcilla roja. Habían jugado hasta el hartazgo. Parecía que Howard aún reservaba energía para una aventura más. No respondía a las advertencias de su padrino; de hecho, no lo hacía a ningún estímulo. Su boca abierta y los ojos como platos manifestaban el trance con el que se adentraba en una casa desconocida. A gatas, accedió a la alcoba contigua a la entrada. El clannadur lo siguió.

    El pequeño se había detenido frente a una gran bolsa de cuero raído. Metió la mano y sacó un par de muñecas de cerámica. El destello de dos cristales con forma de lágrima lo embelesó aún más. Los aferró cerca del extremo puntiagudo.

    —Déjalos en su sitio —susurró Maddox.

    —¡Que no! ¡Que me gusta! —murmuró al tiempo devolvía las muñecas y, con el mismo sigilo, se guardaba los cristales en el bolsillo.

    —¡Quién anda ahí! —espetó la voz de un anciano desde el fondo de la casa.

    —¡La bolsa! —le gritó su señora—. Otra vez te has dejado la puerta abierta. ¡Nuestro hijo nos mata!

    El anciano fue en su busca cuando vio a los chicos salir corriendo.

    —¡Eh, vosotros! —los llamó, pero ellos no volvieron la mirada en su huida.

    —¡Los años te están secando la cabeza! —lo regañó la esposa—. No llames la atención—. Ambos miraron en rededor: a los ojos curiosos de algunos vecinos que asomaban tras las ventanas. Con disimulo, el hombre revolvió en la bolsa y se percató del robo. La mujer resopló ofuscada—. Ve en busca de nuestro hijo y da el aviso. Ellos se encargarán.

    En la carrera de regreso para reencontrarse con los Bertram y la otra pareja, Howard sacó su botín del bolsillo para mostrárselo a su padrino, que sorprendido, le instó a que deshiciera de ellos. El niño se negó. Sus advertencias se endurecieron cuando comprobó que, al doblar la esquina de una casa, un hombre de voz y corpulencia imponentes se fijó en los cristales y los miró con codicia.

    —¡Entrégamelos! —le ordenó al pequeño Howard, que corrió en sentido opuesto, maravillado con aquellas lágrimas de cristal.

    Su padrino lo persiguió mientras trataba de convencerle para que no convirtiera un capricho en un problema mayor.

    Bastaron pocas zancadas para que el fornido les pisaran los talones. A tiempo, los chicos rodearon una vivienda y, cogiendo en peso a su ahijado, se colaron en el corral. Encontraron cobijo entre el muro y dos pacas de heno.

    Desde una puerta entreabierta, observaron un matrimonio de espaldas que se entretenía con labores tales como tejer una bufanda y afilar un machete. No fue el arma lo que alertó a Maddox, sino una sensación de angustia. Junto al sillón de mimbre donde se hallaba el hombre, centelleaba al resplandor del hogar un yelmo. En el acero reconoció la cruz solar grabada de la Orden Dorada. Más valía cuidarse de aquellos desconocidos e irse de allí, incluso a riesgo de ser sorprendidos por su perseguidor. Salieron del corral y Maddox buscó con la mirada al perseguidor, pero no halló ni rastro de él.

    Avanzaron hacía la casa de los amigos de los Bertram, convencidos de que ya estarían allí esperándolos. El rostro de Howard seguía iluminado y no solo por la luz del sol del atardecer.

    Cuando llegaron, la puerta estaba cerrada. Quizá habían tomado otro camino y por eso aún no habían llegado. Aún debían cuidarse del perseguidor, así que se escondieron en el corral de los amigos de los Bertram creyendo que allí estarían a salvo; sin embargo, la cabeza del hombre asomó sobre el murete y lo saltó con agilidad. Estaban acorralados.

    —No temáis —Alzó las manos vacías para transmitir calma—. Dad gracias a que os he encontrado yo y no ellos. ¿Eres su padre? —le preguntó a Maddox señalando al niño, que aferraba los cristales con el rostro arrugado por el miedo.

    —No, pero estoy a su cuidado. Hemos quedado en encontrarnos aquí, en la casa de sus amigos. No deben tardar en llegar.

    El hombre asintió.

    —Ha sido fácil seguiros el rastro. Igual que he dado con vuestro paradero, podrían hacerlo ellos. Los habéis paseado a la vista de todos y eso es muy peligroso. Ante el mínimo indicio tenéis que salir de aquí. No confiéis en nadie hasta que estéis a salvo; ni siquiera en aquellos que creéis conocer. Hay infiltrados por doquier —sin añadir nada más, le quitó los cristales al niño y los introdujo en la mochila que le colgaba al hombro. Miró hacia ambos lados antes de salir a la calle.

