Un noble jinete de deslumbrante armadura que abandona el castillo para cabalgar con la bandera al viento, blandiendo su espada y su lanza en defensa de los más débiles: esta es sin duda la visión romántica que tenemos del caballero medieval. Sin embargo, como sostiene el historiador francés Jean Flori en su libro Caballeros y caballería en la Edad Media, «estas imágenes son multiformes y la realidad es mucho más compleja, empezando por el mismo término “caballero”. En un principio, se aplica a un personaje de un rango social elevado y solo más tarde se convierte en un título de nobleza». En este sentido, la ética a la que se debe varía según las diferentes épocas e incluye deberes como el servicio militar, el vasallaje, la dedicación a la Iglesia, al rey, al patrón, al señor o a la dama, el sentido del honor… Es precisamente la interacción entre el ámbito aristocrático y el ámbito eclesiástico lo que dota a este particular soldado de profesionalidad y dignidad social.
La (fuerza armada en latín), que estaba al servicio del Estado, se privatizó y afianzó llegada la Edad Media gracias a la consolidación de la caballería pesada entre los siglos ix y xi, aunque no fue hasta el xii cuando la caballería se potenció verdaderamente con la generalización de la carga a lanza tendida, en la que esta arma se situaba en posición horizontal sujetándola firmemente bajo la axila. Fue por entonces cuando apareció el código deontológico centrado en el honor que «humanizó» de algún modo las durísimas leyes de la