Corre el año 1065, y el rey que ha aglutinado los territorios de Galicia, León y Castilla, Fernando I, yace moribundo, rodeado de obispos que intentan ayudarlo con sus cánticos a cruzar al otro lado en olor de santidad. El monarca se prepara espiritualmente para la muerte, pues políticamente ya lo ha dejado todo dispuesto a su muy particular gusto. Ha redactado un testamento que reparte el reino entre sus cinco hijos. A Sancho, el mayor, le corresponderá Castilla. Alfonso, supuestamente, su favorito, se quedará con León. Por su parte, García recibirá Galicia, Urraca liderará el señorío de Zamora, y Elvira mandará sobre Toro. Y así, Fernando I, dejándolo todo desatado y bien desatado, fallece, abriendo la puerta a una batalla a muerte entre sus hijos, deseosos de reunir la herencia paterna bajo una sola Corona. Durante ese conflicto, que ya se olfatea en el aire cuando Fernando es bajado a la fosa, surgirá el mito. El de Rodrigo Díaz de Vivar. Y de esa guerra a muerte entre hermanos nacerá también la historia del futuro Alfonso VI, candidato a aglutinar los tronos paternos, para quien la cosa no pintaba bien en 1065. Aquellos dos hombres, Rodrigo y Alfonso, estaban condenados a entenderse.
Años mozos
Retrocedamos en el tiempo hasta la década de los años cuarenta del siglo xi, cuando nace Rodrigo. También por entonces nace Alfonso. Y ya desde el principio ambos se ven obligados a convivir. Rodrigo, más que el hombre hecho a sí mismo que nos ha pretendido vender la leyenda, es hijo