    Maddox soltó todo el aire de golpe, aliviando en parte la tensión del momento. No pasó mucho tiempo hasta oyeron unos pasos acompasados. Supo que no eran los Bertram. Se asomó con cuidado y comprobó que provenían de la calle de atrás.

    —Vamos, Howard. Confía en mí —le tendió la mano y el niño se la cogió con el miedo reflejado en el rostro.

    Sin que los vieran, corrieron en sentido contrario a los pasos que se acercaban.

    Alejados del arrabal, y del aún incomprendido peligro, se vieron en la necesidad de recobrar fuerzas.

    —Y yo que les dije a tus padres: «me quedo en la aldea porque quiero recogerme» —recordó Maddox mientras descansaban cobijados entre la vegetación—. Pero ¿y si no me hubiesen convencido? Si esto te hubiera pasado solo, ¿qué habría sido de ti? Lo que es el destino, ¿eh, Howard? Bueno, ¿está el pequeño héroe preparado para seguir?

    —Sí, tito Ado, ya estoy mejor. Me duelen menos las piernas. ¡Vamos!

    ***

    Maddox se identificó ante el guardián de la puerta oeste de Tiodlacdia con miedo. Temía que el centinela los detuviese en caso de ser uno de los infiltrados. Además, la ciudad amurallada podía convertirse en una auténtica ratonera. Maddox daba por hecho que el padre del propietario de los cristales había dado la voz de alarma. Siempre podrían huir, el entramado de callejuelas les ofrecería el escondite perfecto hasta que pidieran ayuda al indicado, como a un clannadur, y los llevase de regreso a la aldea. Aunque su plan de reencontrarse con los Bertram aún era el principal. Mientras tanto, alguna casa abandonada, las sombras y la inminente noche serían sus aliadas.

    Una desvencijada casa de tres alturas al final de una calle sin salida los detuvo. Las dos primeras manifestaban señales de abandono. Para el clannadur era el lugar idóneo en el que llevar a cabo su plan y, a la vez, dar con el refugio definitivo. Había luz en las ventanas de la tercera. Oró a la Luz Divina para que fuera alguien de su raza quien morase allí; ese alguien al que acudir.

    Con sigilo y los corazones latiendo a mil, subieron las escaleras de los dos primeros pisos. Al llegar al tercero, se percataron de la presencia esperada. Había llegado el momento de sopesar entre ocultarse o confiar y pedir ayuda. Se arriesgarían con la segunda opción.

    Acomodados bajo una ventana, Maddox miraba al horizonte. Sobre la llanura, en la cima de un otero, la anaranjada silueta del castillo de Clachgem —su hogar— se recortaba sobre el crepúsculo del Día los Ángeles; el segundo de la décima luna del 1016. Mientras rodeaba al pequeño aventurero con sus brazos, imaginó a los Bertram bajo esa frontera entre la angustia y la locura. Recordó una de las enseñanzas de su padrino Widdy, trató de concentrarse y enviar desde lo más profundo de su ser un mensaje intangible hacia Elvia y Ansgar. «Estamos a salvo —repitió en su mente al tiempo que cerraba los ojos e imaginaba la expresión de estupor de esos padres—. Estamos ocultos en la ciudad y, anteponiendo la seguridad de Howard, trataremos de llegar a la aldea lo antes posible. Mañana o esta noche, quizás», concluyó, procurando que no solo sus palabras fuesen recibidas, sino también una sensación de tranquilidad con la imagen de los dos chicos arropados en aquel rincón bajo la ventana. Creyó que aquella comunicación extrasensorial fue en vano al no recibir una respuesta coherente. A su mente llegó la imagen de Elvia jugando con un bebé al que llamaba Paulo, que respondió con una carcajada a las pedorretas y cosquillas que le hacía.

    Ocultó a Howard tras él al percatarse de que alguien cruzó la puerta que tenían enfrente de lado a lado. Fue un momento breve pero tenso. Cuando pudo reaccionar, recordó ver a través de la rendija abierta una oreja picuda.

    —¡Es un clannadur! —musitó Maddox al pequeño mientras abría sus grandes ojos color miel y se le iluminaba el rostro—. Ya sabes que somos de fiar. ¡Podemos decir que estamos salvados!

    —¡Mamá y papá! —susurró el niño conteniendo su alegría y con expresión similar al pensar que se encontraba más cerca de volver a ver a sus padres.

    —¡Pronto estaremos en la aldea! ¡Y nada de imaginar aventuras, tenemos una real para contar y recordar! ¡Vamos, héroe! —Lo tomó de la manita para ayudarle a levantarse y salieron de la estancia con sigilo hasta llegar frente a aquel ser.

    —¡Ayuda! ¡Por favor, ayúdanos! —Maddox se dirigió al desconocido—. Somos de Cruinn, debemos volver cuanto antes y no quiero imaginar cómo deben de estar sus padres. —Posó una mano sobre el hombro de Howard.

    —¿Qué os ha pasado?

    —Estábamos en el arrabal del oeste jugando mientras sus padres conversaban cuando encontró un par de cristales. Le atrajo tanto que no quiso soltarlos y cuando nos dimos cuenta, nos vimos envueltos en una huida. Por cierto, aquellos cristales con forma de lágrima…

    Como quien pronuncia una palabra tabú o mágica, tras decir «lágrima», el clannadur abrió más aún sus ya de por sí grandes ojos, también de color miel, a la vez que contraía cada músculo del rostro. La tensión fue correspondida, pues Maddox mostró una similar ante la importancia que le dio a lo que parecía algo atractivo pero insignificante.

    —¡Qué! ¿¡Qué pasa con los cristales!? —inquirió el joven.

    —¡Los Cristales de Prixat! —dijo casi en un suspiro mientras perdía la mirada en la pared del frente—. No hay tiempo para contaros su historia, urge deciros que hicisteis bien en huir y que estáis en peligro. Los Caballeros de la Orden Dorada junto con sus secuaces los custodian y a saber cuántos más. Estarán buscándolos como locos y a vosotros también, si es que os descubrieron. —Su congénere asintió con timidez. No quiso entrar en detalles y añadir que el niño los había enseñado por las calles—. Pararán a todo joven a cargo de un pequeño hasta que den con vosotros. Hasta los nuestros pueden trabajar para esa gente. Por cierto, imagino que los tenéis a buen resguardo.

    —Se los entregamos a un hombre. Queríamos acabar cuanto antes con esta situación y cedimos.

    —No imagináis cuántos están interesados en ellos. Como decía, no hay tiempo. —Introdujo en un zurrón algo de comida, agua, monedas de cobre y un trozo de papel con tres iniciales entrelazadas—. Os llevaré hasta las ruinas del palacio del norte, allí estaréis seguros hasta el amanecer. Cuando veáis un carro rojo, acercaos a él y enseñadle el emblema. Os reconocerá y os llevará de vuelta a la aldea. —Tras una pausa breve, se dirigió de nuevo a Maddox—. Tengo la sensación, no me preguntes cómo, de que conoces a maese Ordonio el panadero.

    —Sí. ¿Cómo está? —preguntó extrañado ante aquel comentario fuera de lugar.

    —Por suerte, se está recuperando de la fiebre pestilente. Pronto lo volveremos a ver tras su tenderete. No sé por qué te he preguntado por él cuando lo que importa ahora mismo es vuestra supervivencia. Lo dicho: una vez os deje allí, cuidaos, seguid mis instrucciones a rajatabla y suerte. Hasta entonces, os ocultaré en mi carro y no hablaremos si no es necesario. Habrá ojos y oídos por todas partes. Ni siquiera puedo llevaros hasta la aldea, pues con toda seguridad ya estarán rondando los caminos. Orad. Orad todo lo qué sepáis porque le hayáis entregado los cristales a la persona indicada. ¡Ah!, que no se me olvide algo vital: es muy importante que mañana, justo al despuntar el sol, no perdáis de vista la Casa del Jardinero, pues de allí vendrá el enviado.

    Maddox asintió y cruzó la mirada con su ahijado. Con una sonrisa forzada, procuró trasmitirle algo de tranquilidad. Ambos tenían la mente puesta en los Bertram y el desconcierto ante lo que había desencadenado coger lo que creían unos simples cristales. Consideró importante preguntarle:

    —Ya nos deshicimos de ellos, ¿por qué seguimos en peligro?

    —No saldríais impunes después de haberlos robado. Os interrogarían antes de recibir vuestro castigo; incluso al niño. Los buscarán en secreto. Registran, interrogan y hasta torturan si es necesario. Incluso regresando con sus padres —señaló al pequeño— los pondríais en peligro. Pero ya se cuidarán de que no los relacionemos con los Cristales de Prixat. Aunque os lo haya dicho con toda seguridad, no dejan de ser conjeturas. Solo el sabio entre los sabios os podría responder a lo que escapa a mi conocimiento. No hay tiempo para más. Id detrás hasta que os subáis a mi carro. —Se endosó el cinto con la espada envainada y salieron a oscuras, y con suma cautela, por la puerta trasera.

    ***

    Maddox se había despertado aturdido y no solo porque había dormido sobre el enlosado de las ruinas. A lo lejos, al este, los rayos del sol naciente revelaban una nube de polvo. Cuando se disipó, sonrió atónito al divisar el carro rojo tirado por un caballo blanco.

    —¡Howard, despierta! ¡Vamos, campeón!

    —Papá… —balbuceó el pequeño con los ojos cerrados, imaginando que todo había pasado y habían regresado a la aldea.

    —Sí. Ya vamos a ver a tus papás.

    El afable clannadur que tiraba de las riendas se presentó y los chicos hicieron lo propio al enseñarles el papel con el emblema.

    Subieron a bordo con presteza. Por un instante, mientras los chicos miraban hacia la silueta de Clachgem sobre el otero, pensaron aliviados que todo quedaría en una pesadilla olvidada al amparo de los suyos y de su hogar. La ilusión retornó a la incertidumbre cuando el clannadur enfiló campo a través, hacia la cordillera de Bentandorcha.

    —¿A dónde nos llevas? —preguntó el muchacho.

    —Los caminos seguirán custodiados día y noche, al menos al principio. Si se ven obligados a ello, cambiarán de estrategia. La Luz Divina nos proteja e inspire contrapartida y fortaleza al rey y a la guardia.

    —¿Acaso tenemos que ocultarnos en el monte?

    —Ya os podéis imaginar lo farragoso que resulta transitar los senderos del bosque. Procuraré que antes del anochecer estéis de vuelta; como mucho mañana —ultimó el congénere de Maddox. Desde ese momento, se afanó por infundirles el ánimo que tanto agradecían.

    Risas y «risas»

    Entre el monte bajo tapizado de encinas y las verdes praderas del valle del Abaíndeva, los humanos y los clannadurs convivían en una modesta aldea compuesta por chozas, la mayoría de planta circular. No solo ofrecía cobijo la empalizada que estaban construyendo a modo de defensa, sino la propia naturaleza de estos arcades, que, con majestad, trataban de encontrar el equilibrio entre el amor y la justicia, entre la bondad y el ataque hacia quienes osaran perturbar su gloria. Las coquetas moradas se disponían de manera caprichosa al abrigo del singular cerro. Este no solo elevaba la grandeza del reino, sino su propia representación, materializada en el castillo amurallado de Clachgem. Tres de las siete torres se dejaban entrever desde el escalonado flanco este que ascendía solidario a la pendiente hasta la torre albarrana o Torre del Homenaje, la cual se asomaba al acantilado. La Joya de Piedra, como era conocido, albergaba la corte del rey y simbolizaba la fuerza de un idílico reino.

    Sobre las nubes anaranjadas del atardecer se recortaba la silueta de los merlones puntiagudos y las garitas que esquinaban las torres, iluminados por el foso de fuego entre la muralla y la fachada. No era el ocaso de un día cualquiera. Incluso la Fiesta de la Primavera había pasado a un segundo plano.

    En el I Aniversario Fundacional, las dos poblaciones de Arcadia —la aldea de Cruinn y Tiodlacdia— se habían engalanado con estandartes que portaban los blasones de los diversos reinos o la propia nación, con suculentos banquetes y con la propia esencia de los arcades, que vestían sus mejores galas. Qué mejor manera de conseguirlo que mediante ese peculiar sentido del humor que les caracterizaba. De nuevo, los reyes de Castrum y Éamon I se dirigieron a la congregación para pronunciar sendos discursos cuyo tema principal era el balance tras el primer año de vida de Arcadia.

    —En estas doce lunas hemos visto la esencia de nuestro reino, esa de la que hablaba en este lugar hace un año —comenzó el rey arcade—. No voy a aburriros con datos. Creo que dice mucho más el ejemplo que habéis dado. Por eso, os animo a que sigamos trabajando por mantener el espíritu de Arcadia. Desde la Corte y mi séquito, corresponderemos por vuestro bienestar. No olvidemos que la seguridad es clave, aunque tengamos que ser partícipes y fuente de sufrimiento ajeno. Ya sabéis cómo funciona nuestra justicia, la que a vosotros es consultada antes de dictar sentencia alguna. No nos ahogamos entre leyes. Con el «ojo por ojo y diente por diente» nos

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